Salí de San Pedro de Atacama un mediodía, pues mi intención era acampar antes de comenzar la subida al altiplano y disfrutar las estrellas de este famoso desierto. Casi que no lo consigo. Un fortísimo viento a las 5 de la tarde apenas me deja pedalear en pleno llano y aunque es precisamente el lugar perfecto para ver las estrellas, si acampo sin protegerme de este vendaval es muy probable que termine por verlas más cerca de lo que pretendo.
Avanzo una hora más, a cuatro kilómetros por hora, y veo una roca del tamaño justo para proteger la dimensión de la tienda. No es una maravilla y tengo que poner piedras sobre las picas, pero puedo descansar sin que el viento lance volando la tienda conmigo dentro. Y a eso de las once, cuando Eolo se va por fin a dormir, salgo de la tienda…, vaya fiasco, ¡apenas había estrellas! Era como si hubiera luna llena o una ciudad cerca… no lo entiendo. Me sentí estafado. Pero si aquí mismo hay un observatorio, se supone que este lugar es famoso en el mundo entero… y nada, cuatro cristales rotos y poco más. A dormir, pues.
A la mañana me toca subir lo que bajé al cruzar de Bolivia a Chile, esta gigantesca loma que separa los Andes del desierto Atacama, y a la tarde, bien cansado (llevo 10 litros de agua extra), llego a 4000 metros nuevamente. Tras la subida, ante mis ojos se ha abierto una linda pampa de matorrales amarillos que parecen fueguitos ardiendo por todos lados, y estoy haciendo una foto cuando siento algo raro en estos parajes, 'capitán, parece que el viento hoy está parando antes'.
Así es. Me quedo unos minutos desconfiando… aquí no hay nada para protegerme, si pongo la tienda y este monstruo vuelve a bramar, cruzamos a Argentina esta misma noche con Viajes Simbad, en alfombra voladora. Pero el viento se calma. Algo en el instinto me dice que confíe y ante mi sorpresa, confío. Acampo entre varios de estos lindos fueguitos, ya apagados sin el viento, y paso una noche de paz inestimable en esta guerra.
Camino de la frontera, subo, bajo, paso un enorme salar con una laguna verde en medio y unas curiosas montañas: el viento levanta la sal del salar y las tinta de blanco. Pero disfrutar la extraña belleza lunar de este altiplano es algo breve, el viento no demora más de las doce para decir 'aquí estoy yo', cuando no aparece antes, y ya es imposible echar un ojo al panorama, hacer una foto, el viento es tan fuerte que me mueve la cámara violentamente. Y de esto comienzo a estar cansado, sufrir carreteras arenosas donde me dejo el alma y no poder ver el paisaje porque los ojos están puestos en no romper la bicicleta sobre una piedra, un socavón, o que el viento no me tire al suelo.
Llaman a este paso fronterizo el Paso Sico y, la verdad, yo no me lo explico. Hay dos pasos antes, un 4650 y un 4550, pero la frontera en sí está en medio de una pampa abierta, plana, ventosa, donde solo hay un par de paneles por país dando la bienvenida al viento y a los cuatro ciclistas que pasamos por aquí en lugar de ir por el Paso Jama, que está asfaltado.
Y es una ruta dura, una carretera que a nadie interesa, ni a Chile, ni a Argentina, sin uso alguno, y que nadie mantiene. La arena, las piedras, en fin, todo está en un estado prácticamente de abandono. Al menos, tras cruzar 'la frontera' tengo una larga bajada hasta la aduana argentina, otro puesto fronterizo remoto en donde ni siquiera viven las vicuñas.
- ¿Y me llenarías mi bolsa de agua? -le pregunto al oficial tras sellarme el pasaporte.
- Sí, pero… ¿tienes filtro?
- Sí, claro, ¿por qué?
- Bien, porque aquí el agua tiene arsénico. Nosotros no la bebemos, tenemos agua mineral, pero no te podemos dar.
Y tras semejante bienvenida, entro en Argentina con 6 litros de agua envenenada y uno de agua potable que me queda de la mina Laco. Todavía tengo 60 kilómetros hasta el primer pueblo argentino.
Tengo suerte y 20 kilómetros más tarde me pasan unos mineros que me dan un par de litros. Perfecto, con eso ya paso la noche y a la mañana siguiente llegaré al pueblo. Ánimo, Garbancito, disfruta las dificultades y la penuria que ya son pocas, realmente son pocas situaciones como éstas las que te quedan. En mayo vas a estar pedaleando en Europa y echarás de menos los problemas con el agua, los lugares remotos, el viento, la altitud… Y sí, siento que hoy la disfruto más que otros días pasados.
En verdad, disfruto de lo lindo, me harto de disfrutar... Vaya día, el siguiente.
Tras subir por una carretera muy arenosa el último 4500 de este viaje, me dejo caer a San Antonio de los Cobres y pocas veces me habré sentido tan sucio y polvoriento, tan cansado. Qué paliza me dieron el viento y la arena ese día, no quiero ni recordarla.
Un tipo me dice que podría acampar en el jardín de las monjas, que está protegido del viento, pero las monjas no me abren la puerta siquiera, imagino que mi aspecto no era el que Dios manda.
En la oficina de información sí me abren la puerta, una amable chica me envía a ducharme a casa de unos amigos suyos y me invita a dormir en una de las habitaciones que tienen, porque el viento hoy está más loco de lo habitual.
- ¿Eso vas a comer? ¿fideos blancos? -me pregunta cuando estoy cocinando.
- Pues sí, esto es lo que me queda. Hace 5 días que dejé atrás San Pedro de Atacama, no hay nada en el camino y todavía no tengo pesos argentinos. Mañana me doy un festín en Salta, no te preocupes -le contesto con una sonrisa.
Media hora más tarde reaparece la chica con un montón de croasants, galletas, un jugo.
- Cómetelo todo, es de nuestra despensa y la vaciamos cada domingo, si no te lo comes, mañana lo tiramos.
Ignoro si era mentira o verdad, pero el hambre no tiene orgullo que valga. Le doy mil gracias y me quedo recordando varias situaciones de este viaje en donde las circunstancias me llevaron a tener hambre de veras, hambre de la que te dobla en dos con calambres en el estómago y te deja débil. Y siempre apareció alguien que me dio comida. Se va terminando esta vuelta al mundo y tengo que recopilar muchas cosas que no puedo permitirme olvidar.
Sin embargo, en la carretera… días anodinos, uno tras otro. La carretera suele ser una interminable recta de decenas de kilómetros, aburrida, junto a una tierra yerma, agrietada, con matorral, a veces arena, idéntico paisaje durante más de mil kilómetros. Para volverse loco. Sin lugar a dudas, la región más fea de este continente americano. Y si el paisaje no es suficiente para convertir las horas en interminables pedaleos, los cientos de moscas buscando los ojos y los oídos, el calor y el viento, ponen la puntilla.
En un pueblito, Salica, me encuentro con un amigo alemán, Axel, y al igual que yo está desquiciado. Este tramo de la ruta 40 es famoso en los blogs de los ciclistas que cruzan Suramérica, y todos lo odian. No solo eso, a más de uno le ha quitado las ganas de seguir viaje, y es que 6-7 horas al día durante 2 semanas pedaleando por este infierno, rumiando maldiciones, aburrido, pidiendo a gritos una rendición y montar la bici en un bus, pueden acabar por desquiciarte a tal punto que una tontería hace rebosar el vaso y mandarlo todo al diablo. Así les ocurre a Waldemar e Indra, que al llegar a Mendoza estallaron, compraron un billete de avión a casa, y al carajo con la bicicleta.
En mi caso, tras varios desiertos duros en las alforjas, como el iraní, el Karakum, o las eternas sabanas africanas, no estoy dispuesto a que el norte argentino me gane la batalla, sin embargo, no puedo evitar sentirme cansado, desmotivado, sin ganas de viajar. Me he acostumbrado a drogarme con dosis de belleza demasiado frecuentes, y su carencia me entristece el ánimo. Trato de verlo al revés, en lugar de pensar 'un día más en este infierno', pienso 'un día menos para llegar a Mendoza, un día más cerca', pero sirve solo para dar pedales, el corazón no cae en la trampa y llega mustio a esta ciudad.
Solo, por veinte kilómetros, la cuesta de Miranda, el paisaje cambia su monotonía de valle desértico infinito por un pequeño paso de montaña con ciertas vistas, además, sin asfalto. Menos da una piedra. Hice más fotos en esos veinte kilómetros que en los restantes 1.200
Estos días me trajeron una pregunta inquietante, ¿qué va a pasar conmigo cuando el viaje se acabe y ya no tenga mi dosis diaria de belleza, de vida intensa, de caras nuevas?
Pensar tonterías, andar cabizbajo, no hace otra cosa sino llamar al destino para empeorar la situación. Llevaba pedaleando desde Cusco dos meses sin un pinchazo, ni siquiera había tenido que poner un poquito de aire en las ruedas, y llegando a Mendoza, ¡zas! la cubierta trasera se raja y explota antes de que me dé cuenta. En fin. Pongo la que llevaba de repuesto para las carreteras de piedras (que estaba igual de gastada, también es cierto) y 50 kilómetros más adelante comienza a rajarse en un lateral. Fantástico. La raja es más pequeña y me quedan unos 40 kilómetros a Mendoza, lo pienso… pongo un parche por dentro, libero el freno trasero para que no roce, y me encomiendo a Gauchito Gil para que aguante hasta la ciudad.
Y sí. Llego. Este Gauchito Gil es un fenómeno.
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