CHINA 2.
Cuando salgo de Xi'an ya es el comienzo del verano continental. Una zona muy alejada del mar, donde los cuarenta y tantos grados son tan secos que siquiera puedo empañar las gafas con el aliento antes que se evapore. Subo hacia el norte por un bonito paisaje de pequeñas montañas, valles fértiles, y chinos hospitalarios, en el estricto sentido de la palabra. En la provincia de Shanxi no hay ninguna localidad turística, ni desarrollo, no hay occidentales y los niños se acercan a mí como a los juguetes de los Reyes Magos, locos de excitación. Da igual que me aloje en una pensión barata que en un hotel decente, pues todos me dejan estar por el precio que quiera a cambio de tenerme entre ellos, hacerse una foto y pasearme por el pueblo. La mayoría de las tardes me invitan a una pantagruélica cena, y la hospitalidad china es una experiencia absolutamente asiática, tal y como la sueña un occidental. Me tratan como a un bebé, me colman de atenciones, y si abro la boca o miro algo con deseo, inmediatamente alguien lo pone en mi cuenco, o se levanta para salir disparado a comprarlo. Tosí, y me trajeron jarabe y pastillas. Ponen un entusiasmo vital del que es imposible no contagiarse, lleno de sonrisas y felicidad.
Pero después doy con mi bici en la zona china de donde se extrae el 80% del carbón del país. Miles de camiones llevando y trayendo carbón, atascos con kilómetros de camiones parados uno detrás del otro; una pesadilla tras el dulce sueño. Todo está sucio, todo está negro del polvo de carbón que hay por doquier, y la gente no es feliz, quién podría. Yo tampoco, y al final del día parezco un minero al salir del trabajo. Ahora entiendo por qué no hay turismo aquí.
En cada cruce de carreteras trato de elegir la que pueda tener menos tráfico, pero todas acaban siendo la misma pesadilla. A fin de cuentas, es una experiencia interesante, nunca antes había visto algo así. Como dice Marty Feldman, en 'El jovencito Frankenstein',
- … podría ser peor, podría llover.
Y se pone a llover, alcanzando la suciedad en mi bici y en mí un nivel alarmante. En un pueblo, unos policías vienen hacia mí y me invitan a comer tras ver que la gente rehuye a responderme. Me dan un espejo para que me lave antes de comer y comprendo por qué nadie me quiere hablar. Mi cara está tan negra de carbón y barro que da miedo.
Acercándome a Pekín, por fin encuentro una carretera de montañas que resulta ser tranquila, bonita y sin tráfico; una inesperada llegada bucólica a la capital.
Tras cuatro meses en China, no puedo decir que me entusiasme el país, pero es uno de los más divertidos del viaje. Al principio me llamaban la atención los modales groseros de los chinos, gritando, muy rudos, escupiendo constantemente con un regurgitar previo que parece salir del intestino. También que todo sea cutre, todo se rompe con mirarlo, es de plástico, una imitación barata para aparentar una calidad de vida que no existe. Las ciudades chinas son un gigantesco decorado de cartón piedra. A nivel social, no existe la individualidad, son muy conservadores, de culto al grupo. Y sumisos, soportan salarios miserables de esclavitud que permiten a China construir como los faraones del Antiguo Egipto. Sin embargo, poco a poco he ido descubriendo cosas muy positivas: la atención por el detalle, la paciencia, la tolerancia, la humanidad en cosas delicadas, el amor por los jardines, las flores, el entusiasmo, la alegría que cualquier tontería les hace brotar, la amabilidad, es gente que se siente feliz ayudando.
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