MOZAMBIQUE 2.
No todo acaba ahí. Cuando bajo mi bici a la barcaza que debe desembarcar en la orilla, descubro que es una patera en mal estado con capacidad para veinte personas, donde ya hay treinta y dos africanos con sus mercancías. El nivel del los bordes de la patera está a unos escasos centímetros del agua.
- ¿Qué? ¿Regresas a Malawi con nosotros? -me pregunta Kevin, un australiano.
- Ni hablar. Al abordaje.
Y en delicado equilibrio, la patera llega perfectamente a la orilla de una hermosa playa con cocoteros.
Cobue tiene una vista de millones de dólares y es un remoto culo del mundo. Duermo en la playa, y al día siguiente voy al mercado donde no encuentro nada más que pan cocido sin sal, al que me acostumbraré pronto, pues la sal es muy cara en esta parte del mundo y ellos son, muy, muy pobres. Junto a una iglesia vacía abandonada, de enormes ojos negros por todos lados, tomo un pequeño sendero que me dicen es la carretera a Lichinga.
Son doce kilómetros de 'mato' empujando la bici hasta llegar a un sendero donde puedo empezar a pedalear. Atravieso cincuenta kilómetros de sabana y por fin doy con un valle poblado, puedo comprar comida, y la pista se hace apta para coches. Es la tierra de los yao mozambiqueños, que están de fiesta: los niños vuelven del 'mato'. Aquí, en la provincia Niassa, la iniciación yao lleva dos meses y se realiza en algún lugar retirado de las aldeas. Siempre que paro en una aldea me invitan a unirme a la fiesta, todas las casas tienen bebidas hechas tradicionalmente, con mucho alcohol, aunque nunca averiguo con qué las hacen; en fin, mi estómago es fuerte. Las mujeres tratan de enseñarme ese grito oscilante, tan típico en África y Medio Oriente, que se consigue poniendo la lengua en 'U', lo cual me lleva a hacer un ridículo espantoso y todos nos reímos. Mostrarles que los europeos no somos tan listos como piensan es una de las mejores formas para romper el hielo en África.
Y llego por fin a Lichinga, una ciudad donde tienen un avión estrellado en un parque, y que es el comienzo de la tierra de los macúas, una tierra que los propios mozambiqueños consideran pobre y atrasada; para echarse a temblar…
El charco juega con las manos de los niños,
niños felices ciegos ante su miseria.
De la oscuridad de una puerta, una mano oscura
extiende una panocha hervida que relampaguea;
los granos se arrancan entre las pequeñas manos,
y con el morbo del dolor y la muerte,
la serpiente del cólera se agita dichosa en el charco.
Alcohol de boca en boca, de hombre en hombre,
consuela la impotencia de los miserables,
evapora las escasas ganancias y mina el futuro.
Al mismo tiempo, doce hijos sedientos de ropa
juegan en la noche con una pelota de trapo,
mientras la malaria escoge al más débil.
África, como Dios, exalta la limosna;
un deber, una virtud, un disfraz de fraternidad
de los que tenemos más a los que tienen menos.
Una norma que perpetúa injusticia y desigualdad,
un axioma para no ser nunca iguales;
limosnas como estacas en la roja tierra,
estacas que forman un muro con resquicios
para mirar allí fuera donde la vida es bella,
muro que esconde las bocas hambrientas y desdentadas.
Pasa un blanco pidiendo techo, sale cara;
cientos de perlas brillan, manos que se ofrecen,
puertas que estuvieron cerradas se abren alegres.
Pasa en pena un refugiado negro, sale cruz;
cientos de lenguas que separan tribus, leyendas negras,
y el cobarde miedo al otro, vuelven a cerrar las puertas.
Una marca rasgando el rostro, una parentela,
será un odio ancestral que mata cruelmente,
o una mano tendida para remar juntos
por los ríos de sangre donde navega África.
Pájaros azules, pájaros rojos de negra cabeza,
picos pequeños, grandes curvados, no cesan de cantar.
Enormes colas visten de frac a los músicos de la vida,
ellos visten de esperanza los días de la tierra olvidada.
Falta de todo, y a veces, hasta lo básico; es una zona que me hace recordar al peor Sahel o al Congo. Gente llagada, herniada, con enfermedades espantosas como el 'pie de elefante', donde por toda cocina utilizan la llanta usada de un coche. Al parar en las aldeas, las muchedumbres me rodean con expresión boquiabierta, con una autoestima por los suelos, incluso algunas mujeres mayores se paran a saludarme arrodillándose en el suelo, lo cual no me hace gracia ninguna. O niños que salen huyendo si me los encuentro en un tramo solitario, temerosos del 'Coco', pues en África, el 'Coco' es 'el blanco que vendrá a chuparte la sangre si no eres bueno'.
Es una región de momentos duros, no para un viaje de confort. La suciedad constante en la que estoy hasta el baño de la tarde -un barreño con quince litros de agua-, hace que sea un mal lugar para las heridas que la bici crea; si la tapas no se curan, si la dejas abiertas se infectan. La falta de fuerzas por la mala nutrición, la pista arenosa, la bici y sus fracturas en las parrillas, los parches de mala calidad que se despegan y me hacen arreglar el mismo pinchazo cinco veces al día, todo ello con las malditas moscas en los ojos y a 45 grados... en fin, a veces me pueden, me tumban un rato. Entonces, surge del 'mato' un niño que va a con un enorme ramo de troncos en la cabeza que pesan más que él, y verle, tan canijo, malvestido, descalzo, me hace hervir la sangre. Me levanto y sigo camino, apretando los dientes de rabia.
Cuando llego a Nampula, de regreso a cierta civilización, me reencuentro con dos españolas que conocí fugazmente en Sudáfrica, Montse y Marimar, profesoras en excedencia, y quedamos en vernos en Ihla. Está ahí al lado, un par de cómodos días pedaleando por asfalto.
Ihla es mágica. África no atrapa precisamente por sus ciudades, pero el decadente abandono de los caserones portugueses, fachadas desconchadas mostrando antiguos amarillos, rojos, azules; los 'coqueiros' esbeltos sobresaliendo de los patios, papayas asomando por las ventanas, raíces creciendo en los muros como si la tierra las agarrase con rabia. Hay habitaciones en las que todavía quedan algunas teselas portuguesas mirando al cálido Índico por una ventana sin cristales, y preguntándose dónde estarán sus muebles y los hombres que las habitaron... Es una ciudad especial, pues los macúas no ocuparon estas casas, como solía ocurrir tras la colonia, y las dejaron al antojo del paso del tiempo. Ahora sí, algunas de ellas se han reformado y convertido en museo o en caprichoso hotel, pero la mayoría siguen abandonadas o mejor dicho, habitadas por los árboles y plantas que crecen en ellas.
Los makonde resultan ser de lo más simpático del país, pese a su fama de aguerridos, que viene de tiempos de la colonia, y su costumbre de afilarse los dientes como tiburones, algo que ciertamente impresiona. Gente sencilla, muy tradicional, tatuados, a veces con unas escarificaciones terribles en el rostro, muy bailongos y hospitalarios. Las mujeres se hacen en los labios un par de agujeros que les sirve para una curiosa costumbre: cuando se enfadan, como protesta se colocan un broche de madera que les cierra la boca. Cabo Delgado es además, una región fértil, de bonitas aldeas llenas de coqueiros, mangueiros, cashueiros; vida sencilla y bucólica donde no hay apenas basura porque todo se reutiliza. Y la pobreza que en otras regiones mozambiqueñas es alarmante, aquí se percibe menos gracias a una naturaleza generosa.
Palma, el último pueblo al norte del país, donde acaba la pista y el escaso tráfico que llega aquí -un coche o dos al día-, me deja sin palabras. Es un poblado pesquero idílico, en una bahía salpicada con cercanas islas de arena blanca y cocoteros. Aquí paso Eid al fitr, el final del Ramadán, invitado por el administrador; interminable comilona para muchos parientes y amigos, en la que puedo ver cómo oran y pasan la fiesta las mujeres, llenas de ropajes coloridos, algo que entre islámicos del otro continente está vedado al infiel.
Tras un par de días de fiesta, me dirijo a la famosa frontera del río Ruvuma, que no aparece en ninguno de mis mapas. Para ir en bici, la realidad es peor que su reputación. Un infierno de cincuenta kilómetros pedaleando con dificultad, o empujando la bicicleta por una arena que arde, mientras esquivo mierdas de elefante, huellas de león, miles de moscas, con un fuerte olor a vida salvaje que me anima a no parar, sino llegar cuanto antes a la frontera. Llego, exhausto, a 48 grados, y me tumbo bajo un mango tan cansado que ni los oficiales vienen a chequear mi pasaporte.
Cruzar el Ruvuma es una dificultad más, me piden demasiado dinero para la canoa. Les digo que no, que acampo y espero a que llegue el ferry al día siguiente.
- Por la noche vienen aquí los elefantes -y me señalan el suelo lleno de huellas y monstruosas cacas.
- Muy bien, tomaré fotos.
Finalmente, se creen mi intención de dormir en la playa, y me dejan ir con una canoa que regresa a Tanzania de vacío. Así pues, duermo en el lado tanzano del Ruvuma, donde los hipopótamos roncan y pastan cerca de mi tienda. ¡Viva la seguridad!
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
No todo acaba ahí. Cuando bajo mi bici a la barcaza que debe desembarcar en la orilla, descubro que es una patera en mal estado con capacidad para veinte personas, donde ya hay treinta y dos africanos con sus mercancías. El nivel del los bordes de la patera está a unos escasos centímetros del agua.
- ¿Qué? ¿Regresas a Malawi con nosotros? -me pregunta Kevin, un australiano.
- Ni hablar. Al abordaje.
Y en delicado equilibrio, la patera llega perfectamente a la orilla de una hermosa playa con cocoteros.
Cobue tiene una vista de millones de dólares y es un remoto culo del mundo. Duermo en la playa, y al día siguiente voy al mercado donde no encuentro nada más que pan cocido sin sal, al que me acostumbraré pronto, pues la sal es muy cara en esta parte del mundo y ellos son, muy, muy pobres. Junto a una iglesia vacía abandonada, de enormes ojos negros por todos lados, tomo un pequeño sendero que me dicen es la carretera a Lichinga.
Son doce kilómetros de 'mato' empujando la bici hasta llegar a un sendero donde puedo empezar a pedalear. Atravieso cincuenta kilómetros de sabana y por fin doy con un valle poblado, puedo comprar comida, y la pista se hace apta para coches. Es la tierra de los yao mozambiqueños, que están de fiesta: los niños vuelven del 'mato'. Aquí, en la provincia Niassa, la iniciación yao lleva dos meses y se realiza en algún lugar retirado de las aldeas. Siempre que paro en una aldea me invitan a unirme a la fiesta, todas las casas tienen bebidas hechas tradicionalmente, con mucho alcohol, aunque nunca averiguo con qué las hacen; en fin, mi estómago es fuerte. Las mujeres tratan de enseñarme ese grito oscilante, tan típico en África y Medio Oriente, que se consigue poniendo la lengua en 'U', lo cual me lleva a hacer un ridículo espantoso y todos nos reímos. Mostrarles que los europeos no somos tan listos como piensan es una de las mejores formas para romper el hielo en África.
Y llego por fin a Lichinga, una ciudad donde tienen un avión estrellado en un parque, y que es el comienzo de la tierra de los macúas, una tierra que los propios mozambiqueños consideran pobre y atrasada; para echarse a temblar…
El charco juega con las manos de los niños,
niños felices ciegos ante su miseria.
De la oscuridad de una puerta, una mano oscura
extiende una panocha hervida que relampaguea;
los granos se arrancan entre las pequeñas manos,
y con el morbo del dolor y la muerte,
la serpiente del cólera se agita dichosa en el charco.
Alcohol de boca en boca, de hombre en hombre,
consuela la impotencia de los miserables,
evapora las escasas ganancias y mina el futuro.
Al mismo tiempo, doce hijos sedientos de ropa
juegan en la noche con una pelota de trapo,
mientras la malaria escoge al más débil.
África, como Dios, exalta la limosna;
un deber, una virtud, un disfraz de fraternidad
de los que tenemos más a los que tienen menos.
Una norma que perpetúa injusticia y desigualdad,
un axioma para no ser nunca iguales;
limosnas como estacas en la roja tierra,
estacas que forman un muro con resquicios
para mirar allí fuera donde la vida es bella,
muro que esconde las bocas hambrientas y desdentadas.
Pasa un blanco pidiendo techo, sale cara;
cientos de perlas brillan, manos que se ofrecen,
puertas que estuvieron cerradas se abren alegres.
Pasa en pena un refugiado negro, sale cruz;
cientos de lenguas que separan tribus, leyendas negras,
y el cobarde miedo al otro, vuelven a cerrar las puertas.
Una marca rasgando el rostro, una parentela,
será un odio ancestral que mata cruelmente,
o una mano tendida para remar juntos
por los ríos de sangre donde navega África.
Pájaros azules, pájaros rojos de negra cabeza,
picos pequeños, grandes curvados, no cesan de cantar.
Enormes colas visten de frac a los músicos de la vida,
ellos visten de esperanza los días de la tierra olvidada.
Falta de todo, y a veces, hasta lo básico; es una zona que me hace recordar al peor Sahel o al Congo. Gente llagada, herniada, con enfermedades espantosas como el 'pie de elefante', donde por toda cocina utilizan la llanta usada de un coche. Al parar en las aldeas, las muchedumbres me rodean con expresión boquiabierta, con una autoestima por los suelos, incluso algunas mujeres mayores se paran a saludarme arrodillándose en el suelo, lo cual no me hace gracia ninguna. O niños que salen huyendo si me los encuentro en un tramo solitario, temerosos del 'Coco', pues en África, el 'Coco' es 'el blanco que vendrá a chuparte la sangre si no eres bueno'.
Es una región de momentos duros, no para un viaje de confort. La suciedad constante en la que estoy hasta el baño de la tarde -un barreño con quince litros de agua-, hace que sea un mal lugar para las heridas que la bici crea; si la tapas no se curan, si la dejas abiertas se infectan. La falta de fuerzas por la mala nutrición, la pista arenosa, la bici y sus fracturas en las parrillas, los parches de mala calidad que se despegan y me hacen arreglar el mismo pinchazo cinco veces al día, todo ello con las malditas moscas en los ojos y a 45 grados... en fin, a veces me pueden, me tumban un rato. Entonces, surge del 'mato' un niño que va a con un enorme ramo de troncos en la cabeza que pesan más que él, y verle, tan canijo, malvestido, descalzo, me hace hervir la sangre. Me levanto y sigo camino, apretando los dientes de rabia.
Cuando llego a Nampula, de regreso a cierta civilización, me reencuentro con dos españolas que conocí fugazmente en Sudáfrica, Montse y Marimar, profesoras en excedencia, y quedamos en vernos en Ihla. Está ahí al lado, un par de cómodos días pedaleando por asfalto.
Ihla es mágica. África no atrapa precisamente por sus ciudades, pero el decadente abandono de los caserones portugueses, fachadas desconchadas mostrando antiguos amarillos, rojos, azules; los 'coqueiros' esbeltos sobresaliendo de los patios, papayas asomando por las ventanas, raíces creciendo en los muros como si la tierra las agarrase con rabia. Hay habitaciones en las que todavía quedan algunas teselas portuguesas mirando al cálido Índico por una ventana sin cristales, y preguntándose dónde estarán sus muebles y los hombres que las habitaron... Es una ciudad especial, pues los macúas no ocuparon estas casas, como solía ocurrir tras la colonia, y las dejaron al antojo del paso del tiempo. Ahora sí, algunas de ellas se han reformado y convertido en museo o en caprichoso hotel, pero la mayoría siguen abandonadas o mejor dicho, habitadas por los árboles y plantas que crecen en ellas.
Los makonde resultan ser de lo más simpático del país, pese a su fama de aguerridos, que viene de tiempos de la colonia, y su costumbre de afilarse los dientes como tiburones, algo que ciertamente impresiona. Gente sencilla, muy tradicional, tatuados, a veces con unas escarificaciones terribles en el rostro, muy bailongos y hospitalarios. Las mujeres se hacen en los labios un par de agujeros que les sirve para una curiosa costumbre: cuando se enfadan, como protesta se colocan un broche de madera que les cierra la boca. Cabo Delgado es además, una región fértil, de bonitas aldeas llenas de coqueiros, mangueiros, cashueiros; vida sencilla y bucólica donde no hay apenas basura porque todo se reutiliza. Y la pobreza que en otras regiones mozambiqueñas es alarmante, aquí se percibe menos gracias a una naturaleza generosa.
Palma, el último pueblo al norte del país, donde acaba la pista y el escaso tráfico que llega aquí -un coche o dos al día-, me deja sin palabras. Es un poblado pesquero idílico, en una bahía salpicada con cercanas islas de arena blanca y cocoteros. Aquí paso Eid al fitr, el final del Ramadán, invitado por el administrador; interminable comilona para muchos parientes y amigos, en la que puedo ver cómo oran y pasan la fiesta las mujeres, llenas de ropajes coloridos, algo que entre islámicos del otro continente está vedado al infiel.
Tras un par de días de fiesta, me dirijo a la famosa frontera del río Ruvuma, que no aparece en ninguno de mis mapas. Para ir en bici, la realidad es peor que su reputación. Un infierno de cincuenta kilómetros pedaleando con dificultad, o empujando la bicicleta por una arena que arde, mientras esquivo mierdas de elefante, huellas de león, miles de moscas, con un fuerte olor a vida salvaje que me anima a no parar, sino llegar cuanto antes a la frontera. Llego, exhausto, a 48 grados, y me tumbo bajo un mango tan cansado que ni los oficiales vienen a chequear mi pasaporte.
Cruzar el Ruvuma es una dificultad más, me piden demasiado dinero para la canoa. Les digo que no, que acampo y espero a que llegue el ferry al día siguiente.
- Por la noche vienen aquí los elefantes -y me señalan el suelo lleno de huellas y monstruosas cacas.
- Muy bien, tomaré fotos.
Finalmente, se creen mi intención de dormir en la playa, y me dejan ir con una canoa que regresa a Tanzania de vacío. Así pues, duermo en el lado tanzano del Ruvuma, donde los hipopótamos roncan y pastan cerca de mi tienda. ¡Viva la seguridad!
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?