SENEGAL Y GAMBIA.
La pista roja divide en dos la sabana senegalesa y le da ese hermoso aspecto que tiene la naturaleza en África. Los pueblos son diferentes de dónde hay asfalto. Cambian las casas de ladrillos baratos por lindas chozas dispuestas en círculo, en torno a una plaza de grandes árboles. La gente camina por la pista sin prisa, sin coches, bailando los colores de sus vestidos.
A lo lejos, veo impresionistas trazos amarillos, rojos, verdes, danzando al viento bajo una cesta con frutas en la cabeza que se convierte al poco en una robusta senegalesa, negra como la noche. Si la saludo en uolof, 'Nangadef', una carcajada estalla en su rostro y aparece la blanca risa de dientes blancos. 'Manifirek, tubap'. Otras veces son serios senegaleses musulmanes que me saludan con solemnidad, o jóvenes católicos, un tanto orgullosos de pertenecer a la religión de los ricos.
Los mangos nos miran y nos ofrecen para la charla su enorme sombra; nos tientan a elegirles, pero pierden ante el magnético baobab. Todos aman al baobab, el árbol que también amaba 'El Principito', y aquí algunos de ellos son incluso santificados. Los cocoteros le eligen para apoyarse en él o sentir sus ramas en un delicado abrazo. Son la pareja de la sabana senegalesa. El baobab, algo extraño, realmente parece un árbol al revés: serio, contundente, un elefante convertido en árbol. El cocotero, ambicioso por llegar al cielo, se contonea moviendo su melena de grandes hojas al viento; la fragilidad también puede alcanzar las estrellas. Surgen de la llanura como si alguien se hubiese propuesto llenar el mundo de estatuas vivas. Y perfuman de vida la tierra para el ciclista. Mucho mejor, estar fuera del asfalto.
Estar a la orilla del Atlántico, después del calor asfixiante en Mauritania, es un sueño. El clima me da ánimo y fuerzas, y me reencuentro con Dienne y Coen, la pareja holandesa, lo que celebramos con una deliciosa 'Stamppot', un estofado de patatas típico de Holanda.
Saint Louis es una agradable y -¿por qué no?- bonita ciudad colonial en Senegal. Decido que no pedalearé hasta estar completamente recuperado. O casi completamente. Ya apenas tengo dolor, pero es una cuestión de higiene, la costra debe estar bien cerrada para estar al aire libre. Regreso a los antibióticos, y todo se aúna para acelerar la curación. Amigos, alegría, buen clima, y amoxicilina, obran milagros en mi pierna izquierda, que en una semana está lista para seguir viaje.
Dejar la costa senegalesa para evitar Dakar no resulta ser una buena idea. Apenas tengo tráfico, pero paso muchas horas por encima de los cuarenta grados. Son mis primeros días en aldeas africanas, donde soy siempre bien recibido y puedo acampar en algún lugar del poblado. La vida es sencilla, sin lujo alguno, ni complicaciones tampoco. Me gusta la relajación con la que todo fluye.
Tras la Petite Côte, un reducto para turismo europeo de playas feas y sexo barato, llego al delta del Saloum, un paraíso de pájaros. Vaya contraste. Playas más bonitas y pueblos pequeños de pescadores, vida lenta. Puedo pasar días tranquilos y pedalear poco, siempre hay una playa donde evitar las horas centrales del día, que gradualmente se acercan a los cincuenta grados.
Cruzo a Gambia y las cosas cambian. Aquí se habla inglés y hay bastantes cristianos, a diferencia de Senegal, donde son musulmanes y hablan francés. Curioso país extendido sobre las orillas del río Gambia y absolutamente rodeado de Senegal; por unos años trataron de formar un sólo país, Senegambia, pero no resultó bien. Aquí hay más pájaros todavía, una maravilla que a veces se torna en un jaleo ensordecedor, y las gentes, sean yolas, akus, mandinkas, fulanis, son todos alegres y simpáticos.
Antes de llegar a Banjul, unos akus cristianos pasan bien temprano por donde estoy acampado en medio de la selva. Todos nos sorprendemos. Ellos, de ver que he dormido ahí junto a los monos y las hienas; yo, de verlos salir de la selva con un jabalí colgando en dos palos que llevan a los hombros.
- Es muy peligroso dormir aquí… en fin. ¿Eres cristiano? Hoy celebramos la Pascua y todo el mundo cocina deliciosos platos en nuestra aldea, ¿quieres venir?
Claro. Uno de ellos, Patrick, se queda conmigo mientras recojo mis cosas para guiarme a la aldea.
Patrick trabaja en Serekunda y no le van mal las cosas. Gana cierto dinero. Así que cuando regresa a la aldea, emplea bastante de ese dinero en hacer regalos a todos, y también en cambiarse de ropa hasta tres veces al día. Se trata de exhibir la riqueza y de esa manera ganarse el respeto de los suyos: es un triunfador.
El día resulta divertido. Vamos juntos, de casa en casa, cuando nos llega el aviso que la comida está preparada. Bebemos delicioso vino de palma, jugo de anacardos, y me cuentan sus costumbres, su forma de vivir. Al final de la tarde, para hacer la digestión de no sé cuántas comidas, partido de fútbol. Y a la noche, fiesta. ¡Creo que la Pascua aquí es más divertida!
Conforme me adentro hacia el Sahel la temperatura sube y sube. Cada mediodía alcanza los 50 grados, hay mosca tse-tsé, y la picadura de una araña me regala tres días de fiebre. Pero la gente es extraordinaria. Donde quiera que paro me insisten en que me quede unos días, en que no pase tan rápido sin conocerles.
Ahora, en abril, es tiempo del 'Kánkora', un espíritu del bosque que entra en las aldeas a asustar a los niños. También a los adultos. Viene disfrazado con hojas, completamente cubierto y con una máscara. El 'Kánkora' es una tradición común en toda África Occidental, y en algunos lugares, muy agresivo. En donde lo he visto, la respuesta adulta es una mezcla de risa y miedo; la creencia en lo mágico es profunda aquí y no tiene un límite claro, sino que se mezcla con la realidad. En un hospital donde duermo una noche, uno de los médicos, tras explicarme con mucha profesionalidad aspectos sobre la fiebre dengue que acabo de sufrir, me habla del 'Kánkora’ en otros términos no tan científicos.
- Es realmente poderoso: puedes estar charlando con él y en un instante desaparece volando hacia un tejado. Y su fuerza es la de cien hombres, puede arrancar árboles con sus manos.
Entro nuevamente en Senegal, un breve tránsito hacia Guinea Conakry. Al llegar a la frontera, mi termómetro marca 51 grados. Estoy deshidratado tras toda la mañana atravesando un parque nacional por una mala pista, y el oficial guineano me ofrece agua fresca dentro de su oficina, mientras comprueba mi visado. El efecto de beber un litro de agua del tirón causa una sudoración inmediata con la que mi cuerpo trata de refrescar la maltratada piel, pero la reacción es tan rápida que el oficial, al verme sudar a borbotones, se asusta y me pregunta si debe llamar a un médico. Es el comienzo de duros días en las montañas de Guinea.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
La pista roja divide en dos la sabana senegalesa y le da ese hermoso aspecto que tiene la naturaleza en África. Los pueblos son diferentes de dónde hay asfalto. Cambian las casas de ladrillos baratos por lindas chozas dispuestas en círculo, en torno a una plaza de grandes árboles. La gente camina por la pista sin prisa, sin coches, bailando los colores de sus vestidos.
A lo lejos, veo impresionistas trazos amarillos, rojos, verdes, danzando al viento bajo una cesta con frutas en la cabeza que se convierte al poco en una robusta senegalesa, negra como la noche. Si la saludo en uolof, 'Nangadef', una carcajada estalla en su rostro y aparece la blanca risa de dientes blancos. 'Manifirek, tubap'. Otras veces son serios senegaleses musulmanes que me saludan con solemnidad, o jóvenes católicos, un tanto orgullosos de pertenecer a la religión de los ricos.
Los mangos nos miran y nos ofrecen para la charla su enorme sombra; nos tientan a elegirles, pero pierden ante el magnético baobab. Todos aman al baobab, el árbol que también amaba 'El Principito', y aquí algunos de ellos son incluso santificados. Los cocoteros le eligen para apoyarse en él o sentir sus ramas en un delicado abrazo. Son la pareja de la sabana senegalesa. El baobab, algo extraño, realmente parece un árbol al revés: serio, contundente, un elefante convertido en árbol. El cocotero, ambicioso por llegar al cielo, se contonea moviendo su melena de grandes hojas al viento; la fragilidad también puede alcanzar las estrellas. Surgen de la llanura como si alguien se hubiese propuesto llenar el mundo de estatuas vivas. Y perfuman de vida la tierra para el ciclista. Mucho mejor, estar fuera del asfalto.
Estar a la orilla del Atlántico, después del calor asfixiante en Mauritania, es un sueño. El clima me da ánimo y fuerzas, y me reencuentro con Dienne y Coen, la pareja holandesa, lo que celebramos con una deliciosa 'Stamppot', un estofado de patatas típico de Holanda.
Saint Louis es una agradable y -¿por qué no?- bonita ciudad colonial en Senegal. Decido que no pedalearé hasta estar completamente recuperado. O casi completamente. Ya apenas tengo dolor, pero es una cuestión de higiene, la costra debe estar bien cerrada para estar al aire libre. Regreso a los antibióticos, y todo se aúna para acelerar la curación. Amigos, alegría, buen clima, y amoxicilina, obran milagros en mi pierna izquierda, que en una semana está lista para seguir viaje.
Dejar la costa senegalesa para evitar Dakar no resulta ser una buena idea. Apenas tengo tráfico, pero paso muchas horas por encima de los cuarenta grados. Son mis primeros días en aldeas africanas, donde soy siempre bien recibido y puedo acampar en algún lugar del poblado. La vida es sencilla, sin lujo alguno, ni complicaciones tampoco. Me gusta la relajación con la que todo fluye.
Tras la Petite Côte, un reducto para turismo europeo de playas feas y sexo barato, llego al delta del Saloum, un paraíso de pájaros. Vaya contraste. Playas más bonitas y pueblos pequeños de pescadores, vida lenta. Puedo pasar días tranquilos y pedalear poco, siempre hay una playa donde evitar las horas centrales del día, que gradualmente se acercan a los cincuenta grados.
Cruzo a Gambia y las cosas cambian. Aquí se habla inglés y hay bastantes cristianos, a diferencia de Senegal, donde son musulmanes y hablan francés. Curioso país extendido sobre las orillas del río Gambia y absolutamente rodeado de Senegal; por unos años trataron de formar un sólo país, Senegambia, pero no resultó bien. Aquí hay más pájaros todavía, una maravilla que a veces se torna en un jaleo ensordecedor, y las gentes, sean yolas, akus, mandinkas, fulanis, son todos alegres y simpáticos.
Antes de llegar a Banjul, unos akus cristianos pasan bien temprano por donde estoy acampado en medio de la selva. Todos nos sorprendemos. Ellos, de ver que he dormido ahí junto a los monos y las hienas; yo, de verlos salir de la selva con un jabalí colgando en dos palos que llevan a los hombros.
- Es muy peligroso dormir aquí… en fin. ¿Eres cristiano? Hoy celebramos la Pascua y todo el mundo cocina deliciosos platos en nuestra aldea, ¿quieres venir?
Claro. Uno de ellos, Patrick, se queda conmigo mientras recojo mis cosas para guiarme a la aldea.
Patrick trabaja en Serekunda y no le van mal las cosas. Gana cierto dinero. Así que cuando regresa a la aldea, emplea bastante de ese dinero en hacer regalos a todos, y también en cambiarse de ropa hasta tres veces al día. Se trata de exhibir la riqueza y de esa manera ganarse el respeto de los suyos: es un triunfador.
El día resulta divertido. Vamos juntos, de casa en casa, cuando nos llega el aviso que la comida está preparada. Bebemos delicioso vino de palma, jugo de anacardos, y me cuentan sus costumbres, su forma de vivir. Al final de la tarde, para hacer la digestión de no sé cuántas comidas, partido de fútbol. Y a la noche, fiesta. ¡Creo que la Pascua aquí es más divertida!
Conforme me adentro hacia el Sahel la temperatura sube y sube. Cada mediodía alcanza los 50 grados, hay mosca tse-tsé, y la picadura de una araña me regala tres días de fiebre. Pero la gente es extraordinaria. Donde quiera que paro me insisten en que me quede unos días, en que no pase tan rápido sin conocerles.
Ahora, en abril, es tiempo del 'Kánkora', un espíritu del bosque que entra en las aldeas a asustar a los niños. También a los adultos. Viene disfrazado con hojas, completamente cubierto y con una máscara. El 'Kánkora' es una tradición común en toda África Occidental, y en algunos lugares, muy agresivo. En donde lo he visto, la respuesta adulta es una mezcla de risa y miedo; la creencia en lo mágico es profunda aquí y no tiene un límite claro, sino que se mezcla con la realidad. En un hospital donde duermo una noche, uno de los médicos, tras explicarme con mucha profesionalidad aspectos sobre la fiebre dengue que acabo de sufrir, me habla del 'Kánkora’ en otros términos no tan científicos.
- Es realmente poderoso: puedes estar charlando con él y en un instante desaparece volando hacia un tejado. Y su fuerza es la de cien hombres, puede arrancar árboles con sus manos.
Entro nuevamente en Senegal, un breve tránsito hacia Guinea Conakry. Al llegar a la frontera, mi termómetro marca 51 grados. Estoy deshidratado tras toda la mañana atravesando un parque nacional por una mala pista, y el oficial guineano me ofrece agua fresca dentro de su oficina, mientras comprueba mi visado. El efecto de beber un litro de agua del tirón causa una sudoración inmediata con la que mi cuerpo trata de refrescar la maltratada piel, pero la reacción es tan rápida que el oficial, al verme sudar a borbotones, se asusta y me pregunta si debe llamar a un médico. Es el comienzo de duros días en las montañas de Guinea.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?