GABÓN.
El niño pequeño agarra su algodón dulce entre el tumulto de la feria; para él ya no hay más mundo. El algodón dulce no sólo le ha hechizado sino que le cubre el campo de visión, como un gnomo blandiendo un helecho. Con curiosidad arranca unos hilachos del dulce y le entusiasma el tacto pegajoso en los dedos, en los labios, pero más le maravilla la alquimia que transforma tanto volumen en cristales diminutos y dulcísimos dentro de su boca.
Fuera, en su derredor, la gente grita, el tumulto acorrala. El ruido insoportable genera una sensación de agresividad que flota en la feria, pero el niño es indiferente, está concentrado en arrancar los hilachos de su algodón. Mira por un momento la noche que cae cargada de nubes y no puede evitarlo: las nubes debe ser enormes algodones de feria.
El tumulto se torna cada vez más sordo y el niño cada vez más grande. Tras el algodón le ha parecido ver algo brillante y arranca con avidez trozos de dulce que despejan la hermosa luz. A su lado, el ensordecido tumulto se va haciendo un murmullo rítmico de fondo que viene y va, y él ha crecido tanto que no alcanza a ver el suelo. Va despojando más trozos de nubes y la luz torna del amarillo a un brillo plateado, una forma perfectamente redonda se intuye aparecer. Como poseído, el niño arranca velozmente las nubes en ese rincón de la noche y una luna serena se muestra desnuda ante el niño ya gigante como un planeta. A sus pies un océano canta su eterna canción y en su derredor las estrellas, quietas y pacientes, vigilan el silencio.
¿En qué momento los hombres dejaron a un lado la paz del mar por el ruido del cemento?
El niño descubre que la serena luna escucha a quien le habla, pero no siempre responde. Entonces vuelve a hacerse pequeño para regresar al tumulto de la feria, con su palo rosado del algodón dulce y la sonrisa de quien tiene un rincón secreto.
Pensaba atravesar África Central lo más rápido posible, por las lluvias que vienen, y me quedo prendado del paisaje selvático, de la naturalidad de la gente, de un entorno salvaje donde disfrutar lo esencial de la vida: el agua, la comida sencilla, la luz de la luna donde no hay electricidad. Mi vida en estos meses se ha tornado de una simplicidad abrumadora, y esa ausencia de lo prescindible me hace feliz. No necesito lujos. Sólo agua, un poco de comida, y un lugar para poner mi tienda a la noche. Vivir en lo esencial elimina las complicaciones absurdas, y regala una buena lección: aprendo a diferenciar lo que es verdaderamente importante y lo que no lo es, cada cosa en su sitio. Viniendo de un continente en el que lo accesorio se ha convertido en algo irrenunciable, África no es mala profesora.
Después, cerca de Libreville rompo el desviador de los cambios y la vida sencilla se complica una vez más…, unos chicos de origen francés me recogen y me llevan en camioneta a Libreville. Gran fiesta. La cuñada de Jean emigra a Francia la semana próxima y paso con ellos un fin de semana de interminable fiesta, con deliciosa comida de selva… ¡sin monos!
En Libreville encuentro un desviador antediluviano para incrementar aún más la precariedad de mi bici, y prosigo viaje. El navío está hecho un poema, pero continúo con buen viento y la tripulación como una piña, a la africana, remiendo sobre el remiendo del remiendo y muchas risas. Cruzo por tercera vez el cartel del ecuador -la primera fue empujando la bici rota, la segunda en camioneta- y llego a Lambarené, una ciudad estupenda a las orillas del río Ogooué, con un generoso mercado, donde me encuentro por fin con Josep.
Durante nueve meses he oído hablar de otro ciclista español que va a Sudáfrica. 'Si, si, por aquí pasó hace unas semanas otro español, con muchos tatuajes', me decía alguien en un supermercado, o una mama africana cocinando en la calle. Y cuando veo en el mercado a un tipo moreno, delgado y tatuado, no me cabe la menor duda. Tampoco hay mucha gente que encontrarse en África...
- El otro ciclista español, supongo.
Entre cervezas y reparando pinchazos en el jardín de la misión católica hacemos amistad y emprendemos juntos viaje hacia el Congo por una terrible pista corrugada, que es como pedalear sobre una tabla de lavar la ropa. Al final del día duelen todas las articulaciones desde las muñecas a las cervicales, pero al final del día también espera ese momento maravilloso del río en la selva, entre tanto árbol y lianas que no llega la luz del sol. Josep es cocinero y recupero con él cierto entusiasmo por hacer de mis cenas algo más sabroso que pasta hervida con lo que pille. Buen tipo, me da lástima cuando nos separamos en Djende, antes de la frontera. Josep quiere pasar unos días en la costa antes de cruzar al Congo.
Para mí se acaba la tortura de la pista corrugada, al salir de Djende, por toda carretera, encuentro en una senda arenosa de apenas dos metros de anchura, rodeada de juncos.
- ¿Es ésta la carretera al Congo?
- Sí, todo recto…
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
CONGO.
Hay gente que apenas llega a fin de mes y se ven obligados a hacer economías la última semana. Augusto tenía dificultades para llegar a fin de año, las fuerzas se le acababan allá por diciembre y siempre temeroso de que el 31 no pudiera levantarse de la cama para celebrar fin de año. Así que el último mes prescindía de sus largos paseos por el lago y las clases de esgrima, manteniendo el gasto de energía en un nivel basal. Eran buenos momentos para charlar con él en algún café, al amor del sol de invierno.
- Algún año me pasa - decía riéndose -, que ya tan pronto como noviembre salta la alarma y casi he de hibernar.
Después, a primeros de enero, cobradas las fuerzas para el nuevo año, se desquitaba del sosiego y era una avalancha de proyectos en marcha.
- Deberías ahorrar momentos y así no tendrías problemas en diciembre.
Entonces, nos miraba con los ojos encendidos de un loco y soltaba un rotundo,
- Jamás. Ya dormiré en la tumba. Si he de descansar en esta vida que sea por falta de fuerzas, no por conservarlas.
Y se iba a las montañas, o a tocar aquella extraña flauta armenia, o empezaba a entrenar una vez más para una marathon que jamás llegaba a correr.
Una semana santa fatal apareció Susana, una fotógrafa italiana. Ella ahorraba tan poco como él, y ahí donde la vida daba una oportunidad se entregaba en cuerpo y alma sin pensar en el precio a pagar después. Todos vimos llegar el desastre, sobra decir.
Al poco de conocerse convirtieron abril en otoño, veían dos puestas de sol al día, y ni siete lunas bastaron. En mayo, Susana se fue a fotografiar los patios cordobeses y nunca volvió.
Augusto estaba tranquilo, regresó poco a poco a su vida habitual, y de golpe, se vino abajo.
- Susana lo sabía también, aunque nunca habláramos de ello. Probablemente no hubiéramos visto junio -, me confesó ya encamado.
Los médicos le diagnosticaron depresión aguda. 'Tristeza de amor', decían en el pueblo, pero yo sabía que si aguantaba hasta enero, volvería a resurgir.
- Tal vez aprendas de ésta -, le dije con malicia.
- Hay amores que se estiran toda una vida, o unos años. Otros se pueden derrochar en una semana, quizás en un par de días… Todo tiene un fin - y zanjando cualquier asomo pesimista dijo-, pero todo es un ciclo. Hay que asumir la muerte y confiar en el renacimiento.
Aquel año fue muy duro para él. A primeros de diciembre Augusto parecía que iba a morir. No salía de la cama, comía lo justo.
- ¿Mereció la pena? - pregunté -. ¿De veras ahora piensas que mereció la pena?
Apenas le salía una mueca por sonrisa, pero le brillaban los ojos.
- Lo que me mantiene hoy vivo es el recuerdo de haber vivido un abril de siete lunas.
Y se quedó dormido, exhausto.
Bajé el sonido de la música, que repetía una y otra vez una escena de la Boheme; le tapé con una manta, y le dejé pasar fin de año solo.
Congo es uno de los países con peor reputación de África. Guerras infames, salvajismo, corrupción, pobreza extrema, canibalismo… de lo cual, mi experiencia sólo corrobora la falta absoluta de desarrollo. La malvada policía congoleña me recibe con amabilidad y me invita a dormir con ellos. Cierto que en un puesto militar me piden dinero, pero sin demasiada insistencia, un 'no' rotundo basta. Sí es un problema evitar que me sellen el pasaporte en cada pueblo; dos controles, policial y militar, fichan a todo el que llega y sale. Los congoleños tienen una especie de carné de identidad, tamaño A-4, donde caben decenas de sellos, y total, ellos no se mueven mucho. Pero un pasaporte de treinta y dos hojitas no es para juguetear con él y llenarlo de sellos regionales, así que opto por mostrarles mi DNI en lugar del pasaporte. Ellos se quedan un rato perplejos, sin saber qué hacer ni dónde poner el sello, finalmente registran mis datos en sus libretas y me dejan seguir viaje…
Las carreteras también responden a esa imagen del Congo que uno puede hacerse desde casa. Terribles. Desde la frontera de Djende voy por un sendero con un follaje de tres metros de altura, que dura bastantes kilómetros antes de abrirse a la sabana congoleña, y hasta que llego a Nyanga, tres días después, no me cruzo con vehículo alguno. Allí paro en otro río maravilloso, y entre gente sencilla, que vive con apenas de nada y con sonrisas por todo.
El mapa Michelín coincide con la realidad hasta Nyanga, pero varias veces me aseguran que la carretera de Dolisie a Pointe Noire ya no existe, y la única forma de ir allá es atravesando la selva de Mayombe, que en mi mapa es una zona en blanco.
- Pregunta cuando llegues a Mila-mila.
Mila-mila es un cruce de carreteras importante, que aún no ha llegado a los mapas. Puedo ir a Brazaville, a Dolisie y a Pointe Noire. Descarto Dolisie, pues es un final sin salida. Girar al este, hacia Brazaville, supone cruzar a Kinkhasa, que está en plenas elecciones y el señor Kabila tiroteando a cualquier oponente en las calles. No tengo más opciones que ir a Pointe Noire y tratar de conseguir allí un visado para Angola. Mi vida puede ser sencilla, pero ahora mismo el futuro es complicado. El jefe de Mila-mila me escribe en un papel los nombres de los pueblos que hay en la selva de Mayombe, y los kilómetros que los separan, más o menos.
- La pista no tiene tráfico porque hay un puente roto, cerca de aquí, y compra toda la comida que necesites porque hasta Louboulou no hay mercado.
La pista no es mala, sino espantosa, a nivel físico no he sufrido tanto con una bici: son los mejores días del viaje. El reto no es el barro o las piedras, sino que eso no parece ni por asomo una carretera. Veinte kilómetros después del cruce de Mila-mila, el camino entra en la selva y aparecen unas colinas insalvables, donde resbalo una y otra vez en el barro empujando la bicicleta, o remontando un río. Una suma de momentos esquivando piedras caídas en la pista, poniendo una abrazadera más en las parrillas rotas, compensando con los radios un llantazo tras otro, quitando el barro que me bloquea las ruedas… Me miro en el retrovisor y veo mi rostro salpicado de rojas picaduras del 'furrú' -un diminuto mosquito-, y lleno de barro, mezclado con suciedad y sudor. Cientos de moscas me sobrevuelan cuando estoy detenido tomando un respiro, cuando empujo lentamente la bici; en los pueblos no hay absolutamente nada que comer… Pero todo eso, toda esa situación extrema es en medio de una auténtica selva que atravieso en soledad. Kilómetro tras kilómetro, hasta llegar a una aldea estoy completamente solo con los pájaros incesantes. No me causa sensación de temor alguno, sino un extraño sentimiento; parado en medio de árboles cubiertos de plantas trepadoras y lianas, o bajo la lluvia que tamborilea con suavidad en las gigantes hojas verdes, y pese a tener los pies dentro del barro, es el barro de la misma Madre Tierra, algo atávico se despierta en mí, me activa los genes del mono que fuimos. Y me siento feliz y dichoso.
Louboulou está cerca de una saca de petróleo francesa, y al llegar ahí, aparece cierto tráfico, mercados y tiendas. La carretera también mejora, se ensancha y pierdo la pura conexión con la selva. En un par de días llego a Pointe Noire y los salesianos me abren sus puertas para que descanse y me recupere un poco antes de afrontar el siguiente reto: conseguir un visado para Angola, el país más difícil de África. Si con barro en la bici, en la camisa y en mi cara, me han abierto la puerta de la misión, por qué no lo va a hacer Angola.
En la primera visita al consulado no me dejan siquiera entrar dentro del edificio, y estoy limpio. Burocracia comunista legada de su pasado soviético. En la caseta del patio miran todos mis papeles buscando algo que falte, pero lo llevo todo, y deciden que las fotocopias no pueden estar cortadas; también me piden que me haga una especie de visado de estancia en el Congo, algo que ya no puedo hacer pues he superado el periodo de ocho días para eso. Regreso a la misión salesiana derrotado, pero ésta es una batalla larga, no un abordaje espontáneo.
La estancia se prolonga y me pongo a trabajar en una obra que están haciendo los salesianos, para ser algo útil en esta casa donde estoy alojado. Tengo unas agujetas terribles en los brazos y me divierto, una experiencia más; los obreros están alucinados de tener a un blanco trabajando con ellos y también se divierten. Una manera simpática de celebrar los primeros nueve meses de viaje, pero el consulado angoleño no llama…
En la quinta visita al consulado, les convenzo que mi embajada en Luanda apoya mi petición, y por fin tienen a bien darme el número de fax del cónsul angoleño.
- Hum... ésto es algo fuera de lo normal. ¿Para qué quiere usted el número de fax del señor cónsul? - me pregunta el tipo con mirada de inspector Colombo.
-¿Para enviarle un fax, tal vez?
Todo urge; mi visa de un mes para el Congo está a punto de finalizar y no puedo renovarla, pues debía haberlo hecho en los primeros ocho días. Los contratiempos africanos, es decir, la normalidad con la que convivo aquí y que ya no me sorprende, como entierros multitudinarios, inundaciones, cortes de electricidad, internet que no funciona, faxes que llegan, faxes que no…, hacen de cualquier proceso burocrático una montaña. Por fin, el último viernes de octubre, el cónsul español me envía un email confirmándome que tengo la autorización para el visado angoleño. ‘Dame un número de fax al que enviarte los papeles.’
Pero yo leo ese email a la noche, cuando vuelve a haber electricidad en Pointe Noire. Le doy el fax de la tienda de muebles de un francés que se parte de risa con la historia, y por fin, el sábado en la mañana tengo los papeles necesarios. ¡El martes 1 de noviembre termina mi visado de Congo!
El lunes, a primera hora, pongo toda mi artillería en la recepción del consulado angoleño.
- No me voy de aquí sin un visado, señorita. He de ir a las misiones a hacer mi trabajo -miento- y tengo la autorización de su propio cónsul -lo cual es cierto.
- Ajá. Bien, bien. Déjeme sus papeles. Le llamamos cuando su visado esté listo, lo antes posible.
- No, señorita, no dejo mis papeles. Dejo mi pasaporte y en la tarde vengo a recoger mi visado.
- No puede ser, el cónsul está hoy muy ocupado.
La miro detenidamente y veo una cruz católica colgando en su pecho.
- Señorita, usted es católica y yo voy a ayudar a las iglesias católicas de Angola -miento como un bellaco, pero en fin, bautizado estoy y al día siguiente mi visado expira-, por favor, ponga usted su grano de arena.
La expresión de la mujer cambia, he tocado diana.
- Un momento.
El momento es eterno, pero regresa al cabo de una hora y me pide el pasaporte.
- Mañana, a la una, puede usted recogerlo.
Contengo mi júbilo y le doy las gracias educadamente. A la noche, gran alegría en la misión salesiana y todos bendicen mi buena suerte. La batalla ha durado dos semanas…
Al día siguiente, dejo mi bicicleta preparada junto a unos ingleses que viajan en todo-terreno y están tramitando el visado de tránsito, de cinco días; ese es fácil de obtener, pero en bici yo necesito un mes. Recojo mi pasaporte. No me lo puedo creer. Tengo cuatro horas para llegar a la frontera con Cabinda, y sesenta kilómetros que hacer. ¡Pies para qué os quiero!
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ANGOLA.
Seis horas para superar unos cuarenta kilómetros de costa que pertenecen al otro Congo, y llego a Soyo, ya en Angola propiamente. Pedro me adelanta en una furgoneta y para de inmediato.
- ¿Qué haces aquí? ¿Qué necesitas?
Me ofrece alojamiento y herramientas para arreglar el eje pedalier, lo cual celebramos con un bañazo en el río Congo, al siguiente día. También me regala su entusiasmo que viene de perlas para coger moral y afrontar el desastre que es mi galeón pirata.
No sé cuántas veces he tenido que abrir el maldito eje para cambiar las bolillas, ponerles grasa, cerrarlo otra vez, gracias a lo cual -y a los martillazos de Guinea- la rosca interior del cuadro se ha ido mellando. El eje ya no agarra dentro.
Cuando Pedro me despide, le veo meneando la cabeza, como quien piensa que con esa chapuza no hago ni cincuenta kilómetros. El eje lo llevo en la rosca del cuadro gracias a unos alambres apretados en forma de ocho. Pedalear, pedaleo, y salgo de la ciudad.
Sueño con llegar a Namibia, donde hay de todo; con olvidar mis tres piñones, los ejes y repuestos africanos que duran un suspiro, hasta solucionar un pinchazo se ha convertido en una pesadilla, pues el pegamento no pega y los parches no agarran. También es cierto que al llegar a un pueblo, la gente es tan amable y simpática que tras el rato mecánico para que la bici funcione al día siguiente, me lavo y el mundo me parece maravilloso. Me río de mis problemas con los angoleños, que tienen los suyos, y por unas horas me olvido que mañana volveré a estar agobiado con la bici, las tse-tsé, el sol, el agua…
Si yo quiero salir adelante de ésta, no podría tener mejores maestros. Los angoleños son un admirable ejemplo de tesón y esperanza, afrontando un país destrozado, sin infraestructura alguna, pues apenas hace tres años que terminó una de las guerras más largas del continente.
Exhausto, llego a Luanda, donde el personal de Cooperación española, Pilar, Alberto, me reciben con los brazos abiertos y me invitan a estar unos días con ellos. Días de descanso, de recuperar fuerzas y asumir que como sea, tengo que cruzar a Namibia con este maltrecho navío. La mañana antes de partir, regreso del mercado con un par de ruedas que durarán quinientos kilómetros, y una transmisión nueva, por si la que llevo me deja tirado en las montañas del sur. Me encuentro con el cónsul.
- Venga, chico, que te estamos esperando para almorzar. ¿De dónde vienes?
- De 'O Roque Santeiro', tenía que comprar repuestos.
- ¿Cómo? ¿Has ido allí solo? Es muy peligroso…
Miro mis ropas viejas, mi bicicleta a medio romperse, y le pregunto.
- ¿De veras crees que soy un apetitoso objetivo para los ladrones?
Recibo una risa diplomática por respuesta y además una 'feijoada' que estaba de miedo.
Luanda, como otras ciudades angoleñas, es el esqueleto en pie de lo que fue una hermosa ciudad enclavada entorno a una bahía, de relajada urbanización. La vida en este país tuvo que ser mágica. Ahora, edificios en ruinas, carreteras donde asomarse a un socavón da vértigo, carencia de agua, de saneamientos, con basura por doquier, donde las necesidades se hacen en el mismo mercado, en las mismas calles… llevan dos epidemias de cólera en este año, claro.
En Lobito, en la privilegiada Restinga donde se alternan casas coloniales a medio caer con otras milagrosamente mantenidas, hay una tasca fuera de lugar. Junto a la orilla del puerto, tras un buen tramo de calzada sorteando piedras levantadas, 'buracos' y la misma arena, se llega a este bar pequeño que tanto se parece a una tasca del Madrid viejo. Entre cervezas de barril, vino de mesa portugués en tetra-brik, y una ginebra que rompería el estómago a un siberiano, hay cinco angoleños cantando con una guitarra en una mesa esquinada.
Bebe, un viejo portugués que regenta el bar. Antonio, delegado de cultura, con una voz quebrada del dolor de tanta guerra; dos camaradas amigos que acompañan a los coros; y Joao, intachable caballero de delicados gestos, y con una voz aterciopelada que hubiera querido Nat King Cole. Joao fue fue cantante en los cabarets de Luanda y Lobito durante los tiempos de la colonia. 'La gente era muy educada entonces', me dice, 'se agradecía el arte… ganamos una independencia que ha traído hosquedad y griterío, y se marchó la belleza, el arte… ¿dónde fueron?'. Entre bolero y bolero, desde el otro lado de la mesa se inclina hacia mí y me cuenta pequeñas historias de su vida y su Angola.
Antonio, de repente, engancha con canciones de Silvio Rodríguez y a mí se me enturbian los ojos y me emociono cantando con él '… soy un hombre feliz, y quiero que me perdonen por este día, los muertos de mi felicidad'. Y Silvio es Cuba, Cuba es comunismo y Angola fue comunista. Cuando el delegado de cultura entona la famosa balada, el sentimiento de los parroquianos se exalta y toda la tasca es una sola voz. 'Aquí se queda la clara, la entrañable transparencia de tu querida presencia, comandante Che Guevara'. La voz de un extraño pueblo africano que quiso ser comunista en vez en aceptar la mayoría capitalista; trágico destino de un país que se libera del colonialismo y se encuentra una guerra fría con dos bandos en la que le imponen elegir; de la choza al edificio soviético y del tam-tam a la trova cubana en un soplo. Y aún hay quien se sorprende del desastre que habita África.
Joao me cuenta algo fácil de ver en Angola, en África. Los jóvenes no están interesados en el arte, en la belleza, sino en lo que las parabólicas quieren venderles: vaqueros, perfumes, gafas, móviles, motos y música tecno. Cuentas de colores a cambio de oro. La historia no cambia mucho. Desean la música que viene del mundo blanco, ritmos más pobres que los suyos, que bailan con increíbles movimientos coordinados llenos de violencia y sexualidad, de la misma forma que en la aldea bailan con los xilófonos tradicionales. No quieren nada más, ya la vida es bastante dura aquí. 'Pero nosotros mantenemos en esta tasca la cultura', me dice Joao antes de entonar un 'I love Paris' de Cole Porter que me deja boquiabierto.
A medianoche, todos estamos vencidos por el cansancio y el alcohol, llega la despedida. Quién sabe, pero no es probable. Uno se despide en estas ocasiones con la certeza de no volver a encontrarse jamás; jamás otra vez sentado en esa pequeña mesa cantando a grito pelado 'la era está pariendo un corazón', jamás volver a atender las historias de Joao con sus delicados gestos de cantante exquisito. Hay un inevitable sentimiento de tristeza, de apego a lo que da placer, que es necesario contemplar, dejarlo estar y dejarlo ir…
A la mañana siguiente, pedaleando hacia Benguela en una hermosa mañana de domingo, el sentimiento es de felicidad; una felicidad que tiene un ladrillo más, que ha crecido otra vez. Y me descubro cantando '… soy feliz, soy un hombre feliz, y quiero que me perdonen, por este día, los muertos de mi felicidad'.
El siguiente tramo junto a la costa es el más bonito. Me repito una y otra vez, 'este país tuvo que ser una suerte de paraíso', y ahora hasta conseguir agua es difícil. La que consigo está tan sucia que he de filtrarla y limpiar el filtro cada medio litro. Pese a la belleza de la costa, llego a Lobito en muy malas condiciones, absolutamente derrotado. Todo se rompe, la bici es una reparación día a día y se convierte en el centro de mi atención, me crea un estrés del que me cuesta huir. Las chapuzas con el material que vengo encontrando en Pointe Noire, en Soyo, en Luanda, duran lo que un sacacorchos de todo-a-cien y dejan la misma sensación, la misma cara de idiota que cuando miras el sacacorchos roto a la segunda botella.
En Lobito, paso cuatro días en casa de una amable cooperante, Concha, que se empeña en hacerme sonreír y que me olvide de los problemas mecánicos. Cuatro días que me devuelven la vida.
- Menuda cara de crispación traías cuando llegaste, casi no te abro la puerta - me dice al despedirnos.
Y sí, salgo de Lobito, pero esta vez no tengo mucha confianza en avanzar demasiados kilómetros. Acepto que tal vez entre en Namibia con la bici en un camión.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
El niño pequeño agarra su algodón dulce entre el tumulto de la feria; para él ya no hay más mundo. El algodón dulce no sólo le ha hechizado sino que le cubre el campo de visión, como un gnomo blandiendo un helecho. Con curiosidad arranca unos hilachos del dulce y le entusiasma el tacto pegajoso en los dedos, en los labios, pero más le maravilla la alquimia que transforma tanto volumen en cristales diminutos y dulcísimos dentro de su boca.
Fuera, en su derredor, la gente grita, el tumulto acorrala. El ruido insoportable genera una sensación de agresividad que flota en la feria, pero el niño es indiferente, está concentrado en arrancar los hilachos de su algodón. Mira por un momento la noche que cae cargada de nubes y no puede evitarlo: las nubes debe ser enormes algodones de feria.
El tumulto se torna cada vez más sordo y el niño cada vez más grande. Tras el algodón le ha parecido ver algo brillante y arranca con avidez trozos de dulce que despejan la hermosa luz. A su lado, el ensordecido tumulto se va haciendo un murmullo rítmico de fondo que viene y va, y él ha crecido tanto que no alcanza a ver el suelo. Va despojando más trozos de nubes y la luz torna del amarillo a un brillo plateado, una forma perfectamente redonda se intuye aparecer. Como poseído, el niño arranca velozmente las nubes en ese rincón de la noche y una luna serena se muestra desnuda ante el niño ya gigante como un planeta. A sus pies un océano canta su eterna canción y en su derredor las estrellas, quietas y pacientes, vigilan el silencio.
¿En qué momento los hombres dejaron a un lado la paz del mar por el ruido del cemento?
El niño descubre que la serena luna escucha a quien le habla, pero no siempre responde. Entonces vuelve a hacerse pequeño para regresar al tumulto de la feria, con su palo rosado del algodón dulce y la sonrisa de quien tiene un rincón secreto.
Pensaba atravesar África Central lo más rápido posible, por las lluvias que vienen, y me quedo prendado del paisaje selvático, de la naturalidad de la gente, de un entorno salvaje donde disfrutar lo esencial de la vida: el agua, la comida sencilla, la luz de la luna donde no hay electricidad. Mi vida en estos meses se ha tornado de una simplicidad abrumadora, y esa ausencia de lo prescindible me hace feliz. No necesito lujos. Sólo agua, un poco de comida, y un lugar para poner mi tienda a la noche. Vivir en lo esencial elimina las complicaciones absurdas, y regala una buena lección: aprendo a diferenciar lo que es verdaderamente importante y lo que no lo es, cada cosa en su sitio. Viniendo de un continente en el que lo accesorio se ha convertido en algo irrenunciable, África no es mala profesora.
Después, cerca de Libreville rompo el desviador de los cambios y la vida sencilla se complica una vez más…, unos chicos de origen francés me recogen y me llevan en camioneta a Libreville. Gran fiesta. La cuñada de Jean emigra a Francia la semana próxima y paso con ellos un fin de semana de interminable fiesta, con deliciosa comida de selva… ¡sin monos!
En Libreville encuentro un desviador antediluviano para incrementar aún más la precariedad de mi bici, y prosigo viaje. El navío está hecho un poema, pero continúo con buen viento y la tripulación como una piña, a la africana, remiendo sobre el remiendo del remiendo y muchas risas. Cruzo por tercera vez el cartel del ecuador -la primera fue empujando la bici rota, la segunda en camioneta- y llego a Lambarené, una ciudad estupenda a las orillas del río Ogooué, con un generoso mercado, donde me encuentro por fin con Josep.
Durante nueve meses he oído hablar de otro ciclista español que va a Sudáfrica. 'Si, si, por aquí pasó hace unas semanas otro español, con muchos tatuajes', me decía alguien en un supermercado, o una mama africana cocinando en la calle. Y cuando veo en el mercado a un tipo moreno, delgado y tatuado, no me cabe la menor duda. Tampoco hay mucha gente que encontrarse en África...
- El otro ciclista español, supongo.
Entre cervezas y reparando pinchazos en el jardín de la misión católica hacemos amistad y emprendemos juntos viaje hacia el Congo por una terrible pista corrugada, que es como pedalear sobre una tabla de lavar la ropa. Al final del día duelen todas las articulaciones desde las muñecas a las cervicales, pero al final del día también espera ese momento maravilloso del río en la selva, entre tanto árbol y lianas que no llega la luz del sol. Josep es cocinero y recupero con él cierto entusiasmo por hacer de mis cenas algo más sabroso que pasta hervida con lo que pille. Buen tipo, me da lástima cuando nos separamos en Djende, antes de la frontera. Josep quiere pasar unos días en la costa antes de cruzar al Congo.
Para mí se acaba la tortura de la pista corrugada, al salir de Djende, por toda carretera, encuentro en una senda arenosa de apenas dos metros de anchura, rodeada de juncos.
- ¿Es ésta la carretera al Congo?
- Sí, todo recto…
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
CONGO.
Hay gente que apenas llega a fin de mes y se ven obligados a hacer economías la última semana. Augusto tenía dificultades para llegar a fin de año, las fuerzas se le acababan allá por diciembre y siempre temeroso de que el 31 no pudiera levantarse de la cama para celebrar fin de año. Así que el último mes prescindía de sus largos paseos por el lago y las clases de esgrima, manteniendo el gasto de energía en un nivel basal. Eran buenos momentos para charlar con él en algún café, al amor del sol de invierno.
- Algún año me pasa - decía riéndose -, que ya tan pronto como noviembre salta la alarma y casi he de hibernar.
Después, a primeros de enero, cobradas las fuerzas para el nuevo año, se desquitaba del sosiego y era una avalancha de proyectos en marcha.
- Deberías ahorrar momentos y así no tendrías problemas en diciembre.
Entonces, nos miraba con los ojos encendidos de un loco y soltaba un rotundo,
- Jamás. Ya dormiré en la tumba. Si he de descansar en esta vida que sea por falta de fuerzas, no por conservarlas.
Y se iba a las montañas, o a tocar aquella extraña flauta armenia, o empezaba a entrenar una vez más para una marathon que jamás llegaba a correr.
Una semana santa fatal apareció Susana, una fotógrafa italiana. Ella ahorraba tan poco como él, y ahí donde la vida daba una oportunidad se entregaba en cuerpo y alma sin pensar en el precio a pagar después. Todos vimos llegar el desastre, sobra decir.
Al poco de conocerse convirtieron abril en otoño, veían dos puestas de sol al día, y ni siete lunas bastaron. En mayo, Susana se fue a fotografiar los patios cordobeses y nunca volvió.
Augusto estaba tranquilo, regresó poco a poco a su vida habitual, y de golpe, se vino abajo.
- Susana lo sabía también, aunque nunca habláramos de ello. Probablemente no hubiéramos visto junio -, me confesó ya encamado.
Los médicos le diagnosticaron depresión aguda. 'Tristeza de amor', decían en el pueblo, pero yo sabía que si aguantaba hasta enero, volvería a resurgir.
- Tal vez aprendas de ésta -, le dije con malicia.
- Hay amores que se estiran toda una vida, o unos años. Otros se pueden derrochar en una semana, quizás en un par de días… Todo tiene un fin - y zanjando cualquier asomo pesimista dijo-, pero todo es un ciclo. Hay que asumir la muerte y confiar en el renacimiento.
Aquel año fue muy duro para él. A primeros de diciembre Augusto parecía que iba a morir. No salía de la cama, comía lo justo.
- ¿Mereció la pena? - pregunté -. ¿De veras ahora piensas que mereció la pena?
Apenas le salía una mueca por sonrisa, pero le brillaban los ojos.
- Lo que me mantiene hoy vivo es el recuerdo de haber vivido un abril de siete lunas.
Y se quedó dormido, exhausto.
Bajé el sonido de la música, que repetía una y otra vez una escena de la Boheme; le tapé con una manta, y le dejé pasar fin de año solo.
Congo es uno de los países con peor reputación de África. Guerras infames, salvajismo, corrupción, pobreza extrema, canibalismo… de lo cual, mi experiencia sólo corrobora la falta absoluta de desarrollo. La malvada policía congoleña me recibe con amabilidad y me invita a dormir con ellos. Cierto que en un puesto militar me piden dinero, pero sin demasiada insistencia, un 'no' rotundo basta. Sí es un problema evitar que me sellen el pasaporte en cada pueblo; dos controles, policial y militar, fichan a todo el que llega y sale. Los congoleños tienen una especie de carné de identidad, tamaño A-4, donde caben decenas de sellos, y total, ellos no se mueven mucho. Pero un pasaporte de treinta y dos hojitas no es para juguetear con él y llenarlo de sellos regionales, así que opto por mostrarles mi DNI en lugar del pasaporte. Ellos se quedan un rato perplejos, sin saber qué hacer ni dónde poner el sello, finalmente registran mis datos en sus libretas y me dejan seguir viaje…
Las carreteras también responden a esa imagen del Congo que uno puede hacerse desde casa. Terribles. Desde la frontera de Djende voy por un sendero con un follaje de tres metros de altura, que dura bastantes kilómetros antes de abrirse a la sabana congoleña, y hasta que llego a Nyanga, tres días después, no me cruzo con vehículo alguno. Allí paro en otro río maravilloso, y entre gente sencilla, que vive con apenas de nada y con sonrisas por todo.
El mapa Michelín coincide con la realidad hasta Nyanga, pero varias veces me aseguran que la carretera de Dolisie a Pointe Noire ya no existe, y la única forma de ir allá es atravesando la selva de Mayombe, que en mi mapa es una zona en blanco.
- Pregunta cuando llegues a Mila-mila.
Mila-mila es un cruce de carreteras importante, que aún no ha llegado a los mapas. Puedo ir a Brazaville, a Dolisie y a Pointe Noire. Descarto Dolisie, pues es un final sin salida. Girar al este, hacia Brazaville, supone cruzar a Kinkhasa, que está en plenas elecciones y el señor Kabila tiroteando a cualquier oponente en las calles. No tengo más opciones que ir a Pointe Noire y tratar de conseguir allí un visado para Angola. Mi vida puede ser sencilla, pero ahora mismo el futuro es complicado. El jefe de Mila-mila me escribe en un papel los nombres de los pueblos que hay en la selva de Mayombe, y los kilómetros que los separan, más o menos.
- La pista no tiene tráfico porque hay un puente roto, cerca de aquí, y compra toda la comida que necesites porque hasta Louboulou no hay mercado.
La pista no es mala, sino espantosa, a nivel físico no he sufrido tanto con una bici: son los mejores días del viaje. El reto no es el barro o las piedras, sino que eso no parece ni por asomo una carretera. Veinte kilómetros después del cruce de Mila-mila, el camino entra en la selva y aparecen unas colinas insalvables, donde resbalo una y otra vez en el barro empujando la bicicleta, o remontando un río. Una suma de momentos esquivando piedras caídas en la pista, poniendo una abrazadera más en las parrillas rotas, compensando con los radios un llantazo tras otro, quitando el barro que me bloquea las ruedas… Me miro en el retrovisor y veo mi rostro salpicado de rojas picaduras del 'furrú' -un diminuto mosquito-, y lleno de barro, mezclado con suciedad y sudor. Cientos de moscas me sobrevuelan cuando estoy detenido tomando un respiro, cuando empujo lentamente la bici; en los pueblos no hay absolutamente nada que comer… Pero todo eso, toda esa situación extrema es en medio de una auténtica selva que atravieso en soledad. Kilómetro tras kilómetro, hasta llegar a una aldea estoy completamente solo con los pájaros incesantes. No me causa sensación de temor alguno, sino un extraño sentimiento; parado en medio de árboles cubiertos de plantas trepadoras y lianas, o bajo la lluvia que tamborilea con suavidad en las gigantes hojas verdes, y pese a tener los pies dentro del barro, es el barro de la misma Madre Tierra, algo atávico se despierta en mí, me activa los genes del mono que fuimos. Y me siento feliz y dichoso.
Louboulou está cerca de una saca de petróleo francesa, y al llegar ahí, aparece cierto tráfico, mercados y tiendas. La carretera también mejora, se ensancha y pierdo la pura conexión con la selva. En un par de días llego a Pointe Noire y los salesianos me abren sus puertas para que descanse y me recupere un poco antes de afrontar el siguiente reto: conseguir un visado para Angola, el país más difícil de África. Si con barro en la bici, en la camisa y en mi cara, me han abierto la puerta de la misión, por qué no lo va a hacer Angola.
En la primera visita al consulado no me dejan siquiera entrar dentro del edificio, y estoy limpio. Burocracia comunista legada de su pasado soviético. En la caseta del patio miran todos mis papeles buscando algo que falte, pero lo llevo todo, y deciden que las fotocopias no pueden estar cortadas; también me piden que me haga una especie de visado de estancia en el Congo, algo que ya no puedo hacer pues he superado el periodo de ocho días para eso. Regreso a la misión salesiana derrotado, pero ésta es una batalla larga, no un abordaje espontáneo.
La estancia se prolonga y me pongo a trabajar en una obra que están haciendo los salesianos, para ser algo útil en esta casa donde estoy alojado. Tengo unas agujetas terribles en los brazos y me divierto, una experiencia más; los obreros están alucinados de tener a un blanco trabajando con ellos y también se divierten. Una manera simpática de celebrar los primeros nueve meses de viaje, pero el consulado angoleño no llama…
En la quinta visita al consulado, les convenzo que mi embajada en Luanda apoya mi petición, y por fin tienen a bien darme el número de fax del cónsul angoleño.
- Hum... ésto es algo fuera de lo normal. ¿Para qué quiere usted el número de fax del señor cónsul? - me pregunta el tipo con mirada de inspector Colombo.
-¿Para enviarle un fax, tal vez?
Todo urge; mi visa de un mes para el Congo está a punto de finalizar y no puedo renovarla, pues debía haberlo hecho en los primeros ocho días. Los contratiempos africanos, es decir, la normalidad con la que convivo aquí y que ya no me sorprende, como entierros multitudinarios, inundaciones, cortes de electricidad, internet que no funciona, faxes que llegan, faxes que no…, hacen de cualquier proceso burocrático una montaña. Por fin, el último viernes de octubre, el cónsul español me envía un email confirmándome que tengo la autorización para el visado angoleño. ‘Dame un número de fax al que enviarte los papeles.’
Pero yo leo ese email a la noche, cuando vuelve a haber electricidad en Pointe Noire. Le doy el fax de la tienda de muebles de un francés que se parte de risa con la historia, y por fin, el sábado en la mañana tengo los papeles necesarios. ¡El martes 1 de noviembre termina mi visado de Congo!
El lunes, a primera hora, pongo toda mi artillería en la recepción del consulado angoleño.
- No me voy de aquí sin un visado, señorita. He de ir a las misiones a hacer mi trabajo -miento- y tengo la autorización de su propio cónsul -lo cual es cierto.
- Ajá. Bien, bien. Déjeme sus papeles. Le llamamos cuando su visado esté listo, lo antes posible.
- No, señorita, no dejo mis papeles. Dejo mi pasaporte y en la tarde vengo a recoger mi visado.
- No puede ser, el cónsul está hoy muy ocupado.
La miro detenidamente y veo una cruz católica colgando en su pecho.
- Señorita, usted es católica y yo voy a ayudar a las iglesias católicas de Angola -miento como un bellaco, pero en fin, bautizado estoy y al día siguiente mi visado expira-, por favor, ponga usted su grano de arena.
La expresión de la mujer cambia, he tocado diana.
- Un momento.
El momento es eterno, pero regresa al cabo de una hora y me pide el pasaporte.
- Mañana, a la una, puede usted recogerlo.
Contengo mi júbilo y le doy las gracias educadamente. A la noche, gran alegría en la misión salesiana y todos bendicen mi buena suerte. La batalla ha durado dos semanas…
Al día siguiente, dejo mi bicicleta preparada junto a unos ingleses que viajan en todo-terreno y están tramitando el visado de tránsito, de cinco días; ese es fácil de obtener, pero en bici yo necesito un mes. Recojo mi pasaporte. No me lo puedo creer. Tengo cuatro horas para llegar a la frontera con Cabinda, y sesenta kilómetros que hacer. ¡Pies para qué os quiero!
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ANGOLA.
Seis horas para superar unos cuarenta kilómetros de costa que pertenecen al otro Congo, y llego a Soyo, ya en Angola propiamente. Pedro me adelanta en una furgoneta y para de inmediato.
- ¿Qué haces aquí? ¿Qué necesitas?
Me ofrece alojamiento y herramientas para arreglar el eje pedalier, lo cual celebramos con un bañazo en el río Congo, al siguiente día. También me regala su entusiasmo que viene de perlas para coger moral y afrontar el desastre que es mi galeón pirata.
No sé cuántas veces he tenido que abrir el maldito eje para cambiar las bolillas, ponerles grasa, cerrarlo otra vez, gracias a lo cual -y a los martillazos de Guinea- la rosca interior del cuadro se ha ido mellando. El eje ya no agarra dentro.
Cuando Pedro me despide, le veo meneando la cabeza, como quien piensa que con esa chapuza no hago ni cincuenta kilómetros. El eje lo llevo en la rosca del cuadro gracias a unos alambres apretados en forma de ocho. Pedalear, pedaleo, y salgo de la ciudad.
Sueño con llegar a Namibia, donde hay de todo; con olvidar mis tres piñones, los ejes y repuestos africanos que duran un suspiro, hasta solucionar un pinchazo se ha convertido en una pesadilla, pues el pegamento no pega y los parches no agarran. También es cierto que al llegar a un pueblo, la gente es tan amable y simpática que tras el rato mecánico para que la bici funcione al día siguiente, me lavo y el mundo me parece maravilloso. Me río de mis problemas con los angoleños, que tienen los suyos, y por unas horas me olvido que mañana volveré a estar agobiado con la bici, las tse-tsé, el sol, el agua…
Si yo quiero salir adelante de ésta, no podría tener mejores maestros. Los angoleños son un admirable ejemplo de tesón y esperanza, afrontando un país destrozado, sin infraestructura alguna, pues apenas hace tres años que terminó una de las guerras más largas del continente.
Exhausto, llego a Luanda, donde el personal de Cooperación española, Pilar, Alberto, me reciben con los brazos abiertos y me invitan a estar unos días con ellos. Días de descanso, de recuperar fuerzas y asumir que como sea, tengo que cruzar a Namibia con este maltrecho navío. La mañana antes de partir, regreso del mercado con un par de ruedas que durarán quinientos kilómetros, y una transmisión nueva, por si la que llevo me deja tirado en las montañas del sur. Me encuentro con el cónsul.
- Venga, chico, que te estamos esperando para almorzar. ¿De dónde vienes?
- De 'O Roque Santeiro', tenía que comprar repuestos.
- ¿Cómo? ¿Has ido allí solo? Es muy peligroso…
Miro mis ropas viejas, mi bicicleta a medio romperse, y le pregunto.
- ¿De veras crees que soy un apetitoso objetivo para los ladrones?
Recibo una risa diplomática por respuesta y además una 'feijoada' que estaba de miedo.
Luanda, como otras ciudades angoleñas, es el esqueleto en pie de lo que fue una hermosa ciudad enclavada entorno a una bahía, de relajada urbanización. La vida en este país tuvo que ser mágica. Ahora, edificios en ruinas, carreteras donde asomarse a un socavón da vértigo, carencia de agua, de saneamientos, con basura por doquier, donde las necesidades se hacen en el mismo mercado, en las mismas calles… llevan dos epidemias de cólera en este año, claro.
En Lobito, en la privilegiada Restinga donde se alternan casas coloniales a medio caer con otras milagrosamente mantenidas, hay una tasca fuera de lugar. Junto a la orilla del puerto, tras un buen tramo de calzada sorteando piedras levantadas, 'buracos' y la misma arena, se llega a este bar pequeño que tanto se parece a una tasca del Madrid viejo. Entre cervezas de barril, vino de mesa portugués en tetra-brik, y una ginebra que rompería el estómago a un siberiano, hay cinco angoleños cantando con una guitarra en una mesa esquinada.
Bebe, un viejo portugués que regenta el bar. Antonio, delegado de cultura, con una voz quebrada del dolor de tanta guerra; dos camaradas amigos que acompañan a los coros; y Joao, intachable caballero de delicados gestos, y con una voz aterciopelada que hubiera querido Nat King Cole. Joao fue fue cantante en los cabarets de Luanda y Lobito durante los tiempos de la colonia. 'La gente era muy educada entonces', me dice, 'se agradecía el arte… ganamos una independencia que ha traído hosquedad y griterío, y se marchó la belleza, el arte… ¿dónde fueron?'. Entre bolero y bolero, desde el otro lado de la mesa se inclina hacia mí y me cuenta pequeñas historias de su vida y su Angola.
Antonio, de repente, engancha con canciones de Silvio Rodríguez y a mí se me enturbian los ojos y me emociono cantando con él '… soy un hombre feliz, y quiero que me perdonen por este día, los muertos de mi felicidad'. Y Silvio es Cuba, Cuba es comunismo y Angola fue comunista. Cuando el delegado de cultura entona la famosa balada, el sentimiento de los parroquianos se exalta y toda la tasca es una sola voz. 'Aquí se queda la clara, la entrañable transparencia de tu querida presencia, comandante Che Guevara'. La voz de un extraño pueblo africano que quiso ser comunista en vez en aceptar la mayoría capitalista; trágico destino de un país que se libera del colonialismo y se encuentra una guerra fría con dos bandos en la que le imponen elegir; de la choza al edificio soviético y del tam-tam a la trova cubana en un soplo. Y aún hay quien se sorprende del desastre que habita África.
Joao me cuenta algo fácil de ver en Angola, en África. Los jóvenes no están interesados en el arte, en la belleza, sino en lo que las parabólicas quieren venderles: vaqueros, perfumes, gafas, móviles, motos y música tecno. Cuentas de colores a cambio de oro. La historia no cambia mucho. Desean la música que viene del mundo blanco, ritmos más pobres que los suyos, que bailan con increíbles movimientos coordinados llenos de violencia y sexualidad, de la misma forma que en la aldea bailan con los xilófonos tradicionales. No quieren nada más, ya la vida es bastante dura aquí. 'Pero nosotros mantenemos en esta tasca la cultura', me dice Joao antes de entonar un 'I love Paris' de Cole Porter que me deja boquiabierto.
A medianoche, todos estamos vencidos por el cansancio y el alcohol, llega la despedida. Quién sabe, pero no es probable. Uno se despide en estas ocasiones con la certeza de no volver a encontrarse jamás; jamás otra vez sentado en esa pequeña mesa cantando a grito pelado 'la era está pariendo un corazón', jamás volver a atender las historias de Joao con sus delicados gestos de cantante exquisito. Hay un inevitable sentimiento de tristeza, de apego a lo que da placer, que es necesario contemplar, dejarlo estar y dejarlo ir…
A la mañana siguiente, pedaleando hacia Benguela en una hermosa mañana de domingo, el sentimiento es de felicidad; una felicidad que tiene un ladrillo más, que ha crecido otra vez. Y me descubro cantando '… soy feliz, soy un hombre feliz, y quiero que me perdonen, por este día, los muertos de mi felicidad'.
El siguiente tramo junto a la costa es el más bonito. Me repito una y otra vez, 'este país tuvo que ser una suerte de paraíso', y ahora hasta conseguir agua es difícil. La que consigo está tan sucia que he de filtrarla y limpiar el filtro cada medio litro. Pese a la belleza de la costa, llego a Lobito en muy malas condiciones, absolutamente derrotado. Todo se rompe, la bici es una reparación día a día y se convierte en el centro de mi atención, me crea un estrés del que me cuesta huir. Las chapuzas con el material que vengo encontrando en Pointe Noire, en Soyo, en Luanda, duran lo que un sacacorchos de todo-a-cien y dejan la misma sensación, la misma cara de idiota que cuando miras el sacacorchos roto a la segunda botella.
En Lobito, paso cuatro días en casa de una amable cooperante, Concha, que se empeña en hacerme sonreír y que me olvide de los problemas mecánicos. Cuatro días que me devuelven la vida.
- Menuda cara de crispación traías cuando llegaste, casi no te abro la puerta - me dice al despedirnos.
Y sí, salgo de Lobito, pero esta vez no tengo mucha confianza en avanzar demasiados kilómetros. Acepto que tal vez entre en Namibia con la bici en un camión.
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