CAMBOYA.
Cruzo la frontera y llego a Pailin. La primera impresión es obvia, Camboya es un país muy pobre. Ahí obtengo la misma información sobre la selva del Cardamomo que traía, es decir, apenas nada. Había preguntado en foros ciclistas y sólo encontré un blog donde una pareja había hecho un tramo y se dio media vuelta ante el panorama. No puede ser más provocador el asunto. El camino de la incertidumbre lleva a la cocina de los dioses, y cuando no sabes qué hay tras la curva ni dónde o cuándo volverás a coger agua, ese es el lugar donde esperan manjares de gloria. Pura magia.
A los dieciséis kilómetros de Pailin cojo un desvío.
- ¿Ésto va a Oda?- pregunto.
- Si.
¡Anda! Mi mapa concuerda perfectamente y pienso, 'a ver si ésto va a ser coser y cantar'… Veinte minutos más tarde, me encuentro en medio de la nada, con una aldea de cuatro gatos y un puente de bambú de diez metros de altura y otros diez de largo.
- ¿Oda?
- No. Oda está allí - y señalan hacia el este. Perfecto, ya me parecía demasiado fácil.
- Bien, ¿a dónde va este puente?
- A Samlot.
Busco en mi mapa, nada. Le enumero una lista de pueblos de mi mapa con todas las entonaciones posibles. Ni uno. Genial.
- ¿Y después de Samlot? - Y el tipo me enumera una lista de unos ocho pueblos.
- ¿Cómo, cómo? ¿Has dicho Veal Vieng? ¿Val Veng?
- Si.
Genial, ese está en mi mapa. A unos ciento cincuenta kilómetros, calculo.
- Después puedo seguir a Kok Kong, ¿verdad?
El tipo me mira, mira mi bici...
- ¿A Kok Kong con eso? Que tengas suerte, 'gud-lak'.
Visto lo que sirve, guardo mi mapa en una alforja y me voy como en la selva congoleña de Mayombe, con una lista de pueblos y un dedo que señala al sureste. Garbancito en Camboya buscando aventuras. Esa noche acabo durmiendo con los vigilantes de un puesto para la conservación del tigre y el elefante, que si queda alguno, estará efectivamente en conserva, a donde he llegado tras encontrar una pista relativamente buena, con puentes.
Al día siguiente, ni puentes, ni pista. Un camino de barro seco, una tortura, va cruzando bosque y remotas aldeas poco habitadas, de gente agradable. Voy muy despacio, no sólo por el estado del camino, sino porque cada vez que me encuentro a alguien compruebo que voy en la dirección a Veal Veng. Y si, otro día más y doy con una pista enorme que viene de la nacional 5, y va hacia Veal Veng. Unos kilómetros después… '¡Bienvenido al oeste, Garbancito!', me digo cuando llego por fin al que es el pueblo importante de estas selvas. Menudo cuadro. En fin, hay dos pistas. Una va a Tailandia, esa no. '¿La otra?' No sin algunas dificultades finalmente averiguo que va a Osom. No entiendo por qué deliberan tanto para responderme, pero se consultan entre unos y otros, y hasta llaman al maestro para que me confirme por teléfono.
La pista a Osom es perfecta y sube por una preciosa selva. Lo más cercano a una selva tropical desde Malasia. Enormes árboles, lianas, tierra roja, y puentes. Llego a Osom de noche, bien recibido. Hay un grupo de Phom Phem, la capital, que está promocionando la venta de teléfonos móviles.
- Pero… ¿hay cobertura aquí?
- Por supuesto. ¿Quieres llamar a tu país? ¡Puedes!
Miro a un lado y veo a su colega dando voces al teléfono, pues evidentemente no escucha a quien está al otro lado, y declino la oferta mientras el pobre tipo no sabe donde meterse. Gracias al jefe de la compañía telefónica consigo hablar en inglés y me explican la ruta.
A la mañana cruzo el río y voy por un precioso tramo de selva, realmente hermoso, hasta una bajada peligrosa al segundo río. Este tengo que pasarlo en varias tandas, alforjas y bici, pues es profundo y rocoso. Una vez al otro lado, me seco al sol con unas deliciosas galletas 'maria' para festejarlo.
El tipo tiene razón y hay un cruce dos kilómetros después, con la única salvedad de que la senda es tan estrecha que apenas cabe mi bici, y a mí jamás se me hubiera ocurrido llamar a eso 'un cruce de caminos'. Durante veinte kilómetros alterno duras colinas, empujando la bici, con bucólicos llaneos entre selva virgen. Pero todo me golpea y tengo arañazos hasta en el ánimo. Empujar la bicicleta en una selva es asunto de fuerza y equilibrio, pues una piedra inoportuna, un resbalón en el barro, conlleva un porrazo que irremediablemente, como le pasaba al Coyote, se completa con la bici cayendo encima. El tramo es muy duro, y al llegar a otro río me quedan todavía sesenta y tantos kilómetros a Kok Kong, pero no sé si el camino mejorará o empeorará… No puedo más, estoy completamente agotado. Me quedo a descansar y obviamente a dormir. Si ésto sigue así son tres días, no dos… Echo cuentas de la comida, 'Hum… justita'.
Dentro del río me duele todo el cuerpo, me escuecen los arañazos y un sonrisón me dibuja la cara. Vaya ratito, hoy. Pero qué unión con la Tierra. Estoy naranja de arcilla, bebo agua de río, respiro el sudor de las hojas, del bambú que me golpea. Todo me toca, me mancha. Todo lo lamo como un niño lame una galleta de chocolate. Sé que es efímero, que después está la ciudad. Estoy lleno de energía, en la cocina de los dioses. Cuando el día se llena de tamaña intensidad, y cruzar un humedal de cien metros lleva un siglo quitando barro de ruedas y frenos, me siento vivo. Si la vida es lucha y el confort está lejos, cada aliento es pura energía.
Al día siguiente todo mejora. El sendero se hace un poco más ancho, aunque tras la lluvia de la noche, encuentro algunos tramos de barro que me cuesta cruzar. Por fin, tras empujar una empinada colina que me lleva media hora, resbalando una y otra vez, casi todo es pedalear. Y a treinta kilómetros de Kok Kong entro en una pista afirmada que me conduce a la ciudad. Fin de la aventura.
En Sihanoukville si paro unos días, pues tanto la bici como mi cuerpo requieren cuidados. Todo está dañado tras el cruce por la selva y no doy abasto con la silicona en las rajas de las alforjas. Algunos radios rotos, pedales en mal estado… hacer 'mountain-bike' con la casa a cuestas malogra mucho el material. Son rutas que he de dosificar bien, y decido continuar por asfalto hacia China. Algunos puentes del navío no tienen buen aspecto, capitán.
Yo estoy contento. Este tramo de aventura, como las selvas indonesas de Borneo y Sulawesi, me ha regalado una intensidad que en el Sureste Asiático echo de menos. Es una tierra de culturas y gentes fascinantes, pero con largas semanas carentes de emociones, de aventura. Viajar sin problemas es agradable de vez en cuando, pero cuando se prolonga demasiado... aburre.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Cruzo la frontera y llego a Pailin. La primera impresión es obvia, Camboya es un país muy pobre. Ahí obtengo la misma información sobre la selva del Cardamomo que traía, es decir, apenas nada. Había preguntado en foros ciclistas y sólo encontré un blog donde una pareja había hecho un tramo y se dio media vuelta ante el panorama. No puede ser más provocador el asunto. El camino de la incertidumbre lleva a la cocina de los dioses, y cuando no sabes qué hay tras la curva ni dónde o cuándo volverás a coger agua, ese es el lugar donde esperan manjares de gloria. Pura magia.
A los dieciséis kilómetros de Pailin cojo un desvío.
- ¿Ésto va a Oda?- pregunto.
- Si.
¡Anda! Mi mapa concuerda perfectamente y pienso, 'a ver si ésto va a ser coser y cantar'… Veinte minutos más tarde, me encuentro en medio de la nada, con una aldea de cuatro gatos y un puente de bambú de diez metros de altura y otros diez de largo.
- ¿Oda?
- No. Oda está allí - y señalan hacia el este. Perfecto, ya me parecía demasiado fácil.
- Bien, ¿a dónde va este puente?
- A Samlot.
Busco en mi mapa, nada. Le enumero una lista de pueblos de mi mapa con todas las entonaciones posibles. Ni uno. Genial.
- ¿Y después de Samlot? - Y el tipo me enumera una lista de unos ocho pueblos.
- ¿Cómo, cómo? ¿Has dicho Veal Vieng? ¿Val Veng?
- Si.
Genial, ese está en mi mapa. A unos ciento cincuenta kilómetros, calculo.
- Después puedo seguir a Kok Kong, ¿verdad?
El tipo me mira, mira mi bici...
- ¿A Kok Kong con eso? Que tengas suerte, 'gud-lak'.
Visto lo que sirve, guardo mi mapa en una alforja y me voy como en la selva congoleña de Mayombe, con una lista de pueblos y un dedo que señala al sureste. Garbancito en Camboya buscando aventuras. Esa noche acabo durmiendo con los vigilantes de un puesto para la conservación del tigre y el elefante, que si queda alguno, estará efectivamente en conserva, a donde he llegado tras encontrar una pista relativamente buena, con puentes.
Al día siguiente, ni puentes, ni pista. Un camino de barro seco, una tortura, va cruzando bosque y remotas aldeas poco habitadas, de gente agradable. Voy muy despacio, no sólo por el estado del camino, sino porque cada vez que me encuentro a alguien compruebo que voy en la dirección a Veal Veng. Y si, otro día más y doy con una pista enorme que viene de la nacional 5, y va hacia Veal Veng. Unos kilómetros después… '¡Bienvenido al oeste, Garbancito!', me digo cuando llego por fin al que es el pueblo importante de estas selvas. Menudo cuadro. En fin, hay dos pistas. Una va a Tailandia, esa no. '¿La otra?' No sin algunas dificultades finalmente averiguo que va a Osom. No entiendo por qué deliberan tanto para responderme, pero se consultan entre unos y otros, y hasta llaman al maestro para que me confirme por teléfono.
La pista a Osom es perfecta y sube por una preciosa selva. Lo más cercano a una selva tropical desde Malasia. Enormes árboles, lianas, tierra roja, y puentes. Llego a Osom de noche, bien recibido. Hay un grupo de Phom Phem, la capital, que está promocionando la venta de teléfonos móviles.
- Pero… ¿hay cobertura aquí?
- Por supuesto. ¿Quieres llamar a tu país? ¡Puedes!
Miro a un lado y veo a su colega dando voces al teléfono, pues evidentemente no escucha a quien está al otro lado, y declino la oferta mientras el pobre tipo no sabe donde meterse. Gracias al jefe de la compañía telefónica consigo hablar en inglés y me explican la ruta.
A la mañana cruzo el río y voy por un precioso tramo de selva, realmente hermoso, hasta una bajada peligrosa al segundo río. Este tengo que pasarlo en varias tandas, alforjas y bici, pues es profundo y rocoso. Una vez al otro lado, me seco al sol con unas deliciosas galletas 'maria' para festejarlo.
El tipo tiene razón y hay un cruce dos kilómetros después, con la única salvedad de que la senda es tan estrecha que apenas cabe mi bici, y a mí jamás se me hubiera ocurrido llamar a eso 'un cruce de caminos'. Durante veinte kilómetros alterno duras colinas, empujando la bici, con bucólicos llaneos entre selva virgen. Pero todo me golpea y tengo arañazos hasta en el ánimo. Empujar la bicicleta en una selva es asunto de fuerza y equilibrio, pues una piedra inoportuna, un resbalón en el barro, conlleva un porrazo que irremediablemente, como le pasaba al Coyote, se completa con la bici cayendo encima. El tramo es muy duro, y al llegar a otro río me quedan todavía sesenta y tantos kilómetros a Kok Kong, pero no sé si el camino mejorará o empeorará… No puedo más, estoy completamente agotado. Me quedo a descansar y obviamente a dormir. Si ésto sigue así son tres días, no dos… Echo cuentas de la comida, 'Hum… justita'.
Dentro del río me duele todo el cuerpo, me escuecen los arañazos y un sonrisón me dibuja la cara. Vaya ratito, hoy. Pero qué unión con la Tierra. Estoy naranja de arcilla, bebo agua de río, respiro el sudor de las hojas, del bambú que me golpea. Todo me toca, me mancha. Todo lo lamo como un niño lame una galleta de chocolate. Sé que es efímero, que después está la ciudad. Estoy lleno de energía, en la cocina de los dioses. Cuando el día se llena de tamaña intensidad, y cruzar un humedal de cien metros lleva un siglo quitando barro de ruedas y frenos, me siento vivo. Si la vida es lucha y el confort está lejos, cada aliento es pura energía.
Al día siguiente todo mejora. El sendero se hace un poco más ancho, aunque tras la lluvia de la noche, encuentro algunos tramos de barro que me cuesta cruzar. Por fin, tras empujar una empinada colina que me lleva media hora, resbalando una y otra vez, casi todo es pedalear. Y a treinta kilómetros de Kok Kong entro en una pista afirmada que me conduce a la ciudad. Fin de la aventura.
En Sihanoukville si paro unos días, pues tanto la bici como mi cuerpo requieren cuidados. Todo está dañado tras el cruce por la selva y no doy abasto con la silicona en las rajas de las alforjas. Algunos radios rotos, pedales en mal estado… hacer 'mountain-bike' con la casa a cuestas malogra mucho el material. Son rutas que he de dosificar bien, y decido continuar por asfalto hacia China. Algunos puentes del navío no tienen buen aspecto, capitán.
Yo estoy contento. Este tramo de aventura, como las selvas indonesas de Borneo y Sulawesi, me ha regalado una intensidad que en el Sureste Asiático echo de menos. Es una tierra de culturas y gentes fascinantes, pero con largas semanas carentes de emociones, de aventura. Viajar sin problemas es agradable de vez en cuando, pero cuando se prolonga demasiado... aburre.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?