BURKINA FASO.
Al avanzar hacia el sur van apareciendo lentamente pequeños árboles. La seca tierra sin vida va tornándose roja, y a veces, como una pincelada descuidada, una mancha verde de yerba tizna el suelo. Más arboles y más árboles, que convierten el desierto en sabana, y un buen día de repente, el primer árbol de veinte metros me ofrece una sombra que había olvidado.
Camino de Ouagadogou, el horizonte, como en un ejercicio de degradación del color, va tornándose verde y el crepitar ardiente del sol sobre el horizonte se atenúa. A la llegada a Ouagadougou ya me flanquean los árboles y me parece un milagro que apenas trescientos kilómetros al norte, la vida huela a muerte.
Es viernes y apuro la pedalada para llegar antes que cierre la embajada de Ghana. Y pese a estar sudado y sucio, cuando la señora de recepción descubre que he llegado desde España en bicicleta, no cabe en su asombro y me pide que espere. Me siento junto a un francés que viene a recoger su visado.
- Normalmente, son tres días de espera, pero me han dicho que tal vez no esté listo hoy y deba regresar el lunes -me explica de mal humor.
La señora regresa al momento, diciéndome que el excelentísimo embajador quiere recibirme, y allí entro yo, con unas pintas asquerosas en un despacho alfombrado, no sin cierto lujo obsceno, para charlar un rato de las cosas que le pasan a un ciclista en África. De camino, me llevo el visado en cinco minutos y para noventa días.
- ¡Espero que disfrutes en mi país! -me despide el embajador. Y salgo de allí sin poder despedirme del mosqueado francés que me fulmina con la mirada...
Burkina Faso depende de la ayuda internacional en más de la mitad de su producto interior, y el país está lleno de cooperantes y también ONGs. En un campamento de Medicus Mundi, donde paro a chequear mi fiebre pensando que pueda ser malaria, charlamos de esta controvertida interacción. Como en otros lugares, la enorme inversión de ayuda en el país causa corrupción, hay donaciones ridículas que no tienen en cuenta la realidad local -quien necesita un frigorífico cuando no hay electricidad-, y una contagiosa mendicidad en la población, sobretodo en los niños. También dicen que si no estuvieran aquí, el país estaría en guerra civil. Yo prefiero callar, he visto a padres enseñando a sus bebés, que todavía no saben hablar, a decir 'L’blanc, donnez-moi un cadeau’ (Blanco, dame un regalo).
Al oeste de la capital, en Boromo hay un parque nacional con elefantes, y allí me dirijo. No tengo mucha información, pero sí tengo suerte; entro por una pista equivocada que finaliza en un río, donde me los encuentro cruzando. Salto de la bici y me voy corriendo detrás de ellos para a verlos de cerca. El viento va en dirección opuesta y ellos me dan la espalda: ni me ven, ni me huelen. Una maravilla, uno de ellos trata de ayudar a un pequeñín que se resbala en el barro y no logra remontar la orilla contraria. Me recreo por unos instantes.
Quien si me ve es un ranger. Al otro lado del río hay algo así como un campamento turístico, y rápidamente viene a decirme que he de irme o pagar por ver los elefantes…
Al llegar al país Lobi, me detengo en Banfora, una ciudad considerable. No puedo más. El test de la malaria salió negativo, pero continúo muy débil y con fiebre. Tal vez estoy extenuado tras estos dos meses en el Sahel, pasando más de ocho horas al día por encima de los 40 grados. Decido pagar un hotel con aire acondicionado y pongo la temperatura a unos escalofriantes 19 grados. Mano santa. Tras dos días en esa nevera, mis músculos recuperan cierta energía y cesa la fiebre. Pongo rumbo a las aldeas lobi. Las casas lobi parecen pequeños castillos, que se van extendiendo conforme la familia crece, llegando a adquirir el tamaño de una aldea. En una de ellas, soy invitado a pasar la noche junto a un patriarca de, ¡47 hijos!
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
GHANA.
Deja atrás la luz de un candil y la leve presencia del fuego, un silencio inquietante de locos que sólo rompe el crepitar de los troncos. La mujer abre la puerta y da unos pasos en la oscuridad: frío, árboles, olor a noche y un río infatigable. Traga saliva antes de articular palabra y un apagado nombre surge sin fuerza de su garganta. No puede evitarlo y las lágrimas resbalan silenciosas por su rostro, lágrimas que nadie ve. La tristeza es un monstruo que viene de fuera y cuando no espera público se esconde en el estómago y muerde todo alrededor.
Caen unos copos de nieve tratando de hacer compañía y la mujer encuentra fuerzas suficientes para que un nombre salga a grito limpio, desesperado. Pero ni los perros ladran, ni el río calla. Sólo asoma, curiosa, un trozo de luna entre las nubes. Y vuelve a entrar en la ausencia, en la casa. Se sienta decidida al piano y empieza una triste pavana de Ravel. Una mano tibia se posa en su hombro, y un beso en el cuello la estremece. La mujer deja de tocar y una sonrisa del pasado le rompe el rostro, quebrando la piel de quien ha olvidado sonreír. Pero detrás no hay nadie, sólo la locura, y estalla en un llanto violento y compulsivo.
Con el impulso de quien ya no puede más, se levanta y busca en un cajón hasta dar con una escueta nota, 'Debo irme, volveré'. Sabe que si echa el papel al fuego acabará con este infierno, con el silencio inquietante y las noches de cristales rotos. Volverá a reír, a tocar el piano, a mirar otros hombres. También sabe que entonces, él jamás volverá. La mujer, inmóvil junto al fuego, espera una decisión que ella no puede tomar.
Un perro ladra y es el impulso que arroja la nota al fuego. Horrorizada, la ve comenzar a quemarse y en un segundo, arder desapareciendo. Los perros ladran y un aire extraño viste su piel con escalofríos.
En otro lugar del mundo, en una playa, un hombre empieza a escribir en la arena una frase. Indeciso, se detiene y borra lo escrito. Contempla el mar como quien espera escuchar algo interesante, y decide volver al hotel. A los pocos pasos se gira y vuelve otra vez a la orilla.
La mujer ríe invadida por unas ganas de vivir que había olvidado. Se siente libre, con un deseo infantil de saltar, correr. Deja atrás la ausencia y sale otra vez a la noche. Nieva con fuerza y recibe los copos con brazos abiertos, quiere sentir la nieve en su piel, en su boca. Respira de la noche para llenarse de vida, para oler el principio de sus días. La certeza es redonda: ya acabó todo. No va a mirar más atrás y disfruta la enorme libertad de quien sólo puede comenzar de nuevo, la vida por delante en blanco, como el suelo que pisa.
En otro lugar del mundo, en una playa, Augusto escribe en la arena, 'quien no es capaz de quedarse, no es capaz de volver'.
Mira hacia el mar, esperando una respuesta que no llega a una pregunta que no hace, y finalmente, regresa hacia el hotel. A su espalda, la marea se acerca para borrar las palabras dibujadas, y el sonido de las olas trae recuerdos de un tema de Ravel.
Y sí. Llego al río Volta Negro y no tengo que esperar mucho hasta que unos locales aparecen, incluida una chica que habla un perfecto inglés y me invita a comer en su casa al otro lado del río. El barquero llega y colocamos mi bici atravesada en la proa de la piragua, en un frágil balance… a veces me pregunto hasta dónde llegará mi suerte, y qué día voy a perder mi navío en qué peregrinas circunstancias.
Conforme bajo al sur aparecen los árboles tropicales, las lianas, las plantas de hojas gigantescas; una bocanada de vida tras la desolación del Sahel, y me noto más contento. La selva trae también bichos por doquier. Hace un par de semanas que tengo rota la cremallera de la tienda y duermo echando la mosquitera por encima, lo cual evita los mosquitos pero no sirve para los bichejos que se arrastran, y ahora, en Ghana, hay muchos.
La primera visita es una de esas orugas multicolores que al rozarse dejan la piel como una quemadura de medusa; una de ellas se da un paseo nocturno por mi costado que me deja una marca de latigazo. Pero la segunda es más preocupante. A media noche me despierta un cosquilleo por los pies, ilumino con la linterna y veo una enorme araña blancuzca y peluda, que me pone el corazón en la boca. Sin pensarlo, mi instinto trata de matarla con lo primero que tengo a mano, y que es, claro, la linterna. El resultado de mi astucia es romper la carcasa con el golpe, las pilas saltan fuera, y la araña y yo quedamos en la más absoluta oscuridad de una noche sin luna. Ponerme a manosear buscando las pilas era otra idea genial, pero finalmente decido quedarme quietecito a la espera de que la araña esté también asustada. Me cuesta dormir, y con la luz del día encuentro a la pobre araña muerta en el suelo de la tienda. Al llegar a Kumasi, lo primero que hago pues, es buscar una costurera que me pone una cremallera nueva. Habilidosa, la chica. Y es que tras seis meses de viaje ya hay bastantes cosas deterioradas y mi habilidad está más próxima a Pepe Gotera y Otilio que a maravillas de McGyver.
Kumasi es la clásica ciudad alegre africana. Abarrotada de mercados, negocios, árboles, gente relajada con la que fácilmente charlar de cualquier asunto. Especialmente de política. Ghana tiene reputación de ser la democracia más estable en África del oeste, y la gente participa más activamente, se preocupa. Es también la capital de la región Ashanti, y entro en una zona del continente donde aún hay mucho palacio y realeza; reyes, que sin tener poder activo, son adorados por su gente. También es una tierra donde los entierros se realizan con mucha ceremonia, y se pone mucho énfasis en asegurar una buena entrada al mundo de los espíritus. Cuestan mucho dinero y llegan a endeudar a la familia.
Los ashanti son los más famosos en este aspecto, con sus elegantes túnicas blancas. No obstante, para los asuntos mundanales están muy modernizados y no se respira una tradición que en las tierras sahelianas está más presente. No se puede tener todo, y dejo atrás el África tradicional por las playitas tranquilas de Busua; cuatro bucólicos días de paseos por la arena y tumbadas bajo un cocotero escuchando al Atlántico.
Los pescadores recogen pequeños peces en enormes redes, todos a una, no demasiado temprano en la mañana. A esa misma hora, hay algunos turistas blancos haciendo castillos en la arena. Luego llega el esfuerzo de traer contra el fuerte oleaje del Atlántico, las barcazas pesadas, para ponerlas lejos de la marea, cerca de los cocoteros. La misma marea de la que ponen a salvo las barcas es la que se lleva por delante los castillos de arena.
A la tarde, la comida humilde de los pescadores, maíz, plátano, cocos, casava, y unos metros más arriba, la lasaña vegetal en el restaurante de Bigmilly; una proximidad que sigo sin llevar bien, la suerte caprichosa de haber nacido en el lado rico del mundo a veces me incomoda.
También, dentro de unos años, la marea se llevará por delante mi castillo de arena, y volveré a casa. Espero haber aprendido a poner la barca a salvo de las olas.
En Accra se me acaba la relajación. Consigo fácilmente los visados de Togo y Benin, pero me niegan el visado para Nigeria.
- Ghana no es un país fronterizo con Nigeria y usted no tiene residencia en Ghana -me responde un altanero funcionario-. Debe usted pedir el visado en un país fronterizo…
Los puntos suspensivos son el instante cómplice que yo debo aprovechar para insinuar.
-¿Y no hay ninguna posibilidad de conseguirlo aquí? Realmente lo necesito.
Pero soy firme en mi determinación. No quiero poner mi granito de arena en la corrupción de país alguno. Así que me despido educadamente y maldita sea, se viene abajo mi plan de cruzar Nigeria por su norte musulmán. Ahora he de ir por el visado a Cotonoú, en la costa de Benin.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Al avanzar hacia el sur van apareciendo lentamente pequeños árboles. La seca tierra sin vida va tornándose roja, y a veces, como una pincelada descuidada, una mancha verde de yerba tizna el suelo. Más arboles y más árboles, que convierten el desierto en sabana, y un buen día de repente, el primer árbol de veinte metros me ofrece una sombra que había olvidado.
Camino de Ouagadogou, el horizonte, como en un ejercicio de degradación del color, va tornándose verde y el crepitar ardiente del sol sobre el horizonte se atenúa. A la llegada a Ouagadougou ya me flanquean los árboles y me parece un milagro que apenas trescientos kilómetros al norte, la vida huela a muerte.
Es viernes y apuro la pedalada para llegar antes que cierre la embajada de Ghana. Y pese a estar sudado y sucio, cuando la señora de recepción descubre que he llegado desde España en bicicleta, no cabe en su asombro y me pide que espere. Me siento junto a un francés que viene a recoger su visado.
- Normalmente, son tres días de espera, pero me han dicho que tal vez no esté listo hoy y deba regresar el lunes -me explica de mal humor.
La señora regresa al momento, diciéndome que el excelentísimo embajador quiere recibirme, y allí entro yo, con unas pintas asquerosas en un despacho alfombrado, no sin cierto lujo obsceno, para charlar un rato de las cosas que le pasan a un ciclista en África. De camino, me llevo el visado en cinco minutos y para noventa días.
- ¡Espero que disfrutes en mi país! -me despide el embajador. Y salgo de allí sin poder despedirme del mosqueado francés que me fulmina con la mirada...
Burkina Faso depende de la ayuda internacional en más de la mitad de su producto interior, y el país está lleno de cooperantes y también ONGs. En un campamento de Medicus Mundi, donde paro a chequear mi fiebre pensando que pueda ser malaria, charlamos de esta controvertida interacción. Como en otros lugares, la enorme inversión de ayuda en el país causa corrupción, hay donaciones ridículas que no tienen en cuenta la realidad local -quien necesita un frigorífico cuando no hay electricidad-, y una contagiosa mendicidad en la población, sobretodo en los niños. También dicen que si no estuvieran aquí, el país estaría en guerra civil. Yo prefiero callar, he visto a padres enseñando a sus bebés, que todavía no saben hablar, a decir 'L’blanc, donnez-moi un cadeau’ (Blanco, dame un regalo).
Al oeste de la capital, en Boromo hay un parque nacional con elefantes, y allí me dirijo. No tengo mucha información, pero sí tengo suerte; entro por una pista equivocada que finaliza en un río, donde me los encuentro cruzando. Salto de la bici y me voy corriendo detrás de ellos para a verlos de cerca. El viento va en dirección opuesta y ellos me dan la espalda: ni me ven, ni me huelen. Una maravilla, uno de ellos trata de ayudar a un pequeñín que se resbala en el barro y no logra remontar la orilla contraria. Me recreo por unos instantes.
Quien si me ve es un ranger. Al otro lado del río hay algo así como un campamento turístico, y rápidamente viene a decirme que he de irme o pagar por ver los elefantes…
Al llegar al país Lobi, me detengo en Banfora, una ciudad considerable. No puedo más. El test de la malaria salió negativo, pero continúo muy débil y con fiebre. Tal vez estoy extenuado tras estos dos meses en el Sahel, pasando más de ocho horas al día por encima de los 40 grados. Decido pagar un hotel con aire acondicionado y pongo la temperatura a unos escalofriantes 19 grados. Mano santa. Tras dos días en esa nevera, mis músculos recuperan cierta energía y cesa la fiebre. Pongo rumbo a las aldeas lobi. Las casas lobi parecen pequeños castillos, que se van extendiendo conforme la familia crece, llegando a adquirir el tamaño de una aldea. En una de ellas, soy invitado a pasar la noche junto a un patriarca de, ¡47 hijos!
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
GHANA.
Deja atrás la luz de un candil y la leve presencia del fuego, un silencio inquietante de locos que sólo rompe el crepitar de los troncos. La mujer abre la puerta y da unos pasos en la oscuridad: frío, árboles, olor a noche y un río infatigable. Traga saliva antes de articular palabra y un apagado nombre surge sin fuerza de su garganta. No puede evitarlo y las lágrimas resbalan silenciosas por su rostro, lágrimas que nadie ve. La tristeza es un monstruo que viene de fuera y cuando no espera público se esconde en el estómago y muerde todo alrededor.
Caen unos copos de nieve tratando de hacer compañía y la mujer encuentra fuerzas suficientes para que un nombre salga a grito limpio, desesperado. Pero ni los perros ladran, ni el río calla. Sólo asoma, curiosa, un trozo de luna entre las nubes. Y vuelve a entrar en la ausencia, en la casa. Se sienta decidida al piano y empieza una triste pavana de Ravel. Una mano tibia se posa en su hombro, y un beso en el cuello la estremece. La mujer deja de tocar y una sonrisa del pasado le rompe el rostro, quebrando la piel de quien ha olvidado sonreír. Pero detrás no hay nadie, sólo la locura, y estalla en un llanto violento y compulsivo.
Con el impulso de quien ya no puede más, se levanta y busca en un cajón hasta dar con una escueta nota, 'Debo irme, volveré'. Sabe que si echa el papel al fuego acabará con este infierno, con el silencio inquietante y las noches de cristales rotos. Volverá a reír, a tocar el piano, a mirar otros hombres. También sabe que entonces, él jamás volverá. La mujer, inmóvil junto al fuego, espera una decisión que ella no puede tomar.
Un perro ladra y es el impulso que arroja la nota al fuego. Horrorizada, la ve comenzar a quemarse y en un segundo, arder desapareciendo. Los perros ladran y un aire extraño viste su piel con escalofríos.
En otro lugar del mundo, en una playa, un hombre empieza a escribir en la arena una frase. Indeciso, se detiene y borra lo escrito. Contempla el mar como quien espera escuchar algo interesante, y decide volver al hotel. A los pocos pasos se gira y vuelve otra vez a la orilla.
La mujer ríe invadida por unas ganas de vivir que había olvidado. Se siente libre, con un deseo infantil de saltar, correr. Deja atrás la ausencia y sale otra vez a la noche. Nieva con fuerza y recibe los copos con brazos abiertos, quiere sentir la nieve en su piel, en su boca. Respira de la noche para llenarse de vida, para oler el principio de sus días. La certeza es redonda: ya acabó todo. No va a mirar más atrás y disfruta la enorme libertad de quien sólo puede comenzar de nuevo, la vida por delante en blanco, como el suelo que pisa.
En otro lugar del mundo, en una playa, Augusto escribe en la arena, 'quien no es capaz de quedarse, no es capaz de volver'.
Mira hacia el mar, esperando una respuesta que no llega a una pregunta que no hace, y finalmente, regresa hacia el hotel. A su espalda, la marea se acerca para borrar las palabras dibujadas, y el sonido de las olas trae recuerdos de un tema de Ravel.
Y sí. Llego al río Volta Negro y no tengo que esperar mucho hasta que unos locales aparecen, incluida una chica que habla un perfecto inglés y me invita a comer en su casa al otro lado del río. El barquero llega y colocamos mi bici atravesada en la proa de la piragua, en un frágil balance… a veces me pregunto hasta dónde llegará mi suerte, y qué día voy a perder mi navío en qué peregrinas circunstancias.
Conforme bajo al sur aparecen los árboles tropicales, las lianas, las plantas de hojas gigantescas; una bocanada de vida tras la desolación del Sahel, y me noto más contento. La selva trae también bichos por doquier. Hace un par de semanas que tengo rota la cremallera de la tienda y duermo echando la mosquitera por encima, lo cual evita los mosquitos pero no sirve para los bichejos que se arrastran, y ahora, en Ghana, hay muchos.
La primera visita es una de esas orugas multicolores que al rozarse dejan la piel como una quemadura de medusa; una de ellas se da un paseo nocturno por mi costado que me deja una marca de latigazo. Pero la segunda es más preocupante. A media noche me despierta un cosquilleo por los pies, ilumino con la linterna y veo una enorme araña blancuzca y peluda, que me pone el corazón en la boca. Sin pensarlo, mi instinto trata de matarla con lo primero que tengo a mano, y que es, claro, la linterna. El resultado de mi astucia es romper la carcasa con el golpe, las pilas saltan fuera, y la araña y yo quedamos en la más absoluta oscuridad de una noche sin luna. Ponerme a manosear buscando las pilas era otra idea genial, pero finalmente decido quedarme quietecito a la espera de que la araña esté también asustada. Me cuesta dormir, y con la luz del día encuentro a la pobre araña muerta en el suelo de la tienda. Al llegar a Kumasi, lo primero que hago pues, es buscar una costurera que me pone una cremallera nueva. Habilidosa, la chica. Y es que tras seis meses de viaje ya hay bastantes cosas deterioradas y mi habilidad está más próxima a Pepe Gotera y Otilio que a maravillas de McGyver.
Kumasi es la clásica ciudad alegre africana. Abarrotada de mercados, negocios, árboles, gente relajada con la que fácilmente charlar de cualquier asunto. Especialmente de política. Ghana tiene reputación de ser la democracia más estable en África del oeste, y la gente participa más activamente, se preocupa. Es también la capital de la región Ashanti, y entro en una zona del continente donde aún hay mucho palacio y realeza; reyes, que sin tener poder activo, son adorados por su gente. También es una tierra donde los entierros se realizan con mucha ceremonia, y se pone mucho énfasis en asegurar una buena entrada al mundo de los espíritus. Cuestan mucho dinero y llegan a endeudar a la familia.
Los ashanti son los más famosos en este aspecto, con sus elegantes túnicas blancas. No obstante, para los asuntos mundanales están muy modernizados y no se respira una tradición que en las tierras sahelianas está más presente. No se puede tener todo, y dejo atrás el África tradicional por las playitas tranquilas de Busua; cuatro bucólicos días de paseos por la arena y tumbadas bajo un cocotero escuchando al Atlántico.
Los pescadores recogen pequeños peces en enormes redes, todos a una, no demasiado temprano en la mañana. A esa misma hora, hay algunos turistas blancos haciendo castillos en la arena. Luego llega el esfuerzo de traer contra el fuerte oleaje del Atlántico, las barcazas pesadas, para ponerlas lejos de la marea, cerca de los cocoteros. La misma marea de la que ponen a salvo las barcas es la que se lleva por delante los castillos de arena.
A la tarde, la comida humilde de los pescadores, maíz, plátano, cocos, casava, y unos metros más arriba, la lasaña vegetal en el restaurante de Bigmilly; una proximidad que sigo sin llevar bien, la suerte caprichosa de haber nacido en el lado rico del mundo a veces me incomoda.
También, dentro de unos años, la marea se llevará por delante mi castillo de arena, y volveré a casa. Espero haber aprendido a poner la barca a salvo de las olas.
En Accra se me acaba la relajación. Consigo fácilmente los visados de Togo y Benin, pero me niegan el visado para Nigeria.
- Ghana no es un país fronterizo con Nigeria y usted no tiene residencia en Ghana -me responde un altanero funcionario-. Debe usted pedir el visado en un país fronterizo…
Los puntos suspensivos son el instante cómplice que yo debo aprovechar para insinuar.
-¿Y no hay ninguna posibilidad de conseguirlo aquí? Realmente lo necesito.
Pero soy firme en mi determinación. No quiero poner mi granito de arena en la corrupción de país alguno. Así que me despido educadamente y maldita sea, se viene abajo mi plan de cruzar Nigeria por su norte musulmán. Ahora he de ir por el visado a Cotonoú, en la costa de Benin.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
TOGO Y BENIN.
Imagina que un africano viaja por España andando o en bicicleta. Imagina que tras todo el día deambulando, no tiene digamos, su mejor aspecto, aunque una sonrisa le inunde la cara. Al llegar a un pueblo, pregunta por el alcalde, y alguien amablemente le lleva a su casa. Allí, el alcalde le saluda con respeto y le pregunta por su viaje, por quién es, a qué se dedica y le pide que espere, tiene que atender a alguien. Imagina que tras hacer su trabajo, el alcalde se monta en una bici y acompaña al viajero al lugar donde éste quiere poner su tienda, o que le invita a su casa, o que finalmente le recomienda que vaya a dormir a la escuela pues el director es un hombre muy amable.
Imagina que el viajero acaba durmiendo en la escuela un par de días, invitado por el director, que pasa su tiempo libre con él, que le invita a comer y que le cuenta historias sobre las costumbres del país con una generosidad sin límites. Imagina que en ese pueblo, cuando el africano se va, la familia del director y del alcalde se ponen realmente tristes, le piden una foto para recordarle, le piden que no se olvide de ellos.
Esto es lo que me pasa a mí cada tarde cuando decido parar en un pueblo de África. De una forma u otra, pero siempre con la misma amabilidad y generosidad.
Las montañas de Togo son selváticas, un bonito paisaje por el que subir hacia el norte del país, alejándome de Cotonou y la visa para Nigeria, pero quiero conocer a los tamberma, y si cruzo por el sur, Togo es tan estrecho que se me acaba en unas horas.
Es época de lluvias, todo está exuberante y limpio. Tengo largas pausas a veces, horas y horas esperando bajo el techo de un mercado a que cese la lluvia. Hasta me ha hecho ver algunos partidos del mundial del fútbol en los chiringuitos locales. Una sala de adobe o cañizo donde un tipo pone una televisión y veinte sillas. Es todo un espectáculo observar la intensidad con la que viven el fútbol, la misma con la que ven el 'Pressing Catch', o cualquier película. Con la gente que acude de aldeas remotas es incluso más llamativo, pues para ellos lo que ocurre en la televisión es real. No pueden entender la idea de ficción, no existe en sus vidas. Chuck Norris es un ídolo para ellos, creen que son aventuras reales, que la gente muere en la pantalla.
Los tamberma viven a caballo entre el norte de Togo y Benin, y tienen las casas-castillo más bonitas de África occidental. Pequeños castillos de adobe, torres incluidas, que son los dormitorios para la mujer y los niños. El hombre debe dormir abajo para garantizar la seguridad. La imagen de una aldea tamberma, decenas de castillitos de adobe entre el fantástico verdor y los enormes árboles, es una de las estampas más bonitas de África. La desnudez está aún muy presente en su vida cotidiana, niños y mujeres, pese a la presión de las misiones cristianas. Y también mantienen muchas costumbres animistas.
Aún en tierra de tambermas, cruzo a Benin por una senda junto a un mercado semanal, sin encontrar a nadie que me selle la salida de Togo. Tampoco resulta fácil al otro lado, y en el primer pueblo beninés doy finalmente con Inmigración, escondida en una carretera al norte, y les pido, por favor, que tengan la bondad de sellarme la entrada en su país.
- ¿Y el sello de salida de Togo? - me preguntan.
- No encontré ningún puesto de Inmigración, y cuando llegué a este pueblo me dijeron que ya estaba en Benin. Se ríen y me desean buen viaje por su país.
Benin está más desarrollado, y dejo atrás la tranquilidad togoleña por gritos de niños maleducados pidiéndome dinero a mi paso. Lo que no cambia es el clima. Siguen las lluvias. Cada día, al caer la tarde, el cielo comienza a cubrirse con enormes nubes, y sé que tengo media hora más o menos para encontrar un lugar donde dormir. Normalmente paro en misiones religiosas, que me reciben con los brazos abiertos y me dejan dormir bajo techo, en mi esterillo o en una cama. Mucho más agradable que soportar el yembe de la lluvia sobre mi tienda.
En África, las misiones cristianas tienen un amplio jardín alrededor de las casas y la iglesia, lleno de árboles. Pese a que cualquier vecino puede alojarme en su casa, para ellos es mejor si duermo en la casa del jefe o en la misión cristiana. De una u otra manera, la hospitalidad es regla sagrada, incuestionable. El viajero ha de dormir en algún sitio, lavarse y comer; tan sencillo como sus vidas.
Al llegar a Savalou me confirman que no puedo conseguir un visado para Níger en la frontera, y que debo regresar al sur, a Cotonou, para repetir intento con el visado de Nigeria. Espero tener más suerte, no tengo otra salida.
Coincido con la fiesta del gname, un tubérculo de tamaño considerable y sabor parecido a la patata. El rey va a celebrar una ceremonia para autorizar la cosecha de este año, y hay varios eventos preparados. Música y danzas tradicionales durante tres días, una pequeña feria, puestos de comida en la calle, pero lo más impresionante es la ceremonia de 'los redivivos'.
Los ancianos se colocan unas máscaras enormes, todas diferentes, bailan y persiguen a la gente. Al igual que con el 'kánkora', los adultos a veces se ríen, a veces tienen miedo, pero hacia el final de la larga fiesta el asunto se torna peligroso; los viejos están muy bebidos y las persecuciones se vuelven agresivas, con todo el mundo corriendo de aquí para allá. Incluso yo, que había estado al margen hasta ese momento, soy perseguido y tengo que levantar los brazos para no ser golpeado. De pronto, uno de los 'redivivos' se planta frente al tipo que está a mi lado, le dice algo, y éste cae al suelo fulminado. Rápidamente, se lo llevan en hombros a una casa próxima, y un tipo me explica que le van a dar una 'medicina' y en un par de días 'resucitará'. Terrible. Siento que se me pone el cuerpo enfermo. Lo he visto con mis propios ojos. Y yo que tenía curiosidad por el vudú…
Con el recuerdo de los ojos en blanco de ese pobre hombre, llego a Cotonou. ¡Salí de Accra hace un mes y estoy a dos días de pedaleo!
Voy preocupado por la incertidumbre del visado nigeriano y por la cadena de la bici, que salta demasiado en un par de dientes. En casa, mi familia y mis amigos están preocupados por mi idea de cruzar Nigeria. Y yo no quiero contarles que llevo un mes con unas virulentas bacterias en mi intestino que no consigo matar, estoy perdiendo peso, fuerzas, y la lluvia constante me provoca calambres en las piernas.
Preocupaciones… ¿quién dijo que cruzar África en bicicleta era sencillo?
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Imagina que un africano viaja por España andando o en bicicleta. Imagina que tras todo el día deambulando, no tiene digamos, su mejor aspecto, aunque una sonrisa le inunde la cara. Al llegar a un pueblo, pregunta por el alcalde, y alguien amablemente le lleva a su casa. Allí, el alcalde le saluda con respeto y le pregunta por su viaje, por quién es, a qué se dedica y le pide que espere, tiene que atender a alguien. Imagina que tras hacer su trabajo, el alcalde se monta en una bici y acompaña al viajero al lugar donde éste quiere poner su tienda, o que le invita a su casa, o que finalmente le recomienda que vaya a dormir a la escuela pues el director es un hombre muy amable.
Imagina que el viajero acaba durmiendo en la escuela un par de días, invitado por el director, que pasa su tiempo libre con él, que le invita a comer y que le cuenta historias sobre las costumbres del país con una generosidad sin límites. Imagina que en ese pueblo, cuando el africano se va, la familia del director y del alcalde se ponen realmente tristes, le piden una foto para recordarle, le piden que no se olvide de ellos.
Esto es lo que me pasa a mí cada tarde cuando decido parar en un pueblo de África. De una forma u otra, pero siempre con la misma amabilidad y generosidad.
Las montañas de Togo son selváticas, un bonito paisaje por el que subir hacia el norte del país, alejándome de Cotonou y la visa para Nigeria, pero quiero conocer a los tamberma, y si cruzo por el sur, Togo es tan estrecho que se me acaba en unas horas.
Es época de lluvias, todo está exuberante y limpio. Tengo largas pausas a veces, horas y horas esperando bajo el techo de un mercado a que cese la lluvia. Hasta me ha hecho ver algunos partidos del mundial del fútbol en los chiringuitos locales. Una sala de adobe o cañizo donde un tipo pone una televisión y veinte sillas. Es todo un espectáculo observar la intensidad con la que viven el fútbol, la misma con la que ven el 'Pressing Catch', o cualquier película. Con la gente que acude de aldeas remotas es incluso más llamativo, pues para ellos lo que ocurre en la televisión es real. No pueden entender la idea de ficción, no existe en sus vidas. Chuck Norris es un ídolo para ellos, creen que son aventuras reales, que la gente muere en la pantalla.
Los tamberma viven a caballo entre el norte de Togo y Benin, y tienen las casas-castillo más bonitas de África occidental. Pequeños castillos de adobe, torres incluidas, que son los dormitorios para la mujer y los niños. El hombre debe dormir abajo para garantizar la seguridad. La imagen de una aldea tamberma, decenas de castillitos de adobe entre el fantástico verdor y los enormes árboles, es una de las estampas más bonitas de África. La desnudez está aún muy presente en su vida cotidiana, niños y mujeres, pese a la presión de las misiones cristianas. Y también mantienen muchas costumbres animistas.
Aún en tierra de tambermas, cruzo a Benin por una senda junto a un mercado semanal, sin encontrar a nadie que me selle la salida de Togo. Tampoco resulta fácil al otro lado, y en el primer pueblo beninés doy finalmente con Inmigración, escondida en una carretera al norte, y les pido, por favor, que tengan la bondad de sellarme la entrada en su país.
- ¿Y el sello de salida de Togo? - me preguntan.
- No encontré ningún puesto de Inmigración, y cuando llegué a este pueblo me dijeron que ya estaba en Benin. Se ríen y me desean buen viaje por su país.
Benin está más desarrollado, y dejo atrás la tranquilidad togoleña por gritos de niños maleducados pidiéndome dinero a mi paso. Lo que no cambia es el clima. Siguen las lluvias. Cada día, al caer la tarde, el cielo comienza a cubrirse con enormes nubes, y sé que tengo media hora más o menos para encontrar un lugar donde dormir. Normalmente paro en misiones religiosas, que me reciben con los brazos abiertos y me dejan dormir bajo techo, en mi esterillo o en una cama. Mucho más agradable que soportar el yembe de la lluvia sobre mi tienda.
En África, las misiones cristianas tienen un amplio jardín alrededor de las casas y la iglesia, lleno de árboles. Pese a que cualquier vecino puede alojarme en su casa, para ellos es mejor si duermo en la casa del jefe o en la misión cristiana. De una u otra manera, la hospitalidad es regla sagrada, incuestionable. El viajero ha de dormir en algún sitio, lavarse y comer; tan sencillo como sus vidas.
Al llegar a Savalou me confirman que no puedo conseguir un visado para Níger en la frontera, y que debo regresar al sur, a Cotonou, para repetir intento con el visado de Nigeria. Espero tener más suerte, no tengo otra salida.
Coincido con la fiesta del gname, un tubérculo de tamaño considerable y sabor parecido a la patata. El rey va a celebrar una ceremonia para autorizar la cosecha de este año, y hay varios eventos preparados. Música y danzas tradicionales durante tres días, una pequeña feria, puestos de comida en la calle, pero lo más impresionante es la ceremonia de 'los redivivos'.
Los ancianos se colocan unas máscaras enormes, todas diferentes, bailan y persiguen a la gente. Al igual que con el 'kánkora', los adultos a veces se ríen, a veces tienen miedo, pero hacia el final de la larga fiesta el asunto se torna peligroso; los viejos están muy bebidos y las persecuciones se vuelven agresivas, con todo el mundo corriendo de aquí para allá. Incluso yo, que había estado al margen hasta ese momento, soy perseguido y tengo que levantar los brazos para no ser golpeado. De pronto, uno de los 'redivivos' se planta frente al tipo que está a mi lado, le dice algo, y éste cae al suelo fulminado. Rápidamente, se lo llevan en hombros a una casa próxima, y un tipo me explica que le van a dar una 'medicina' y en un par de días 'resucitará'. Terrible. Siento que se me pone el cuerpo enfermo. Lo he visto con mis propios ojos. Y yo que tenía curiosidad por el vudú…
Con el recuerdo de los ojos en blanco de ese pobre hombre, llego a Cotonou. ¡Salí de Accra hace un mes y estoy a dos días de pedaleo!
Voy preocupado por la incertidumbre del visado nigeriano y por la cadena de la bici, que salta demasiado en un par de dientes. En casa, mi familia y mis amigos están preocupados por mi idea de cruzar Nigeria. Y yo no quiero contarles que llevo un mes con unas virulentas bacterias en mi intestino que no consigo matar, estoy perdiendo peso, fuerzas, y la lluvia constante me provoca calambres en las piernas.
Preocupaciones… ¿quién dijo que cruzar África en bicicleta era sencillo?
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