SUDÁFRICA Y LESOTHO.
Nervioso, excitado, alegre; una alegría que no es pasajera. Pedaleo por amplias carreteras, jardines, un enorme cementerio, rotondas; todo desierto, huele a día festivo en una ciudad moderna. El frescor de la hora temprana airea el aire, y este lugar remoto, una imagen impresa en el deseo a fuerza de soñarla, se va poco a poco revelando y convirtiendo en la experiencia que dibuja los recuerdos.
Impactado por la ciudad, alerta, curioso, cansado, renovado, satisfecho, orgulloso, en el albergue me acurruco en un rincón, se cierran mis ojos y por mi mente navegan decenas, cientos de encuentros de esta travesía. Aparece un maestro entrañable de Gambia, la mezquita de Djenné, alguien que paró su coche en el Sáhara y me dio agua fresca y naranjas, saharauis y té, arroz jolof en Ghana, la entrega de la hermana Amparo en Togo, una serpiente antes de ser guisada, la extenuación bajo el sol saheliano, el sonido de los pasos en el barro empujando la bici en el Congo, José y Paulina curando mi anemia, las puertas abiertas de los Salesianos, la primera mujer himba bajo la sombra de un arbusto, las risas, las buenas historias de Livingstone, de Maun, el viento, el desmoralizador y fortísimo viento de Sudáfrica…, las lágrimas se me agolpan en los ojos, los mismos que son rasgados por una incontenible sonrisa que me cincela la cara; me paraliza. No puedo abrir los ojos, no puedo abrir los labios, estoy en un lugar del que no quiero salir, estoy en ese lugar, el lugar, ahí donde la dicha se abraza con el orgullo, ahí donde no hay dudas, no hay preguntas, donde solamente, desnudo, está el ego.
Un pequeño lugar sin paredes ni horizontes, un lugar donde los ojos no sirven, el tiempo no existe y el mundo no importa; un lugar al que se llega por el camino que transitan los sueños.
El aire que respiro me enseña que todo es posible, pero también que el camino es frágil. Tras de mí, hay demasiados momentos en los que la fortuna pudo ser adversa; emprender el camino de los sueños significa ponerse en manos de la suerte y marchar con una fe ingenua en que todo saldrá bien. Fe en los hombres, en uno mismo, en hallar soluciones para las dificultades, y fe en algo que los hombres de Dios llaman destino, y desde la incomprensión, simplemente, buena estrella. Fe en algo inexplicable que entrelaza dejarse llevar por lo que acontece con la perseverancia en seguir adelante, algo intangible, indefinible, para los que usamos palabras tan ambiguas como fortuna, camino o Dios. Algo que me empuja y que no atino a ver cuando soy yo el que decide y cuando obedezco. A veces es fácil creer que ese impulso tiene una intención. Ahora, desde este lugar me siento un privilegiado, recuerdo a gente que tropezó con la fatalidad. A mí no me han pegado un tiro en Camerún como al australiano Martin, ni he tenido una malaria espantosa como los holandeses, y pude conseguir la visa angoleña que le negaron al bueno de Josep. ¿Por qué?
No hay respuesta, se quiebra la sonrisa, abro los ojos. La pregunta me ha expulsado del lugar, pero me palpo el pecho y me calmo, alguien ha dejado la llave de la puerta, el lugar ya me pertenece.
Cruzar a Sudáfrica pone de buen humor a cualquier viajero. De golpe y gratis, un pequeño sello me permite estar noventa días en el país. No es cualquier cosa, porque necesito parar en algún sitio un mes y reponer fuerzas. Mi plan es seguir por el Green Kalahari hacia las dunas rojas, pero pronto descubro que es imposible. Las pistas al oeste son todas de arena, y arena profunda. No puedo pedalear por ahí. Y me encamino a Kimberley, donde está el boquete más grande del mundo, la leyenda del diamante para siempre.
Desde el primer día compruebo que otra leyenda sudafricana, su hospitalidad, es igualmente cierta.
- Hola, ¿puedo descansar en esta sombra un rato? -le pregunto a un granjero que está preparando sus vacas para una venta.
- ¿Por qué no entras en la casa, que tenemos aire acondicionado? -me responde.
Y finalmente, paso dos días en casa de Jannie y Arina, y el ángel de su hija. Me tratan como a un rey, y Jannie me lleva en su avioneta a sobrevolar el Kalahari en pos de manadas de órices. Una gente estupenda, y en cada granja que paro encuentro un recibimiento similar.
Y así cruzo el inhóspito Gran Karoo, la continuación natural del Kalahari, donde las condiciones son completamente diferentes a Botswana. El viento del oeste es muy fuerte, y a finales de marzo, empieza a hacer frío, con dos o tres grados en las primeras horas de la mañana. Lo más duro es la monotonía del paisaje, matorrales y matorrales en un interminable semi-desierto. A veces, cuando el viento aprieta bien y no puedo ir a más de 5-6 km/h, el cansancio de 15 meses de viaje me tienta a rendirme y hacer auto-stop; aguanto, porque sé que al caer la tarde seré bienvenido en una granja y tendré una divertida charla con la que desquitarme del aburrido y duro pedaleo por el Karoo.
Al llegar al sur aparecen montañas que rompen la monotonía del Karoo, y cruzo un par de puertos espectaculares, con estrechas gargantas. Pero incluso en estos pasos de montaña, el paisaje es inhóspito, y recibe nombres del tipo 'Valle del Infierno, Valle de la Desolación'.
Por fin, un puerto de montaña que es popular entre los afrikaans, Swatberg, marca el límite de la aridez del Karoo y la provincia 'Western Cape', unas tierras amables orientadas al mar, que recuerdan al Mediterráneo. Voy por la carretera 62 y me parece estar pedaleando por Andalucía, entre viñedos, frutales, plantas aromáticas y un invierno suave. Pero todavía, ¡viento!
Tras casi 25000 kilómetros y casi 500 días de viaje, entro en Cape Town.
La ciudad es maravillosa, con una espectacular montaña amurallándola, decenas de playas y acantilados, llena de cualquier capricho que se antoje y se respira un aire cosmopolita. Cape Town es uno de esos lugares magnéticos que atrapa a los viajeros, y pese a tener bastante turismo, se percibe mucho más la presencia de viajeros independientes; tipos locos que en todo-terreno, en moto, en bici, ¡incluso en tractor! vienen de cruzar una aventura por África. Es un aire especial, dota a la ciudad de un aura que engancha.
Llega el invierno a Sudáfrica y el frío viste sillas y mesas de los cafés junto al mar, el hermoso mar azul que viene de la Antártica; el sol, enemigo durante muchos meses del viaje, ahora calienta mi piel. Una extraña nube flota en el lejano horizonte, y parece la puerta que conduce a la nada, confirmando la creencia que más allá de este cabo austral no existe vida ni camino a lugar alguno. A los escépticos que en Cape Point sueñan con Australia o las Américas, un vendaval de dioses enfurecidos les arranca de las manos los mapas, que van a clavarse, océano adentro, en los oxidados hierros de los barcos que encontraron aquí su suerte.
Colgados los ojos sobre los acantilados de este poderoso lugar, el viaje parece llegar a su fin; no hay camino sin retroceder hacia el norte que abruma la espalda. El sur termina aquí, acaba el romántico descenso desde el norte y de ahora en adelante un rumbo incierto esperará el momento en que la estrella polar aparezca de nuevo en el horizonte de las noches. Hay cierta resistencia a marcharse y abandonar este espectacular rincón del mundo, un día tras otro las excusas amanecen e impiden la partida, pero el motivo verdadero se desnuda cada noche para entrar en la cama: aquí termina el sur, un viaje acaba y ahora no queda más que empezar otro, otro largo viaje, subir a Cairo, abandonar África, y llegar al Japón.
Los largos viajes necesitan, como el deseo, amontonar ganas y sueños, que empujen a dar el salto. La partida no es un acto lógico ni racional, es la imposibilidad de permanecer más, perder la batalla con la prudencia y huir en un barco desconocido en el que hay que confiar. Poco a poco, ríos, montañas, ciudades que son un nombre en los mapas van filtrándose en el deseo. La curiosidad por conocer la realidad de la mala reputación etíope, o la dureza del desierto en el norte de Kenia, o el color de las aguas de Zanzíbar, va posándose y colapsando el dique. Sólo resta esperar la maravillosa gota que colma el vaso y nos empuja a actuar irracionalmente, esperar el viento que nos empuja.
Un mes ha pasado sin darme cuenta, entre amigos que veo con frecuencia, viajeros que llegan nuevos, e inesperadamente, surge una situación que me hace abrir los ojos. Merna me ofrece trabajar con ella, en un proyecto de Cooperación Canadiense que está analizando una futura inversión para proyectos educativos; una mujer de carácter y bellos ojos azules, que ha trabajado en Kosovo, Palestina, Etiopía. Reflexiono, la oferta me ha creado una alternativa que interrumpe mi descanso: Garbancito, ¿te quedas o te vas?
Los custodios del grial han vuelto a sus casas. El castillo aparece desierto y pocas luces quedan en las altas torres que protegen la plaza; desesperado, un tardío rayo de sol relumbra en los últimos ventanales del First National Bank, coquetea con el denso silencio que flota tras la desbandada de las 17 horas. El silencio, imperturbable, permanece callado.
Una gaviota extraviada contempla con la calma de un Buda los restaurantes de 'fast food' cerrados. El sonido de las olas, el olor del salitre, la compañía de la bandada, quedan lejos de aquí.
Sentado en un escalón, un tipo con los vaqueros rotos observa la gaviota detenida en la plaza; la suciedad del enlosado se extraña de esos pasos, está habituada al trajín de las palomas. Bruscamente, la gaviota cesa la meditación y camina un poco; se para frente al tipo sentado y levanta una pata que mira atentamente, como si le molestase algo… me pregunto si pensarán lo mismo.
Los rascacielos de oficinas vacías miran también la escena con sus decenas de ojos acristalados. Es tiempo de ausencia… es tiempo también de los vigías mal pagados que pasarán toda la noche en vela, sentados en sus sillas de plástico, o paseando lentamente como si fuesen turistas en la plaza de armas de un castillo en Normandía. Desde un decimosexto piso miro hacia el cielo buscando un hueco para el aire, y me parece ver una bandada de pájaros jugando entre las torres.
La gaviota se ha detenido otra vez, al igual que si estuviera frente al infinito horizonte del mar, pierde su mirada en una calle donde nunca dio el sol. El silencio de la plaza alimenta la llamada y entonces parece recordar que ése no es su lugar; levanta un torpe vuelo, y por encima de los coches sale a la gran avenida rumbo al mar.
El tipo de los vaqueros rotos la sigue con la mirada y en su rostro, por los cauces de la piel camina una sonrisa. Contempla la plaza por vez última, la plaza por la que corre el mismo aire frío que habita en los castillos. Se levanta con el gesto de quien decide ya he esperado bastante y se ajusta un largo turbante azul al cuello. También para él es momento de levantar el vuelo.
Salgo de Cape Town, con las parrillas de la bici bien soldadas, algunas ropas nuevas que me dan mucho mejor aspecto, y una furiosa mirada de hielo azul como recuerdo. Vuelvo a ser un viajero, un trotamundos sin capa, ni espada. Y enfilo la costa rumbo a Port Elizabeth.
Días de recreo: sin malaria ni dengue, ni animales, la comida es excelente y barata, las manzanas saben a manzanas, las zanahorias huelen, compro la leche directa de la granja… no hay lugar para la aventura y sí para solazarse en una de las rutas más idílicas del planeta. Cuando mis problemas son decidir entre hacer un cafelito con unas vistas al océano, o más abajo en la laguna de ese bosque… ay, la vida a veces besa en la boca.
Jamás lo hubiera creído si no llego a pasar este invierno en Sudáfrica, pero aquí las noches son de cuatro y cinco bajo cero. Afortunadamente, en mi camino a Lesotho, los granjeros siempre me acogen y duermo en una cama caliente. En una de ellas me dicen orgullosos:
- Esta comarca tiene el récord de baja temperatura, ¡17 bajo cero!. Suficiente es pedalear con viento y frío durante el día. Y quién se niega a la hospitalidad afrikaan de grandes chuletas, vino dulce añejo y conversaciones agradables.
‘¿Dónde vas-de dónde vienes?' es una pregunta que escucho decenas de veces al día desde que empecé este viaje, pero ciertamente no me la espero en una frontera. Para colmo, es un cruce bastante secundario entre Sudáfrica y Lesotho.
- Buenos días, ¿dónde va usted? -me pregunta el oficial sudafricano.
- A Lesotho.
- Ajá. Muy bien, ¿y de dónde viene?
Me quedo un poco parado y le miro con complicidad.
- ¿De Sudáfrica, tal vez?
- Si, si. Me refería a la última ciudad. Está bien, tenga un buen viaje.
Y voy a la caseta de aduanas para reclamar el IVA de varios artículos que he comprado en Cape Town.
- Oh, lo siento, señor. Aquí no podemos extenderle un cheque.
- Por favor, mire esta fotocopia de su Administración donde se señala que en esta frontera puedo reclamar el IVA.
- Si, si… entiendo… pero, lo siento. Aquí no podemos. Ha de ir usted a una frontera internacional…
Segundo guiño de la mañana.
- Ajá, y entonces, aquí ¿cruzo a Lesotho, provincia de Sudáfrica?
- No, no, señor, Lesotho es otro país.
- Bien, y si cruzo a otro país, ¿no es ésta una frontera internacional?
La mujer no sabe que contestar y me maldice seguramente.
- Ehhhh, si va usted a la frontera de Maseru, allí le devolverán el dinero.
Bien, qué le vamos a hacer, al menos la mañana es divertida.
- Buen día -me saluda la señora de Inmigración en Lesotho- ¿de dónde viene usted?
Estoy al límite de la carcajada, pero respondo apretando los dientes.
- De Sudáfrica.
- Ajá, ¿y dónde va usted?
- A Mozambique -contesto casi riéndome,- eso de ahí al lado es un canguro galáctico y voy a dar un salto hasta Maputo.
A la señora no le hace gracia alguna mi broma, pero yo no podía aguantarme más.
- Muy gracioso, ¿y si no le dejo entrar a Lesotho?
- Oh, lo siento, lo siento. Sentido del humor español, voy a Lesotho, a Malealea -y me pongo a rellenar la cartulina de entrada. Se la entrego.
- Ajá. Usted quiere estar treinta días.
- Si.
- Esta es una frontera secundaria, sólo le podemos dar quince. Debe usted regresar a Sudáfrica y cruzar por Maseru.
Ajá, agárrate, ¡la frontera internacional!
- No importa, quince días es suficiente para mí -Lesotho tiene el tamaño de Galicia más o menos.
- No, no, usted quiere treinta días y por tanto debe volver a Maseru, porque aquí sólo le podemos dar quince.
La mañana comenzó con risas, pero ahora empieza a ser una absurda película de Peter Sellers.
- De veras que quince días es suficiente...
- Hum… le diré lo que puede hacer. Yo le doy quince días y usted va a Maseru, no a Malealea; una vez allí se dirige a la frontera internacional con Sudáfrica, que está muy cerca, y pide usted los treinta días, ¿comprendido?
- Perfectamente -y extiendo mi mano para pedir el pasaporte.
- No tan rápido, repita lo que debe hacer.
Lo que me faltaba. A duras penas, sin reírme, consigo repetir el plan y confirmar que iré a la dichosa frontera internacional. Y sí, finalmente entro en Lesotho.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Nervioso, excitado, alegre; una alegría que no es pasajera. Pedaleo por amplias carreteras, jardines, un enorme cementerio, rotondas; todo desierto, huele a día festivo en una ciudad moderna. El frescor de la hora temprana airea el aire, y este lugar remoto, una imagen impresa en el deseo a fuerza de soñarla, se va poco a poco revelando y convirtiendo en la experiencia que dibuja los recuerdos.
Impactado por la ciudad, alerta, curioso, cansado, renovado, satisfecho, orgulloso, en el albergue me acurruco en un rincón, se cierran mis ojos y por mi mente navegan decenas, cientos de encuentros de esta travesía. Aparece un maestro entrañable de Gambia, la mezquita de Djenné, alguien que paró su coche en el Sáhara y me dio agua fresca y naranjas, saharauis y té, arroz jolof en Ghana, la entrega de la hermana Amparo en Togo, una serpiente antes de ser guisada, la extenuación bajo el sol saheliano, el sonido de los pasos en el barro empujando la bici en el Congo, José y Paulina curando mi anemia, las puertas abiertas de los Salesianos, la primera mujer himba bajo la sombra de un arbusto, las risas, las buenas historias de Livingstone, de Maun, el viento, el desmoralizador y fortísimo viento de Sudáfrica…, las lágrimas se me agolpan en los ojos, los mismos que son rasgados por una incontenible sonrisa que me cincela la cara; me paraliza. No puedo abrir los ojos, no puedo abrir los labios, estoy en un lugar del que no quiero salir, estoy en ese lugar, el lugar, ahí donde la dicha se abraza con el orgullo, ahí donde no hay dudas, no hay preguntas, donde solamente, desnudo, está el ego.
Un pequeño lugar sin paredes ni horizontes, un lugar donde los ojos no sirven, el tiempo no existe y el mundo no importa; un lugar al que se llega por el camino que transitan los sueños.
El aire que respiro me enseña que todo es posible, pero también que el camino es frágil. Tras de mí, hay demasiados momentos en los que la fortuna pudo ser adversa; emprender el camino de los sueños significa ponerse en manos de la suerte y marchar con una fe ingenua en que todo saldrá bien. Fe en los hombres, en uno mismo, en hallar soluciones para las dificultades, y fe en algo que los hombres de Dios llaman destino, y desde la incomprensión, simplemente, buena estrella. Fe en algo inexplicable que entrelaza dejarse llevar por lo que acontece con la perseverancia en seguir adelante, algo intangible, indefinible, para los que usamos palabras tan ambiguas como fortuna, camino o Dios. Algo que me empuja y que no atino a ver cuando soy yo el que decide y cuando obedezco. A veces es fácil creer que ese impulso tiene una intención. Ahora, desde este lugar me siento un privilegiado, recuerdo a gente que tropezó con la fatalidad. A mí no me han pegado un tiro en Camerún como al australiano Martin, ni he tenido una malaria espantosa como los holandeses, y pude conseguir la visa angoleña que le negaron al bueno de Josep. ¿Por qué?
No hay respuesta, se quiebra la sonrisa, abro los ojos. La pregunta me ha expulsado del lugar, pero me palpo el pecho y me calmo, alguien ha dejado la llave de la puerta, el lugar ya me pertenece.
Cruzar a Sudáfrica pone de buen humor a cualquier viajero. De golpe y gratis, un pequeño sello me permite estar noventa días en el país. No es cualquier cosa, porque necesito parar en algún sitio un mes y reponer fuerzas. Mi plan es seguir por el Green Kalahari hacia las dunas rojas, pero pronto descubro que es imposible. Las pistas al oeste son todas de arena, y arena profunda. No puedo pedalear por ahí. Y me encamino a Kimberley, donde está el boquete más grande del mundo, la leyenda del diamante para siempre.
Desde el primer día compruebo que otra leyenda sudafricana, su hospitalidad, es igualmente cierta.
- Hola, ¿puedo descansar en esta sombra un rato? -le pregunto a un granjero que está preparando sus vacas para una venta.
- ¿Por qué no entras en la casa, que tenemos aire acondicionado? -me responde.
Y finalmente, paso dos días en casa de Jannie y Arina, y el ángel de su hija. Me tratan como a un rey, y Jannie me lleva en su avioneta a sobrevolar el Kalahari en pos de manadas de órices. Una gente estupenda, y en cada granja que paro encuentro un recibimiento similar.
Y así cruzo el inhóspito Gran Karoo, la continuación natural del Kalahari, donde las condiciones son completamente diferentes a Botswana. El viento del oeste es muy fuerte, y a finales de marzo, empieza a hacer frío, con dos o tres grados en las primeras horas de la mañana. Lo más duro es la monotonía del paisaje, matorrales y matorrales en un interminable semi-desierto. A veces, cuando el viento aprieta bien y no puedo ir a más de 5-6 km/h, el cansancio de 15 meses de viaje me tienta a rendirme y hacer auto-stop; aguanto, porque sé que al caer la tarde seré bienvenido en una granja y tendré una divertida charla con la que desquitarme del aburrido y duro pedaleo por el Karoo.
Al llegar al sur aparecen montañas que rompen la monotonía del Karoo, y cruzo un par de puertos espectaculares, con estrechas gargantas. Pero incluso en estos pasos de montaña, el paisaje es inhóspito, y recibe nombres del tipo 'Valle del Infierno, Valle de la Desolación'.
Por fin, un puerto de montaña que es popular entre los afrikaans, Swatberg, marca el límite de la aridez del Karoo y la provincia 'Western Cape', unas tierras amables orientadas al mar, que recuerdan al Mediterráneo. Voy por la carretera 62 y me parece estar pedaleando por Andalucía, entre viñedos, frutales, plantas aromáticas y un invierno suave. Pero todavía, ¡viento!
Tras casi 25000 kilómetros y casi 500 días de viaje, entro en Cape Town.
La ciudad es maravillosa, con una espectacular montaña amurallándola, decenas de playas y acantilados, llena de cualquier capricho que se antoje y se respira un aire cosmopolita. Cape Town es uno de esos lugares magnéticos que atrapa a los viajeros, y pese a tener bastante turismo, se percibe mucho más la presencia de viajeros independientes; tipos locos que en todo-terreno, en moto, en bici, ¡incluso en tractor! vienen de cruzar una aventura por África. Es un aire especial, dota a la ciudad de un aura que engancha.
Llega el invierno a Sudáfrica y el frío viste sillas y mesas de los cafés junto al mar, el hermoso mar azul que viene de la Antártica; el sol, enemigo durante muchos meses del viaje, ahora calienta mi piel. Una extraña nube flota en el lejano horizonte, y parece la puerta que conduce a la nada, confirmando la creencia que más allá de este cabo austral no existe vida ni camino a lugar alguno. A los escépticos que en Cape Point sueñan con Australia o las Américas, un vendaval de dioses enfurecidos les arranca de las manos los mapas, que van a clavarse, océano adentro, en los oxidados hierros de los barcos que encontraron aquí su suerte.
Colgados los ojos sobre los acantilados de este poderoso lugar, el viaje parece llegar a su fin; no hay camino sin retroceder hacia el norte que abruma la espalda. El sur termina aquí, acaba el romántico descenso desde el norte y de ahora en adelante un rumbo incierto esperará el momento en que la estrella polar aparezca de nuevo en el horizonte de las noches. Hay cierta resistencia a marcharse y abandonar este espectacular rincón del mundo, un día tras otro las excusas amanecen e impiden la partida, pero el motivo verdadero se desnuda cada noche para entrar en la cama: aquí termina el sur, un viaje acaba y ahora no queda más que empezar otro, otro largo viaje, subir a Cairo, abandonar África, y llegar al Japón.
Los largos viajes necesitan, como el deseo, amontonar ganas y sueños, que empujen a dar el salto. La partida no es un acto lógico ni racional, es la imposibilidad de permanecer más, perder la batalla con la prudencia y huir en un barco desconocido en el que hay que confiar. Poco a poco, ríos, montañas, ciudades que son un nombre en los mapas van filtrándose en el deseo. La curiosidad por conocer la realidad de la mala reputación etíope, o la dureza del desierto en el norte de Kenia, o el color de las aguas de Zanzíbar, va posándose y colapsando el dique. Sólo resta esperar la maravillosa gota que colma el vaso y nos empuja a actuar irracionalmente, esperar el viento que nos empuja.
Un mes ha pasado sin darme cuenta, entre amigos que veo con frecuencia, viajeros que llegan nuevos, e inesperadamente, surge una situación que me hace abrir los ojos. Merna me ofrece trabajar con ella, en un proyecto de Cooperación Canadiense que está analizando una futura inversión para proyectos educativos; una mujer de carácter y bellos ojos azules, que ha trabajado en Kosovo, Palestina, Etiopía. Reflexiono, la oferta me ha creado una alternativa que interrumpe mi descanso: Garbancito, ¿te quedas o te vas?
Los custodios del grial han vuelto a sus casas. El castillo aparece desierto y pocas luces quedan en las altas torres que protegen la plaza; desesperado, un tardío rayo de sol relumbra en los últimos ventanales del First National Bank, coquetea con el denso silencio que flota tras la desbandada de las 17 horas. El silencio, imperturbable, permanece callado.
Una gaviota extraviada contempla con la calma de un Buda los restaurantes de 'fast food' cerrados. El sonido de las olas, el olor del salitre, la compañía de la bandada, quedan lejos de aquí.
Sentado en un escalón, un tipo con los vaqueros rotos observa la gaviota detenida en la plaza; la suciedad del enlosado se extraña de esos pasos, está habituada al trajín de las palomas. Bruscamente, la gaviota cesa la meditación y camina un poco; se para frente al tipo sentado y levanta una pata que mira atentamente, como si le molestase algo… me pregunto si pensarán lo mismo.
Los rascacielos de oficinas vacías miran también la escena con sus decenas de ojos acristalados. Es tiempo de ausencia… es tiempo también de los vigías mal pagados que pasarán toda la noche en vela, sentados en sus sillas de plástico, o paseando lentamente como si fuesen turistas en la plaza de armas de un castillo en Normandía. Desde un decimosexto piso miro hacia el cielo buscando un hueco para el aire, y me parece ver una bandada de pájaros jugando entre las torres.
La gaviota se ha detenido otra vez, al igual que si estuviera frente al infinito horizonte del mar, pierde su mirada en una calle donde nunca dio el sol. El silencio de la plaza alimenta la llamada y entonces parece recordar que ése no es su lugar; levanta un torpe vuelo, y por encima de los coches sale a la gran avenida rumbo al mar.
El tipo de los vaqueros rotos la sigue con la mirada y en su rostro, por los cauces de la piel camina una sonrisa. Contempla la plaza por vez última, la plaza por la que corre el mismo aire frío que habita en los castillos. Se levanta con el gesto de quien decide ya he esperado bastante y se ajusta un largo turbante azul al cuello. También para él es momento de levantar el vuelo.
Salgo de Cape Town, con las parrillas de la bici bien soldadas, algunas ropas nuevas que me dan mucho mejor aspecto, y una furiosa mirada de hielo azul como recuerdo. Vuelvo a ser un viajero, un trotamundos sin capa, ni espada. Y enfilo la costa rumbo a Port Elizabeth.
Días de recreo: sin malaria ni dengue, ni animales, la comida es excelente y barata, las manzanas saben a manzanas, las zanahorias huelen, compro la leche directa de la granja… no hay lugar para la aventura y sí para solazarse en una de las rutas más idílicas del planeta. Cuando mis problemas son decidir entre hacer un cafelito con unas vistas al océano, o más abajo en la laguna de ese bosque… ay, la vida a veces besa en la boca.
Jamás lo hubiera creído si no llego a pasar este invierno en Sudáfrica, pero aquí las noches son de cuatro y cinco bajo cero. Afortunadamente, en mi camino a Lesotho, los granjeros siempre me acogen y duermo en una cama caliente. En una de ellas me dicen orgullosos:
- Esta comarca tiene el récord de baja temperatura, ¡17 bajo cero!. Suficiente es pedalear con viento y frío durante el día. Y quién se niega a la hospitalidad afrikaan de grandes chuletas, vino dulce añejo y conversaciones agradables.
‘¿Dónde vas-de dónde vienes?' es una pregunta que escucho decenas de veces al día desde que empecé este viaje, pero ciertamente no me la espero en una frontera. Para colmo, es un cruce bastante secundario entre Sudáfrica y Lesotho.
- Buenos días, ¿dónde va usted? -me pregunta el oficial sudafricano.
- A Lesotho.
- Ajá. Muy bien, ¿y de dónde viene?
Me quedo un poco parado y le miro con complicidad.
- ¿De Sudáfrica, tal vez?
- Si, si. Me refería a la última ciudad. Está bien, tenga un buen viaje.
Y voy a la caseta de aduanas para reclamar el IVA de varios artículos que he comprado en Cape Town.
- Oh, lo siento, señor. Aquí no podemos extenderle un cheque.
- Por favor, mire esta fotocopia de su Administración donde se señala que en esta frontera puedo reclamar el IVA.
- Si, si… entiendo… pero, lo siento. Aquí no podemos. Ha de ir usted a una frontera internacional…
Segundo guiño de la mañana.
- Ajá, y entonces, aquí ¿cruzo a Lesotho, provincia de Sudáfrica?
- No, no, señor, Lesotho es otro país.
- Bien, y si cruzo a otro país, ¿no es ésta una frontera internacional?
La mujer no sabe que contestar y me maldice seguramente.
- Ehhhh, si va usted a la frontera de Maseru, allí le devolverán el dinero.
Bien, qué le vamos a hacer, al menos la mañana es divertida.
- Buen día -me saluda la señora de Inmigración en Lesotho- ¿de dónde viene usted?
Estoy al límite de la carcajada, pero respondo apretando los dientes.
- De Sudáfrica.
- Ajá, ¿y dónde va usted?
- A Mozambique -contesto casi riéndome,- eso de ahí al lado es un canguro galáctico y voy a dar un salto hasta Maputo.
A la señora no le hace gracia alguna mi broma, pero yo no podía aguantarme más.
- Muy gracioso, ¿y si no le dejo entrar a Lesotho?
- Oh, lo siento, lo siento. Sentido del humor español, voy a Lesotho, a Malealea -y me pongo a rellenar la cartulina de entrada. Se la entrego.
- Ajá. Usted quiere estar treinta días.
- Si.
- Esta es una frontera secundaria, sólo le podemos dar quince. Debe usted regresar a Sudáfrica y cruzar por Maseru.
Ajá, agárrate, ¡la frontera internacional!
- No importa, quince días es suficiente para mí -Lesotho tiene el tamaño de Galicia más o menos.
- No, no, usted quiere treinta días y por tanto debe volver a Maseru, porque aquí sólo le podemos dar quince.
La mañana comenzó con risas, pero ahora empieza a ser una absurda película de Peter Sellers.
- De veras que quince días es suficiente...
- Hum… le diré lo que puede hacer. Yo le doy quince días y usted va a Maseru, no a Malealea; una vez allí se dirige a la frontera internacional con Sudáfrica, que está muy cerca, y pide usted los treinta días, ¿comprendido?
- Perfectamente -y extiendo mi mano para pedir el pasaporte.
- No tan rápido, repita lo que debe hacer.
Lo que me faltaba. A duras penas, sin reírme, consigo repetir el plan y confirmar que iré a la dichosa frontera internacional. Y sí, finalmente entro en Lesotho.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?