- Aquí, como ves, todas las casas están construidas sobre pilares de madera, necesitamos separarnos del agua.
- Sí, todas iguales, todas tienen seis.
- Ah, muy bien, te has dado cuenta, ¿acaso conoces su significado?
- No, no tengo ni idea.
- Son seis pilares porque representan el sostén de una casa, e igualmente el sostén de nuestro pueblo: religión, familia, salud, trabajo, dinero, poder -explicó Saeed contando lentamente con los dedos.
- Ah, interesante, bastante universales.
Cuando el ciclista pasa por un hogar provoca un estruendo en la familia que le acoge, cientos de cristales rotos por el suelo, y sin poder evitarlo, los pilares de sus vidas son puestos en tela de juicio. Es una silenciosa provocación, un mudo desafío que flota en el aire mientras todos charlan entre sonrisas. En estas circunstancias, cuando pasa un ángel, es un ángel que lleva una afilada espada a los pensamientos del anfitrión.
'No cree en Dios, no está casado, no tiene trabajo, no le interesa el dinero, ni las apariencias, ni lo que otros piensen de él… vive en una bicicleta, recorriendo países… ¿es posible algo así? Yo no podría hacer algo así… ¿no podría…?'
El ciclista no se apoya en ninguno de los pilares que sostienen este mundo, se desplaza en una tangente sobre cualquier conjunto de creencias y valores haciendo equilibrios. Como un animal salvaje, desde su distancia de seguridad contempla la diversidad humana y también, sus afinidades.
- Eres libre… - musita por fin Saeed, haciendo visible una palabra que nadie se atreve a pronunciar.
De la misma manera que los pilares sostienen sus vidas, el ciclista revela algo oculto bajo el agua, algo con lo que se sueña, algo inalcanzable. La libertad atrae como todo lo que es desconocido, una palabra que al nombrarla se atisba lejos, quizás porque es un peligro, aguas turbulentas para los pilares que sostienen una casa, una comunidad… y el mismo universo.
Protegido por su insignificancia, consciente de ser una simpática anécdota que no interfiere el curso del mundo, el ciclista se pasea sobre su delicado alambre, como un funámbulo sobre tierras, gentes, idiomas, montañas, desiertos, y pilares. Un alambre del que a veces desciende para poner un pie en tierra, curiosear, convivir, y después descubrir sorprendido que al recuperar su camino en sus alforjas se ha colado furtivamente una costumbre ajena. Detenido, frente a un horizonte tan amplio como incierto, inevitablemente se pregunta '¿con cuántos pilares construiré mi casa el día que me detenga?'
Alcanzo La Paz, una tarde de fuerte tormenta de granizo justo en El Alto. La Paz está situada en un amplio valle plano, entre varias montañas de cinco y seis mil metros, lo que le da un aspecto de urbe surgida en el fondo de un cráter, pero también es posiblemente la ciudad más caótica de América. Una maraña de miles y miles de feos edificios sin un solo árbol, todos empotrados entre las laderas de estas montañas, donde hay una agradable Casa Ciclista, el último rincón de confort para las próximas tres semanas.
Antes de la frontera, paro en Lagunas, este pueblo es un espectáculo, tremenda pampa hacia el sur, abierta, tan familiar... me trae a la memoria los pueblos tibetanos, al Pamir, una inmensidad incalculable. No puedo imaginar más cielo sobre mí, es apabullante.
Amanezco con ese pepino nevado enorme frente a mí y desayuno tiritando, en las mañanas, a falta de viento, hace frío, unos cuatro o cinco bajo cero. Es solo entre las 9 y las 11 cuando pedalear, o simplemente vivir, se parece a algo agradable, y aprovecho ese rato contemplando la bonita laguna que protegen un par de volcanes nevados y el mismísimo Sajama. Aquí hay una colonia de flamencos, los primeros de los cientos que voy a ver durante las próximas semanas, los más rosados del planeta, aunque yo me pregunto qué diablos hacen aquí con este frío en lugar de estar en Kenia, en el lago Nakuru. Y juraría que ellos se preguntan lo mismo respecto a mí.
El avituallamiento en la frontera me entretiene más de lo previsto, no tengo otra tienda en 4 días, hasta cruzar nuevamente a Bolivia, y hago el paso fronterizo luchando a brazo abierto contra el viento, esto a 4660 no es moco de pavo, es una batalla con todas las de la ley. Y en la aduana chilena, aleluya, me toca la china, revisión completa del equipaje, a Chile no se pueden entrar productos frescos...
- ¡Rayos! Si voy a estar solo tres días y voy a ver más vicuñas que personas -me quejo al oficial de aduana.
- Sí, también para tres días, son las normas -responde sonriendo.
Después, me regalan agua y me avisan que no hay río junto a las termas Chirigualla, que es la misma info que yo tengo.
- No hay agua potable allí, y no bebas de las termas que tiene mucho azufre, esto está lleno de volcanes...
Retrocedo para agarrar la pista y tengo el primer tramo arenoso de esta franja fronteriza entre Bolivia y Chile. Empujo más que pedaleo, y cuando consigo pedalear, a cada poco tengo que poner pie en el suelo encallado en la arena. Un espanto, dan ganas de dar marcha atrás, pero sigo. Tras 5 kilómetros de este arenal, llego a otro paso a 4680 y patino sobre la arena durante otros cinco kilómetros hasta dar con las aguas termales. ¡Maldición! la poza está vacía, alguien o algo la ha desbloqueado y no hay baño calentito. Sin embargo, mi rabia dura muy poco, jamás me hubiera imaginado lo que me esperaba…
Hay un pequeño refugio de piedra y me siento junto a la puerta a comer unas galletas calculando hasta dónde podré llegar esta tarde, cuando se me ocurre abrir la puerta y echar un vistazo dentro. No me lo puedo creer. Dentro del refugio hay un limpio suelo donde cabe justo mi colchoneta, pero es que en la otra mitad del suelo hay… ¡una poza llena de agua hirviendo! Ni el mejor de los onsen japoneses podría soñar con esto, puedo dormir con la mano dentro de la piscinita…
Doy un salto de alegría y me dispongo a darme el bañazo. Después, como Gary Cooper con la tensión en los talones, empiezo a beber agua y caigo en que no tengo demasiada para cocinar y el día de mañana… con este hotelazo aquí en medio de la nada y voy a tener que irme… Es pronto, tal vez pase alguien, me pongo las 4 de la tarde como hora límite.
Son las 4 y nadie ha pasado, ¿dónde está mi ángel? El viento ha enfurecido todavía más y mis ganas de pedalear han desaparecido por completo, 'Hum… no viene mal una tarde de descanso, Garbancito, nos ajustamos con el agua, cenamos galletas y ya está.' En eso estoy cuando escucho un ruido, es mi ángel aterrizando… dos camionetas que se detienen ante mi gesto.
- ¿Les sobra agua?
- Sí, creo que hay en la de atrás.
Los tipos me dan como casi un litro de agua potable y otro de un refresco con sabor a piña. Muchísimas gracias, problema resuelto. Y antes de irse, un paquete de galletas para el postre. Genial, entro la bicicleta dentro del refugio, me como las galletas para no tener más peso mañana ni hambre dentro de media hora, y listo para darme un segundo chapuzón en mi jacuzzi privado, aquí, en este culo del mundo, aunque parece que no pasan los años y sigo teniendo la misma tensión arterial que cuando era un crío, bajo mínimos, y este segundo remojón tiene que ser breve porque me pone al borde del desmayo. O será la altura…
De los volcanes y termales chilenas regreso a Bolivia para otro escenario inusual de este planeta: los salares. Una superficie que parece mármol, solo que brilla como si tuviera luz propia. Sal, pura sal. No sólo es difícil calcular las distancias, sino también buscar dónde carajo están los trabajadores de la sal, que son quiénes saben las rutas más duras. El salar de Coipasa no es tan seco como el de Uyuni y mucha de su área está humedecida, lo cual significa llenar de sal la bicicleta y pedalear hundido…
Pedaleo durante unos minutos, mirando aquí y allí hasta que veo a lo lejos un campamento, pero no es buena idea, hay un lago por medio. Sigo y por fin veo unos puntitos negros, como pulgas en la distancia, que al dirigirme a ellos se convierten en varias personas y varios todo-terrenos.
- Mira, ¿ves aquella punta del cerro que llega a la sal? Por ahí tienes que pasar, pero no muy cerca.
- Ajá, entre esa punta y la otra montaña de la izquierda…
- Eh… sí, sí, apunta hacia allí, pero esa otra montaña está todavía muy lejos, solo es apariencia.
Esa noche, acampado en la orilla del salar, siento que empiezo a estar cansado, demasiados kilómetros de arena, de corrugado, de insolación, comida muy sencilla… y conforme estoy cenando aparece allá donde la tremenda explanada del Coipasa no es más que una línea, un rojo como de fuego.
- ¿Tormenta, incendio? ¿dónde alcanza mi vista? ¿otro engaño del salar?
- Un poco más y mi fatiga se despereza para caer en la realidad. 'Coño, ¡es la luna!'
Aquello fue algo maravilloso, de esas cosas que recuerdas toda la vida. Lentamente, el horizonte va tornándose más y más rojo, como una puesta de sol en medio de la oscuridad. He visto salir la luna a lo largo y ancho de este planeta -son ya 96-, pero jamás algo así, los haces paralelos de rojo se van extendiendo iluminando la noche del oriente, cada vez más intensos, hasta que la luna comienza su aparición, amarilla blancuzca en medio de esos haces rojos... Embobado, no quepo en mi asombro y mientras disfruto el espectáculo se me enfrían los macarrones… colosal.
Para más regocijo, después llega el gran salar, Uyuni. Y no solo voy a atravesarlo por su mayor distancia, sino con viento de espaldas. Tengo por delante 120 kilómetros de pura sal y escasas referencias, la primera de ellas -la isla del pescado- no es más que un pequeño punto oscuro en la lejanía que dos horas más tarde comienza a dibujar cierta forma contra el horizonte.
Y es que otro de los efectos surrealistas aquí es precisamente el horizonte, lo que tengo frente a mí no es sino una curva algo cóncava que no alcanza a más de doscientos metros. Delante hay kilómetros y kilómetros -¡120!-, sin embargo nada se ve. Solo, en la línea de este escaso horizonte aparecen puntos negros que al transcurrir de los kilómetros van creciendo, formando una silueta, así aparecen las islas. Increíble.
Uyuni-ciudad parece Khartum a medio construir, en medio de este desierto de arena y piedra que rodea al gigantesco salar, pero aunque sea a la boliviana, es el pueblo donde se organiza todo el turismo del altiplano, donde salen los jeeps cargados de turistas para ver salares, volcanes y lagunas, sin despeinarse por el viento, ni sentir la arena. Así que también es un lugar de descanso para un ciclista cansado, donde encontrar un tipo que me suelde la parrilla rota, e inesperadamente tiene un mercado con naranjas, plátanos, aguacates y ¡queso!
Descanso tres días en los que logro que mi estómago cese esa sensación de hambre continua y mis piernas se relajen un poco. Total, para volver a lo mismo otra vez. De aquí salgo para una de las rutas más remotas de América: las lagunas de colores bolivianas… qué vida esta.
Al menos, cuando salgo de Uyuni tengo un día plano, porque llevo comida encima para 9 días y eso se nota muchísimo cuando hay que subir, cosa que en este país obviamente sucede más pronto que tarde. Tras dejar atrás la planicie del salar, a meros 3600 metritos, el regreso por un bosque de piedras a los cuatro mil metros me hace sentir en mis piernas cada paquete de macarrones que llevo encima. Y viene el primer golpe de este tramo al suroeste boliviano, un atajo, una antigua carretera en desuso que me conecta con la primera de las coloridas lagunas que voy a cruzar. Tremendo pedregal que me hace añorar la arena, todo un día para hacer treinta kilómetros saltando de piedra en piedra, con los hombros temblando y la preocupación sobre mi parrilla trasera recién soldada, ¿aguantará esto si son varios días igual? Mi galeón ya ha dado muestras suficientes de entereza ante tempestades, pero tengo por delante una de las buenas y, a estas alturas, hay ratos en los que confío en la tripulación a ciegas, y ratos en los que considero el naufragio inminente…
Las temperaturas han subido mucho, algo inusual por estos lares, pero a cambio, el viento es más ligero y sopla con una fuerza tan inusual como lo es dormir a dos o tres grados sobre cero. Otras 4 veces he sufrido estos vendavales, en el Sahara sudanés, en Irán, el Tíbet, y la tundra de Alaska. Así pues, la ruta de las Lagunas bolivianas se mete en este selecto club de infiernos, donde disfrutar el paisaje o tomar un descanso es algo que dura unos minutos tan breves como intensos.
Tras cruzar varias lagunas llenas de flamencos y raras manchas amarillas, salto a la pampa de Santa Cruz, una enorme extensión de tierra deshabitada, con varias montañas a lo lejos y el enorme Araral a mi derecha todo el rato. Otra vez son los cielos del altiplano lo que llama mi atención, ese azul hermoso, pintado de nubes como dejadas por un pincel descuidado, y en esta ocasión, los cerros que me rodean son de una arena anaranjada que trae recuerdos del Sahara, el hermoso contraste entre denso naranja y cielo azul. Uno de esos lugares de los que te enamoras conforme lo cruzas, al igual que me pasó con la pampa del Coropuna en Cotahuasi. Deshabitado, sin carretera, solo rodadas… lugar de viento, frío y nada más, ni siquiera hay agua, no son tierras para cruzar con una bicicleta, sin embargo algo especial surge en estos lugares, aunque sea realmente duro y arenoso, aunque el viento sea un infierno. Tal vez, la diminuta presencia de una bicicleta en esta inmensidad estéril me regala tanto un sentimiento de humildad como de fortaleza, porque al final de la mañana lo que parecía imposible se consigue, cruzar este inhóspito lugar.
Aunque a veces no doy crédito. Las rodadas alternan entre lenguas de arena profunda con corrugación, en donde es imposible pedalear la mayoría del tiempo, agotador. Y cuando llegan las doce del mediodía y se suma el viento... de veras hay momentos en los que me pregunto qué diablos hago aquí.
- Sí, todas iguales, todas tienen seis.
- Ah, muy bien, te has dado cuenta, ¿acaso conoces su significado?
- No, no tengo ni idea.
- Son seis pilares porque representan el sostén de una casa, e igualmente el sostén de nuestro pueblo: religión, familia, salud, trabajo, dinero, poder -explicó Saeed contando lentamente con los dedos.
- Ah, interesante, bastante universales.
Cuando el ciclista pasa por un hogar provoca un estruendo en la familia que le acoge, cientos de cristales rotos por el suelo, y sin poder evitarlo, los pilares de sus vidas son puestos en tela de juicio. Es una silenciosa provocación, un mudo desafío que flota en el aire mientras todos charlan entre sonrisas. En estas circunstancias, cuando pasa un ángel, es un ángel que lleva una afilada espada a los pensamientos del anfitrión.
'No cree en Dios, no está casado, no tiene trabajo, no le interesa el dinero, ni las apariencias, ni lo que otros piensen de él… vive en una bicicleta, recorriendo países… ¿es posible algo así? Yo no podría hacer algo así… ¿no podría…?'
El ciclista no se apoya en ninguno de los pilares que sostienen este mundo, se desplaza en una tangente sobre cualquier conjunto de creencias y valores haciendo equilibrios. Como un animal salvaje, desde su distancia de seguridad contempla la diversidad humana y también, sus afinidades.
- Eres libre… - musita por fin Saeed, haciendo visible una palabra que nadie se atreve a pronunciar.
De la misma manera que los pilares sostienen sus vidas, el ciclista revela algo oculto bajo el agua, algo con lo que se sueña, algo inalcanzable. La libertad atrae como todo lo que es desconocido, una palabra que al nombrarla se atisba lejos, quizás porque es un peligro, aguas turbulentas para los pilares que sostienen una casa, una comunidad… y el mismo universo.
Protegido por su insignificancia, consciente de ser una simpática anécdota que no interfiere el curso del mundo, el ciclista se pasea sobre su delicado alambre, como un funámbulo sobre tierras, gentes, idiomas, montañas, desiertos, y pilares. Un alambre del que a veces desciende para poner un pie en tierra, curiosear, convivir, y después descubrir sorprendido que al recuperar su camino en sus alforjas se ha colado furtivamente una costumbre ajena. Detenido, frente a un horizonte tan amplio como incierto, inevitablemente se pregunta '¿con cuántos pilares construiré mi casa el día que me detenga?'
Alcanzo La Paz, una tarde de fuerte tormenta de granizo justo en El Alto. La Paz está situada en un amplio valle plano, entre varias montañas de cinco y seis mil metros, lo que le da un aspecto de urbe surgida en el fondo de un cráter, pero también es posiblemente la ciudad más caótica de América. Una maraña de miles y miles de feos edificios sin un solo árbol, todos empotrados entre las laderas de estas montañas, donde hay una agradable Casa Ciclista, el último rincón de confort para las próximas tres semanas.
Antes de la frontera, paro en Lagunas, este pueblo es un espectáculo, tremenda pampa hacia el sur, abierta, tan familiar... me trae a la memoria los pueblos tibetanos, al Pamir, una inmensidad incalculable. No puedo imaginar más cielo sobre mí, es apabullante.
Amanezco con ese pepino nevado enorme frente a mí y desayuno tiritando, en las mañanas, a falta de viento, hace frío, unos cuatro o cinco bajo cero. Es solo entre las 9 y las 11 cuando pedalear, o simplemente vivir, se parece a algo agradable, y aprovecho ese rato contemplando la bonita laguna que protegen un par de volcanes nevados y el mismísimo Sajama. Aquí hay una colonia de flamencos, los primeros de los cientos que voy a ver durante las próximas semanas, los más rosados del planeta, aunque yo me pregunto qué diablos hacen aquí con este frío en lugar de estar en Kenia, en el lago Nakuru. Y juraría que ellos se preguntan lo mismo respecto a mí.
El avituallamiento en la frontera me entretiene más de lo previsto, no tengo otra tienda en 4 días, hasta cruzar nuevamente a Bolivia, y hago el paso fronterizo luchando a brazo abierto contra el viento, esto a 4660 no es moco de pavo, es una batalla con todas las de la ley. Y en la aduana chilena, aleluya, me toca la china, revisión completa del equipaje, a Chile no se pueden entrar productos frescos...
- ¡Rayos! Si voy a estar solo tres días y voy a ver más vicuñas que personas -me quejo al oficial de aduana.
- Sí, también para tres días, son las normas -responde sonriendo.
Después, me regalan agua y me avisan que no hay río junto a las termas Chirigualla, que es la misma info que yo tengo.
- No hay agua potable allí, y no bebas de las termas que tiene mucho azufre, esto está lleno de volcanes...
Retrocedo para agarrar la pista y tengo el primer tramo arenoso de esta franja fronteriza entre Bolivia y Chile. Empujo más que pedaleo, y cuando consigo pedalear, a cada poco tengo que poner pie en el suelo encallado en la arena. Un espanto, dan ganas de dar marcha atrás, pero sigo. Tras 5 kilómetros de este arenal, llego a otro paso a 4680 y patino sobre la arena durante otros cinco kilómetros hasta dar con las aguas termales. ¡Maldición! la poza está vacía, alguien o algo la ha desbloqueado y no hay baño calentito. Sin embargo, mi rabia dura muy poco, jamás me hubiera imaginado lo que me esperaba…
Hay un pequeño refugio de piedra y me siento junto a la puerta a comer unas galletas calculando hasta dónde podré llegar esta tarde, cuando se me ocurre abrir la puerta y echar un vistazo dentro. No me lo puedo creer. Dentro del refugio hay un limpio suelo donde cabe justo mi colchoneta, pero es que en la otra mitad del suelo hay… ¡una poza llena de agua hirviendo! Ni el mejor de los onsen japoneses podría soñar con esto, puedo dormir con la mano dentro de la piscinita…
Doy un salto de alegría y me dispongo a darme el bañazo. Después, como Gary Cooper con la tensión en los talones, empiezo a beber agua y caigo en que no tengo demasiada para cocinar y el día de mañana… con este hotelazo aquí en medio de la nada y voy a tener que irme… Es pronto, tal vez pase alguien, me pongo las 4 de la tarde como hora límite.
Son las 4 y nadie ha pasado, ¿dónde está mi ángel? El viento ha enfurecido todavía más y mis ganas de pedalear han desaparecido por completo, 'Hum… no viene mal una tarde de descanso, Garbancito, nos ajustamos con el agua, cenamos galletas y ya está.' En eso estoy cuando escucho un ruido, es mi ángel aterrizando… dos camionetas que se detienen ante mi gesto.
- ¿Les sobra agua?
- Sí, creo que hay en la de atrás.
Los tipos me dan como casi un litro de agua potable y otro de un refresco con sabor a piña. Muchísimas gracias, problema resuelto. Y antes de irse, un paquete de galletas para el postre. Genial, entro la bicicleta dentro del refugio, me como las galletas para no tener más peso mañana ni hambre dentro de media hora, y listo para darme un segundo chapuzón en mi jacuzzi privado, aquí, en este culo del mundo, aunque parece que no pasan los años y sigo teniendo la misma tensión arterial que cuando era un crío, bajo mínimos, y este segundo remojón tiene que ser breve porque me pone al borde del desmayo. O será la altura…
De los volcanes y termales chilenas regreso a Bolivia para otro escenario inusual de este planeta: los salares. Una superficie que parece mármol, solo que brilla como si tuviera luz propia. Sal, pura sal. No sólo es difícil calcular las distancias, sino también buscar dónde carajo están los trabajadores de la sal, que son quiénes saben las rutas más duras. El salar de Coipasa no es tan seco como el de Uyuni y mucha de su área está humedecida, lo cual significa llenar de sal la bicicleta y pedalear hundido…
Pedaleo durante unos minutos, mirando aquí y allí hasta que veo a lo lejos un campamento, pero no es buena idea, hay un lago por medio. Sigo y por fin veo unos puntitos negros, como pulgas en la distancia, que al dirigirme a ellos se convierten en varias personas y varios todo-terrenos.
- Mira, ¿ves aquella punta del cerro que llega a la sal? Por ahí tienes que pasar, pero no muy cerca.
- Ajá, entre esa punta y la otra montaña de la izquierda…
- Eh… sí, sí, apunta hacia allí, pero esa otra montaña está todavía muy lejos, solo es apariencia.
Esa noche, acampado en la orilla del salar, siento que empiezo a estar cansado, demasiados kilómetros de arena, de corrugado, de insolación, comida muy sencilla… y conforme estoy cenando aparece allá donde la tremenda explanada del Coipasa no es más que una línea, un rojo como de fuego.
- ¿Tormenta, incendio? ¿dónde alcanza mi vista? ¿otro engaño del salar?
- Un poco más y mi fatiga se despereza para caer en la realidad. 'Coño, ¡es la luna!'
Aquello fue algo maravilloso, de esas cosas que recuerdas toda la vida. Lentamente, el horizonte va tornándose más y más rojo, como una puesta de sol en medio de la oscuridad. He visto salir la luna a lo largo y ancho de este planeta -son ya 96-, pero jamás algo así, los haces paralelos de rojo se van extendiendo iluminando la noche del oriente, cada vez más intensos, hasta que la luna comienza su aparición, amarilla blancuzca en medio de esos haces rojos... Embobado, no quepo en mi asombro y mientras disfruto el espectáculo se me enfrían los macarrones… colosal.
Para más regocijo, después llega el gran salar, Uyuni. Y no solo voy a atravesarlo por su mayor distancia, sino con viento de espaldas. Tengo por delante 120 kilómetros de pura sal y escasas referencias, la primera de ellas -la isla del pescado- no es más que un pequeño punto oscuro en la lejanía que dos horas más tarde comienza a dibujar cierta forma contra el horizonte.
Y es que otro de los efectos surrealistas aquí es precisamente el horizonte, lo que tengo frente a mí no es sino una curva algo cóncava que no alcanza a más de doscientos metros. Delante hay kilómetros y kilómetros -¡120!-, sin embargo nada se ve. Solo, en la línea de este escaso horizonte aparecen puntos negros que al transcurrir de los kilómetros van creciendo, formando una silueta, así aparecen las islas. Increíble.
Uyuni-ciudad parece Khartum a medio construir, en medio de este desierto de arena y piedra que rodea al gigantesco salar, pero aunque sea a la boliviana, es el pueblo donde se organiza todo el turismo del altiplano, donde salen los jeeps cargados de turistas para ver salares, volcanes y lagunas, sin despeinarse por el viento, ni sentir la arena. Así que también es un lugar de descanso para un ciclista cansado, donde encontrar un tipo que me suelde la parrilla rota, e inesperadamente tiene un mercado con naranjas, plátanos, aguacates y ¡queso!
Descanso tres días en los que logro que mi estómago cese esa sensación de hambre continua y mis piernas se relajen un poco. Total, para volver a lo mismo otra vez. De aquí salgo para una de las rutas más remotas de América: las lagunas de colores bolivianas… qué vida esta.
Al menos, cuando salgo de Uyuni tengo un día plano, porque llevo comida encima para 9 días y eso se nota muchísimo cuando hay que subir, cosa que en este país obviamente sucede más pronto que tarde. Tras dejar atrás la planicie del salar, a meros 3600 metritos, el regreso por un bosque de piedras a los cuatro mil metros me hace sentir en mis piernas cada paquete de macarrones que llevo encima. Y viene el primer golpe de este tramo al suroeste boliviano, un atajo, una antigua carretera en desuso que me conecta con la primera de las coloridas lagunas que voy a cruzar. Tremendo pedregal que me hace añorar la arena, todo un día para hacer treinta kilómetros saltando de piedra en piedra, con los hombros temblando y la preocupación sobre mi parrilla trasera recién soldada, ¿aguantará esto si son varios días igual? Mi galeón ya ha dado muestras suficientes de entereza ante tempestades, pero tengo por delante una de las buenas y, a estas alturas, hay ratos en los que confío en la tripulación a ciegas, y ratos en los que considero el naufragio inminente…
Las temperaturas han subido mucho, algo inusual por estos lares, pero a cambio, el viento es más ligero y sopla con una fuerza tan inusual como lo es dormir a dos o tres grados sobre cero. Otras 4 veces he sufrido estos vendavales, en el Sahara sudanés, en Irán, el Tíbet, y la tundra de Alaska. Así pues, la ruta de las Lagunas bolivianas se mete en este selecto club de infiernos, donde disfrutar el paisaje o tomar un descanso es algo que dura unos minutos tan breves como intensos.
Tras cruzar varias lagunas llenas de flamencos y raras manchas amarillas, salto a la pampa de Santa Cruz, una enorme extensión de tierra deshabitada, con varias montañas a lo lejos y el enorme Araral a mi derecha todo el rato. Otra vez son los cielos del altiplano lo que llama mi atención, ese azul hermoso, pintado de nubes como dejadas por un pincel descuidado, y en esta ocasión, los cerros que me rodean son de una arena anaranjada que trae recuerdos del Sahara, el hermoso contraste entre denso naranja y cielo azul. Uno de esos lugares de los que te enamoras conforme lo cruzas, al igual que me pasó con la pampa del Coropuna en Cotahuasi. Deshabitado, sin carretera, solo rodadas… lugar de viento, frío y nada más, ni siquiera hay agua, no son tierras para cruzar con una bicicleta, sin embargo algo especial surge en estos lugares, aunque sea realmente duro y arenoso, aunque el viento sea un infierno. Tal vez, la diminuta presencia de una bicicleta en esta inmensidad estéril me regala tanto un sentimiento de humildad como de fortaleza, porque al final de la mañana lo que parecía imposible se consigue, cruzar este inhóspito lugar.
Aunque a veces no doy crédito. Las rodadas alternan entre lenguas de arena profunda con corrugación, en donde es imposible pedalear la mayoría del tiempo, agotador. Y cuando llegan las doce del mediodía y se suma el viento... de veras hay momentos en los que me pregunto qué diablos hago aquí.
Laguna Colorada es realmente roja, intenso rojo que te deja sorprendido, mientras el viento te deja petrificado. Pido permiso para acampar en el refugio de los guardaparques, pensando en que con este viento me van a invitar a pasar dentro. Nada.
- Aquí puedes acampar, es dónde otros lo han hecho - me dice uno de los guardias, mientras yo no doy crédito a su mentira.
Ahí nadie ha acampado jamás con un viento así, ninguna tienda lo resistiría. Insinúo que me abran alguno de los lugares que tienen, pues es enorme el complejo, pero el tipo ni siquiera me ofrece agua de sus grifos, sino que me envía a por ella abajo a la laguna. Más animosidad, imposible. Lo que me deja helado no es la ausencia de hospitalidad, total, nadie está obligado a ser buena persona, sino las condiciones en las que se desarrolla todo. El viento está enloquecido, nadie en el Sáhara o en el Tíbet se lo hubiera pensado dos veces antes de decir ‘oye, con este vendaval, entra dentro, chico’. Y me llevo una de esas anécdotas en las que unos hombres pueden mostrar el lado más ruin de la humanidad, no todo va a ser alegría.
Decido poner la tienda entre uno de los muros y un camión aparcado. Aparenta menos violencia que el sitio indicado por el guardia. Ni por esas, el viento es horrible, y entrada la noche todavía no pienso ni en cocinar, sería imposible. Apenas he podido instalarme entre momentos de breve pausa, todo está lleno de arena, si abro levemente alguna de las cremalleras una furia de polvo y arena me invade...
Tras la mala noche, al día siguiente tengo el paso estrella, a 4925 metros de altitud, que comienza subiendo 400 metros en tan solo siete kilómetros, demasiada pendiente para tanta arena y piedra, y el cansancio, la arena, la altitud, y el hambre, me hacen avanzar muy despacio, mirando el altímetro algo desesperado. Voy realmente despacio. Arriba, una pampa de colinas en la que subo y bajo varias veces sobre los 4900 metros -toda una alegría-, me encuentro con la otra cara de la moneda, siempre ocurre igual, sombra y luz conviven en el mismo patio. Un todo-terreno para.
- Hola, te vimos esta mañana subiendo. Toma, un kit de comida, te sentará bien.
Casi me dan ganas de entrar al carro y abrazarles, muy amables, borran de golpe el mal recuerdo de los guardaparques. Cuando empiezo a bajar el puerto, me parapeto con la bici para protegerme algo del viento, y doy rienda al almuerzo: un delicioso bisteck empanado, y ¡papas con judías verdes y zanahorias!
'Puedes soplar lo que quieras, maldito, que dentro de un rato estoy remojándome en aguas calientes' le digo al viento mientras disfruto el banquete.
Así, es, todo se olvida, cansancio, viento, frío… dentro de las aguas termales de Chalviri, contemplando un bonito salar, estas pampas inmensas, relajando toda mi fatiga en esta maravilla de la naturaleza…. todo un lujo, estos rincones del mundo no tienen precio, y es asombroso cómo media hora sumergido en esas termas vale más que los cinco días que llevo rabiando.
Solo me quedan dos puertos y dos días para salir de esta inhóspita región, sin embargo el viento decide madrugar y enfriarse más todavía, a las 9 de la mañana, los glaciares de esta zona abren su boca para vomitar hielo puro al aire. Desde el circo de un enorme valle de arena soplan con toda la maldad del universo.
- ¿Y de verdad merece la pena esta ruta, capitán?
Demasiado esfuerzo, demasiado viento, no lo tengo claro. Como una vez me dijo un escalador, cuando estás solo y todo se junta en tu contra, poca comida, frío, viento, fatiga, altitud… comprendes que son demasiados enemigos para un solitario Quijote, a esos lugares es mejor ir acompañado. Y creo que tiene razón. De hecho, en el último tramo, extenuado y desmoralizado, dudo si entrar al desvío de la Laguna Verde o seguir por la carretera a la frontera chilena, al descanso en San Pedro de Atacama.
- No, ahora no, Garbancito, no te puedes rendir ahora. Te rindes al comienzo de la batalla, pero no cuando estás a su fin, porque incluso puedes ganarla.
Rabiando contra mi propia conversación, tomo el desvío y cuando asoma la Laguna Verde bajo el volcán Licancabur, otra vez todo merece la pena. Siete días de esfuerzo y sufrimiento se transforman en algo dentro del pecho que estalla, ¡qué belleza! No es turquesa, no es siquiera verde, es un esmeralda chillando luz. Miro y miro durante unos minutos, mientras el viento de los glaciares me empuja, me enfría… guardo el recuerdo para disfrutarlo cuando esté a salvo y me voy.
Tras un 4650 más, al día siguiente estoy bajando a Chile, al desierto de Atacama… un descenso en línea recta por asfalto, algo que llevaba 3 semanas sin ver. Bajo 2000 metros de altitud en solo 30 kilómetros y doy con el calor, la abundancia, el descanso…
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