GUINEA CONAKRY
La selva huele profundamente a vida. Vaya en bici o caminando, hundo mi presencia entre su maleza húmeda, sus lianas que se enredan y me enredan, y el aroma me lleva a tu pelo recién lavado, donde descansa mi rostro.
El desierto de arena que dejé atrás, huele al calor de tu piel entre las mantas del invierno. La dura tierra de la 'hamada' huele a viento incesante que nadie detiene. Las playas que baña este océano templado, huelen a niños jugando, a niños alegres que, ajenos al probable futuro de miseria, son como tus manos cálidas que juegan con mi cuerpo, dedos que van y vienen como las olas y la espuma.
Las tierras altas de Guinea desprenden aromas de felicidad, la sonrisa de quien es feliz recibiendo a un huésped, a tu sonrisa tras un fin de semana sin vernos. Como el refugio de tu silencio, de tu apoyo, es el aroma del Níger que huele a agua en el desierto.
Y el Sahel es el triste olor del olvido, el perfume de la gente que huye, como yo huyo, como tú me olvidas.
África huele a ti, como tú hueles a África. Yo camino sin conocer mi propio olor, de pueblo en pueblo, con mi casa a cuestas, como un zíngaro. Busco el país que es una mujer, la mujer que es un país, el aroma de la libertad.
La carretera a Labé es una terrible pista pedregosa, subiendo y bajando verdes montañas, que atraviesa unos poblados donde sólo parece haber arroz con salsa de cacahuete. Y los mangos más grandes que jamás he visto. Es una zona aislada, por lo que sus mercados apenas tienen productos que no sean locales. Afortunadamente, llego en época de frutas y trato de mejorar el cansino arroz con salsa de cacahuete echándole mango y bananas, a escondidas de los locales, que se ríen si me ven hacerlo.
Son días duros. Los camiones me llenan de polvo completamente desde bien temprano y muchos kilómetros están infestados de moscas tse-tsé, cuya mordedura es dolorosa, a menudo hacen sangre. Cada día me muerden veinte o treinta, y al asomar una molesta fiebre, empiezo a tomar antihistamínicos, pero el dolor del mordisco no se alivia. Las aldeas son de diez casas, los pueblos tienen escuela, pero en general la vida posee un nivel material mínimo, que no parece importarle demasiado a los guineanos. Sonríen mucho, '¿qué haces tú aquí?', y se mueren de la risa. Son felices pese a la escasez de todo.
Al final del día, me quito la ropa sudada y llena de polvo, me lavo con el agua de un cubo prestado, y me pongo ropas largas, si no limpias, al menos secas. Ceno medio kilo de arroz…, con salsa de cacahuete, y yo también soy feliz. Estar lejos del confort, enfrentando un reto, me llena de alegría. Los hombres no hemos nacido para estar sentados en un sofá.
Y para ser más feliz aún, más dificultades. Llevo el eje pedalier oscilando desde que entré a Guinea y termina de romperse a cuarenta kilómetros de Labé. Me lleva cinco horas llegar, haciendo un ruido espantoso y cimbreando las bielas de tal manera que temo romper la cadena, pero llego. Esa es otra cuestión. Llego a Labé y puedo descansar un par de días en un hotel barato, comer bien y recuperarme. Para la gente que he conocido estos días, no hay nunca un hotel donde descansar de la miseria. Ellos seguirán día tras día con su arroz y salsa de cacahuete, sus casas precarias, su agua de pozo, sus mosquitos y la maldita tse-tsé. Y sus sonrisas.
En Labé hay hoteles pero no hay tienda de bicicletas, ni la sofisticada herramienta que desenrosca mi eje pedalier. En el mercado, sin alternativa alguna, descubro aterrorizado e impotente, la 'multi-usos' africana: el martillo. No será la última vez que arregle un problema a martillazos, y me llevo puesto un eje africano de bolillas, además de hacerle un daño al cuadro que meses más tarde se agravará hasta ser una pesadilla. De momento, me sirve para continuar. Cruzo las montañas de Labé a Dalaba en unos días de felicidad, pues en el Sahel, estar a 1200 metros de altitud es el paraíso: la temperatura es fresca, y hay decenas de diferentes árboles, desde bambú a pinos, desde acacias a palmeras.
Aquí la gente no me llama 'tubabu' (blanco), como en Senegal, y me recibe con una hospitalidad y simpatía genuinas; a veces, su generosidad me emociona, sus sonrisas inocentes. No hay turismo, apenas hay ONGs, y la tribu mayoritaria, los fulanis, es una gente que estima el trabajo digno, ni mendigan ni piden regalos, a diferencia de otras tribus. Es un país donde difícilmente puedo encontrar una lata de atún, o el popular quesito francés 'la vache que rit', pero los productos locales son deliciosos. Hay fruta y verduras en abundancia, incluso tienen cultivos de café, y el arroz de cada día lo adorno de crema de aguacate, mangos… La vida es básica, pero sabrosa.
De las montañas bajo al río Níger, uno de los ríos más atractivos por los que he viajado, un estético paisaje donde agua y arena se funden formando curvas y dunas irreales. Por casualidad, un tipo me pregunta si voy a la fiesta de la pesca.
- ¿Cómo dices? ¿fiesta?
Y me encamino a un pueblo llamado Baro. Por dos días me alojo en la escuela, gracias al maestro, cuyos hijos me llevan de un sitio a otro entrañablemente agarrados de la mano a ver espectaculares danzas con decenas de timbales, ritmos trepidantes. Como en toda feria saheliana, están los 'griots', una especie de juglar, pero sus cuentos y canciones me parecen lo menos auténtico de la fiesta, nada más terminar una canción de cinco minutos ya están pidiendo dinero. La fiesta finaliza al segundo día, con una carrera multitudinaria hacia el río; cientos de personas entre juncos y vacas, moviéndose de aquí para allá con sus enormes cestas y golpeando el agua para atrapar unos pocos peces que bendigan la prosperidad de la temporada. Una tradición interesante.
Al día siguiente llego a Kankan, la segunda ciudad de Guinea Conakry, donde encuentro un cartón de leche y otros productos ‘lujosos’ para llenar las alforjas rumbo a Bamako, en Mali. Regreso a los 50 grados...
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
La selva huele profundamente a vida. Vaya en bici o caminando, hundo mi presencia entre su maleza húmeda, sus lianas que se enredan y me enredan, y el aroma me lleva a tu pelo recién lavado, donde descansa mi rostro.
El desierto de arena que dejé atrás, huele al calor de tu piel entre las mantas del invierno. La dura tierra de la 'hamada' huele a viento incesante que nadie detiene. Las playas que baña este océano templado, huelen a niños jugando, a niños alegres que, ajenos al probable futuro de miseria, son como tus manos cálidas que juegan con mi cuerpo, dedos que van y vienen como las olas y la espuma.
Las tierras altas de Guinea desprenden aromas de felicidad, la sonrisa de quien es feliz recibiendo a un huésped, a tu sonrisa tras un fin de semana sin vernos. Como el refugio de tu silencio, de tu apoyo, es el aroma del Níger que huele a agua en el desierto.
Y el Sahel es el triste olor del olvido, el perfume de la gente que huye, como yo huyo, como tú me olvidas.
África huele a ti, como tú hueles a África. Yo camino sin conocer mi propio olor, de pueblo en pueblo, con mi casa a cuestas, como un zíngaro. Busco el país que es una mujer, la mujer que es un país, el aroma de la libertad.
La carretera a Labé es una terrible pista pedregosa, subiendo y bajando verdes montañas, que atraviesa unos poblados donde sólo parece haber arroz con salsa de cacahuete. Y los mangos más grandes que jamás he visto. Es una zona aislada, por lo que sus mercados apenas tienen productos que no sean locales. Afortunadamente, llego en época de frutas y trato de mejorar el cansino arroz con salsa de cacahuete echándole mango y bananas, a escondidas de los locales, que se ríen si me ven hacerlo.
Son días duros. Los camiones me llenan de polvo completamente desde bien temprano y muchos kilómetros están infestados de moscas tse-tsé, cuya mordedura es dolorosa, a menudo hacen sangre. Cada día me muerden veinte o treinta, y al asomar una molesta fiebre, empiezo a tomar antihistamínicos, pero el dolor del mordisco no se alivia. Las aldeas son de diez casas, los pueblos tienen escuela, pero en general la vida posee un nivel material mínimo, que no parece importarle demasiado a los guineanos. Sonríen mucho, '¿qué haces tú aquí?', y se mueren de la risa. Son felices pese a la escasez de todo.
Al final del día, me quito la ropa sudada y llena de polvo, me lavo con el agua de un cubo prestado, y me pongo ropas largas, si no limpias, al menos secas. Ceno medio kilo de arroz…, con salsa de cacahuete, y yo también soy feliz. Estar lejos del confort, enfrentando un reto, me llena de alegría. Los hombres no hemos nacido para estar sentados en un sofá.
Y para ser más feliz aún, más dificultades. Llevo el eje pedalier oscilando desde que entré a Guinea y termina de romperse a cuarenta kilómetros de Labé. Me lleva cinco horas llegar, haciendo un ruido espantoso y cimbreando las bielas de tal manera que temo romper la cadena, pero llego. Esa es otra cuestión. Llego a Labé y puedo descansar un par de días en un hotel barato, comer bien y recuperarme. Para la gente que he conocido estos días, no hay nunca un hotel donde descansar de la miseria. Ellos seguirán día tras día con su arroz y salsa de cacahuete, sus casas precarias, su agua de pozo, sus mosquitos y la maldita tse-tsé. Y sus sonrisas.
En Labé hay hoteles pero no hay tienda de bicicletas, ni la sofisticada herramienta que desenrosca mi eje pedalier. En el mercado, sin alternativa alguna, descubro aterrorizado e impotente, la 'multi-usos' africana: el martillo. No será la última vez que arregle un problema a martillazos, y me llevo puesto un eje africano de bolillas, además de hacerle un daño al cuadro que meses más tarde se agravará hasta ser una pesadilla. De momento, me sirve para continuar. Cruzo las montañas de Labé a Dalaba en unos días de felicidad, pues en el Sahel, estar a 1200 metros de altitud es el paraíso: la temperatura es fresca, y hay decenas de diferentes árboles, desde bambú a pinos, desde acacias a palmeras.
Aquí la gente no me llama 'tubabu' (blanco), como en Senegal, y me recibe con una hospitalidad y simpatía genuinas; a veces, su generosidad me emociona, sus sonrisas inocentes. No hay turismo, apenas hay ONGs, y la tribu mayoritaria, los fulanis, es una gente que estima el trabajo digno, ni mendigan ni piden regalos, a diferencia de otras tribus. Es un país donde difícilmente puedo encontrar una lata de atún, o el popular quesito francés 'la vache que rit', pero los productos locales son deliciosos. Hay fruta y verduras en abundancia, incluso tienen cultivos de café, y el arroz de cada día lo adorno de crema de aguacate, mangos… La vida es básica, pero sabrosa.
De las montañas bajo al río Níger, uno de los ríos más atractivos por los que he viajado, un estético paisaje donde agua y arena se funden formando curvas y dunas irreales. Por casualidad, un tipo me pregunta si voy a la fiesta de la pesca.
- ¿Cómo dices? ¿fiesta?
Y me encamino a un pueblo llamado Baro. Por dos días me alojo en la escuela, gracias al maestro, cuyos hijos me llevan de un sitio a otro entrañablemente agarrados de la mano a ver espectaculares danzas con decenas de timbales, ritmos trepidantes. Como en toda feria saheliana, están los 'griots', una especie de juglar, pero sus cuentos y canciones me parecen lo menos auténtico de la fiesta, nada más terminar una canción de cinco minutos ya están pidiendo dinero. La fiesta finaliza al segundo día, con una carrera multitudinaria hacia el río; cientos de personas entre juncos y vacas, moviéndose de aquí para allá con sus enormes cestas y golpeando el agua para atrapar unos pocos peces que bendigan la prosperidad de la temporada. Una tradición interesante.
Al día siguiente llego a Kankan, la segunda ciudad de Guinea Conakry, donde encuentro un cartón de leche y otros productos ‘lujosos’ para llenar las alforjas rumbo a Bamako, en Mali. Regreso a los 50 grados...
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?