ZIMBABWE.
Y yo, que olvidé preguntarle su nombre. El destartalado autobús para frente a la tienda-restaurante, levantando una enorme nube de polvo que incrementa, si es posible más, la calurosa calima de la campiña zimbabwuana. Le miro enseguida; de entre las abiertas ventanas del bus abarrotado, la penúltima deja ver un anciano rastafari. Hay luces que se mueven en un mismo plano, o tal vez un hilo de Ariadna las guía.
Yo me recupero de un golpe de calor, tras pedalear más de una hora a cuarenta y cinco grados, feliz y contento gracias a un inesperado trozo de pollo y patatas fritas que me saca de la monótona dieta de 'sadza', con la que llevo un mes alimentándome. A la sombra, que es el palacio de África. Nos cruzamos en el cubo para 'lavamanos' y no me pregunta el clásico 'dónde vas o de dónde vienes' sino que tras comentar que mi bici aparenta un largo viaje, me suelta,
- ¿Qué es lo que te molesta de África?
Sorprendido, no sé elegir bien o quiero ser educado.
- Hoy, el calor, las moscas… África en general no me molesta. - Tampoco miento.
Regreso a mi rincón en la sombra, y tras unos minutos, nos miramos otra vez y viene a sentarse conmigo.
- He visto unas galletas, tengo hambre pero no puedo pagar una comida.
- Por favor, ten.
En África el primer mandamiento es 'amarás a los que tienen canas'. Por cada viejo que dice, 'tengo hambre' deberían romperse los cristales de donde se tira comida a la basura, pero éste es el mundo que tenemos; hambre y cristales rotos.
- ¿Dónde vas?
- A Chipingo, tengo allí unos amigos, a pasar una semana.
No quiero juzgar, no quiero imaginar, pero inevitablemente pienso, 'la salvación de la familia alargada'. Charlamos en el calor africano, con las camisas empapadas de sudor.
- Hubo un tiempo en que me fue muy bien… en Zimbabwe quisimos la tierra que trabajábamos y bueno, se hizo mal, hubo sangre, se fueron los blancos,… y los países ricos no nos perdonan.
- Tampoco dejaron que Cuba fuera diferente, no sois buen ejemplo para los africanos pobres que trabajan para blancos ricos.
Me sonríe, pero tal vez lo único que une a Cuba y Zimbabwe son sus longevos dictadores y el mercado negro.
- ¿Puedo hacerte una foto?
Tras la pose y la risa me dice,
- Ya no, pero hace años fui actor, hice más de veinte películas aquí y en Sudáfrica.
La revelación explica mucho de este hombre de Jah y tiene también el efecto de cortar la charla; él viaja a sus recuerdos, yo trato de imaginarlos, un Zimbabwe de hace diez años que competía con Sudáfrica en desarrollo. La breve brisa es incapaz de secar el sudor que encharca la piel, las gotas en las cejas, ni siquiera aliviar la quemazón de los ojos.
- ¿De veras es el calor lo que te molesta de África? - me dice con una sonrisa cínica al despedirse con el puño en el corazón.
Le devuelvo el saludo rastafari y le musito un imperceptible 'no'de impotencia. Aparece al rato en su ventanilla, con una dignidad que escasea en África. Hay hombres que con unos harapos y una mochila zurcida poseen la apariencia de un príncipe. Hombres, que tras las arrugas y el infortunio poseen un tesoro que envidian los mercaderes más ricos: brillo en los ojos. Y yo, que olvidé preguntarle su nombre.
En mi camino hacia Harare, la capital, atravieso decenas de pueblos donde las tiendas están casi vacías. Sólo hay pan de molde, harina de maíz, y algunos productos traídos del régimen sudafricano -el apoyo que impide a este país morir de hambre- como macarrones, latas de alubias, cerveza, cuyos precios cambian de un día a otro siguiendo la devaluación de la moneda. Una cerveza que hoy cuesta dos mil dólares zimbabweanos, mañana puede costar tres mil quinientos.
El sueldo mínimo son doce mil dólares 'zim'. Eso sirve para comprar trece panes de molde, que junto al azúcar y el aceite están subvencionados y no pueden subir de precio sin autorización de Mugabe. Este año muchos profesores no se incorporan a su trabajo pues el salario es ridículo para vivir; prefieren trabajar un pequeño parche de tierra donde plantar maíz y tener algo de comida asegurada.
En Harare, Beatriz y Julián me reciben con los brazos abiertos, y paso unos días comiendo bien y charlando en español. Ellos reciben sus sueldos en US dólares y al cambio en el mercado negro pueden permitirse una vida decente. Pero en un cercano centro comercial, junto al ciber-café donde me conecto, hay una interminable cola que espera azúcar a la puerta del supermercado -dos paquetes por persona, máximo-, como también veo a la gente caminar con los zapatos en la mano para no gastarlos y ponérselos cuando llegan al trabajo. Capuccinos y precariedad, codo a codo.
Hace unos años, Zimbabwe estaba en la ruta de turismo-aventura 'Cairo-Cape Town', y en el país hay mucho que visitar, pero en treinta días no encuentro a ningún otro turista. Gracias a mis dólares cambiados en el mercado negro, puedo irme a caminar por el hermoso Parque Nacional de Chimanimani, fronterizo con Mozambique, con unas montañas maravillosas y una flora que volvería loco a un biólogo, cientos de orquídeas, flores exóticas y helechos arborescentes. También pude pasar por los resorts exclusivos de las montañas de Nyanga. O visitar las ruinas del Gran Zimbabwe, que son las piedras más grandes al sur de las Pirámides. Un país verde, fértil, bendecido con mucha diversidad, desde tierras bajas llenas de cultivo, a montañas y bosques llenos de hermosas cascadas y lagunas. Y una gente, los zimbabweanos, muy abiertos, fáciles para entablar una conversación amena. Creo que en ningún otro país he escuchado tanta trágica historia con una cerveza. Como John, al que le está prohibido ser feliz en su país: es homosexual y aquí esa opción es ilegal. Tiene delito que en una tierra con tantas papeletas para el sufrimiento encima la tomen también con los gays; mister Mugabe, en una entrevista, pretende desconocer que el lesbianismo exista… O María, a la que le dieron en el 2004 cinco horas para coger lo que pudiera y dejar su granja antes que la quemasen dentro; y ahora encerrada con su hijo en Zimbabwe, sin pasaporte para huir a Zambia, o a Sudáfrica, malvive con su sonrisa maquillada. Y Mike, el profesor de 'carimba', un músico virtuoso que daba conciertos años atrás, ve ahora como se pudre su arte en la miseria, de escuela en escuela intentando que no se pierda este instrumento.
- No, aquí no puedes hacer camping, la policía no nos lo permite, prueba en el Nazareth Shelter.
Tan pocas veces soy rechazado que mi primer pensamiento es negativo, de autodefensa, acendrado por la patética excusa. Dejo pues, la misión católica y doy esos primeros pasos en los que retumba la humillación de ser rechazado. Pronto lo acepto, cada anecdótico portazo me pone en la piel la amargura que llevan a fuego miles de inmigrantes en busca de otras tierras donde la vida es mejor. Pienso en buscar un colegio pero algo me encamina al Nazareth Shelter. La gente me indica con asombro; está en un suburbio. Prosigo y entro por las calles de la miseria canalla, de los sueldos de nueve dólares al mes…
Llego al refugio y la primera vista me deja helado; es un asilo para viejos sin familia, con dos barracones para dormir y una cocina. El aspecto de los pobres viejos es terrible: sucios, malolientes, malcomidos y en harapos. La reciente lluvia incrementa la suciedad del asilo donde hay barro por doquier. Me presento, y aún con todo, mientras nos damos la mano, una expresión de alegría en sus miradas surge de sabe Dios qué profundo lugar.
Peter, un huérfano de los miles que el sida provoca, fue recogido por los religiosos y vive en el asilo. Se erige en mi guía, y me ayuda a poner la tienda bajo unos árboles.
- Cuidado con los ladrones - me insiste una y otra vez. El Nazareth está en medio de un arrabal donde habitan los más desafortunados, sin vigilancia y lindando con la estación de mini-buses, todas las papeletas para tener un problema.
Peter me mira preocupado por mis caros y tentadores objetos; yo busco en mi instinto y no hallo más que tranquilidad, pero no logro transmitírsela.
- Hoy es domingo y todos están borrachos - dice. Le sonrío y le pregunto por el baño.
Peter vuelve a dudar pero me lleva a los baños. Oscuridad, mosquitos, humedad y paredes donde da miedo rozarse. Peter, en un silencio que no comprende qué demonios hace un europeo sufriendo su miseria, me deja sus chanclas y se retira. Una vez limpio pero con una tristeza interior que me rasga, regreso con mi amigo y los viejos. Me cuentan; durante el día mendigan en la ciudad, mal comen, hace más de diez años que no han comprado una camiseta o unos calcetines, están solos, medio locos y pese a tanta hostilidad, viven, viven más que sus hijos, más que los padres de Peter, viven a salvo del sida, y encuentran un motivo, una broma con esa rara linterna del ciclista blanco, un dato sobre el invierno en España, y a esa mínima oportunidad se rompe el dique: sonríen, ríen y toda la alegría enterrada por la penuria ilumina la noche.
Cenamos juntos, Peter prueba mis espaguetis y yo pruebo su 'sadza'. Me cuenta sus sueños, el administrador del asilo le ha comprado un pasaporte y se va a ir a Sudáfrica en busca de un futuro mejor, o simplemente huyendo de esta mierda de vida.
- Soy buen jardinero, o puedo vigilar una tienda, o ser mecánico.
Su ilusión me conmueve y le deseo lo mejor.
- Seguro encuentras un buen trabajo y creas tu familia allí.
Voy a mi tienda con más pena rasgándome el alma. Las ciudades africanas están llenas de buscavidas como Peter que no encuentran trabajo, que buscan comida en la basura, enfermos, mendigando, robando, con la muerte a cuestas, amargados, 'hey, whiteman, look at me, I am a street boy, ja-ja, give me money'.
Ojalá Peter tenga una milésima de la suerte que he tenido yo por nacer al norte, ojalá encuentre algo porque no es un número para mí; le conozco y no puedo ser ajeno, ni evitar preguntarme dentro de diez años '¿cómo le habrá ido a aquel chaval de Zimbabwe?'.
En la radio un programa sobre el exterminio armenio se mezcla con noticias de Somalia, Guinea, Darfur, Irak …, esta noche me hiere fácilmente el dolor ajeno. Mi amigo Laurent, en Livingstone, daba en la diana: los blancos deberíamos ser pisoteados por una sociedad más fuerte para comprender la psique de los que hemos pisado y estamos pisando. Empero, cuando la rabia del mundo agredido nos da un coletazo y nos hace sufrir, en lugar de comprender, perpetuamos con estéticos aniversarios el dolor, el rencor, el odio y el miedo.
Pese a que hay días en los me enerva la conducta africana, su dejadez, pereza, alcoholismo, su falta de iniciativa, cada vez entiendo más a esta raza que lleva siglos esclavizada y oprimida, sintiéndose una mierda ante el poderoso blanco, y soy consciente de que si yo viviera en sus condiciones jamás aparecería una sonrisa en mi rostro y solo devolvería al mundo la amargura recibida. Una cerveza simplemente, un encuentro fortuito, africanos: nadie es más feliz con menos.
Amanece. Tras la lluviosa noche, un limpio cielo azul pinta de esperanza la mañana. Es tan limpio el aire en África, tan hermoso el color, que resulta imposible no creer en un futuro mejor, da ganas de vivir. Me despido y me parece increíble que Peter, estos viejos, me deseen buena fortuna en mi viaje, a mí que lo tengo todo; es gente que se siente feliz siendo buena.
Al final de mi estancia aquí, cerca de la frontera con Botswana, me descubro triste, afectado. Es el primer país donde no he visto esperanza en los hermosos ojos de los africanos.
En la frontera tengo un episodio que pone una nota de alegría y diversión para salir de Zimbabwe.
- ¡Ah, hola! Tu mujer está dentro -me dicen al llegar a Inmigración.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Y yo, que olvidé preguntarle su nombre. El destartalado autobús para frente a la tienda-restaurante, levantando una enorme nube de polvo que incrementa, si es posible más, la calurosa calima de la campiña zimbabwuana. Le miro enseguida; de entre las abiertas ventanas del bus abarrotado, la penúltima deja ver un anciano rastafari. Hay luces que se mueven en un mismo plano, o tal vez un hilo de Ariadna las guía.
Yo me recupero de un golpe de calor, tras pedalear más de una hora a cuarenta y cinco grados, feliz y contento gracias a un inesperado trozo de pollo y patatas fritas que me saca de la monótona dieta de 'sadza', con la que llevo un mes alimentándome. A la sombra, que es el palacio de África. Nos cruzamos en el cubo para 'lavamanos' y no me pregunta el clásico 'dónde vas o de dónde vienes' sino que tras comentar que mi bici aparenta un largo viaje, me suelta,
- ¿Qué es lo que te molesta de África?
Sorprendido, no sé elegir bien o quiero ser educado.
- Hoy, el calor, las moscas… África en general no me molesta. - Tampoco miento.
Regreso a mi rincón en la sombra, y tras unos minutos, nos miramos otra vez y viene a sentarse conmigo.
- He visto unas galletas, tengo hambre pero no puedo pagar una comida.
- Por favor, ten.
En África el primer mandamiento es 'amarás a los que tienen canas'. Por cada viejo que dice, 'tengo hambre' deberían romperse los cristales de donde se tira comida a la basura, pero éste es el mundo que tenemos; hambre y cristales rotos.
- ¿Dónde vas?
- A Chipingo, tengo allí unos amigos, a pasar una semana.
No quiero juzgar, no quiero imaginar, pero inevitablemente pienso, 'la salvación de la familia alargada'. Charlamos en el calor africano, con las camisas empapadas de sudor.
- Hubo un tiempo en que me fue muy bien… en Zimbabwe quisimos la tierra que trabajábamos y bueno, se hizo mal, hubo sangre, se fueron los blancos,… y los países ricos no nos perdonan.
- Tampoco dejaron que Cuba fuera diferente, no sois buen ejemplo para los africanos pobres que trabajan para blancos ricos.
Me sonríe, pero tal vez lo único que une a Cuba y Zimbabwe son sus longevos dictadores y el mercado negro.
- ¿Puedo hacerte una foto?
Tras la pose y la risa me dice,
- Ya no, pero hace años fui actor, hice más de veinte películas aquí y en Sudáfrica.
La revelación explica mucho de este hombre de Jah y tiene también el efecto de cortar la charla; él viaja a sus recuerdos, yo trato de imaginarlos, un Zimbabwe de hace diez años que competía con Sudáfrica en desarrollo. La breve brisa es incapaz de secar el sudor que encharca la piel, las gotas en las cejas, ni siquiera aliviar la quemazón de los ojos.
- ¿De veras es el calor lo que te molesta de África? - me dice con una sonrisa cínica al despedirse con el puño en el corazón.
Le devuelvo el saludo rastafari y le musito un imperceptible 'no'de impotencia. Aparece al rato en su ventanilla, con una dignidad que escasea en África. Hay hombres que con unos harapos y una mochila zurcida poseen la apariencia de un príncipe. Hombres, que tras las arrugas y el infortunio poseen un tesoro que envidian los mercaderes más ricos: brillo en los ojos. Y yo, que olvidé preguntarle su nombre.
En mi camino hacia Harare, la capital, atravieso decenas de pueblos donde las tiendas están casi vacías. Sólo hay pan de molde, harina de maíz, y algunos productos traídos del régimen sudafricano -el apoyo que impide a este país morir de hambre- como macarrones, latas de alubias, cerveza, cuyos precios cambian de un día a otro siguiendo la devaluación de la moneda. Una cerveza que hoy cuesta dos mil dólares zimbabweanos, mañana puede costar tres mil quinientos.
El sueldo mínimo son doce mil dólares 'zim'. Eso sirve para comprar trece panes de molde, que junto al azúcar y el aceite están subvencionados y no pueden subir de precio sin autorización de Mugabe. Este año muchos profesores no se incorporan a su trabajo pues el salario es ridículo para vivir; prefieren trabajar un pequeño parche de tierra donde plantar maíz y tener algo de comida asegurada.
En Harare, Beatriz y Julián me reciben con los brazos abiertos, y paso unos días comiendo bien y charlando en español. Ellos reciben sus sueldos en US dólares y al cambio en el mercado negro pueden permitirse una vida decente. Pero en un cercano centro comercial, junto al ciber-café donde me conecto, hay una interminable cola que espera azúcar a la puerta del supermercado -dos paquetes por persona, máximo-, como también veo a la gente caminar con los zapatos en la mano para no gastarlos y ponérselos cuando llegan al trabajo. Capuccinos y precariedad, codo a codo.
Hace unos años, Zimbabwe estaba en la ruta de turismo-aventura 'Cairo-Cape Town', y en el país hay mucho que visitar, pero en treinta días no encuentro a ningún otro turista. Gracias a mis dólares cambiados en el mercado negro, puedo irme a caminar por el hermoso Parque Nacional de Chimanimani, fronterizo con Mozambique, con unas montañas maravillosas y una flora que volvería loco a un biólogo, cientos de orquídeas, flores exóticas y helechos arborescentes. También pude pasar por los resorts exclusivos de las montañas de Nyanga. O visitar las ruinas del Gran Zimbabwe, que son las piedras más grandes al sur de las Pirámides. Un país verde, fértil, bendecido con mucha diversidad, desde tierras bajas llenas de cultivo, a montañas y bosques llenos de hermosas cascadas y lagunas. Y una gente, los zimbabweanos, muy abiertos, fáciles para entablar una conversación amena. Creo que en ningún otro país he escuchado tanta trágica historia con una cerveza. Como John, al que le está prohibido ser feliz en su país: es homosexual y aquí esa opción es ilegal. Tiene delito que en una tierra con tantas papeletas para el sufrimiento encima la tomen también con los gays; mister Mugabe, en una entrevista, pretende desconocer que el lesbianismo exista… O María, a la que le dieron en el 2004 cinco horas para coger lo que pudiera y dejar su granja antes que la quemasen dentro; y ahora encerrada con su hijo en Zimbabwe, sin pasaporte para huir a Zambia, o a Sudáfrica, malvive con su sonrisa maquillada. Y Mike, el profesor de 'carimba', un músico virtuoso que daba conciertos años atrás, ve ahora como se pudre su arte en la miseria, de escuela en escuela intentando que no se pierda este instrumento.
- No, aquí no puedes hacer camping, la policía no nos lo permite, prueba en el Nazareth Shelter.
Tan pocas veces soy rechazado que mi primer pensamiento es negativo, de autodefensa, acendrado por la patética excusa. Dejo pues, la misión católica y doy esos primeros pasos en los que retumba la humillación de ser rechazado. Pronto lo acepto, cada anecdótico portazo me pone en la piel la amargura que llevan a fuego miles de inmigrantes en busca de otras tierras donde la vida es mejor. Pienso en buscar un colegio pero algo me encamina al Nazareth Shelter. La gente me indica con asombro; está en un suburbio. Prosigo y entro por las calles de la miseria canalla, de los sueldos de nueve dólares al mes…
Llego al refugio y la primera vista me deja helado; es un asilo para viejos sin familia, con dos barracones para dormir y una cocina. El aspecto de los pobres viejos es terrible: sucios, malolientes, malcomidos y en harapos. La reciente lluvia incrementa la suciedad del asilo donde hay barro por doquier. Me presento, y aún con todo, mientras nos damos la mano, una expresión de alegría en sus miradas surge de sabe Dios qué profundo lugar.
Peter, un huérfano de los miles que el sida provoca, fue recogido por los religiosos y vive en el asilo. Se erige en mi guía, y me ayuda a poner la tienda bajo unos árboles.
- Cuidado con los ladrones - me insiste una y otra vez. El Nazareth está en medio de un arrabal donde habitan los más desafortunados, sin vigilancia y lindando con la estación de mini-buses, todas las papeletas para tener un problema.
Peter me mira preocupado por mis caros y tentadores objetos; yo busco en mi instinto y no hallo más que tranquilidad, pero no logro transmitírsela.
- Hoy es domingo y todos están borrachos - dice. Le sonrío y le pregunto por el baño.
Peter vuelve a dudar pero me lleva a los baños. Oscuridad, mosquitos, humedad y paredes donde da miedo rozarse. Peter, en un silencio que no comprende qué demonios hace un europeo sufriendo su miseria, me deja sus chanclas y se retira. Una vez limpio pero con una tristeza interior que me rasga, regreso con mi amigo y los viejos. Me cuentan; durante el día mendigan en la ciudad, mal comen, hace más de diez años que no han comprado una camiseta o unos calcetines, están solos, medio locos y pese a tanta hostilidad, viven, viven más que sus hijos, más que los padres de Peter, viven a salvo del sida, y encuentran un motivo, una broma con esa rara linterna del ciclista blanco, un dato sobre el invierno en España, y a esa mínima oportunidad se rompe el dique: sonríen, ríen y toda la alegría enterrada por la penuria ilumina la noche.
Cenamos juntos, Peter prueba mis espaguetis y yo pruebo su 'sadza'. Me cuenta sus sueños, el administrador del asilo le ha comprado un pasaporte y se va a ir a Sudáfrica en busca de un futuro mejor, o simplemente huyendo de esta mierda de vida.
- Soy buen jardinero, o puedo vigilar una tienda, o ser mecánico.
Su ilusión me conmueve y le deseo lo mejor.
- Seguro encuentras un buen trabajo y creas tu familia allí.
Voy a mi tienda con más pena rasgándome el alma. Las ciudades africanas están llenas de buscavidas como Peter que no encuentran trabajo, que buscan comida en la basura, enfermos, mendigando, robando, con la muerte a cuestas, amargados, 'hey, whiteman, look at me, I am a street boy, ja-ja, give me money'.
Ojalá Peter tenga una milésima de la suerte que he tenido yo por nacer al norte, ojalá encuentre algo porque no es un número para mí; le conozco y no puedo ser ajeno, ni evitar preguntarme dentro de diez años '¿cómo le habrá ido a aquel chaval de Zimbabwe?'.
En la radio un programa sobre el exterminio armenio se mezcla con noticias de Somalia, Guinea, Darfur, Irak …, esta noche me hiere fácilmente el dolor ajeno. Mi amigo Laurent, en Livingstone, daba en la diana: los blancos deberíamos ser pisoteados por una sociedad más fuerte para comprender la psique de los que hemos pisado y estamos pisando. Empero, cuando la rabia del mundo agredido nos da un coletazo y nos hace sufrir, en lugar de comprender, perpetuamos con estéticos aniversarios el dolor, el rencor, el odio y el miedo.
Pese a que hay días en los me enerva la conducta africana, su dejadez, pereza, alcoholismo, su falta de iniciativa, cada vez entiendo más a esta raza que lleva siglos esclavizada y oprimida, sintiéndose una mierda ante el poderoso blanco, y soy consciente de que si yo viviera en sus condiciones jamás aparecería una sonrisa en mi rostro y solo devolvería al mundo la amargura recibida. Una cerveza simplemente, un encuentro fortuito, africanos: nadie es más feliz con menos.
Amanece. Tras la lluviosa noche, un limpio cielo azul pinta de esperanza la mañana. Es tan limpio el aire en África, tan hermoso el color, que resulta imposible no creer en un futuro mejor, da ganas de vivir. Me despido y me parece increíble que Peter, estos viejos, me deseen buena fortuna en mi viaje, a mí que lo tengo todo; es gente que se siente feliz siendo buena.
Al final de mi estancia aquí, cerca de la frontera con Botswana, me descubro triste, afectado. Es el primer país donde no he visto esperanza en los hermosos ojos de los africanos.
En la frontera tengo un episodio que pone una nota de alegría y diversión para salir de Zimbabwe.
- ¡Ah, hola! Tu mujer está dentro -me dicen al llegar a Inmigración.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?