EGIPTO 2.
El derviche detuvo por un momento su danza y creó un instante de silencio. Entre sus dedos, los 'sagats' abiertos dejaban escapar un suave eco de cobre. Inclinado con un brazo hacia el cielo y el otro hacia la tierra, una expresión de éxtasis le aislaba del mundo ordinario condenado a ser olvido. Durante ese segundo la mezquita condensó tanta energía que nos erizó la piel y respiramos un aire extraño. Después, continuó la danza y el delicado sonido de los 'sagats' que nos hipnotizaba, pero todo estaba lleno por el recuerdo de esa pausa.
Augusto me convenció para regresar una segunda vez a la ceremonia sufí. Quería hablar con ese hombre, dijo, aunque haciendo gala de una de sus malas costumbres me ocultó su interés por el Sufismo. Mientras esperábamos el comienzo, conocimos a Nicolás, un ex-patriado chipriota que había decidido pasar su jubilación en El Cairo, enamorado del arte islámico; una cortés mentira que atajaba mayores explicaciones sobre por qué vivía allí. Nicolás podía pasar por ser un encantador anciano, pero sus ojos eran demasiado intensos, había más en su vida de lo que pretendía hacer creer.
Cuando Augusto le explicó el motivo de la segunda visita, la pausa del derviche, su rostro se iluminó. No se anduvo con rodeos. 'Has de ir a Konya, es allí donde comenzó el Sufismo'. Le miró con fuerza y en sus palabras sonó la magia de los encuentros inesperados en ciudades exóticas: 'Has de hacerte sufí'.
Augusto sonrió, y en ese instante los timbales comenzaron a llenar de ritmo la mezquita. Comenzaba la ceremonia.
No volvió a mencionarme el asunto otra vez. Y fue tal vez diez años después de aquel viaje, cuando tuve una carta suya al respecto. Yo estaba inmersa en responsabilidades familiares, y los caprichosos intereses de mi ex, en busca de sabe Dios qué, cambiantes tras cada frontera que cruzaba, me interesaban bien poco. Nuestro contacto se había reducido a alguna postal desde cualquier rincón exótico interesándose por mis embarazos, y mis respuestas al poste restante de Cuzco, Pokhara o Manila. Un día llegó una postal desde la antigua Kasghar. 'Sofía, ¿te acuerdas de la mezquita sufí del Cairo? He vuelto a ese instante, o él ha vuelto a mí. Heráclito tenía razón. Fue en una danza uigur, anoche. Mañana parto hacia Konya'.
Salgo de África. Los días en Cairo fueron de descanso y recreo. Buena comida, inolvidables helados de mango en lo del 'Tío Abu', ceremonias sufíes, y paseos por calles atestadas de locura, bazares y monumentos. A la noche, disfrutaba una tranquila 'shisha' (pipa de agua) en un café local de mi barrio y hacía planes para atravesar Asia hasta Japón. También las dolencias que el cuerpo había silenciado durante los tramos de viaje aprovecharon la pausa para salir a la luz y reclamar cuidados.
Y llego a Suez. No tengo muy claro cuál es el límite geográfico entre África y Asia, que en la antigüedad era el Nilo, pero decido que será el mar Rojo. Aquí, la única diversión es ver pasar los barcos por el Canal, lo cual no deja de ser una tontería, pero distrae. Una forma de entretener la mente, consciente de que el sueño y la realidad africana se quedan atrás, y que delante hay muchos días de buena vida por Oriente Medio. Cuando los problemas se reducen a decidir si almuerzo unos 'falafel' o un plato de 'hummus', viajar no tiene mérito. Y como quien pasa al año nuevo pensando 'un día mas', cierro la puerta africana. El porvenir arrasa siempre con todo, y ante semejante diversidad para recorrer en los próximos años, las expectativas entierran cualquier intento de nostalgia.
No obstante, cruzar al otro lado tiene su aquél. Bien temprano me dirijo al túnel que pasa bajo el Canal de Suez, aún sabiendo que las bicicletas no pueden pasar, y cruzo el peaje en soledad, nadie sale a decirme nada. Tal vez, deberían… Tras un bajadón llego al comienzo del túnel donde un policía me para.
- Alto. No se puede pasar en bicicleta, ¿le han dado permiso?
- Por supuesto -digo alegremente, sin saber lo que me espera por delante.
- Un momento -me dice, y llama por un teléfono.
Le hacen el mismo caso que a mí un momento atrás, nadie coge el teléfono. El tipo insiste hasta tres veces y finalmente se encoge de hombros y me deja pasar. En maldita hora.
Sigo bajando, ya dentro del túnel, y descubro por qué no pueden ir bicicletas. No hay espacio. El túnel tiene dos carriles con la anchura justa para dos camiones y no separados por una línea continua, sino por una sucesión de enormes ladrillos amarillos, que impiden salirse del carril. 'En bonito asunto te has metido, Garbancito, como pase un camión, te veo espachurrado como el Coyote.’ Y el túnel es largo…
Murphy diría, ‘Si puede pasar un camión, pasará’, y cómo no, al poco escucho un ruido llegar desde atrás que no es precisamente el Correcaminos haciendo ‘mic-mic’, es horrible. Ya he empezado a subir la pendiente cuesta arriba, pero viene muy cerca. No tengo tiempo. El ruido aumenta y veo las luces aparecer. Me asusto. No hay espacio y él no puede echarse al otro lado. Decido pararme y pego la bici todo lo que puedo contra la pared del túnel, yo en medio, pegado a la pared, conteniendo el aire. Viene el camión y pienso 'Hasta aquí has llegado, amigo. Se acabó'. Pero no, el camión pasa y lo siento a un par de milímetros apenas de mi bici y de aplastarme con ella. Respiro y me siento vivo. Es una alegría indescriptible. No hay tiempo que perder, emprendo la subida lo más rápido posible, bajo piñones y acelero hasta sentir el corazón en la boca, porque estoy escuchando otro camión venir. Aparece la luz de salida del túnel y es una contrarreloj entre alcanzarla o que el camión me alcance a mí. Las piernas me duelen pero voy todavía más rápido y llego a la luz antes que el camión. Resulta ser un autobús y viene lento, tal vez me ha visto. Me echo a un lado fuera del túnel y respiro, estoy sin aliento, con la adrenalina por las nubes, pero vivo. 'No más túneles prohibidos, Garbancito, promételo'.
Cuando cruzo el puesto del otro lado -¿en Asia ya?-, varios policías controlando el tráfico me miran extrañados, pero no dicen nada. Y entro en el Sinaí, con la alegría de quien ha escapado de la muerte por un par de milímetros. Bonita entrada en Asia.
El Sinaí de la costa es una sucesión de resorts para buceadores donde un occidental es descarnadamente un fajo de dólares. Llego a sufrir algunas situaciones repugnantes, con gente que me quiere vender el pan a veinte veces su precio, y siquiera mi chapurreo en árabe o la obviedad de no ser un turista de vacaciones, les hace mover el precio. No encuentro más palabra que 'repugnante'. Cuando llego a Nuweiba, lejos de los arrecifes turísticos, regresa una normalidad relativa, pues aún siento el aire un tanto irrespirable. Algo que es común en lugares con gallinas que ponen huevos de oro. Puede ser una mina, una zona petrolera, o un rincón turístico, doquiera que la pobreza se codea con la posibilidad de agarrar un buen pellizco, pronto y fácil. Como el pellizco que se lleva el ferry, pues es la única manera de cruzar a Jordania sin pasar por Israel, y cobra setenta dólares por un paseo de cuatro horas. Adoro Egipto, pero el Sinaí me hace dejar este país indignado.
JORDANIA Y SIRIA.
Kavafis regresa una tarde más a su casa por las calles empedradas de Alexandría. Té, narguile, y unos 'kebabis' para matar el hambre antes de franquear la puerta. Su casa. Su templo. Atrás queda la existencia gris del funcionario a quien nadie saluda y una mesa amplia, llena de libros, notas y papeles, le aguarda para vivir en otra dimensión. Y una noche de insomnio escribirá ‘Itaca’.
Va derecho al cuaderno que está en su mente desde el mediodía. Necesita un final para el poema de Marco Antonio y Cleopatra. Marco Antonio muere, sí, pero ¿quién cruza el umbral de la eternidad? Octaviano le mata por haber vivido la vida que él soñaba… entonces, ¿quién saborea en vida la eternidad? Vivir la vida soñada…. Kavafis deja el cuaderno en la mesa y busca entre papeles viejos hasta dar con lo que busca, y lee, o recuerda tal vez.
Aunque tenga un final el viaje, viajaré.
Y cuando doble esa esquina del mapa
donde termina la ida y comienza la vuelta,
ni todo el peso del este, ni la luz del sur,
ni los templos escondidos del saber,
serán un freno para regresar a Alexandría.
Volaré también, aunque la libertad tenga un final.
Y cuando la ventana de mi hogar un mal día
me parezca una cárcel y el aire asfixie,
como quien abre una vieja caja de música,
el eco de los pájaros con los que vi el mundo
vendrá para calmar la pesadilla.
Y amaré, ciertamente amaré, una y otra vez.
Aunque tenga un final el amor, amaré.
Sembraré trigo en las orillas del mar,
abrazaré las arenas de los desiertos,
y cuando caiga la despedida en la escena,
huiré hasta que su recuerdo se canse de perseguirme.
Así pasará el tiempo hasta el regreso,
aún no envejecido pero cansado de viajar, de volar, de amar.
Entonces, aunque tenga un final la vida, viviré. Viviré.
Iniciado ya en donde habita la muerte del ego,
pondré todos mis pájaros, mis mapas, mis heridas,
en una ofrenda con hibiscos y violetas.
Moriré para vivir.
Abriré las puertas de mi templo donde tendrá
el desconocido un plato de comida,
y el amigo que llega, una taza de té caliente.
Y yo, sin moverme más de Alexandría,
esperaré que llegues buscándome,
para contarte noche a noche, cuán largo fue el camino hasta ti.
El que buscaba habrá sido encontrado.
Así será mi vida, así te esperaré.
Porque tiene un final la espera, esperaré.
Kavafis termina de recordar, de leer, y abre las ventanas de su habitación. Necesita aire. A veces los dioses le abandonan y su templo es una oscura caverna que le grita ‘Tú nunca tuviste a Cleopatra en tus brazos, nunca fuiste a los Mares del Sur, tu viaje mas atrevido es desprenderte de tu absurda chaqueta y corbata cada tarde aquí, sueñas despierto ante las puertas del mundo.’
'Vivir la vida soñada es arriesgado,' piensa, 'yo no puedo escribir mi vida, sólo mis sueños. De la misma manera que yo entrego al César la vida de Marco, mi vida puede ser entregada. No, no. La chaqueta y la corbata son necesarias para soñar una vida no vivida.'
Un día cualquiera, Kavafis regresará por las calles de Alexandría a su casa, y encontrará la fría caverna especialmente oscura. Entonces, esa noche, mordido de ira, dolor e insomnio, clamará su venganza contras las puertas cerradas del mundo. Se sentará a la mesa y empezará a escribir ‘Cuando emprendas tu viaje a Itaca, pide que el viaje sea largo…’
En el puerto de Aqaba no paro demasiado, sólo para comprar algo de comida y esperar que pase el caluroso mediodía. Voy rumbo a Wadi Ram, y los días en el Sinai me tienen temeroso de encontrarme hoteles varios y precios abusivos en la pequeña aldea beduina. No ocurre así. Ram sigue siendo el desierto de Lawrence de Arabia. Cerca de la Semana Santa europea, hay mucho turismo, pero no paran en la aldea. Simplemente pasan en los todo-terrenos hacia cualquier campamento perdido en el desierto. Y Ram es un desierto sin fin, tiene espacio suficiente para que escaladores, turistas, mochileros y también ciclistas, disfrutemos de la belleza. Con sus decenas de verticales montañas de piedra surgiendo de la arena roja, es sin duda uno de los lugares del mundo que te dejan con la boca abierta. Allí me quedo una semana, cambiando pedales por roquedales, y prendado de las puestas de sol que enrojecen las montañas.
- ¿Vas a ir a Petra? -me pregunta Gernot, un simpático escalador alemán.
- No lo creo...
Cantaba Miguel Ríos '…al lugar donde has sido feliz, es mejor que no trates nunca de regresar', y yo tuve la fortuna de disfrutar Petra vacía años atrás, gracias a la invasión de los Estados Unidos en Irak. Repetir visita en plena Semana Santa no me parece muy sensato y, tras dudar unos cuantos días, emprendo rumbo a la capital a través del desierto. Me despierta curiosidad Ma'an, un enclave importante en el 'Haji' -la peregrinación a la Meca-, que durante años fue la pesadilla del rey Hussein, con intermitentes protestas de ortodoxos musulmanes.
La política del reino jordano ha sido tradicionalmente una inteligente doble faz, que por un lado mostraba a Occidente un país musulmán en vías de modernización y democracia, y por el otro, contentaba a los súbditos con su apoyo en los momentos importantes del año islámico. El rey Hussein ha sido, con esto, un importante pieza en el conflictivo Oriente Medio, fuera aplacando iras musulmanas, fuese haciendo entender a Europa la cultura árabe. No obstante, el sur jordano es un enclave radical al que no le ha hecho nunca gracia ver a su rey enchaquetado en fiestas occidentales.
La ciudad está ‘tomada pacíficamente por las fuerzas armadas’, con puestos policiales en cada cruce de carreteras, y es lo único que hace sospechar algo extraño en una ciudad árabe común. Paro allí un par de días y recibo la misma cordialidad que en cualquier lugar. Un tanto desilusionado, continúo viaje por el desierto hacia la capital.
Viajar aquí, e igualmente en Siria, es una delicia, una de las mejores regiones para viajar pedaleando. Tienen monumentos impresionantes de diversas culturas -nabatea, romana, cristiana, árabe-, la gastronomía es para morir por Alah, y los árabes son de los tipos más cálidos de este mundo. Los ciclistas pasamos la mayoría del tiempo fuera de los lugares turísticos, en contacto con gente normal, y los árabes se desviven por ayudar, por agradar, por hacer al forastero sentirse indudablemente bienvenido. Siempre recibo la misma pregunta, '¿Necesitas algo?'
- No, muchas gracias. Acabo de comprar comida en Aqaba, estoy bien.
- Hum… pero vienes de Egipto, ¿verdad?
- Si, claro.
- ¿Tienes ya mapa? Yo tengo uno muy bueno… toma. ¡Bienvenido!
A menudo me invitan a comer, o a dormir en su casa, o por ejemplo, al recoger el envío de España no me hicieron pagar impuestos… una gente estupenda, especialmente desde Amman hasta Turquía, donde hay bastantes cristianos y por dos mil años llevan tolerándose unos a otros.
Tras cruzar a Siria, llego pronto a Damasco, la vieja Dimashq, que aún conserva el Cardo Máximo romano junto a la medina amurallada, más de dos mil años comerciando en esa calle…, pero yo me voy directo a un rincón donde regresaré una y otra vez hasta que muera. En el viejo Damasco, dos cafés enfrentados junto a la mezquita de los Omeyas ofrecen té y 'shisha' en un ambiente difícil de calificar. Sé que aún colea la Semana Santa, que no voy a recibir una calurosa bienvenida árabe, sino unos precios desorbitados y el trato indolente hacia un turista más, pero no puedo negarme a ir. Tras satisfacer el capricho, no regreso. La medina está llena de románticos cafés damascenos sin turismo donde refugiarse; figuras geométricas, fotos antiguas y sirios con bigote entre el humo de los narguiles y la música de Feiruz. Cada viajero tiene su ciudad favorita, la mía es la vieja Damasco; me siento en ella y entre los árabes como pez en el agua. Son días en los que me olvido que viajo en bici, sueño que tengo una antigua casa en el barrio cristiano y vivo aquí.
Pero los sueños, sueños son, y yo quiero llegar en verano a las montañas de Asia Central, que aún están lejos. Así que dejo atrás Damasco y cruzo hacia Turquía en línea recta, a través de las norias de Hama y los caravanserais de Aleppo, con un poco de morriña por casa. Regresar al Mediterráneo es pedalear entre olivos, frutales, pinos, adelfas, matorrales aromáticos, margaritas, amapolas… todo me recuerda la primavera mediterránea, y al llegar a la frontera con Turquía la mitad de mi corazón clama por girar hacia Europa.
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