NIGERIA.
De entre todas las manías y rarezas que Augusto trajo consigo al volver a casa, era llamativa la intensidad que ponía en todo lo que hacía. Le recordábamos ese entusiasmo de antaño pero no tan exagerado, parecía sobreactuar, era como aquel personaje idiota de Cortázar que disfrutaba mirando una araña. Nos preocupaba. Una noche, cenando en su casa, decidí preguntarle.
- Es mi insulina -dijo. Y se echo a reír.- He de tener cuidado con ella, si me descuido se dispara.
Era mentira, por supuesto. Y lo dejamos estar.
Treinta años atrás, en el instituto, una mañana el profesor de Latín había dicho, 'Cuando alguien miente, lo primero que revela es su debilidad'. Nosotros que apreciábamos en mucho a don Carlos, habíamos sellado un pacto adolescente en virtud del cual, si uno mentía, el otro debía averiguar el motivo, no la verdad.
Pasado un tiempo, Augusto recibió la visita de Johen, un amigo de Bavaria.
- Está de paso. Va hacia el sur, a Kumasi, en Ghana. Tiene el mal de África.
Yo había oído alguna vez hablar de ese mal. Me parecía una enfermedad ficticia, de cosmopolitas trasnochados, como cuando los románticos gustaban estar tísicos.
- Existe esa enfermedad, - me dijo Augusto, - el mal de los trópicos, el mal de África, es lo misma. Los ingleses trataron de encontrarle un remedio a través de la heroína, pero es un mal que te afecta el alma. Y el alma es difícil de tratar.
Hizo una pausa y me miró seriamente.
- Te estoy hablando de una de esas cosas que no se pueden demostrar, que le hacen pensar a uno que está loco, hasta que encuentra a otro sufriendo la misma locura. Algunos de los colonos enviados a los trópicos eran sensibles al mal, y a su regreso al continente caían presos de un estado melancólico, depresivo, una eterna 'saudade', si me permites. Unos se daban a la heroína, otros morían en vida, y unos pocos volvían a los trópicos que no dejaba de ser la mejor solución. Bastien, un francés que vivió veinte años en Lambarené, pleno ecuador africano donde a cada hora has de echarte un cubo de agua sobre la ropa, me habló de un remedio.
'Has de estar atento a todo lo que ocurra, poner tu máxima atención en cualquier cosa que hagas, sea un paseo por el parque, un árbol, una niña cantando; trata de poner la mayor intensidad hasta en el más nimio acontecimiento. En el momento que falles y dejes un resquicio, la serpiente te atacará, y vendrá un recuerdo de allí donde la vida es fuego. Será una fiesta con tam-tam, un baño en un río, el sudor de una mujer bajo la mosquitera, y entonces, en el confort de tu casa millonaria desearás con todas tus fuerzas estar bajo un mango apartándote las moscas. No dejes que la serpiente te ataque.'
Augusto hizo una mueca y medio suspiró con cansancio.
- No es perfecto, pero ayuda a llevarlo bien.
Unos años más tarde, cuando Augusto se fue al lado turco de la isla de Chipre, a aprender la danza de los derviches, comprendí por fin el motivo de la mentira. Y pensé que tal vez no volvería jamás.
De todos los problemas, conseguir la visa nigeriana es el más sencillo de solucionar. Una entrevista relajada con un funcionario que sólo tiene un momento embarazoso.
- Si yo pido un visado para su país, me lo negarán. ¿Es justo que yo le dé un visado para el mío?
- Si un día viene usted a mi país, será para mí un honor invitarle a mi casa. - Es lo único que acierto a decir. El tipo sonríe y me autoriza el visado. Menos mal, al día siguiente se me acababa el visado de Benin…
Pero en la frontera no son todo alegrías. Para evitar la carretera junto a la costa, saturada de tráfico, subo unos treinta kilómetros hacia una frontera secundaria. No creen que mi visado sea auténtico; en Nigeria no hay turismo, sólo negocios, y mi visado es para 'turismo'.
Les lleva dos horas y muchas llamadas confirmar la veracidad de mis papeles y dejarme entrar. Aunque es sólo el principio de la pesadilla nigeriana. Inmediatamente después, empiezo a sufrir un control tras otro, pidiéndome una y otra vez el pasaporte, la cartilla internacional de vacunación, e incluso, ¡el carné de conducir bicicletas!
Si los controles de policía real y policía falsa serán un continuo incordio, no son nada comparado al tráfico infernal de Lagos. Es un área metropolitana con diez mil habitantes por kilómetro cuadrado, y este problema no está resuelto con eficacia japonesa. Es un infierno. Miles de mini-buses, ruido, suciedad, y peligro constante. Pedaleo sin cesar para cruzar lo antes posible, me siento amenazado en cada rincón. Y por fin, al final del día consigo alejarme veinte kilómetros sin que nada me haya ocurrido. No es que el ruido y el tráfico desaparezcan, el sur de Nigeria es uno de los peores lugares del mundo para viajar en bicicleta, pero al menos consigo dejar atrás la preocupación continua de un asalto, o un tiro.
Duermo en una estación de policía, y el día siguiente amanece con el segundo de los problemas a resolver: la cadena de la bici se rompe definitivamente.
Tras un buen rato de absurda meditación mecánica con la cadena en la mano, y rodeado de una multitud curiosa que me hace trabajar con un ojo en las herramientas y otro en mis alforjas, aparece un ciclista. Un ciclista en los alrededores de Lagos, más que una aguja en un pajar, es un milagro. Mike, al igual que otros paisanos anteriormente, me ofrece su ayuda, dice que tiene una tienda de bicis, y acepto, mi instinto me dice que sí puedo confiar en él. Es una pena mostrar desconfianza en África, pero estoy en Nigeria, uno de los lugares con mayor tasa criminal del mundo, casi tan alta como en Nueva York…, y me voy con Mike a su tienda remolcado por una de las miles de moto-taxis que pululan en las carreteras.
Pasamos todo el día tratando de salvar algo de mi transmisión shimano, pero no es posible; acabo con un juego completo africano y también un eje trasero prehistórico donde puede encajar el casette de los piñones. Junto a las nuevas adquisiciones, y el maldito eje pedalier, cuyas bolillas he de cambiar cada quinientos kilómetros, el aspecto de mi bici no es el más alentador para cruzar África Central hasta Namibia.
Nos reímos, me lavo en la casa de Mike y nos vamos de cervezas para relajarnos. Todavía sigo con la alerta tras las orejas. La sensación que trasmite una ciudad nigeriana está muy lejos de la seguridad, pero con estos chicos, nada de problemas. No me dejan pagar nada, ni la cena, incluso me compran pan y margarina para el desayuno. Cuando voy a meterme en la tienda, en el patio de su casa, pido de nuevo a Mike la cuenta de todos los repuestos y me acuesto perplejo: nada, no quieren mi dinero, quieren ayudarme en mi viaje.
- Tu dinero no nos sirve. El dinero viene y va, los gestos son para siempre, y nosotros queremos colaborar en tu viaje.
A la mañana siguiente, la misma negativa, y tras los abrazos y la despedida estoy conmovido y sin saber muy bien cómo reaccionar: llegué con recelos y salgo con una gran lección de humanidad en mis alforjas.
Avanzo hacia Camerún lo más rápido posible. No encuentro mucha gente como Mike y sus amigos, todo lo contrario, un gran porcentaje del sur se busca la vida a través de la violencia. Afortunadamente, el buen aspecto de la superpoblación es que siempre estoy rodeado de curiosos, y es posible parar los pies a los problemas en su inicio, entre todos, antes que se conviertan en una difícil situación. A toda costa, evito quedarme solo entre un grupo pequeño, que no sé cómo va a reaccionar. En las ciudades siempre peligrosas, el lugar más seguro para dormir son las iglesias y los hoteles de lujo. Yo normalmente me dirijo a las primeras, y no con mis mejores galas, pues la época de lluvias que arrastro desde Togo parece insistir en pasarme bien por agua.
Cuando llego a Calabar, frontera con Camerún, no estoy de tan buen humor, sino que sufro el primer momento crítico del viaje. Me siento muy débil y apenas tengo fuerzas para pedalear una hora continua, pero quiero salir de Nigeria. Decido cruzar a Camerún e ir a un hospital. Al mirar mi correo electrónico, encuentro un email de mis amigos holandeses: 'Salva, coge el ferry a Linde, pues la carretera es un barrizal con las lluvias y hemos tenido que poner las bicis en un camión. Desgraciadamente, no te podemos esperar en Linde. Coen tiene una malaria muy fuerte y volamos mañana a Sudáfrica para que pueda recuperarse en un país más cómodo.'
África puede ser muy dura para ir en bicicleta… su email me deja deprimido. Empiezo a agobiarme por mi estado de salud, me tienta la opción de volar yo también al sur y buscar algo de confort, buena alimentación, librarme de la acechante malaria, los virus tropicales, el dengue, el agua contaminada, el sol asesino...
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
CAMERÚN.
La travesía de Calabar a Linde se hace en uno de esos barquitos que cuando se hunden salen en las noticias de todo el mundo. Oxidado, con exceso de pasajeros, de mercancías… no en vano, un pastor anglicano pasa al micrófono las veinte horas de viaje rezando y pidiendo por nuestra seguridad; la vida, decididamente, es un deporte de riesgo aquí.
Nada más salir de Inmigración, huyendo de un policía que quería cobrarme un impuesto para bicicletas, doy con la carretera y un simpático señor me para con su coche. Resulta ser español.
- A ver, chaval, espera que te vea mejor - me dice a través de la ventanilla. Se apea y baja delicadamente uno de mis párpados. - Tú estás enfermo. Tienes el ojo completamente blanco. Estás anémico y tal vez tengas malaria. Ven a mi casa.
José tiene 77 años, y en vez de disfrutar su jubilación cómodamente en España, está construyendo un barco pesquero en un precioso rincón de Linde, a los pies de una playa con rocas de lava. Toda su vida en África como activo hombre de negocios, y ahora quién le lleva de vuelta a casa, a aburrirse. Paso con él y su encantadora mujer, Paulina, una semana recuperándome, comiendo bien y descansando. Y viendo llover como jamás había visto en mi vida. Hay desiertos en este mundo porque toda el agua parece estar aquí. La vecina Douala sale estos días en la televisión con las calles, no inundadas sino transformadas en ríos, y la gente usando canoas para moverse entre los edificios.
La mejoría de la salud trae ánimos, y me digo una vez más, 'Garbancito, éste no es un viaje de vacaciones, sino un salir a ver cómo es el mundo, con sus amores y sus dolores'. Recupero fuerzas y, ¡adelante!
Llego en unos días a la capital, Yaoundé, donde me acogen los salesianos con las puertas abiertas. Una gente entrañable. La mayoría de los misioneros que he conocido en África tienen una filosofía muy diferente a la política del Vaticano y sus dogmas. Vivir codo a codo con el sufrimiento genera un alto nivel de compasión, y jamás me preguntaron si era creyente ni trataron de convertirme. La persona, por encima de los dogmas.
Yaoundé no es una ciudad atractiva, pero al lado del horror nigeriano, me parece un remanso de paz, y disfruto paseando por sus calles; volver a sentirme seguro me relaja, y en estos días termino de recuperar mi salud. Salgo de allí con los caros visados de Gabón y Congo en mi pasaporte, pero vuelvo a estar fuerte. Por razones climáticas que ignoro, de Yaoundé hacia el sur están aún en época seca, más no por mucho -sólo duran los tres meses de verano-, las lluvias están al llegar y he de darme prisa si no quiero verme atascado en los barrizales del Congo.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
De entre todas las manías y rarezas que Augusto trajo consigo al volver a casa, era llamativa la intensidad que ponía en todo lo que hacía. Le recordábamos ese entusiasmo de antaño pero no tan exagerado, parecía sobreactuar, era como aquel personaje idiota de Cortázar que disfrutaba mirando una araña. Nos preocupaba. Una noche, cenando en su casa, decidí preguntarle.
- Es mi insulina -dijo. Y se echo a reír.- He de tener cuidado con ella, si me descuido se dispara.
Era mentira, por supuesto. Y lo dejamos estar.
Treinta años atrás, en el instituto, una mañana el profesor de Latín había dicho, 'Cuando alguien miente, lo primero que revela es su debilidad'. Nosotros que apreciábamos en mucho a don Carlos, habíamos sellado un pacto adolescente en virtud del cual, si uno mentía, el otro debía averiguar el motivo, no la verdad.
Pasado un tiempo, Augusto recibió la visita de Johen, un amigo de Bavaria.
- Está de paso. Va hacia el sur, a Kumasi, en Ghana. Tiene el mal de África.
Yo había oído alguna vez hablar de ese mal. Me parecía una enfermedad ficticia, de cosmopolitas trasnochados, como cuando los románticos gustaban estar tísicos.
- Existe esa enfermedad, - me dijo Augusto, - el mal de los trópicos, el mal de África, es lo misma. Los ingleses trataron de encontrarle un remedio a través de la heroína, pero es un mal que te afecta el alma. Y el alma es difícil de tratar.
Hizo una pausa y me miró seriamente.
- Te estoy hablando de una de esas cosas que no se pueden demostrar, que le hacen pensar a uno que está loco, hasta que encuentra a otro sufriendo la misma locura. Algunos de los colonos enviados a los trópicos eran sensibles al mal, y a su regreso al continente caían presos de un estado melancólico, depresivo, una eterna 'saudade', si me permites. Unos se daban a la heroína, otros morían en vida, y unos pocos volvían a los trópicos que no dejaba de ser la mejor solución. Bastien, un francés que vivió veinte años en Lambarené, pleno ecuador africano donde a cada hora has de echarte un cubo de agua sobre la ropa, me habló de un remedio.
'Has de estar atento a todo lo que ocurra, poner tu máxima atención en cualquier cosa que hagas, sea un paseo por el parque, un árbol, una niña cantando; trata de poner la mayor intensidad hasta en el más nimio acontecimiento. En el momento que falles y dejes un resquicio, la serpiente te atacará, y vendrá un recuerdo de allí donde la vida es fuego. Será una fiesta con tam-tam, un baño en un río, el sudor de una mujer bajo la mosquitera, y entonces, en el confort de tu casa millonaria desearás con todas tus fuerzas estar bajo un mango apartándote las moscas. No dejes que la serpiente te ataque.'
Augusto hizo una mueca y medio suspiró con cansancio.
- No es perfecto, pero ayuda a llevarlo bien.
Unos años más tarde, cuando Augusto se fue al lado turco de la isla de Chipre, a aprender la danza de los derviches, comprendí por fin el motivo de la mentira. Y pensé que tal vez no volvería jamás.
De todos los problemas, conseguir la visa nigeriana es el más sencillo de solucionar. Una entrevista relajada con un funcionario que sólo tiene un momento embarazoso.
- Si yo pido un visado para su país, me lo negarán. ¿Es justo que yo le dé un visado para el mío?
- Si un día viene usted a mi país, será para mí un honor invitarle a mi casa. - Es lo único que acierto a decir. El tipo sonríe y me autoriza el visado. Menos mal, al día siguiente se me acababa el visado de Benin…
Pero en la frontera no son todo alegrías. Para evitar la carretera junto a la costa, saturada de tráfico, subo unos treinta kilómetros hacia una frontera secundaria. No creen que mi visado sea auténtico; en Nigeria no hay turismo, sólo negocios, y mi visado es para 'turismo'.
Les lleva dos horas y muchas llamadas confirmar la veracidad de mis papeles y dejarme entrar. Aunque es sólo el principio de la pesadilla nigeriana. Inmediatamente después, empiezo a sufrir un control tras otro, pidiéndome una y otra vez el pasaporte, la cartilla internacional de vacunación, e incluso, ¡el carné de conducir bicicletas!
Si los controles de policía real y policía falsa serán un continuo incordio, no son nada comparado al tráfico infernal de Lagos. Es un área metropolitana con diez mil habitantes por kilómetro cuadrado, y este problema no está resuelto con eficacia japonesa. Es un infierno. Miles de mini-buses, ruido, suciedad, y peligro constante. Pedaleo sin cesar para cruzar lo antes posible, me siento amenazado en cada rincón. Y por fin, al final del día consigo alejarme veinte kilómetros sin que nada me haya ocurrido. No es que el ruido y el tráfico desaparezcan, el sur de Nigeria es uno de los peores lugares del mundo para viajar en bicicleta, pero al menos consigo dejar atrás la preocupación continua de un asalto, o un tiro.
Duermo en una estación de policía, y el día siguiente amanece con el segundo de los problemas a resolver: la cadena de la bici se rompe definitivamente.
Tras un buen rato de absurda meditación mecánica con la cadena en la mano, y rodeado de una multitud curiosa que me hace trabajar con un ojo en las herramientas y otro en mis alforjas, aparece un ciclista. Un ciclista en los alrededores de Lagos, más que una aguja en un pajar, es un milagro. Mike, al igual que otros paisanos anteriormente, me ofrece su ayuda, dice que tiene una tienda de bicis, y acepto, mi instinto me dice que sí puedo confiar en él. Es una pena mostrar desconfianza en África, pero estoy en Nigeria, uno de los lugares con mayor tasa criminal del mundo, casi tan alta como en Nueva York…, y me voy con Mike a su tienda remolcado por una de las miles de moto-taxis que pululan en las carreteras.
Pasamos todo el día tratando de salvar algo de mi transmisión shimano, pero no es posible; acabo con un juego completo africano y también un eje trasero prehistórico donde puede encajar el casette de los piñones. Junto a las nuevas adquisiciones, y el maldito eje pedalier, cuyas bolillas he de cambiar cada quinientos kilómetros, el aspecto de mi bici no es el más alentador para cruzar África Central hasta Namibia.
Nos reímos, me lavo en la casa de Mike y nos vamos de cervezas para relajarnos. Todavía sigo con la alerta tras las orejas. La sensación que trasmite una ciudad nigeriana está muy lejos de la seguridad, pero con estos chicos, nada de problemas. No me dejan pagar nada, ni la cena, incluso me compran pan y margarina para el desayuno. Cuando voy a meterme en la tienda, en el patio de su casa, pido de nuevo a Mike la cuenta de todos los repuestos y me acuesto perplejo: nada, no quieren mi dinero, quieren ayudarme en mi viaje.
- Tu dinero no nos sirve. El dinero viene y va, los gestos son para siempre, y nosotros queremos colaborar en tu viaje.
A la mañana siguiente, la misma negativa, y tras los abrazos y la despedida estoy conmovido y sin saber muy bien cómo reaccionar: llegué con recelos y salgo con una gran lección de humanidad en mis alforjas.
Avanzo hacia Camerún lo más rápido posible. No encuentro mucha gente como Mike y sus amigos, todo lo contrario, un gran porcentaje del sur se busca la vida a través de la violencia. Afortunadamente, el buen aspecto de la superpoblación es que siempre estoy rodeado de curiosos, y es posible parar los pies a los problemas en su inicio, entre todos, antes que se conviertan en una difícil situación. A toda costa, evito quedarme solo entre un grupo pequeño, que no sé cómo va a reaccionar. En las ciudades siempre peligrosas, el lugar más seguro para dormir son las iglesias y los hoteles de lujo. Yo normalmente me dirijo a las primeras, y no con mis mejores galas, pues la época de lluvias que arrastro desde Togo parece insistir en pasarme bien por agua.
Cuando llego a Calabar, frontera con Camerún, no estoy de tan buen humor, sino que sufro el primer momento crítico del viaje. Me siento muy débil y apenas tengo fuerzas para pedalear una hora continua, pero quiero salir de Nigeria. Decido cruzar a Camerún e ir a un hospital. Al mirar mi correo electrónico, encuentro un email de mis amigos holandeses: 'Salva, coge el ferry a Linde, pues la carretera es un barrizal con las lluvias y hemos tenido que poner las bicis en un camión. Desgraciadamente, no te podemos esperar en Linde. Coen tiene una malaria muy fuerte y volamos mañana a Sudáfrica para que pueda recuperarse en un país más cómodo.'
África puede ser muy dura para ir en bicicleta… su email me deja deprimido. Empiezo a agobiarme por mi estado de salud, me tienta la opción de volar yo también al sur y buscar algo de confort, buena alimentación, librarme de la acechante malaria, los virus tropicales, el dengue, el agua contaminada, el sol asesino...
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
CAMERÚN.
La travesía de Calabar a Linde se hace en uno de esos barquitos que cuando se hunden salen en las noticias de todo el mundo. Oxidado, con exceso de pasajeros, de mercancías… no en vano, un pastor anglicano pasa al micrófono las veinte horas de viaje rezando y pidiendo por nuestra seguridad; la vida, decididamente, es un deporte de riesgo aquí.
Nada más salir de Inmigración, huyendo de un policía que quería cobrarme un impuesto para bicicletas, doy con la carretera y un simpático señor me para con su coche. Resulta ser español.
- A ver, chaval, espera que te vea mejor - me dice a través de la ventanilla. Se apea y baja delicadamente uno de mis párpados. - Tú estás enfermo. Tienes el ojo completamente blanco. Estás anémico y tal vez tengas malaria. Ven a mi casa.
José tiene 77 años, y en vez de disfrutar su jubilación cómodamente en España, está construyendo un barco pesquero en un precioso rincón de Linde, a los pies de una playa con rocas de lava. Toda su vida en África como activo hombre de negocios, y ahora quién le lleva de vuelta a casa, a aburrirse. Paso con él y su encantadora mujer, Paulina, una semana recuperándome, comiendo bien y descansando. Y viendo llover como jamás había visto en mi vida. Hay desiertos en este mundo porque toda el agua parece estar aquí. La vecina Douala sale estos días en la televisión con las calles, no inundadas sino transformadas en ríos, y la gente usando canoas para moverse entre los edificios.
La mejoría de la salud trae ánimos, y me digo una vez más, 'Garbancito, éste no es un viaje de vacaciones, sino un salir a ver cómo es el mundo, con sus amores y sus dolores'. Recupero fuerzas y, ¡adelante!
Llego en unos días a la capital, Yaoundé, donde me acogen los salesianos con las puertas abiertas. Una gente entrañable. La mayoría de los misioneros que he conocido en África tienen una filosofía muy diferente a la política del Vaticano y sus dogmas. Vivir codo a codo con el sufrimiento genera un alto nivel de compasión, y jamás me preguntaron si era creyente ni trataron de convertirme. La persona, por encima de los dogmas.
Yaoundé no es una ciudad atractiva, pero al lado del horror nigeriano, me parece un remanso de paz, y disfruto paseando por sus calles; volver a sentirme seguro me relaja, y en estos días termino de recuperar mi salud. Salgo de allí con los caros visados de Gabón y Congo en mi pasaporte, pero vuelvo a estar fuerte. Por razones climáticas que ignoro, de Yaoundé hacia el sur están aún en época seca, más no por mucho -sólo duran los tres meses de verano-, las lluvias están al llegar y he de darme prisa si no quiero verme atascado en los barrizales del Congo.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?