Cuando salgo de Bariloche sigo teniendo el mismo clima que al llegar: lluvia, viento y frío. Me voy de allí sin comprender los motivos que han hecho a ese lugar tan turístico, los lugareños viven prisioneros de un vendaval que apenas les deja salir de sus casas diez días al año. Una lástima porque en la ruta había lagos encajados en un paisaje boscoso que disfruto poco, ya que para no traicionar a la rutina de la semana previa, en las tardes cae un persistente aguacero de los que te empapan mientras subes diez kilómetros por una montaña sin lugar alguno para refugiarse.
Los hago con Migue y Daniela, a quienes me uno por un par de días. La ruta desde Bariloche sumada a la Carretera Austral chilena es casi con certeza la región del mundo más transitada por cicloturistas. Junto a los ciclistas que venimos de algún lugar más al norte, hay un pelotón de gente feliz disfrutando lo que llaman 'verano' en estas tierras, o sufriéndolo; unos viajan por un par de semanas, otros por un mes, y los universitarios chilenos por dos meses, lo cual convierte a esta ruta casi en 'Tierra Conquistada' para la bicicleta; un día habrá más gente viajando en bici que en bus…
Tras dejar atrás el parque de Los Alerces aparece un paso fronterizo a Chile para bajar el famoso río Futalefú y yo me detengo a filosofar. Estoy en un cruce donde el pavimento de la carretera se ha convertido en una pedrera, y si prosigo por el lado argentino seguiría disfrutando el viento de espaldas, mientras que si giro al oeste hacia Chile, me doy de bruces contra este demonio. ¿Qué haces, Garbancito? me pregunto, no sé por qué, si ya sé la respuesta. Me coloco la armadura, el yelmo, y agarro la lanza para embestir al mago Frestón porque tengo unos durísimos treintaycinco kilómetros de batalla en este estrecho cañón.
Unos días entre ríos verdes y regreso a Argentina cruzando estos Andes que ya no son la frontera clara, obvia, que eran más al norte. Allá siempre era una larga subida que cuando llegaba al paso de montaña dejaba a un lado Chile y al otro, Argentina. Eran grandes las montañas y había una sensación de lógica geográfica. Ahora no. Los Andes han perdido mucha altitud y más que una cordillera parecen una desordenada sucesión de montañas bajas aquí y allí, repartidas entre ambos países, y ya la frontera no es lógica.
Pero también es cierto que tienen mucho bosque, siempre hay hermosos ríos de aguas cristalinas y lechos pedregosos donde darse un baño refrescante, beber agua pura con la boca abierta y acampar junto a ellos en cualquier ribera con yerba y árboles, una maravilla. Al igual que la transformación del ecosistema en cuestión de pocos kilómetros: el frondoso bosque de alerces y coihues del lado chileno, tan húmedo, plagado de cascadas, desaparece conforme avanzo por esta frontera difusa. Aquí al sur, más que un paso de montaña, lo que delimita a ambos países es el verdor y su ausencia. Acercándome a la frontera argentina los árboles empiezan a escasear, a ralear, aparecen los arbustos, incluso los matorrales, en las montañas que antes estaban atestadas de bosque y cuando comienzo a pedalear ya dentro de Argentina el proceso es más veloz aún: aparece la pampa semidesértica. Todo en menos de treinta kilómetros. Este mundo es fascinante.
Los hago con Migue y Daniela, a quienes me uno por un par de días. La ruta desde Bariloche sumada a la Carretera Austral chilena es casi con certeza la región del mundo más transitada por cicloturistas. Junto a los ciclistas que venimos de algún lugar más al norte, hay un pelotón de gente feliz disfrutando lo que llaman 'verano' en estas tierras, o sufriéndolo; unos viajan por un par de semanas, otros por un mes, y los universitarios chilenos por dos meses, lo cual convierte a esta ruta casi en 'Tierra Conquistada' para la bicicleta; un día habrá más gente viajando en bici que en bus…
Tras dejar atrás el parque de Los Alerces aparece un paso fronterizo a Chile para bajar el famoso río Futalefú y yo me detengo a filosofar. Estoy en un cruce donde el pavimento de la carretera se ha convertido en una pedrera, y si prosigo por el lado argentino seguiría disfrutando el viento de espaldas, mientras que si giro al oeste hacia Chile, me doy de bruces contra este demonio. ¿Qué haces, Garbancito? me pregunto, no sé por qué, si ya sé la respuesta. Me coloco la armadura, el yelmo, y agarro la lanza para embestir al mago Frestón porque tengo unos durísimos treintaycinco kilómetros de batalla en este estrecho cañón.
Unos días entre ríos verdes y regreso a Argentina cruzando estos Andes que ya no son la frontera clara, obvia, que eran más al norte. Allá siempre era una larga subida que cuando llegaba al paso de montaña dejaba a un lado Chile y al otro, Argentina. Eran grandes las montañas y había una sensación de lógica geográfica. Ahora no. Los Andes han perdido mucha altitud y más que una cordillera parecen una desordenada sucesión de montañas bajas aquí y allí, repartidas entre ambos países, y ya la frontera no es lógica.
Pero también es cierto que tienen mucho bosque, siempre hay hermosos ríos de aguas cristalinas y lechos pedregosos donde darse un baño refrescante, beber agua pura con la boca abierta y acampar junto a ellos en cualquier ribera con yerba y árboles, una maravilla. Al igual que la transformación del ecosistema en cuestión de pocos kilómetros: el frondoso bosque de alerces y coihues del lado chileno, tan húmedo, plagado de cascadas, desaparece conforme avanzo por esta frontera difusa. Aquí al sur, más que un paso de montaña, lo que delimita a ambos países es el verdor y su ausencia. Acercándome a la frontera argentina los árboles empiezan a escasear, a ralear, aparecen los arbustos, incluso los matorrales, en las montañas que antes estaban atestadas de bosque y cuando comienzo a pedalear ya dentro de Argentina el proceso es más veloz aún: aparece la pampa semidesértica. Todo en menos de treinta kilómetros. Este mundo es fascinante.
Cruzo por Corcovado y lago Winter, una ruta alejada de la Austral y poco visitada donde los veinte kilómetros antes de Lago Verde son un rincón inolvidable; ríos que se cruzan como un laberinto, praderas, árboles, todo lleno de líquenes y pureza, un lugar privilegiado sin contaminación, ni siquiera una carretera, ni puentes, pura senda. En ese paisaje, llego a un cruce de dos rodadas con un cartelito y una flecha: 'Puesto de control'. Medio kilómetro después encuentro una bonita casa de campo donde tres policías tienen el trabajo más relajado de Argentina.
- No tengo palabras… vaya sitio para poner una aduana…
- Ja, ja, ja… sí, estamos aquí muy bien. Ya no llegas a Lago Verde, ¿dónde quieres acampar?
- Hay un río un poco más adelante, ¿verdad?
- Sí, hay dos muy seguidos, sin puentes. Duerme en el primero. El segundo es de un hombre al que no le gustan los extraños, puede que esté cabalgando por ahí, te vea y no te deje acampar. Duerme en el primero.
Este tramo a Lago Verde me pone como una moto, un lugar lejano, tranquilo, sin restaurantes ni comercios ni carretera, sin turismo, vadeando ríos... 'mientras existan lugares así, merecerá la pena viajar en bicicleta por el mundo', escribo en mi diario a la noche mientras escucho el correr del río. Duermo en paz sabiendo que me despertarán los pájaros al amanecer…
Tras estos días, cuando alcanzo la famosa Carretera Austral los primeros kilómetros son estresantes: pasa un coche con turistas cada diez o quince minutos y yo estoy desacostumbrado, además, casi ninguno baja la velocidad y pasan al lado sin preocuparse de que una piedra bajo sus ruedas salga disparada al rostro de un ciclista.
En el tramo final de la Carretera Austral, doy un atardecer con Diego y Rob, y acampamos junto a un bonito río. Incluso nos tomamos tres cervezas que el holandés saca de una alforja ante mi perplejidad. Con Diego hago buenísimas migas pronto, un argentino jovial y divertido que se ha tomado un mes de vacaciones, pero tiene claro que quiere hacer un viaje más largo. De hecho, cuando llego a Ushuaia me contará en un email que ya ha decidido tomarse un año sabático para recorrer América Latina. Pura droga, la vida en una bici…
Pedaleamos juntos hasta que yo vuelvo a tener un problema serio: se rompe la tracción de la rueda antes de llegar a O'Higgins, la última aldea de la carretera austral y el último lugar que alguien elegiría para buscar una rueda de repuesto...
Parece que mi suerte llega a su fin como llega a su fin el viaje, el tornillo roto del otro día, la rueda… y tiene su explicación. Cuando estaba en Cusco, meses atrás, tuve muy claro que la vida me llevaba a otra etapa y que tenía que dejar de viajar en bici, había otro sueño. Lo tuve tan claro como cuando salí de viaje ocho años atrás. Sin embargo, cómo dejar esa línea roja en el mapa sin terminar, qué pensaría dentro de diez años y de esa decisión.
Así que seguí, no solo contra el viento, sino también contra el fluir de la vida. No puedo haberlo sentido más claramente. Y el viaje cambió, al igual que la forma en la que el mundo me trata y yo me relaciono con el mundo.
Sin embargo, también la Vida debería entender que puede poner todo el viento de la Patagonia enfrente, puede ser el verano más lluvioso de los últimos años, puede romperme la bici en el peor rincón del planeta, que yo voy a alcanzar ese vértice de América aunque sea caminando. Con ese espíritu enfermizo de Quijote, aparece por arte de magia Marcela, una simpática pintora, amiga -por cierto, mundo pequeño- de unos amigos.
- Tengo una bici barata que atropelló un camión. No la he tirado pensando precisamente que un día podría servir a alguno de los ciclistas que pasan por aquí, si puedes enderezar la rueda y te sirve…
- ¿Y cuánto calculas que puede ser llegar a Ushuaia? -me pregunta Diego mientras tomamos una cerveza.
- Si el viento fuera bueno, no lloviera mucho y todo va bien, un mínimo de dos semanas. Si está duro, tres o cuatro…
- …
- Dale, hermano, vente, total, eres tu propio jefe…
- No… no puedo…
Diego está en el filo de la navaja, hay un tipo de persona -si le gusta estar al aire libre, disfrutar sufriendo, acampar…- a la que viajar en bici se le enquista dentro como una pasión enfermiza y Diego es de esa madera. Finalmente, decidirá volver a su trabajo, pero con la certeza de que el próximo viaje será un año sabático. Yo, cuando salgo de Calafate hacia Puerto Natales otra vez en soledad, voy echando de menos a mi amigo; compartir las veinticuatro horas con quien ha surgido buena química provoca una intensa amistad y después, ya pedaleando solo, no puedo evitar imaginar lo que Diego estaría comentando sobre el viento, sobre los gendarmes, y me descubro hablando con su ausencia en medio de la carretera mientras pedaleo por una pampa fría casi a mil metros de altitud.
Apenas hay algo más que una línea de horizonte, cuando hago una foto, hasta en la pantalla de la cámara se nota el frío; matorrales en blanco y negro, nubes grisáceas y negras que cubren todo el panorama, un lugar donde solo los caranchos (unos carroñeros con aspecto de águila) parecen sentirse cómodos. Y son solo diez grados, sin embargo el suave viento y la falta de sol me tienen pedaleando con chaqueta, guantes y gorro.
Afortunadamente, aquí, en las pampas de la Patagonia, las pocas casas que hay están acostumbradas a recibir ciclistas, pocas se niegan a ofrecer un lugar donde acampar y en muchas ocasiones invitan a pasar dentro y poner la esterilla en alguna habitación. Ese día en concreto fue la casa de vialidad, donde un amable funcionario ha convertido la caseta antigua en refugio para los ciclistas que llegan aquí tiritando de frío.
Y es que justo ese día baja la temperatura y en la noche marzo exclama '¡aquí estoy!' y cae la primera helada del año, nada extraño por estas latitudes rozando el paralelo 50. Sin embargo, la sorpresa no será el frío sino que la mañana siguiente será la única que pedalee sin viento en estas pampas. No se movió una brizna de yerba hasta la una de la tarde, ni se escuchaba ese bramido del viento embistiendo con furia, todo era calma… estremecedor. En ese momento, yo no sé qué pensar, esa calma no me gusta en absoluto, tengo un mal presentimiento y aprieto todo lo posible para llegar a Puerto Natales y quitarme de enmedio antes de que comience la tempestad que sigue a la calma.
Cuando salgo hacia Punta Arenas, el panorama no es para alegrarse ni mucho menos: nubes y tormentas detrás de mí. Sin embargo, windguru da previsión de dos días sin lluvia, una breve pausa en medio de este largo temporal que azota la región de Magallanes; además, durante más de la mitad de los doscientos cincuenta kilómetros a Punta Arenas debería de tener el viento empujándome. Y sí, en una mañana llego a la curva de Cerro Chico, haciendo cien kilómetros en volandas. Hay un puesto de carabineros que me aseguran que el viento soplará de espaldas hasta Villa Tehuelche, una pequeña aldea cuarenta kilómetros adelante, y viendo que en este lugar los ciclistas no somos bienvenidos, decido probar fortuna y tratar de llegar allí. Antes, lleno mis botellas de agua en el cuartel.
- ¿Tienes frío? -pregunta el jefe, cuando ve en la cocina que tirito y mantengo con dificultad la botella quieta bajo el grifo de agua.
- Claro que tengo frío.
- Dame, dame la botella y ponte junto a la estufa -dice con rapidez, como si se diera cuenta por vez primera que 5 horas en bici por esta Patagonia otoñal no tiene nada que ver con patrullar en el coche y la calefacción puesta.
Me caliento un rato junto a la estufa y el tipo me insiste una y otra vez que el viento me empujará hasta Villa Tehuelche, salvo en un par de tramos. Salgo y ciertamente me empuja en el hombro derecho durante los primeros veinte kilómetros, hasta ahí llega el acierto del carabinero porque después esta locura de Eolo a ochenta kilómetros por hora se coloca lateralmente y los siguientes veinte kilómetros son un infierno de tres horas para llegar a Villa Tehuelche. El viento me pone con la bici casi tocando el suelo con las alforjas, tengo que inclinarme tanto para que no me tire hacia el carril contrario que parezco Ángel Nieto tomando una curva en el Jarama. Al menos, no corro peligro, los coches que vienen detrás de mí, cuando me ven haciendo eses y piruetas para mantener el equilibrio, tienen más miedo de atropellarme que yo de ellos y se apartan tanto que muchos de ellos me adelantan por el arcén del carril contrario, temerosos de que el viento me tire debajo de sus ruedas. Los que se cruzan en dirección contraria saludan o levantan un pulgar, pero yo no puedo soltar una mano siquiera para devolver el saludo.
Un par de días de descanso y tomo el último ferry de Chile para cruzar a Tierra del Fuego, la región más austral del continente americano. Aquí es donde están las famosas pampas peladas por el viento antártico, los pingüinos, las estancias de miles de hectáreas donde los dueños ni saben cuántos corderos tienen, y un curioso bosque de lengas al sur, ya en las cercanías de Ushuaia. Ningún destino para pasar el fin de semana o una luna de miel.
Un viaje duro por Tierra del Fuego, incluso cuando parece que el día va a mejorar las nubes regresan para cubrirlo todo y traer más lluvia, y eso que para cubrir estos panoramas inmensos hacen falta muchas nubes… Mientras pedaleo sintiendo los pies y manos helados, con la ropa de agua calada, recuerdo los primeros kilómetros americanos en la costa ártica de Alaska casi tres años atrás… no podría ser de otra manera este final y aunque esté sufriendo en ese momento también sé que el rato duro pasará y mis recuerdos de Alaska y Patagonia me harán sonreír dentro de un mes o dentro de unos años… Sé que pronto estaré viviendo una cómoda vida, que estos momentos están acabando para mí, el vivir expuesto al mundo y sus inclemencias… lo disfruto. Momentos así siempre me han hecho sentirme vivo, nada tan humano como ser apabullado por una tormenta helada, y después, recuperado con el calor, sonreír, ser feliz, y mirar atrás para sentirse pleno, vencedor.
Además, llegar tan tarde a Ushuaia tiene una bonita recompensa: el bosque de lengas en otoño. Miles de árboles pintan esta dura tierra al borde del mapa con un inesperado cuadro impresionista de rojas, amarillas y verdes hojas. Los últimos cien kilómetros al confín del mundo son un pedaleo por un paisaje que nada tiene que ver con los anteriores mil kilómetros: lagos, escarpadas montañas cuajadas de nieve, ríos y bosques. ¡Esto es una llegada!
El primero de abril es un día de color azul y aunque sigue haciendo viento tengo un 'tranquilo' pedaleo a Ushuaia. Subo el pequeño Garibaldi -meros 400 metros de altitud- y valle tras valle me acerco a la ciudad del fascinante nombre. Lo que no me esperaba es el mar frente a mí en una curva a la derecha y el corazón se me dispara de golpe: ¡he llegado! Se me hincha algo en el pecho y estalla en mi sonrisa, brotan unas lágrimas, aprieto la pedalada y aparecen los dos enormes postes que dan la bienvenida a Ushuaia… llegaste, Garbancito, llegaste.
Vladivostok, Ciudad del Cabo, son ciudades con algo especial que las hace encajar perfectamente en ese vértice del mapa donde están. Y aquí, la enorme bahía portuaria lo llena todo, protagoniza una ciudad de la que hay que salir forzosamente, una ciudad que vive de cara al eterno viaje. Incluso para los que llegamos aquí desde el otro extremo del continente. Todos tenemos que dejar Ushuaia y la bahía al mar lo recuerda a cada momento.
Nunca un mejor lugar: llegar al final del mundo para comenzar una vida nueva.
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