ETIOPÍA.
Al otro lado del Omo es también zona tribal, pero se puede llegar en todo-terreno desde Addis Abeba, y las mujeres hamer están acostumbradas a posar para turistas a cambio de dinero. Viniendo de la orilla oeste, es todo un shock, pero pronto descubro que si en vez de hacerles fotos y meterte otra vez en el coche, pasas un tiempo allí con ellos, se relajan y se ríen con normalidad; son gente muy sencilla, y la verdad, me siento como en un capítulo de 'Otros pueblos'. De todas las tribus del Omo, los mursi y los hamer son los más exóticos. Cuando veo a las hamer por Turmi, que sólo visten una breve falda de piel, me impresionan las cicatrices en la espalda.
Los hamer celebran los matrimonios con una particular ceremonia llamada 'el salto del toro', aunque me explican que el salto en cuestión son los últimos cinco minutos de las cuatro horas que dura la 'fiesta'. Durante esa ceremonia, con una vara golpean a las mujeres en la espalda haciéndolas sangrar, con lo que demuestran su fidelidad o su fortaleza a su futuro marido. Cuantas más marcas, más valiosa es la novia.
Es cierto que en África el dolor no es un tabú como en Europa, sino algo presente en la vida, visible y aceptado, un vehículo de aprendizaje, pues aquí la vida no es cómoda. En muchas tribus, los niños deben aguantar la circuncisión sin un grito o una lágrima. También las escarificaciones son dolorosas… Pero la cuestión en este contexto es que muchos de los turistas en todo-terreno van directos a una ceremonia, y pagan por ver como golpean a las mujeres hasta hacerlas sangrar. De esa manera me lo cuenta un canadiense emocionado por haber asistido a algo tan tribal, tan salvaje,
- ¿Tú has pagado por eso? -le pregunto con rabia contenida.
El tipo se queda callado, como quien se plantea por primera vez que algo huele a podrido, y al poco se marcha a su habitación simulando cansancio. Yo me quedo preguntándome cuál es el siguiente paso, ¿asistir a una circuncisión femenina?
Definitivamente, no me gusta la vida tribal, cruzan un límite injustificable. Minorías de lugares remotos que conservan tradiciones horribles, casi siempre sufridas por las mujeres, como las 'mujeres-jirafa' birmanas, y que muchos apoyan o tratan de justificar con razones antropológicas. El turismo refuerza estas tradiciones con su dinero fácil, pero ninguno de nosotros quisiera que a su hermana le hicieran algo así.
Me siento incapaz de disfrutar las tribus del Omo y emprendo la ruta más directa hasta Arba Minch, el comienzo de la Etiopía aymara. Estoy advertido de lo que va a suceder: las famosas pedradas de los niños etíopes a los ciclistas y mochileros que no les dan dinero.
Addis, de día es un hormiguero africano no caótico, pero sí diverso. Nilóticos, bantúes y árabes conforman una variedad de rasgos que van desde los finos rostros de chicas como muñequitas, hasta amplios rostros de ébano y escarificaciones tribales. Cientos de mendigos, el hedor y la suciedad que genera vivir en la calle; pastelerías coloridas y pulcras donde los modernos etíopes toman 'machiattos'; calles destrozadas, amputados y desgraciados estancados en las esquinas, y las inquietantes iglesias etíopes cerradas a cal y canto. Todo junto recrea una estampa de aire medieval con brisas del siglo XXI.
También es la incertidumbre, pues no sé si puedo obtener visado para Sudán, o deberé cruzar de Djibouti a Yemen. La información que tenía es que el nuevo embajador sudanés expide visas de tránsito con cierta celeridad, pero al visitar la embajada sudanesa me encuentro con un cartel que dice 'No se expiden más visados hasta nuevo aviso'.
No me importa esperar. Necesito un descanso y coincido con muchos viajeros que también esperan visados aquí. Viajeros de mucho calibre, y algunos de ellos ciclistas. Como Daisuke, un japonés con una humanidad de gigante, que lleva pedaleando diez años. O Kenny, un artista y aventurero canadiense, con una de las vidas más apasionantes que he conocido: veinticinco años por el mundo, en barco, en bicicleta, incluso cruzó la Antártica con una expedición rusa.
Daisuke va hacia Djibouti y Kenny hacia el sur, así que con otros viajeros, Guy y Marleen, regreso unos días después a la embajada sudanesa. Esta pareja belga lleva dieciséis años viajando en todo-terreno, casi siempre en África, y poseen una conversación embaucadora. En la embajada hay mejores noticias, se conceden visas de catorce días, mostrando el visado de Egipto como prueba de cruzar Sudán en tránsito. Eso es fácil. La embajada de Egipto adora al turismo y en diez minutos lo tengo en mi pasaporte. Tres días después recojo el visado para Sudán, me despido de mis amigos y pongo rumbo al lago Tana, donde nace el Nilo Azul.
El norte etíope no desmerece del sur y me encuentro la misma actitud en las aldeas. Desmoralizante. Quiero salir de este país lo antes posible. Sólo me detengo unos días en Góndar, una ciudad de castillos con aire infantil, que me regala el mejor recuerdo de este país, junto con el sabor del café tostado en las casas. En un mes y medio he acampado una sola vez. No me sentí seguro jamás y escuché decenas de historias de robos. Afortunadamente, los hoteles son muy baratos, uno o dos euros; en ellos no hay ladrones, pues son burdeles, y las chicas van a lo suyo. Sí hay chinches y pulgas, en todos. Y por fin, al cruzar a Sudán, compro un spray para desinfectar mis ropas y el saco de dormir, sabiendo que no habrá más picotazos nocturnos.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Al otro lado del Omo es también zona tribal, pero se puede llegar en todo-terreno desde Addis Abeba, y las mujeres hamer están acostumbradas a posar para turistas a cambio de dinero. Viniendo de la orilla oeste, es todo un shock, pero pronto descubro que si en vez de hacerles fotos y meterte otra vez en el coche, pasas un tiempo allí con ellos, se relajan y se ríen con normalidad; son gente muy sencilla, y la verdad, me siento como en un capítulo de 'Otros pueblos'. De todas las tribus del Omo, los mursi y los hamer son los más exóticos. Cuando veo a las hamer por Turmi, que sólo visten una breve falda de piel, me impresionan las cicatrices en la espalda.
Los hamer celebran los matrimonios con una particular ceremonia llamada 'el salto del toro', aunque me explican que el salto en cuestión son los últimos cinco minutos de las cuatro horas que dura la 'fiesta'. Durante esa ceremonia, con una vara golpean a las mujeres en la espalda haciéndolas sangrar, con lo que demuestran su fidelidad o su fortaleza a su futuro marido. Cuantas más marcas, más valiosa es la novia.
Es cierto que en África el dolor no es un tabú como en Europa, sino algo presente en la vida, visible y aceptado, un vehículo de aprendizaje, pues aquí la vida no es cómoda. En muchas tribus, los niños deben aguantar la circuncisión sin un grito o una lágrima. También las escarificaciones son dolorosas… Pero la cuestión en este contexto es que muchos de los turistas en todo-terreno van directos a una ceremonia, y pagan por ver como golpean a las mujeres hasta hacerlas sangrar. De esa manera me lo cuenta un canadiense emocionado por haber asistido a algo tan tribal, tan salvaje,
- ¿Tú has pagado por eso? -le pregunto con rabia contenida.
El tipo se queda callado, como quien se plantea por primera vez que algo huele a podrido, y al poco se marcha a su habitación simulando cansancio. Yo me quedo preguntándome cuál es el siguiente paso, ¿asistir a una circuncisión femenina?
Definitivamente, no me gusta la vida tribal, cruzan un límite injustificable. Minorías de lugares remotos que conservan tradiciones horribles, casi siempre sufridas por las mujeres, como las 'mujeres-jirafa' birmanas, y que muchos apoyan o tratan de justificar con razones antropológicas. El turismo refuerza estas tradiciones con su dinero fácil, pero ninguno de nosotros quisiera que a su hermana le hicieran algo así.
Me siento incapaz de disfrutar las tribus del Omo y emprendo la ruta más directa hasta Arba Minch, el comienzo de la Etiopía aymara. Estoy advertido de lo que va a suceder: las famosas pedradas de los niños etíopes a los ciclistas y mochileros que no les dan dinero.
Addis, de día es un hormiguero africano no caótico, pero sí diverso. Nilóticos, bantúes y árabes conforman una variedad de rasgos que van desde los finos rostros de chicas como muñequitas, hasta amplios rostros de ébano y escarificaciones tribales. Cientos de mendigos, el hedor y la suciedad que genera vivir en la calle; pastelerías coloridas y pulcras donde los modernos etíopes toman 'machiattos'; calles destrozadas, amputados y desgraciados estancados en las esquinas, y las inquietantes iglesias etíopes cerradas a cal y canto. Todo junto recrea una estampa de aire medieval con brisas del siglo XXI.
También es la incertidumbre, pues no sé si puedo obtener visado para Sudán, o deberé cruzar de Djibouti a Yemen. La información que tenía es que el nuevo embajador sudanés expide visas de tránsito con cierta celeridad, pero al visitar la embajada sudanesa me encuentro con un cartel que dice 'No se expiden más visados hasta nuevo aviso'.
No me importa esperar. Necesito un descanso y coincido con muchos viajeros que también esperan visados aquí. Viajeros de mucho calibre, y algunos de ellos ciclistas. Como Daisuke, un japonés con una humanidad de gigante, que lleva pedaleando diez años. O Kenny, un artista y aventurero canadiense, con una de las vidas más apasionantes que he conocido: veinticinco años por el mundo, en barco, en bicicleta, incluso cruzó la Antártica con una expedición rusa.
Daisuke va hacia Djibouti y Kenny hacia el sur, así que con otros viajeros, Guy y Marleen, regreso unos días después a la embajada sudanesa. Esta pareja belga lleva dieciséis años viajando en todo-terreno, casi siempre en África, y poseen una conversación embaucadora. En la embajada hay mejores noticias, se conceden visas de catorce días, mostrando el visado de Egipto como prueba de cruzar Sudán en tránsito. Eso es fácil. La embajada de Egipto adora al turismo y en diez minutos lo tengo en mi pasaporte. Tres días después recojo el visado para Sudán, me despido de mis amigos y pongo rumbo al lago Tana, donde nace el Nilo Azul.
El norte etíope no desmerece del sur y me encuentro la misma actitud en las aldeas. Desmoralizante. Quiero salir de este país lo antes posible. Sólo me detengo unos días en Góndar, una ciudad de castillos con aire infantil, que me regala el mejor recuerdo de este país, junto con el sabor del café tostado en las casas. En un mes y medio he acampado una sola vez. No me sentí seguro jamás y escuché decenas de historias de robos. Afortunadamente, los hoteles son muy baratos, uno o dos euros; en ellos no hay ladrones, pues son burdeles, y las chicas van a lo suyo. Sí hay chinches y pulgas, en todos. Y por fin, al cruzar a Sudán, compro un spray para desinfectar mis ropas y el saco de dormir, sabiendo que no habrá más picotazos nocturnos.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?