TANZANIA.
Kuruya, como cada mañana, no desayuna. Es de noche aún cuando sale de su casa y sólo las mujeres más madrugadoras comienzan a barrer las 'nyumbas'. Mientras carga sus sacos de maíz y arroz en una carretilla, los pájaros y el fru-fru de la retama limpiando el suelo advierten que un nuevo día amanece en África. Otro duro día mas.
En el camión se reúne con sus compañeros de trabajo. Entre risas y saludos, se preguntan rutinaria y ceremoniosamente por la familia y la noche. Igual que hicieron ayer y antes de ayer. Como harán mañana. Hoy, martes, van a Chambala, que no está lejos de Babati, su hogar y un importante centro de comunicaciones en el desolado corazón de Tanzania. Treinta y cinco kilómetros de carretera algo embarrada por la lluvia nocturna, sentados sobre sus mercancías, sabiendo que el sobrecargado y chatarroso camión puede fallar en cualquier curva. Más otros doce kilómetros por una pista local, en la que piedras y escalones les hacen saltar agarrados a las barras para no caerse, tan estrecha que las ramas entran en la caja del camión buscando golpear al más despistado.
En Chambala esperan su día de mercado. Traen ropa, sandalias, maíz, arroz, mijo, tabaco, té, y un extenso surtido tipo 'todo a cien', en donde hay desde termos a un par de amarillos cuadernos de escritura. Cuando el camión regrese al caer la tarde, Rosina tratará que Kuruya le lleve a Babati unos manojos de bananas y un cesto de aguacates, los venda más o menos bien, y le traiga el dinero al martes siguiente. Atrás quedará un día más de mercado en el que los beneficios son mínimos, dan para subsistir mañana. Un día donde se pasa el tiempo bajo el sol, la lluvia, el aburrimiento, la comida posiblemente contaminada, y el agua con certeza. También hay sitio para el comadreo, para tomarse la miseria con un sentido del humor admira-envidiable, para sentirse seguros entre su gente: formas de pensar, sentir y actuar conocidas, tradicionales, donde todo es igual que ayer y nadie esboza una idea distinta que pueda hacer diferente el mañana.
Los móviles a los que nadie llama, los vaqueros, la radio, la coca-cola, no son más que un frágil barniz sobre los muebles de los abuelos. Madera firme en el África rural.
Tal vez Halifa, que consigue en el mercado de Moshi ropa donada por los 'wazungus' a un precio barato, y la vende sacando cuatro partes de beneficio, consiga hacer realidad su sueño, ahorre y compre un Toyota de sexta mano para taxi, que sí es un buen negocio. Y vivir fuera del vértigo que es preguntarse si mañana lograrás sobrevivir a la lucha.
Bonna asiente, Halifa no tiene en Babati familia a la que estar obligado y puede ahorrar todo para él. Ella, en cuanto consigue ahorrar algo, un tío, un primo, viene y le pide para medicinas o para el uniforme escolar. No puede negarse. Siquiera es algo planteable. Cuestionar la 'familia alargada' africana es tabú de norte a sur del continente. La familia protege y también exprime al que es emprendedor o al que tiene fortuna.
Halifa emigró de Moshi a Babati para estar lejos de los suyos y buscar aire para su futuro. Mañana, como Kuruya, como Bonna y los demás, irá a Giting por una carretera montañosa de espanto. Pasado a Ufana, y así día a día, todas las semanas. No puede ponerse enfermo. O sí, y también con la malaria destrozándole la cabeza irá de mercado en el traqueteo del camión. No puede pedirse un día libre, una excedencia. '¿Y por qué voy a sufrir ésto si he de darle mi dinero a alguien que está todos los días cruzado de brazos? Emigro y con suerte - con la ayuda de Dios, dice - gano lo suficiente para poder ayudar a los míos sin quedarme yo vacío, y entonces ser respetado'. Quizás, el valor más deseado en África: ser respetado.
Pequeños extraños y valientes cambios en la estática sociedad africana. Los viejos se quejan, pues pierden poder. Los niños ríen, pues son ajenos. Los jóvenes, sueñan. Las mujeres, trabajan. A la noche, en el bar de siempre en Babati, Kuruya y Halifa toman juntos una cerveza mientras un grupo de mujeres llevan veinticinco litros de agua en sus cabezas a casa. Celebran el fin de un día más en África. Otro duro día más.
El sur de la costa swahili es una prolongación de las playas mozambiqueñas, cocoteros y arena blanca sin desarrollo alguno, e igualmente sin turismo, aunque la nueva carretera está casi terminada y pronto la frontera de Mtwara estará comunicada con Dar es Salaam. Estos lugares remotos se llenan de anécdotas entrañables, como la noche en el hotel Old Boma, una antigua fortaleza portuguesa reconvertida a hotel de lujo, donde me dejaron acampar gratis en el jardín; o las cervezas con Giovanni, el eritreo negociante que me ha concedido la mano de su hija si llego a Asmara sin que me corten el cuello los afar…
Es una pena que el turismo en Tanzania se limite a los safaris y Zanzíbar, porque la costa swahili quedará en mi recuerdo como uno de los lugares más agradables de África. Y lleno de sorpresas, como Kilwa Kisawani. Esta isla, en la Edad Media fue una de las diez ciudades más ricas del mundo, y las ruinas lo atestiguan: piscinas octogonales, mezquitas, fortalezas, tumbas… un lugar apenas visitado por cien personas al año. Voy con un amigo francés, René, y tenemos que llegar hasta la casa del funcionario para despertarle, abrir la oficina y comprar los billetes…
Y por fin, llego a Zanzíbar. Que no todo va a ser empujar la bici entre arena y moscas. Zanzíbar… durante semanas previas sólo pronunciar ese nombre me relajaba. Arena fina y blanca como polvo de talco, mar turquesa bellísimo, peces de colores en los arrecifes de coral, y... eso es todo. Tras cuatro días tumbado al sol y bañándome en ese paraíso tan anhelado, de repente me descubro aburrido y deseando coger la bici para cruzar el Parque Mikumi y quitarme moscas tse-tsé de encima. Quien nace tonto, muere tonto, que decía mi abuela.
Quien no sabe jugar bien al ajedrez llega a un momento de la partida en el que necesita tiempo para pensar. Detenerse. Las piezas ya no están en su lugar de inicio ni volverán a estar; algunas yacen caídas como columnas romanas fuera del tablero, víctimas del juego.
Hay un caballo demasiado nervioso por dar jaque, una reina que impone su poder, y un alfil pequeño pero certero empieza a ver camino abierto. Hay que detenerse porque lo que antes era futuro, ahora está ahí al lado, y hay mucho en juego. Un viaje que no merece ser vendido en un mercado, ¿cuál es el próximo movimiento?
Volar a la India tras casi dos años en África es una tentación irresistible. Una cultura nueva, la novedad y el asombro otra vez en la rutina. El paso por la península arábiga tiene dos desiertos hostiles a las bicis y conflictos locales. Más, siempre hay luz. Como una puerta que se abre cuando dos se cierran, Sudán cambia de embajador en Addis Abeba y ahora expide visados de catorce días. Al igual que en Angola, cuando del 'no rotundo' que te tumba de impotencia se pasa al 'sí y vale tanto', uno recuerda que todo lo que puede pagarse con dinero es barato, y que el dinero sólo sirve para eso, para comprar lo que tiene precio.
El camino a Japón por el norte africano, las milenarias tierras árabes y el Kurdistán hacia la Ruta de la Seda parece el más despejado a largo plazo. Supone también atravesar las tierras sin ley del norte keniata, cruzar bajo pedradas Etiopía, sufrir el Sáhara una segunda vez, los vientos de 'la Bañera de Ulises', la inestabilidad kurda… 'Quien no quiera que le maten a la reina no debería jugar al ajedrez', me advirtió hace tiempo un tipo duro, con la impiedad de un colmillo.
Tomar un avión a Mombay es fácil, barato y el exótico Sureste asiático susurra qué demonios haces comiendo judías y escuchando el atronante hip-hop africano. Pero también suena al que se levanta de la mesa en un momento difícil de la partida y pide tablas. No hay premio final para el que se retira, ni para quien tiene miedo de ver su reina tumbada fuera del tablero, como una columna romana. Y jamás sabría que explota en mi corazón entrando en Cairo tras cuarenta mil kilómetros en África.
La vida a veces te besa en la boca, a veces te acorrala, y el camino se puebla de lestrigones y cíclopes. Los amigos preguntan qué masoca placer encuentro en atravesar desiertos, miserias y tierras inseguras. Y Kavafis reaparece en el momento oportuno, 'Cuando emprendas tu viaje a Itaca pide que tu viaje sea largo, rico en experiencias y aventuras…'
No hay premio para quien vive con miedo, ni para quien deja de vivir por miedo y aunque Octaviano llegara para dar fin a Marco Antonio, la muerte no pudo despojarle de haber tenido a Cleopatra en sus brazos. Hay momentos que justifican una vida. Decir un día lo que escribió García Montero, 'me basta la vida para justificarme'.
Tanzanía es un país muy estético, con hermosas zonas para acampar. Mucho paisaje de infinito horizonte atenuado por la difusa luz africana, que hace imposibles las fotos pero que enamora al ojo. Paisajes inmensos de acacias salpicadas, baobabs, tierra roja deshabitada, y esa calima flotando que parece el aura de la Tierra. Tal vez sea eso lo que se agarra en el corazón de quien visita este continente. Los ojos miran una tierra sin hormigón ni asfalto, pura naturaleza donde las casas se hacen de barro, madera, y con las manos; parece como si toda la energía del planeta hubiera huido de Occidente para estar aquí en paz, para respirar libre de calles asfaltadas. Cuando llega la noche, pese a la dureza y las malditas moscas, estoy contento de haber pasado un día más aquí.
Y más que problemas con animales famosos, son enjambres de abejas, hormigas que devoran mi tienda, lombrices que buscan su hogar entre la uña y la piel, o una tierra tan caliente que me parece dormir con la espalda en un radiador. Ya cerca de Moshi, la sabana me regala una imagen inolvidable, bajando a casa de un maasai para acampar, pues decía que había mucho 'simba' (león), y con elegancia, tres jirafas cruzan delante de nosotros como quien tiene preferencia de paso.
Es el África de Karen Blixen, espectacular. Días maravillosos en medio de la belleza y haciéndome fotos con las jirafas, que son curiosas; si me quedo entre ocho o diez metros, ellas se quedan también posando y preguntándose quién será ese vecino nuevo.
Al bajar desde el Kilimanjaro a la sabana del Amboseli, entro en Kenia y dejo atrás Tanzania sin haber sufrido sus famosas amebas ni su malaria cerebral. Todo lo contrario, uno de mis países favoritos.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Kuruya, como cada mañana, no desayuna. Es de noche aún cuando sale de su casa y sólo las mujeres más madrugadoras comienzan a barrer las 'nyumbas'. Mientras carga sus sacos de maíz y arroz en una carretilla, los pájaros y el fru-fru de la retama limpiando el suelo advierten que un nuevo día amanece en África. Otro duro día mas.
En el camión se reúne con sus compañeros de trabajo. Entre risas y saludos, se preguntan rutinaria y ceremoniosamente por la familia y la noche. Igual que hicieron ayer y antes de ayer. Como harán mañana. Hoy, martes, van a Chambala, que no está lejos de Babati, su hogar y un importante centro de comunicaciones en el desolado corazón de Tanzania. Treinta y cinco kilómetros de carretera algo embarrada por la lluvia nocturna, sentados sobre sus mercancías, sabiendo que el sobrecargado y chatarroso camión puede fallar en cualquier curva. Más otros doce kilómetros por una pista local, en la que piedras y escalones les hacen saltar agarrados a las barras para no caerse, tan estrecha que las ramas entran en la caja del camión buscando golpear al más despistado.
En Chambala esperan su día de mercado. Traen ropa, sandalias, maíz, arroz, mijo, tabaco, té, y un extenso surtido tipo 'todo a cien', en donde hay desde termos a un par de amarillos cuadernos de escritura. Cuando el camión regrese al caer la tarde, Rosina tratará que Kuruya le lleve a Babati unos manojos de bananas y un cesto de aguacates, los venda más o menos bien, y le traiga el dinero al martes siguiente. Atrás quedará un día más de mercado en el que los beneficios son mínimos, dan para subsistir mañana. Un día donde se pasa el tiempo bajo el sol, la lluvia, el aburrimiento, la comida posiblemente contaminada, y el agua con certeza. También hay sitio para el comadreo, para tomarse la miseria con un sentido del humor admira-envidiable, para sentirse seguros entre su gente: formas de pensar, sentir y actuar conocidas, tradicionales, donde todo es igual que ayer y nadie esboza una idea distinta que pueda hacer diferente el mañana.
Los móviles a los que nadie llama, los vaqueros, la radio, la coca-cola, no son más que un frágil barniz sobre los muebles de los abuelos. Madera firme en el África rural.
Tal vez Halifa, que consigue en el mercado de Moshi ropa donada por los 'wazungus' a un precio barato, y la vende sacando cuatro partes de beneficio, consiga hacer realidad su sueño, ahorre y compre un Toyota de sexta mano para taxi, que sí es un buen negocio. Y vivir fuera del vértigo que es preguntarse si mañana lograrás sobrevivir a la lucha.
Bonna asiente, Halifa no tiene en Babati familia a la que estar obligado y puede ahorrar todo para él. Ella, en cuanto consigue ahorrar algo, un tío, un primo, viene y le pide para medicinas o para el uniforme escolar. No puede negarse. Siquiera es algo planteable. Cuestionar la 'familia alargada' africana es tabú de norte a sur del continente. La familia protege y también exprime al que es emprendedor o al que tiene fortuna.
Halifa emigró de Moshi a Babati para estar lejos de los suyos y buscar aire para su futuro. Mañana, como Kuruya, como Bonna y los demás, irá a Giting por una carretera montañosa de espanto. Pasado a Ufana, y así día a día, todas las semanas. No puede ponerse enfermo. O sí, y también con la malaria destrozándole la cabeza irá de mercado en el traqueteo del camión. No puede pedirse un día libre, una excedencia. '¿Y por qué voy a sufrir ésto si he de darle mi dinero a alguien que está todos los días cruzado de brazos? Emigro y con suerte - con la ayuda de Dios, dice - gano lo suficiente para poder ayudar a los míos sin quedarme yo vacío, y entonces ser respetado'. Quizás, el valor más deseado en África: ser respetado.
Pequeños extraños y valientes cambios en la estática sociedad africana. Los viejos se quejan, pues pierden poder. Los niños ríen, pues son ajenos. Los jóvenes, sueñan. Las mujeres, trabajan. A la noche, en el bar de siempre en Babati, Kuruya y Halifa toman juntos una cerveza mientras un grupo de mujeres llevan veinticinco litros de agua en sus cabezas a casa. Celebran el fin de un día más en África. Otro duro día más.
El sur de la costa swahili es una prolongación de las playas mozambiqueñas, cocoteros y arena blanca sin desarrollo alguno, e igualmente sin turismo, aunque la nueva carretera está casi terminada y pronto la frontera de Mtwara estará comunicada con Dar es Salaam. Estos lugares remotos se llenan de anécdotas entrañables, como la noche en el hotel Old Boma, una antigua fortaleza portuguesa reconvertida a hotel de lujo, donde me dejaron acampar gratis en el jardín; o las cervezas con Giovanni, el eritreo negociante que me ha concedido la mano de su hija si llego a Asmara sin que me corten el cuello los afar…
Es una pena que el turismo en Tanzania se limite a los safaris y Zanzíbar, porque la costa swahili quedará en mi recuerdo como uno de los lugares más agradables de África. Y lleno de sorpresas, como Kilwa Kisawani. Esta isla, en la Edad Media fue una de las diez ciudades más ricas del mundo, y las ruinas lo atestiguan: piscinas octogonales, mezquitas, fortalezas, tumbas… un lugar apenas visitado por cien personas al año. Voy con un amigo francés, René, y tenemos que llegar hasta la casa del funcionario para despertarle, abrir la oficina y comprar los billetes…
Y por fin, llego a Zanzíbar. Que no todo va a ser empujar la bici entre arena y moscas. Zanzíbar… durante semanas previas sólo pronunciar ese nombre me relajaba. Arena fina y blanca como polvo de talco, mar turquesa bellísimo, peces de colores en los arrecifes de coral, y... eso es todo. Tras cuatro días tumbado al sol y bañándome en ese paraíso tan anhelado, de repente me descubro aburrido y deseando coger la bici para cruzar el Parque Mikumi y quitarme moscas tse-tsé de encima. Quien nace tonto, muere tonto, que decía mi abuela.
Quien no sabe jugar bien al ajedrez llega a un momento de la partida en el que necesita tiempo para pensar. Detenerse. Las piezas ya no están en su lugar de inicio ni volverán a estar; algunas yacen caídas como columnas romanas fuera del tablero, víctimas del juego.
Hay un caballo demasiado nervioso por dar jaque, una reina que impone su poder, y un alfil pequeño pero certero empieza a ver camino abierto. Hay que detenerse porque lo que antes era futuro, ahora está ahí al lado, y hay mucho en juego. Un viaje que no merece ser vendido en un mercado, ¿cuál es el próximo movimiento?
Volar a la India tras casi dos años en África es una tentación irresistible. Una cultura nueva, la novedad y el asombro otra vez en la rutina. El paso por la península arábiga tiene dos desiertos hostiles a las bicis y conflictos locales. Más, siempre hay luz. Como una puerta que se abre cuando dos se cierran, Sudán cambia de embajador en Addis Abeba y ahora expide visados de catorce días. Al igual que en Angola, cuando del 'no rotundo' que te tumba de impotencia se pasa al 'sí y vale tanto', uno recuerda que todo lo que puede pagarse con dinero es barato, y que el dinero sólo sirve para eso, para comprar lo que tiene precio.
El camino a Japón por el norte africano, las milenarias tierras árabes y el Kurdistán hacia la Ruta de la Seda parece el más despejado a largo plazo. Supone también atravesar las tierras sin ley del norte keniata, cruzar bajo pedradas Etiopía, sufrir el Sáhara una segunda vez, los vientos de 'la Bañera de Ulises', la inestabilidad kurda… 'Quien no quiera que le maten a la reina no debería jugar al ajedrez', me advirtió hace tiempo un tipo duro, con la impiedad de un colmillo.
Tomar un avión a Mombay es fácil, barato y el exótico Sureste asiático susurra qué demonios haces comiendo judías y escuchando el atronante hip-hop africano. Pero también suena al que se levanta de la mesa en un momento difícil de la partida y pide tablas. No hay premio final para el que se retira, ni para quien tiene miedo de ver su reina tumbada fuera del tablero, como una columna romana. Y jamás sabría que explota en mi corazón entrando en Cairo tras cuarenta mil kilómetros en África.
La vida a veces te besa en la boca, a veces te acorrala, y el camino se puebla de lestrigones y cíclopes. Los amigos preguntan qué masoca placer encuentro en atravesar desiertos, miserias y tierras inseguras. Y Kavafis reaparece en el momento oportuno, 'Cuando emprendas tu viaje a Itaca pide que tu viaje sea largo, rico en experiencias y aventuras…'
No hay premio para quien vive con miedo, ni para quien deja de vivir por miedo y aunque Octaviano llegara para dar fin a Marco Antonio, la muerte no pudo despojarle de haber tenido a Cleopatra en sus brazos. Hay momentos que justifican una vida. Decir un día lo que escribió García Montero, 'me basta la vida para justificarme'.
Tanzanía es un país muy estético, con hermosas zonas para acampar. Mucho paisaje de infinito horizonte atenuado por la difusa luz africana, que hace imposibles las fotos pero que enamora al ojo. Paisajes inmensos de acacias salpicadas, baobabs, tierra roja deshabitada, y esa calima flotando que parece el aura de la Tierra. Tal vez sea eso lo que se agarra en el corazón de quien visita este continente. Los ojos miran una tierra sin hormigón ni asfalto, pura naturaleza donde las casas se hacen de barro, madera, y con las manos; parece como si toda la energía del planeta hubiera huido de Occidente para estar aquí en paz, para respirar libre de calles asfaltadas. Cuando llega la noche, pese a la dureza y las malditas moscas, estoy contento de haber pasado un día más aquí.
Y más que problemas con animales famosos, son enjambres de abejas, hormigas que devoran mi tienda, lombrices que buscan su hogar entre la uña y la piel, o una tierra tan caliente que me parece dormir con la espalda en un radiador. Ya cerca de Moshi, la sabana me regala una imagen inolvidable, bajando a casa de un maasai para acampar, pues decía que había mucho 'simba' (león), y con elegancia, tres jirafas cruzan delante de nosotros como quien tiene preferencia de paso.
Es el África de Karen Blixen, espectacular. Días maravillosos en medio de la belleza y haciéndome fotos con las jirafas, que son curiosas; si me quedo entre ocho o diez metros, ellas se quedan también posando y preguntándose quién será ese vecino nuevo.
Al bajar desde el Kilimanjaro a la sabana del Amboseli, entro en Kenia y dejo atrás Tanzania sin haber sufrido sus famosas amebas ni su malaria cerebral. Todo lo contrario, uno de mis países favoritos.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?