Tenía varios volcanes que rodear y quería hacerlo con calma, para recuperar la costumbre del pedaleo, y a las faldas de uno de ellos, en Masaya, tomando un segundo café matutino todo comenzó a moverse. Un terremoto.
Masaya tuvo uno devastador en el 2000, y está a dos pasos de Managua que fue destruida en 1972… Ni lo dudo, me voy de este país antes que me engulla, pies para qué os quiero.
Casualidades de la vida, me ha tocado estar en varios terremotos trágicos; unas veces cerca, otras justo en el mismo meollo -de lo cual algunos amigos gustan hacer mofa y llamarme pájaro de mal agüero. Sin embargo, nunca he sentido el pavor del otro día en Masaya -¡y fue solo de 5!-, pues aquí no hay arquitectura antisísmica japonesa, sino casas sencillas de hormigón o ladrillo, y tejados de planchas metálicas; vamos, que si se caen, se llevan por delante a medio pueblo. Me vino a la memoria el terremoto de Ban, Irán, en la navidad del 2003, y la afortunada decisión que tuve de no pasar la noche allí (la noche del terremoto…), pues más o menos estas casas deben tener la misma consistencia. Así que decidí no tentar más a la suerte, que ya he perdido la cuenta de las vidas que me quedan.
Rumbo a Costa Rica me agarran un par de días de fuerte sol y una inoportuna quemadura en el dorso de mi mano izquierda se resiente, infectándose las zonas más débiles, tal vez para que no pase de largo por San Jorge, donde las vistas a los volcanes de la isla de Ometepe son de aúpa, una de las mejores panorámicas de Centroamérica.
Me llevo fugaces estampas de Nicaragua en mi recuerdo, un país de fotografías. Los carros tirados por burros, sonido de cascos que tras su paso deja un largo eco despertando la nostalgia de una vida más lenta. Las planicies de perfectos volcanes y lagos que sin duda hubiera querido dibujar el Principito. O las barcas en la bahía de San Juan contra el horizonte, flotando dispersas, como una extraña partida de ajedrez a medio terminar.
También la perplejidad, al descubrir que su famosa revolución socialista ha derivado en una alianza iglesia-estado casi medieval. La Nicaragua de Daniel Ortega ahora no es la igualdad de clases, ni la libertad, es ‘Cristiana, socialista y solidaria’, en aras de salir de la pobreza para poder unirse a la vorágine del mercado. Todo se lo está llevando por delante esta era de consumismo, hasta la Teología de la liberación, para alivio del Vaticano. Menos mal que este viaje no lo hice treinta años atrás, cuando la Unión Soviética mantenía de lejos -y bien lejos- los sueños e ilusiones de quienes quieren repartir la riqueza, o al menos evitar que los ricos aplasten a los pobres. Mejor pasar por países socialistas ahora, cuando esta pandemia del consumismo se ha extendido a todos los rincones del planeta revelando la fragilidad del alma humana, el precio escaso por el que vende sus ideales para vivir dominado por sus debilidades.
En la frontera me encuentro con un nica vendiendo artesanías, de Masaya precisamente. Le pregunto por nuevos terremotos y nos sentamos a comer juntos. Él me cuenta muy ufano: ‘ya gané hoy lo suficiente, me vuelvo a casa’. Flash-back de vértigo; de golpe y porrazo, la filosofía del bazar árabe que cierra la tienda cuando ha vendido lo que estima necesario -que me parece aterradoramente genial- se me echó encima. Le sonreí y me contó su historia.
Fran es un artesano, hace cuencos de cerámica -muy elaborados, la verdad-, en un taller de Masaya. Dos veces por semana viaja a la frontera con Costa Rica para vender varias piezas a los turistas ticas, ‘Los mejores meses son de enero a abril, ahí, puedo hacer 100$ en la semana’, mientras termina la universidad.
‘No tengo prisas, ni quiero una vida estresante, me gusta vivir tranquilo, con el dinero necesario para vivir y poder tomarme una Toña cuando me apetezca’.
Lo interesante de esta historia es que Fran no tiene 50 años, ni está divorciado o saliendo de una crisis, ni su psicoanalista le ha recomendado que venda su empresa y disfrute la vida, nada de eso, tiene 24 años y las cosas muy claras, no quiere pasar su juventud esclavizado por el dinero, el afán de tener más, ni quiere llenar la casa de juguetes electrónicos, lo que quiere es tener tiempo para pasarla bien.
Ojalá sea el estandarte de la gente joven nicaragüense, de todo el planeta, ojalá le demos de una vez la espalda al maldito dinero y nos dediquemos a pasarla bien en lugar de rabiar horas extras y tirar días enteros al basurero del olvido, ojalá... porque podemos, porque solo tenemos una vida, porque solo hay que necesitar menos. Las estrellas, los pájaros en el bosque, los besos de novia, un baño en un río, la guitarra, una pachanga de baloncesto, el ajedrez, la poesía, la risa con un amigo... todo eso es gratis, solo precisa tiempo libre.
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Y cruzo a Costa Rica, que es la opuesta imagen de la vida de Fran: el país del eco-capitalismo. Nuevos ricos.
Mis primeros anfitriones son unos bomberos -un seguro de vida en Latinoamérica- que me acogen sin mucho entusiasmo, como si tuviera lepra.
- Bueno…. puedes ponerte ahí, en ese otro lado.
No hay preguntas, no hay charla, están en su oficina con aire acondicionado viendo la televisión. Las duchas tienen agua caliente y hasta tienen wifi. Menudo cambio de vecinos tras Nicaragua. La cerveza a 1500 colones, 3$. ¡Toma ya! Desde Malasia no veía yo un precio así.
Menos mal que los siguientes bomberos, aunque también tengan internet y aire acondicionado, son más amistosos y pasamos la noche charlando de la vida y de Costa Rica. Curioso país, alienado por alcanzar el sueño americano y a la par, pacifista: no tiene ejército desde mitad del siglo pasado. Su presidente de entonces, 1948, en plena era de idealismos, José Figueres Ferrer, deja a la Historia una frase que en España daría un ataque de risa a nuestros políticos: 'No quiero para Costa Rica un ejército de soldados, sino de educadores'.
Conforme cruzo el país y hablo con los ticos empiezo a comprender por qué me miran mal cuando pregunto si puedo poner mi mosquitera y pasar la noche ahí. 'Si eres un turista, tienes que dormir en un hotel'. El tico moderno se ha educado en costumbres de señorito y le da vergüenza ajena ver a un turista comprar el pan y la mortadela para hacerse un sándwich, caro aunque asequible, en lugar de pagar 10$ por comer en un Subway.
- Ya le digo yo a mi señora que he visto a mochileros y a ciclistas como ustedes que compran en el supermercado y se hacen su comida, que es normal, que en otros países ocurre así, pero ella dice que ni hablar, si nos vamos de vacaciones hay que comer en un restaurante.
Obviamente, no me gusta Costa Rica, ni me gusta que me miren con desaprobación por hacerme un bocadillo y comérmelo junto al mar.
Pese a que me indigne estar en manos de mercaderes, Costa Rica es muy bonita. Al salir de ese extraño matrimonio de edificación y locura consumista en playas feas, paso los días más hermosos, donde la selva se come la carretera; una eclosión de árboles, ríos y monos por doquier. Tratando de hacerle unas fotos a unos monos-araña, me puse bajo el árbol y como no hice caso a sus gruñidos, ¡me escupieron fruta! También 'lapas', coloridas guacamayas de enorme cola roja, bellísimas y escandalosas.
Un tramo de maravillas hasta la frontera panameña, donde también aparece un martín pescador brillando como un ave fénix antes de zambullirse en un río, un colibrí cazando una libélula o jugando con ella, quién sabe, yo quiero pensar que se enamoró y la estaba cortejando. Mariposas cobalto gigantes que vuelan junto a mí, 'flop, flop, flop', subiendo y bajando, cruzándose, entre la tenue luz que se cuela por la selva. Lindas vistas sobre playas de rocas, donde no se puede urbanizar.
En una de ellas, tuve el perfecto alojamiento: un restaurante abandonado junto a un río que cae de la selva y con vistas al Pacífico, qué más puedo pedir. Cuando al atardecer llega la lluvia, las gotas llenan de estrellas el océano para compensarme de su ausencia en el cielo, las hojas de la selva caen bailando al suelo y el río, como un niño, se ríe de mí saltando de piedra en piedra. ¡Mucho mejor que encerrado en un hotel!
Llueve bastante ya por aquí, en agosto. Algunas veces son suaves lluvias y puedo pedalear, es fresco y agradable. Sin embargo, la mayoría tornan en fuertes aguaceros que cada vez duran más, incluso todo el día, y he de encontrar un lugar donde resguardarme. Es tiempo de rambutanes, una de las frutas más exóticas que conozco, y en una tarde de fuertes tormentas paro en uno de los puestos, donde doña Ángela, una amable señora, me puso al día de la problemática del rambután, que todo negocio tiene su aquel.
Cuando hay gran cosecha, el precio baja tanto que la gente se harta y ocurre que algunos dueños se quedan sin vender sus frutos, pues hay demasiado. Y los latifundistas piden que no se venda a menos de 3$ el kilo “¿Y cómo va a ser así? -dice doña Ángela- Hay gente que tiene necesidad y no va a quedarse con los frutos pudriéndose, pues sale a la carretera y los vende más baratos. Entonces, para castigarnos, los latifundistas ya no recogen nuestras cosechas.”
No le gusta a doña Ángela la Costa Rica de los últimos diez años. 'Está cambiando mucho el país -dice-. Vive gente de muy diferentes lugares, traen diferentes costumbres, mucho dinero, hay inflación, todo es caro, y hasta los niños parecen distintos, no aprecian el valor de las cosas. Será porque ahora no pueden trabajar con la familia, han de estar en la escuela por ley, y no aprenden el esfuerzo que cuesta ganar dinero, piensan que sale de los colchones. De todas maneras, cuando una ve a esos pobres nicaragüenses que trabajan por una miseria, o a los niños de África que pasan hambre, pues una se dice que mejor callarse, que no estamos para quejarnos.'
Yo salgo de Costa Rica fascinado por sus selvas, entristecido por su mercantilismo.