PAKISTÁN.
Al día siguiente, reencuentro feliz con mi bici y el equipaje en la fotocopiadora. Todo perfecto, y el amigo de Haquím, un tipo amable, me ofrece té y me desea buen viaje. En general, los musulmanes son gente que se toma muy en serio la palabra dada; no ha sido la primera vez que dejo mis 'posesiones' en manos de un desconocido musulmán. En un par de días llego a Islamabad, con un tráfico que me parece el mismo infierno. 'Pocos lugares del mundo debe haber así' voy pensando, sin saber lo que me espera en India. Todo son alegrías en la capital pakistaní, donde me reencuentro con Daisuke y Álvaro. Parecemos tres cotorras contando aventuras de los últimos meses. Quien no está tan alegre es Hilde, y cuando veo mi correo electrónico me encuentro varios mensajes de ella preguntando por mi estado, pues sabe del tiroteo en el hotel donde supuestamente debí haber dormido…
Tras unos días en la ciudad más aburrida de Asia -hasta Teherán tenía más alegrías-, los tres mosqueteros nos vamos juntos hacia Lahore, que de aburrida no tiene nada. Es un horror: una eterna nube de polución difumina los edificios, y no puede caber más tráfico. Si matriculan un 'rickshaw' más, se bloquea la ciudad. Insoportable, ruidosa, peligrosa para cruzar la calle, pero entretenida. Vamos a varias ceremonias, una danza sufí y el show de la frontera con India. Con la segunda, casi me da un infarto de la risa.
La primera tiene lugar cada jueves en una extraña mezquita de las afueras. Bob Marley estaría como en su casa. La mezquita está llena de insólitos pakistaníes con rastas, que fuman porros sin cesar al ritmo de los tambores. Algunos de ellos hacen un canal con dos orificios en considerables zanahorias, colocan ahí la marihuana, y se fuman el invento entre movimientos de cabeza. Otros, los derviches, danzan en medio de la mezquita con descoyuntantes giros de cuello. Apenas se mueven, sólo el cuello, un incesante trance giratorio al que imagino ayuda bastante la zanahoria mágica.
Y por fin dejamos Pakistán, el país que tira la piedra y esconde la mano; por mucho que su gente sea a su manera hospitalaria, con su eterna retahíla, 'ya ves, no somos terroristas, somos normales', fue un alivio cruzar la frontera. Al otro lado, descubro de nuevo a la mitad del planeta que llevo más de un mes sin ver: las mujeres. Saris de colores, pendientes y sonrisas. Otro alivio. Bienvenidos a 'Incredible India'.
Al día siguiente, reencuentro feliz con mi bici y el equipaje en la fotocopiadora. Todo perfecto, y el amigo de Haquím, un tipo amable, me ofrece té y me desea buen viaje. En general, los musulmanes son gente que se toma muy en serio la palabra dada; no ha sido la primera vez que dejo mis 'posesiones' en manos de un desconocido musulmán. En un par de días llego a Islamabad, con un tráfico que me parece el mismo infierno. 'Pocos lugares del mundo debe haber así' voy pensando, sin saber lo que me espera en India. Todo son alegrías en la capital pakistaní, donde me reencuentro con Daisuke y Álvaro. Parecemos tres cotorras contando aventuras de los últimos meses. Quien no está tan alegre es Hilde, y cuando veo mi correo electrónico me encuentro varios mensajes de ella preguntando por mi estado, pues sabe del tiroteo en el hotel donde supuestamente debí haber dormido…
Tras unos días en la ciudad más aburrida de Asia -hasta Teherán tenía más alegrías-, los tres mosqueteros nos vamos juntos hacia Lahore, que de aburrida no tiene nada. Es un horror: una eterna nube de polución difumina los edificios, y no puede caber más tráfico. Si matriculan un 'rickshaw' más, se bloquea la ciudad. Insoportable, ruidosa, peligrosa para cruzar la calle, pero entretenida. Vamos a varias ceremonias, una danza sufí y el show de la frontera con India. Con la segunda, casi me da un infarto de la risa.
La primera tiene lugar cada jueves en una extraña mezquita de las afueras. Bob Marley estaría como en su casa. La mezquita está llena de insólitos pakistaníes con rastas, que fuman porros sin cesar al ritmo de los tambores. Algunos de ellos hacen un canal con dos orificios en considerables zanahorias, colocan ahí la marihuana, y se fuman el invento entre movimientos de cabeza. Otros, los derviches, danzan en medio de la mezquita con descoyuntantes giros de cuello. Apenas se mueven, sólo el cuello, un incesante trance giratorio al que imagino ayuda bastante la zanahoria mágica.
Y por fin dejamos Pakistán, el país que tira la piedra y esconde la mano; por mucho que su gente sea a su manera hospitalaria, con su eterna retahíla, 'ya ves, no somos terroristas, somos normales', fue un alivio cruzar la frontera. Al otro lado, descubro de nuevo a la mitad del planeta que llevo más de un mes sin ver: las mujeres. Saris de colores, pendientes y sonrisas. Otro alivio. Bienvenidos a 'Incredible India'.
INDIA.
Oímos hablar de una monja budista que había pasado doce años meditando en una cueva. Como en una película de Peter Sellers, el retiro acabó con la llegada a la gruta de un oficial indio de Inmigración que graciosamente le dio una semana para dejar el país. A la noche, era el tema de conversación en Dharamsala.
¿Y cómo verá el mundo esta mujer? ¿Encontraría la iluminación? Los comentarios era todos de índole budista, de admiración e interés por saber más de la historia. Todos menos uno.
Paul, un canadiense de ojos escépticos y un gran medallón en el pecho, comentó, 'me gustaría saber si hubo una gran diferencia entre lo que alcanzó meditando durante los primeros años y el doceavo.'
María, una pequeña portuguesa dijo que si alcanzó algo, tal vez eso la llenase tanto que no pudiera renunciar a ese estado. Y la conversación derivó hacia la felicidad.
Augusto permaneció ensimismado casi toda la velada. Faltaba un mes para cumplir el doceavo año de su viaje. Y a la mañana siguiente se encontró a sí mismo con una decisión rotunda que no podía desobedecer: era momento de volver a casa.
Entramos por el Punjab, la única carretera posible entre Pakistán e India, pese a compartir una extensa franja fronteriza.
- ¡Ah, españoles! 'No más té, por favor, una servessa' -dice en español, el simpático oficial indio, jugando con el saludo hindi 'namasté'.
- Tranquilo trabajo el suyo, señor.
- ¡¿Tranquilo?! Ustedes son el número… ¡128! Hoy han cruzado 128 personas -contesta indignado.
Son casi las cuatro de la tarde y han cruzado 128 personas por la única frontera entre dos países superpoblados… dice mucho acerca del afecto que se tienen. Y nos encaminamos a la ciudad inmediata, Amritsar, donde está el Templo de Oro, el lugar más importante para la religión Sikh.
Haciendo honor a su nombre, el templo está recargado de oro por doquier. Algo ostentoso, pero quién va a objetar nada con semejante muestra de generosidad hacia el prójimo. Otra peculiaridad de la gente sikh es su eficacia en los negocios, suelen ser muy solventes, y asumen que parte de su riqueza debe ser donada a las ‘Gurduaras’ para su embellecimiento y para el cuidado de los peregrinos. Tal vez, son más conocidos por su aspecto: ni se afeitan la barba ni se cortan el pelo, que llevan dentro de un bonito turbante, como aquel personaje de 'El paciente inglés'. Allí pasamos un par de días. Algo importante que aprende cualquier nómada es a aceptar con humildad y agradecimiento la ayuda de la gente, una saludable cura contra el orgullo de rico occidental que piensa 'todo se ha de intercambiar mediante dinero'. Es bonito sentarse en el suelo con los peregrinos y los pobres, comer con ellos, o pasear alrededor del templo. Y la verdad, son gente divertida y amistosa. Tampoco tenemos muchas ganas de salir fuera, pues los indios son insoportablemente ruidosos. Todos los coches llevan detrás escrito 'Toca el claxon'... enloquecedor. No sé si me va a gustar pedalear aquí.
Donde hay poco tráfico y montañas es agradable, los indios son sonrientes y honestos. Donde hay tráfico… es insoportable. A cada minuto pido por un castigo divino que borre de la faz de la Tierra a este pueblo de asesinos al volante, y obviamente, debido a mi poca fe, no soy escuchado. No es que conduzcan mal o sin cuidado, no; son unos asesinos en potencia. Si alguien se asoma para adelantar, me ve y acelera pitando para que me tire a la arena o a donde pueda, yo no encuentro otro nombre. No es excepcional, sino constante. En esos días, recibo un email de Daisuke, contándome un accidente que le ha llevado unos puntos en la cabeza.
Con los sikhs paro siempre que puedo, no sólo porque me dan de comer y dormir gratis, sino por la sonrisa y el cariño con que lo hacen. Disfrutan ayudando, y cuando estoy a salvo de la carretera lo paso bien con ellos, con su digno porte de caballeros de otro tiempo. Pero ciertamente, la India me desilusiona. Esperaba algo más que un extenso menú de cursos de yoga para curar problemas occidentales.
Tras los años, en las tapas del diario aparece un leve musgo.
El otoño cubre de hojas las rutas de un mapa en el suelo,
y sopla un suave viento, familiar al viajero, ¿dónde ir?
Es tiempo por fin, para no pensar sino dejarse llevar,
y descubrir a dónde va el río que le lleva.
Tiempo de asumir sin literaturas,
que ya no es el dueño de su destino,
ni apunta con un dedo tierra alguna a la que arribar.
El niño ríe sin comprender que está lejos de su casa.
Moja sus dedos en el azul del mapa
y saborea sal, puertos, naufragios y sirenas.
Cuando sea mayor, un marinero de voz cavernosa
le entregará un papel marrón con el plano de un tesoro,
y entonces, en una sucia posada lo dejará olvidado.
Otoño, y en los campos de arroz flotan palabras,
si queda alguien que sepa aún leerlas.
Pero es una niña quien le regala una flor y un beso,
y la pureza infantil se asoma por vez primera al amor de los mayores.
El viento se lleva el mapa que va a clavarse en un rosal;
velozmente, una araña teje sus hilos entre las espinas
y revela al viajero un camino a seguir, frágil,
una cuerda para los pies de un funámbulo.
Cuando sea niño querrá oír historias de Sandokán;
la princesa que se escondió en la bodega para ser suya,
que acabó vendida como esclava al rey de Timor.
Porque los piratas necesitan aire y sal para respirar,
porque los piratas no se enamoran.
Conforme me acerco al desierto del Rajastán, disminuye el tráfico, la densidad y la hostilidad en el aire. Empiezo a encontrarme con tipos exóticos de grandes bigotes y turbantes, y mujeres que van con el sari cubriéndolas de pies a cabeza, como si una burka. Las ciudades rajastanis son preciosas, llenas de casas antiguas, 'havelis', todo muy ornamentado y barroco. Cualquiera de ellas tiene monumentos, palacios, fuertes, templos, y en las más famosas hay mucho turismo, aunque los indios dicen que hay poco debido a las bombas de enero en Bombay. Fortalezas y palacios que hacen realidad el dicho 'vives como un marahá'; paseando por ellas es fácil imaginar la vida extravagante y lujosa de los 'marahás', años atrás, a costa y 'casta' de la miseria del populacho. Con todo, el ruido en las ciudades, el caos, la mierda por doquier, persisten. Literalmente, viven en un estercolero. La filosofía hindú echa todo residuo fuera de la casa y del cuerpo, para mantener la pureza dentro.
Y llego a Jaisalmer, junto a la frontera pakistaní. Tras cruzar un desierto, llegar en bici es 'Llegar', y me emociono cuando diviso a lo lejos la legendaria ciudad rosa. No obstante, nuestro tiempo es de modernidad y suelo arribar con cautela a estas ciudades históricas, pues muchas de ellas han perdido su magia con autovías y macro-hoteles para el turismo. No ocurre con Jaisalmer: es un superviviente de la edad media. Al atardecer, con los últimos rayos de sol, las murallas y fortalezas de la ciudad se tornan de un rojo difícil de creer. Tengo también otra entrada de cuento oriental a Jodhpur, cruzando la ciudad azul de los brahmanes y literalmente por la puerta del castillo. Maravillosa. Creo que cuando deje la India, el mundo me va a parecer en blanco y negro.
En el sur rajastani comienza la región donde hay más jainistas. Pese a parecerme un tanto radicales, me interesa esta religión minoritaria. Hay algo en su intención que me despierta curiosidad, y duermo un par de veces en sus templos, donde la austeridad es extrema. Nadie viene aquí a fingir religiosidad. En uno de ellos, me llevan a un hueco en la pared para que deje la bici, y cuando estoy metiendo dentro mis cosas, el monje me dice riendo:
- ¡Esa es tu habitación! Si metes la bicicleta no cabes tú dentro…
La ceremonia de Ranakpur, un templo de unas mil columnas iluminadas con velas, fue algo impactante. Aires de secta arcana.
Tras un mes en el Rajastán, en Udaipur me siento algo abotargado. Ser turista consume mucha de mi energía, y dejo la romántica ciudad del lago Pichura para acudir a otro romántico asunto: mi enamorada me espera en Goa. Emprendo viaje directo al sur. Más de la India no turística, con sus maravillas y sus miserias, que sigue sin gustarme. País singular éste. No es tercer mundo, ni es rico. No es hospitalario, pero son amistosos y simpáticos. Es injusto, también caritativo. Y lleno de color, y de… ¡¡ruido!! aman el ruido. Lo que pita en mis oídos no es un gato al que torturan, ¡es una mujer cantando en una película de Bollywood!
Nos quedamos en Arambol, una playa abierta al mundo donde se refugian los hippies de los sesenta que nunca encontraron el camino de vuelta a casa; donde se encuentran turistas, gente alternativa, rusos huyendo del invierno por una semana, vagabundos, buscadores de paz interior en el exterior, e incluso, ¡tres ciclistas! A la caída del sol, la playa es un zoo humano: gente que baila, gente tocando timbales, trompetas, guitarras, danzando con hula-hops, haciendo expresión corporal, meditando en la orilla, haciendo yoga, tai-chi, sectas en círculo con extraños rituales, personajes de aires misteriosos, hippies jóvenes, hippies de barbas blancas... un espectáculo. Mis simpatías se decantan por los entrañables seres de sonrisa cálida y ojos brillantes, ya arrugados, que contemplan las modas ir y venir con tolerancia y curiosidad, con su maravilloso lema 'vive y deja vivir' y su desapego al materialismo. 'Make love, not war', el mundo le debe bastante a los hippies.
Y yo, por primera vez en tres años, me debato entre finalizar el viaje y comenzar una familia. Si fuera sensato lo pondría todo en la balanza, ponderar es asunto de sabios. Pero vivir es asunto de locos, y elegir es un verbo alejado de la razón.
Los ciclo-viajeros tenemos la fortuna de convivir con los pueblos. Nos abren sus puertas, nos manchan, nos tocamos, nos hacemos hermanos. Luego llegamos a un sitio turístico y somos un turista más, pero en el camino viajamos conociendo el corazón del pueblo. Esta es la joya de viajar en bici. Sin embargo, en la India jamás me he sentido bienvenido, con la excepción de los sikhs, y en absoluto me he encontrado otra cosa que puertas cerradas y distancia. Tras casi cinco meses, aún no sé si al tipo que tengo enfrente le puedo dar la mano o será 'cast pollution'. Es el primer país donde he anhelado llegar a un lugar turístico para sentirme feliz, a salvo del desprecio.
Hay mucha gente apasionada con la India, tal vez porque aquí se vive como un rey con trescientos dólares al mes. He conocido bastantes de ellos, a todos en un lugar turístico, por cierto. Ahora sé por qué otros amigos ciclistas me aconsejaron poner la bici en un tren y cruzar India lo más rápido posible.
De pronto, con el cambio de plan me invade una alegría olvidada. Doy la espalda al sur y me dirijo a Chennai soñando con dejar este país que me ha traído tanta irritación como buenos momentos. Me siento como el vaso antes que caiga la gota que lo rebosa. Y, ya en Chennai, la antigua Madrás, me sorprendo pensando 'a lo mejor regreso un día…' Tan increíble como 'Incredible India'.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Oímos hablar de una monja budista que había pasado doce años meditando en una cueva. Como en una película de Peter Sellers, el retiro acabó con la llegada a la gruta de un oficial indio de Inmigración que graciosamente le dio una semana para dejar el país. A la noche, era el tema de conversación en Dharamsala.
¿Y cómo verá el mundo esta mujer? ¿Encontraría la iluminación? Los comentarios era todos de índole budista, de admiración e interés por saber más de la historia. Todos menos uno.
Paul, un canadiense de ojos escépticos y un gran medallón en el pecho, comentó, 'me gustaría saber si hubo una gran diferencia entre lo que alcanzó meditando durante los primeros años y el doceavo.'
María, una pequeña portuguesa dijo que si alcanzó algo, tal vez eso la llenase tanto que no pudiera renunciar a ese estado. Y la conversación derivó hacia la felicidad.
Augusto permaneció ensimismado casi toda la velada. Faltaba un mes para cumplir el doceavo año de su viaje. Y a la mañana siguiente se encontró a sí mismo con una decisión rotunda que no podía desobedecer: era momento de volver a casa.
Entramos por el Punjab, la única carretera posible entre Pakistán e India, pese a compartir una extensa franja fronteriza.
- ¡Ah, españoles! 'No más té, por favor, una servessa' -dice en español, el simpático oficial indio, jugando con el saludo hindi 'namasté'.
- Tranquilo trabajo el suyo, señor.
- ¡¿Tranquilo?! Ustedes son el número… ¡128! Hoy han cruzado 128 personas -contesta indignado.
Son casi las cuatro de la tarde y han cruzado 128 personas por la única frontera entre dos países superpoblados… dice mucho acerca del afecto que se tienen. Y nos encaminamos a la ciudad inmediata, Amritsar, donde está el Templo de Oro, el lugar más importante para la religión Sikh.
Haciendo honor a su nombre, el templo está recargado de oro por doquier. Algo ostentoso, pero quién va a objetar nada con semejante muestra de generosidad hacia el prójimo. Otra peculiaridad de la gente sikh es su eficacia en los negocios, suelen ser muy solventes, y asumen que parte de su riqueza debe ser donada a las ‘Gurduaras’ para su embellecimiento y para el cuidado de los peregrinos. Tal vez, son más conocidos por su aspecto: ni se afeitan la barba ni se cortan el pelo, que llevan dentro de un bonito turbante, como aquel personaje de 'El paciente inglés'. Allí pasamos un par de días. Algo importante que aprende cualquier nómada es a aceptar con humildad y agradecimiento la ayuda de la gente, una saludable cura contra el orgullo de rico occidental que piensa 'todo se ha de intercambiar mediante dinero'. Es bonito sentarse en el suelo con los peregrinos y los pobres, comer con ellos, o pasear alrededor del templo. Y la verdad, son gente divertida y amistosa. Tampoco tenemos muchas ganas de salir fuera, pues los indios son insoportablemente ruidosos. Todos los coches llevan detrás escrito 'Toca el claxon'... enloquecedor. No sé si me va a gustar pedalear aquí.
Donde hay poco tráfico y montañas es agradable, los indios son sonrientes y honestos. Donde hay tráfico… es insoportable. A cada minuto pido por un castigo divino que borre de la faz de la Tierra a este pueblo de asesinos al volante, y obviamente, debido a mi poca fe, no soy escuchado. No es que conduzcan mal o sin cuidado, no; son unos asesinos en potencia. Si alguien se asoma para adelantar, me ve y acelera pitando para que me tire a la arena o a donde pueda, yo no encuentro otro nombre. No es excepcional, sino constante. En esos días, recibo un email de Daisuke, contándome un accidente que le ha llevado unos puntos en la cabeza.
Con los sikhs paro siempre que puedo, no sólo porque me dan de comer y dormir gratis, sino por la sonrisa y el cariño con que lo hacen. Disfrutan ayudando, y cuando estoy a salvo de la carretera lo paso bien con ellos, con su digno porte de caballeros de otro tiempo. Pero ciertamente, la India me desilusiona. Esperaba algo más que un extenso menú de cursos de yoga para curar problemas occidentales.
Tras los años, en las tapas del diario aparece un leve musgo.
El otoño cubre de hojas las rutas de un mapa en el suelo,
y sopla un suave viento, familiar al viajero, ¿dónde ir?
Es tiempo por fin, para no pensar sino dejarse llevar,
y descubrir a dónde va el río que le lleva.
Tiempo de asumir sin literaturas,
que ya no es el dueño de su destino,
ni apunta con un dedo tierra alguna a la que arribar.
El niño ríe sin comprender que está lejos de su casa.
Moja sus dedos en el azul del mapa
y saborea sal, puertos, naufragios y sirenas.
Cuando sea mayor, un marinero de voz cavernosa
le entregará un papel marrón con el plano de un tesoro,
y entonces, en una sucia posada lo dejará olvidado.
Otoño, y en los campos de arroz flotan palabras,
si queda alguien que sepa aún leerlas.
Pero es una niña quien le regala una flor y un beso,
y la pureza infantil se asoma por vez primera al amor de los mayores.
El viento se lleva el mapa que va a clavarse en un rosal;
velozmente, una araña teje sus hilos entre las espinas
y revela al viajero un camino a seguir, frágil,
una cuerda para los pies de un funámbulo.
Cuando sea niño querrá oír historias de Sandokán;
la princesa que se escondió en la bodega para ser suya,
que acabó vendida como esclava al rey de Timor.
Porque los piratas necesitan aire y sal para respirar,
porque los piratas no se enamoran.
Conforme me acerco al desierto del Rajastán, disminuye el tráfico, la densidad y la hostilidad en el aire. Empiezo a encontrarme con tipos exóticos de grandes bigotes y turbantes, y mujeres que van con el sari cubriéndolas de pies a cabeza, como si una burka. Las ciudades rajastanis son preciosas, llenas de casas antiguas, 'havelis', todo muy ornamentado y barroco. Cualquiera de ellas tiene monumentos, palacios, fuertes, templos, y en las más famosas hay mucho turismo, aunque los indios dicen que hay poco debido a las bombas de enero en Bombay. Fortalezas y palacios que hacen realidad el dicho 'vives como un marahá'; paseando por ellas es fácil imaginar la vida extravagante y lujosa de los 'marahás', años atrás, a costa y 'casta' de la miseria del populacho. Con todo, el ruido en las ciudades, el caos, la mierda por doquier, persisten. Literalmente, viven en un estercolero. La filosofía hindú echa todo residuo fuera de la casa y del cuerpo, para mantener la pureza dentro.
Y llego a Jaisalmer, junto a la frontera pakistaní. Tras cruzar un desierto, llegar en bici es 'Llegar', y me emociono cuando diviso a lo lejos la legendaria ciudad rosa. No obstante, nuestro tiempo es de modernidad y suelo arribar con cautela a estas ciudades históricas, pues muchas de ellas han perdido su magia con autovías y macro-hoteles para el turismo. No ocurre con Jaisalmer: es un superviviente de la edad media. Al atardecer, con los últimos rayos de sol, las murallas y fortalezas de la ciudad se tornan de un rojo difícil de creer. Tengo también otra entrada de cuento oriental a Jodhpur, cruzando la ciudad azul de los brahmanes y literalmente por la puerta del castillo. Maravillosa. Creo que cuando deje la India, el mundo me va a parecer en blanco y negro.
En el sur rajastani comienza la región donde hay más jainistas. Pese a parecerme un tanto radicales, me interesa esta religión minoritaria. Hay algo en su intención que me despierta curiosidad, y duermo un par de veces en sus templos, donde la austeridad es extrema. Nadie viene aquí a fingir religiosidad. En uno de ellos, me llevan a un hueco en la pared para que deje la bici, y cuando estoy metiendo dentro mis cosas, el monje me dice riendo:
- ¡Esa es tu habitación! Si metes la bicicleta no cabes tú dentro…
La ceremonia de Ranakpur, un templo de unas mil columnas iluminadas con velas, fue algo impactante. Aires de secta arcana.
Tras un mes en el Rajastán, en Udaipur me siento algo abotargado. Ser turista consume mucha de mi energía, y dejo la romántica ciudad del lago Pichura para acudir a otro romántico asunto: mi enamorada me espera en Goa. Emprendo viaje directo al sur. Más de la India no turística, con sus maravillas y sus miserias, que sigue sin gustarme. País singular éste. No es tercer mundo, ni es rico. No es hospitalario, pero son amistosos y simpáticos. Es injusto, también caritativo. Y lleno de color, y de… ¡¡ruido!! aman el ruido. Lo que pita en mis oídos no es un gato al que torturan, ¡es una mujer cantando en una película de Bollywood!
Nos quedamos en Arambol, una playa abierta al mundo donde se refugian los hippies de los sesenta que nunca encontraron el camino de vuelta a casa; donde se encuentran turistas, gente alternativa, rusos huyendo del invierno por una semana, vagabundos, buscadores de paz interior en el exterior, e incluso, ¡tres ciclistas! A la caída del sol, la playa es un zoo humano: gente que baila, gente tocando timbales, trompetas, guitarras, danzando con hula-hops, haciendo expresión corporal, meditando en la orilla, haciendo yoga, tai-chi, sectas en círculo con extraños rituales, personajes de aires misteriosos, hippies jóvenes, hippies de barbas blancas... un espectáculo. Mis simpatías se decantan por los entrañables seres de sonrisa cálida y ojos brillantes, ya arrugados, que contemplan las modas ir y venir con tolerancia y curiosidad, con su maravilloso lema 'vive y deja vivir' y su desapego al materialismo. 'Make love, not war', el mundo le debe bastante a los hippies.
Y yo, por primera vez en tres años, me debato entre finalizar el viaje y comenzar una familia. Si fuera sensato lo pondría todo en la balanza, ponderar es asunto de sabios. Pero vivir es asunto de locos, y elegir es un verbo alejado de la razón.
Los ciclo-viajeros tenemos la fortuna de convivir con los pueblos. Nos abren sus puertas, nos manchan, nos tocamos, nos hacemos hermanos. Luego llegamos a un sitio turístico y somos un turista más, pero en el camino viajamos conociendo el corazón del pueblo. Esta es la joya de viajar en bici. Sin embargo, en la India jamás me he sentido bienvenido, con la excepción de los sikhs, y en absoluto me he encontrado otra cosa que puertas cerradas y distancia. Tras casi cinco meses, aún no sé si al tipo que tengo enfrente le puedo dar la mano o será 'cast pollution'. Es el primer país donde he anhelado llegar a un lugar turístico para sentirme feliz, a salvo del desprecio.
Hay mucha gente apasionada con la India, tal vez porque aquí se vive como un rey con trescientos dólares al mes. He conocido bastantes de ellos, a todos en un lugar turístico, por cierto. Ahora sé por qué otros amigos ciclistas me aconsejaron poner la bici en un tren y cruzar India lo más rápido posible.
De pronto, con el cambio de plan me invade una alegría olvidada. Doy la espalda al sur y me dirijo a Chennai soñando con dejar este país que me ha traído tanta irritación como buenos momentos. Me siento como el vaso antes que caiga la gota que lo rebosa. Y, ya en Chennai, la antigua Madrás, me sorprendo pensando 'a lo mejor regreso un día…' Tan increíble como 'Incredible India'.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?