Tras un par de días descansando en Manaos -una ciudad que seguro fue impresionante en tiempos pretéritos, y ahora nada más que un monstruo de hormigón en medio del Amazonas-, emprendí rumbo norte el viaje a la Gran Sabana con una imagen en mis retinas: o encontro das aguas. Hay cosas que merecen la pena, y tan costoso, aventurado viaje por los ríos a Manaos, me ha permitido cumplir un sueño que musité en Khartum, cuando contemplaba la unión de los dos Nilos, el blanco y el azul.
Fui dos veces a darme el gustazo de ver las aguas, el Solimoes y el Negro enfrentados como agua y aceite, solo que negro y marrón. Algo para lo que ninguna foto te prepara; me dejó boquiabierto en ambas ocasiones, dos colores sobre un mar que es el Amazonas. Fantástico. Y cuando el barquito (un ferry que me llevaba gratis) se acercaba a la costa yo cerraba los ojos recordando aquellos días en Sudán, febrero del 2008… ¿quién podía imaginar que ese sueño se cumpliría cinco años después? Que cruzaría medio mundo en una sencilla bicicleta… Esta vida es maravillosa.
La vida es maravillosa y también un péndulo, sube y baja, sombras y luces. Tras el gustazo de Manaos intuí que me iba a tocar pagar el peaje, en este caso, lluvia. El sueño cuesta un diluvio, pues en esta zona están en época de lluvias. 5 días de pedaleo por la selva empapado que, además de sueños kafkianos en las que despierto convertido en anfibio, se aderezan con otros problemas. Por segunda vez en el viaje, rompo el fogón para cocinar. Me pilla acampado en un restaurante de carretera, donde el simpático dueño no solo me acogió con el pulgar arriba (gesto brasileiro por excelencia), sino que al ver el drama doméstico de mi cocina, en lugar de insinuarme, 'Esto es un restaurante… puedes ordenar una cena…', me dice, 'Oye, chaval, pasa dentro a la cocina y te haces ahí el arroz'. Una vez más, la gente de este mundo demuestra que las ganas de ayudar pesan más en la balanza que el amasar dinero, y que un tipo en una bicicleta puede dar la vuelta al mundo gracias a la mayoría anónima, la buena gente.
Al día siguiente, bajo un aguacero fortísimo que apenas me deja ver, una pequeña raja en la cubierta trasera decide que ya no da más de sí y se abre a lo grande. Trato de quitarle aire, pedalear tranquilo, pero la carretera es una sucesión de fuertes colinas (¿quién dijo que las selvas son planas?) y en los descensos, no solo me busco un porrazo cegado por la lluvia en los ojos, sino que la velocidad incrementa la presión y no puedo hacer nada más que parar, desinflar antes que estalle y caminar hasta el siguiente pueblo, que afortunadamente no está muy lejos. Esa imagen no es bonita, ir empujando una bici por la carretera bajo la lluvia. Y cierta tristeza comienza a depositarse en mi ánimo.
En el pueblo consigo una cubierta, bastante cara -Brasil es un país caro, de sueldos altos, sin embargo eso no significa que se viva mejor, ni se coma mejor que en Panamá o Colombia, por ejemplo- y un soldador trata de arreglar mi fogón. Lo pruebo y parece funcionar, respiro aliviado. Esa tarde, tras llegar a otro restaurante donde me dejan poner mi mosquitera, el bueno del senhor Roberto me invita a cenar y me sugiere que descanse mañana, 'Ten muinta chuva…'. Llueve a mares literalmente, el Amazonas no está así de verde por cuatro gotas.
- ¿Y la lluvia parará mañana?
- No, hasta mayo no para…
En la mañana efectivamente sigue lloviendo y descubro que la soldadura no sirve para nada. El cocinero de este galeón tiene vacaciones por un tiempo, maldita sea, lo peor que me podría suceder: ser incapaz de cocinar me priva de libertad, de acampar donde me venga en gana. Subiendo y bajando colinas, aterido por una lluvia constante, sin ver el sol, empiezo a verlo todo del color del cielo, gris. Casi que podría decir que estoy viajando dentro de un río, o al menos yo empiezo a sentirme como un pez, y cuando la humedad llega al pericarpio, este galeón sufre de tristezas... añoranzas… '¿y si terminamos ya con esta vida y comenzamos otra, capitán?'
Brasil se convierte tras el ecuador en un lugar aburrido, de paisaje monótono, una enorme recta de colinas hacia el norte, hacia la Gran Sabana. Al menos, cuando llego a Boa Vista, la lluvia empieza a alternarse con descansos… mal asunto. No debería haberme quejado, en estas latitudes es mejor que el sol se quede escondido…
El primer día que despierto sin lluvia en una semana, me encuentro con la parrilla delantera rota, ¡vaya racha! Creo que me ha cagado encima una vaca llanera… Tras desayunar busco una soldaduría, donde el tipo amablemente me dice que no puede soldar, que necesita ‘solda amarella’.
- ¿Y eso?
- En aquella ‘borracharía’ tienen. Ve allí.
Efectivamente, tienen. Y el tipo, laboriosamente reconstruye la parilla prometiéndome que por ahí jamás volverá a romperse, una manera de consolarme por los 5$ del apaño. 'Y por ser vosé', me asegura el mecánico. Es que he ido a tener problemas en un país caro, qué puntería.
Descanso un par de días en Boa Vista, donde me llevo de recuerdo la frase de Lázaro a mi pregunta de por qué su hospitalidad, ‘Me gusta conocer gente diferente y... además, en esta vida no solo estamos para ganar, también hay que servir. Para mí, ayudar a un viajero en su camino para que descanse, que tenga un lugar donde relajarse, es una forma de servir’.
Rumbo al último tirón, doscientos kilómetros largos a la frontera venezolana, con un par de poblaciones indígenas, macochi en esta ocasión. Este viaje desde Manaos a Ciudad Guayana tiene escaso tráfico y también muy poca gente, los tramos de 80-100 kilómetros sin nada ni nadie se repiten varias veces. En esta ocasión, con los macochi paso dos noches muy agradables, en las que me vienen ecos de historias africanas, hospitalidad tribal, donde la vida es sencilla, donde no existe el turista, sino el extranjero que está de paso.
- Hola, bienvenido, pasa, puedes dormir aquí, en esa churuata, ahí tenemos unas duchas comunitarias y un retrete… ¿tienes comida?
- Sí, pero no tengo cocina, se me ha roto, ¿puedo usar la suya?
- Tranquilo…, espera un poco y cenas con nosotros.
Hace trece años estuve aquí, en unas vacaciones. Mi viaje terminó precisamente en la frontera brasileña y eso me dejó una herida abierta por mucho tiempo. Yo quería seguir viaje y regresé a casa, a trabajar, a vivir una vida previsible, no tuve fuerzas para dejar esa vida cómoda. Ahora, paso en sentido contrario por el mismo lugar, en un viaje que se ha convertido en algo más de lo esperado… bonita manera de curar una espina clavada. Nadie puede borrar el pasado, pero es dueño de escribir en su presente.
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