TURQUÍA.
En Gaziantep me doy de bruces con la Turquía moderna, de ciudades similares a Europa. Luminosos, escaparates, aceras peatonales, cascos antiguos restaurados con mimo germano… algo que casi había olvidado. Y todo bastante caro. Afortunadamente, entre ciudad y ciudad están los turcos bigotudos, una gente llana, hospitalaria y afable, que me invitan a comer y beber té, doquiera que paro. Si fuese por ellos, no pedalearía más de veinte kilómetros al día. Cada gasolinera, cada cafetería, es un turco con un té en la mano y una invitación a voces para que tome algo con ellos. Me destrozan la mano al saludar, me hartan de comer hasta el punto de que sufro una indigestión, pero quién se resiste a esos kebabs con berenjenas… hay hospitalidades que matan y otras que ordenan la vida por ti, como en una aldea donde nadie me saludó, ni ofreció té, y decidí poner la tienda discretamente en las afueras. Al ver que iba a dormir dentro de 'eso', de inmediato, unos tipos se acercaron.
- Espera un momento, por favor, pero ve levantando la tienda que en nuestro pueblo no duermes en el suelo.
Uno de ellos fue a buscar al más rico del pueblo para que me hospedase en una casa en condiciones.
- Una vez que pasa un forastero por aquí, y va a dormir en el suelo…¡ni hablar! -me dijo a la noche, Mehmet, el anciano de la casa, ofreciéndome otro kébab más.
Cierto que he dejado atrás las delicias árabes, el ful, el hummus, babaganush… pero también he entrado en tierras de pinchos a la brasa y en 'Yogurtán', que extiende sus fronteras hasta Ulan Baator en Mongolia. No me viene mal mejorar las reservas de calcio.
Conforme dejo el sur fronterizo con Siria e Irak, aparecen las montañas, el Kurdistán turco. Montañas, en mayo, aún con nieve, sobre verdes valles. Desde el mirador de Mardin contemplo el sur que voy a dejar atrás, la planicie de Mesopotamia y me encamino a los encerrados valles de las montañas kurdas. Dejo atrás también ciudades antiguas como Mardin, que son un museo de Historia viviente, donde comenzó sus pasos la civilización occidental, y el sur turco refleja ese trasiego milenario de pueblos y naciones.
Paso dos domingos cruzando el Kurdistán turco y me invitan a dos bodas. Muy tradicionales: baile y comida para todo el pueblo. Bailan en círculo, muy apretados unos a otros con los codos unidos, y llevando un ritmo unísono del que yo me desligo a menudo con torpeza, provocando sus risas. Son días agradables, a veces acampo, a veces acepto la hospitalidad kurda. Es bastante fácil encontrar un lugar bonito donde poner la tienda con un buen paisaje, en especial cuando alcanzo el altiplano del lago Van, una joya entre montañas de tres y cuatro mil metros. También es cierto que la zona es caliente, y antes de llegar al lago Van, en la carretera desde el río Tigris hacia Siirt, tengo unos días desagradables. Es una zona donde la resistencia kurda está muy activa, pues el proyecto de una nueva presa sobre el Tigris no sólo va a dejar bajo agua monumentos históricos, sino que inunda también la única carretera de acceso a muchas aldeas kurdas, cuya única solución es abandonar sus casas. Gente desplazada, incomunicada, pueblos vacíos, y árboles que no saben que este próximo será su último verano. Este pantano no contribuye a mejorar la situación entre kurdos y gobierno turco, y alguna noche que planto la tienda relamiéndome ante un delicioso atardecer, la paso escuchando tiroteos y bombazos.
Es una guerra no declarada. Los controles militares turcos son polvorines llenos de tanques, ametralladoras, obuses, y los militares son soldados que no sonríen y van vestidos como en Plattoon; las carreteras están destrozadas y la sensación es de estar en un reportaje de guerra en los Balcanes más que de viaje, sobre todo cuando me sobrevuelan los helicópteros o me adelanta un tanque.
- Espere un momento más, por favor -me dice el militar, que lleva cruzado sobre el pecho un arsenal de balas. Llevo en ese control más de una hora esperando saber si me autorizarán a seguir o me tengo que dar la vuelta, y deshacer ciento cincuenta kilómetros.
- Puede usted seguir -me dice finalmente, tras recibir instrucciones por la radio-, pero ¿no tiene usted miedo de los kurdos? Le van a pegar un tiro para robarle el dinero.
Esbozo una sonrisa, lo miro de arriba a abajo, echo una ojeada al polvorín que tienen montado ahí, y en tono jocoso le respondo.
- Quien me da miedo es usted.
El militar se ríe orgulloso de su poder, sin captar un ápice de mi intención y me deja el paso libre.
Salgo del Kurdistán turco con buenos recuerdos, una tierra estupenda para la bici, llena de rincones ajenos al tiempo. En muchas ocasiones me encontrado a mí mismo sentado ante el panorama, con unas galletas y una sensación de plenitud intensa, como esculpido a ese lugar. Con la extraña impresión de que si le ordeno a mis piernas un movimiento, no podrán obedecer. Momentos en los que todo lo que no es presente ha desaparecido.
En el consulado de Erzurum recojo, sin más problemas que una puñalada en el bolsillo, la visa para Irán y lo celebro acampando frente al biblíco monte Ararat. Un impresionante volcán de 5165 metros, que se erige majestuoso y nevado desde las praderas de Dogubayazit. La panorámica al atardecer sobrecoge, un lugar que tiene cierta magia, y es fácil imaginar la leyenda de Noé, cuyo arca dicen que quedó varada en la cima cuando lo del diluvio…
De una tierra bíblica me voy al Irán de los mulahs, una teocracia en pleno siglo XXI, de cuyo extremismo islámico se mofan incluso en otros países musulmanes.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
En Gaziantep me doy de bruces con la Turquía moderna, de ciudades similares a Europa. Luminosos, escaparates, aceras peatonales, cascos antiguos restaurados con mimo germano… algo que casi había olvidado. Y todo bastante caro. Afortunadamente, entre ciudad y ciudad están los turcos bigotudos, una gente llana, hospitalaria y afable, que me invitan a comer y beber té, doquiera que paro. Si fuese por ellos, no pedalearía más de veinte kilómetros al día. Cada gasolinera, cada cafetería, es un turco con un té en la mano y una invitación a voces para que tome algo con ellos. Me destrozan la mano al saludar, me hartan de comer hasta el punto de que sufro una indigestión, pero quién se resiste a esos kebabs con berenjenas… hay hospitalidades que matan y otras que ordenan la vida por ti, como en una aldea donde nadie me saludó, ni ofreció té, y decidí poner la tienda discretamente en las afueras. Al ver que iba a dormir dentro de 'eso', de inmediato, unos tipos se acercaron.
- Espera un momento, por favor, pero ve levantando la tienda que en nuestro pueblo no duermes en el suelo.
Uno de ellos fue a buscar al más rico del pueblo para que me hospedase en una casa en condiciones.
- Una vez que pasa un forastero por aquí, y va a dormir en el suelo…¡ni hablar! -me dijo a la noche, Mehmet, el anciano de la casa, ofreciéndome otro kébab más.
Cierto que he dejado atrás las delicias árabes, el ful, el hummus, babaganush… pero también he entrado en tierras de pinchos a la brasa y en 'Yogurtán', que extiende sus fronteras hasta Ulan Baator en Mongolia. No me viene mal mejorar las reservas de calcio.
Conforme dejo el sur fronterizo con Siria e Irak, aparecen las montañas, el Kurdistán turco. Montañas, en mayo, aún con nieve, sobre verdes valles. Desde el mirador de Mardin contemplo el sur que voy a dejar atrás, la planicie de Mesopotamia y me encamino a los encerrados valles de las montañas kurdas. Dejo atrás también ciudades antiguas como Mardin, que son un museo de Historia viviente, donde comenzó sus pasos la civilización occidental, y el sur turco refleja ese trasiego milenario de pueblos y naciones.
Paso dos domingos cruzando el Kurdistán turco y me invitan a dos bodas. Muy tradicionales: baile y comida para todo el pueblo. Bailan en círculo, muy apretados unos a otros con los codos unidos, y llevando un ritmo unísono del que yo me desligo a menudo con torpeza, provocando sus risas. Son días agradables, a veces acampo, a veces acepto la hospitalidad kurda. Es bastante fácil encontrar un lugar bonito donde poner la tienda con un buen paisaje, en especial cuando alcanzo el altiplano del lago Van, una joya entre montañas de tres y cuatro mil metros. También es cierto que la zona es caliente, y antes de llegar al lago Van, en la carretera desde el río Tigris hacia Siirt, tengo unos días desagradables. Es una zona donde la resistencia kurda está muy activa, pues el proyecto de una nueva presa sobre el Tigris no sólo va a dejar bajo agua monumentos históricos, sino que inunda también la única carretera de acceso a muchas aldeas kurdas, cuya única solución es abandonar sus casas. Gente desplazada, incomunicada, pueblos vacíos, y árboles que no saben que este próximo será su último verano. Este pantano no contribuye a mejorar la situación entre kurdos y gobierno turco, y alguna noche que planto la tienda relamiéndome ante un delicioso atardecer, la paso escuchando tiroteos y bombazos.
Es una guerra no declarada. Los controles militares turcos son polvorines llenos de tanques, ametralladoras, obuses, y los militares son soldados que no sonríen y van vestidos como en Plattoon; las carreteras están destrozadas y la sensación es de estar en un reportaje de guerra en los Balcanes más que de viaje, sobre todo cuando me sobrevuelan los helicópteros o me adelanta un tanque.
- Espere un momento más, por favor -me dice el militar, que lleva cruzado sobre el pecho un arsenal de balas. Llevo en ese control más de una hora esperando saber si me autorizarán a seguir o me tengo que dar la vuelta, y deshacer ciento cincuenta kilómetros.
- Puede usted seguir -me dice finalmente, tras recibir instrucciones por la radio-, pero ¿no tiene usted miedo de los kurdos? Le van a pegar un tiro para robarle el dinero.
Esbozo una sonrisa, lo miro de arriba a abajo, echo una ojeada al polvorín que tienen montado ahí, y en tono jocoso le respondo.
- Quien me da miedo es usted.
El militar se ríe orgulloso de su poder, sin captar un ápice de mi intención y me deja el paso libre.
Salgo del Kurdistán turco con buenos recuerdos, una tierra estupenda para la bici, llena de rincones ajenos al tiempo. En muchas ocasiones me encontrado a mí mismo sentado ante el panorama, con unas galletas y una sensación de plenitud intensa, como esculpido a ese lugar. Con la extraña impresión de que si le ordeno a mis piernas un movimiento, no podrán obedecer. Momentos en los que todo lo que no es presente ha desaparecido.
En el consulado de Erzurum recojo, sin más problemas que una puñalada en el bolsillo, la visa para Irán y lo celebro acampando frente al biblíco monte Ararat. Un impresionante volcán de 5165 metros, que se erige majestuoso y nevado desde las praderas de Dogubayazit. La panorámica al atardecer sobrecoge, un lugar que tiene cierta magia, y es fácil imaginar la leyenda de Noé, cuyo arca dicen que quedó varada en la cima cuando lo del diluvio…
De una tierra bíblica me voy al Irán de los mulahs, una teocracia en pleno siglo XXI, de cuyo extremismo islámico se mofan incluso en otros países musulmanes.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?