SINGAPORE Y MALASIA 2.
Don Jose Antonio me está esperando en Singapore. Le conocí en Teherán, un endiablado señor de 72 años con un espíritu incombustible, que realiza su último viaje alrededor del mundo, pues me cuenta que a partir de los 75, viajar por tu cuenta se torna complicado a nivel de papeleos. Antonio, sabiendo que me dirigía hacia la península, cambia su plan para volar a Australia y me invita a pasar unos días con él. Un lujo. Ver sus fotos es mirar un libro de Historia contemporánea, desde tribus africanas vestidas con plumas hasta entrevistas a Salvador Dalí.
- Deberías escribir un libro sobre tu viaje, Salva.
- Hum... no creo que lo haga, Antonio, esto es mi vida, mi sueño, ya la comparto con mis amigos, ¿por qué voy a querer contarla a quien no me conoce? ¿por qué voy a exhibir algo tan privado?
- Salva, ostias, ¡te la coges con papel de fumar!
Y Antonio me hace cuestionar mis principios en estos días. Tal vez tenga razón. Pero vivimos una época en que cualquiera cuenta a todo el mundo su viaje a Londres, o la excursión en Gredos. No quiero montarme en ese tren. Occidente vive de cara a la galería y ha perdido el celo a la privacidad. Nuestras mujeres se depilan para ir a la playa junto a mil extraños, y en invierno se descuidan para quien aman. Los hombres salimos bien vestidos a la calle, y dentro, cenamos con nuestra mujer en chándal. Somos un escaparate y no quiero contribuir a incrementarlo. Sin embargo, el respeto a mi amigo Antonio cuestiona mis convicciones seriamente; tal vez, estoy equivocado...
Singapore es algo curioso para visitar unos días, un gigantesco centro comercial rodeado de rascacielos futuristas. Todo con una tecnología muy sofisticada, impoluto. En los aseos hay cuadros y si no tiras de la cadena, te multan. Como te multan si entras con chicle al país, si tiras un papel al suelo, no te bajas de la bicicleta para cruzar un semáforo o fumas en la cola del taxi... ¡en la calle!
Y regreso a Kuala Lumpur. Todo sigue igual en la capital malaya. Me gusta esta ciudad. Paso por la embajada a recoger mi material de invierno y me encuentro un regalo: los chicos de Bike-tech de Barcelona me han enviado unas cubiertas Schalbwe, con las que puedo hacer los 20000 kilómetros siguientes, desinteresadamente. 'Nos gusta ayudar a gente como tú', me dicen. Gracias mil.
El buen ambiente de la embajada no da para una segunda chapuza con mi pasaporte. Desde Sudáfrica viajo con dos pasaportes españoles, gracias a una ayuda diplomática que consideró mi situación más segura con un segundo documento. Pero en Malasia no quieren saber nada del asunto, ni les hace siquiera gracia enterarse de mi doble número. Si quiero renovar pasaporte he de entregar ambos. Acepto sin luchar mucho, pues me pilla con la cabeza en otra cosa, mi madre viene a visitarme tras casi cuatro años sin vernos.
Es todo un acontecimiento y trato de mentalizarme para cambiar el chip del viaje, las cosas van a ser diferentes con ella. Pasamos tres semanas juntos de turismo decente, en buenos hoteles y restaurantes. Un descanso muy oportuno que me permite constatar lo que ve el turista rápido y lo que ve un lento ciclista: dos países distintos.
La distancia en el tiempo y el espacio rompe muchos esquemas, y en este caso tiene la virtud de romper el de madre-hijo. Son semanas en las que conozco a la mujer que hay detrás de mi madre; puedo comprender muchas cosas del pasado, de ella y de mí. Días estupendos.
Una parada de un mes largo es una buena manera de actualizar la dichosa preguntita que duerme bajo la almohada, '¿qué quiero hacer con mi vida?'. Me confirmo que quiero seguir viajando. Aunque la excitación del principio ahora sea un bagaje de experiencias, pesa mucho más conocer lo que hay por venir, y disfrutar esta libertad de vagabundo con la casa a cuestas.
Y la disfruto bien; tras un mes de cama segura, la primera noche buscando un sitio para lavarme y poner la mosquitera, es como un caramelo en la boca de un niño pobre. Subo hacia Georgetown otra vez, para pedir el visado de Tailandia, pues en mi rumbo a Bangkok no puedo elegir ruta. A primeros de noviembre, en el lado oriental de esta península ya golpea con fuerza el monzón del mar de China, y el sur thai está absolutamente inundado. He de subir por la costa oeste.
Deseo salir del clima tropical en el que llevo un año metido y encontrar algo de frío para mis músculos, aunque echaré de menos a los pájaros... días antes de llegar a Georgetown veo dos preciosos cálaos -una mezcla de tucán y pterodáctilo-, haciéndose arrumacos en lo alto de un cartel publicitario. Pájaros libres…
También voy a dejar atrás el Islam. Mucho tiempo viajando con el eco de 'Allah o akbar' y a partir de Tailandia se acaba. Con sus luces y sombras, es una cultura en la que sé cómo comportarme y siempre me he sentido bien, exceptuando a los radicales... En estas islas, donde pesa mas la herencia tropical que la ortodoxia religiosa, el Islam se ha desdibujado un tanto y a veces me llegado a olvidar que estaba entre musulmanes. Con todo, me llevo el recuerdo de la llamada del 'moacin' entre los rascacielos de Kuala Lumpur, bonita mezcla.
Ahora, budismo y filosofía oriental. Viajo por el planeta de las diferencias. Me siento un espectador de lujo en un momento privilegiado de la Historia, en el que la humanidad está empezando a aprender a convivir en la diferencia, tras tantos milenios de miedo al otro, de conquistas, colonizaciones y monopolios de la verdad.
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