Con mi flamante rueda colombiana y sus cuatro radios de menos cruzo al país de los coches: Venezuela. El presidente Chávez tiene el precio de la gasolina a un nivel ridículo, 120 litros por 1 dólar. Resultado, la carretera fronteriza es un reguero de taxis y coches estadounidenses de los años sesenta que hacen la ruta del contrabando, algo que a veces torna en una fila interminable de hormigas metálicas. Llevan a Colombia contrabando de gasolina y productos de la 'cesta básica', que está subvencionada en este país. Por ejemplo, un litro de leche cuesta 20 céntimos.
La carretera es espectacular en varios miradores y regreso a la altura nuevamente, aunque con tanto tráfico y tan poca paciencia, uno de ellos casi me golpea al adelantarme. Aprovechando que hablamos la misma lengua, le maldigo hasta su cuarta generación y el coche que viene detrás, tal vez avergonzado por su compatriota, baja la ventanilla y me regala 50 bolívares, 'Bienvenido a Venezuela', dice el señor. Generalizando, los venezolanos conducen como cabalgan y son tan generosos como agradables.
Pero Venezuela resulta ser más cara de lo esperado, incluso cambiando mis dólares en el mercado negro. El venezolano, además de conducir con espuelas y ser de buen corazón, es vivo para los negocios, aquí todo el mundo quiere ganar diez veces lo que invierte. Por tanto, los precios de todo lo que no es 'cesta básica' están actualizados al precio del mercado negro y suben conforme sube el dólar 'paralelo'. Una lata de atún que a principios de enero me dicen que costaba 8 bolívares (cuando el dólar 'paralelo' estaba a 8), ahora cuesta 14 (nuevamente, a lo que está el dólar 'paralelo' en noviembre).
Lo que ocurre es que la mayoría de los venezolanos no tienen dólares para cambiar en el mercado negro, y para ellos la lata de atún ha pasado casi al doble de precio en menos de un año, obviamente ellos suben sus precios pues necesitan ahora el doble de dinero. Un círculo vicioso que de seguir así puede convertir Venezuela en un segundo Zimbabwe.
Los productos más caprichosos, como el café, se disparan a precios inauditos que hacen de Venezuela un país más caro que Canadá. Un bote de nescafé que cuesta 3 $ por ancho y largo del mundo, aquí cuesta 5$ cambiando en el mercado negro, o… ¡¡¡14$ a precio oficial!!!!.
A mí me resulta llamativa una economía donde la subvención populista y el mercado negro tienen locos los supermercados y el coste de la vida, ¿en qué país puedes equiparar un bote de nescafé al costo de… 1680 litros de gasolina?
Llego a una carretera asfaltada, que no hace las cosas más fáciles. Estos pueblos por los que voy a Mérida están aislados de la Venezuela moderna, son aldeas de una iglesia y cuatro calles, de carreteras construidas en los cincuenta en las que ya falta mucho asfalto, en donde cada curva tiene un río o una pequeña caída de agua que destroza todo a su paso, y una media de cinco coches al día. Todo un lujo en este país.
Tras dos subidas y bajadas que se me hacen eternas, llego a Mesa de Quintero, por supuesto, en otra subida. Sin fuerzas, directo a comer. En el restaurante del pueblo regateo por la comida y doy con una simpática familia.
Un almuerzo pantagruélico (otro más, en Venezuela se come mucho), con un chuletón de órdago, que fijamos en 25 bolos (menos de 2$ 'paralelos'), y que finalmente no aceptan cuando voy a pagar. Charlo con Monchu y Jose Luis, unos hermanos con inquietudes en un pueblo donde todo el mundo se conoce, donde la vida tradicional manda y no deja que nadie se salga del rebaño, así que hablar conmigo les trae agua fresca. La paso bien con ellos, pero estoy muerto, me siento fatal. Incluso Jose Luis me lo dice, 'no tienes buena cara'. Así es, aceptemos la derrota, y me buscan una cama donde duermo 14 horas.
Al día siguiente, tras salir de este estrecho cañón llego por fin a Mucuchachi. Richard me había dicho que este era el lugar más espectacular de la ruta, 'aunque con tanto equipaje… vas a tener que empujar la bici por esas cuestas'. Así es. La carretera es durísima, con fuertes pendientes, pero merece la pena el esfuerzo, hay tramos de auténtico vértigo con la carretera cortada en el barranco, son muy verticales las montañas de esta zona.
Mucuchachi no tiene por dónde cogerlo. Un pueblo olvidado en el tiempo. Cuatro calles saliendo de la plaza donde está la iglesia, la policía, el ambulatorio y la alcaldía, y nada más. Es domingo y la iglesia tiene el altavoz tronando canciones religiosas para animar a los parroquianos, aquí no hay escapatoria, vayas o no a misa, con este silencio de montañas la escuchas en cinco kilómetros a la redonda. Aunque creo que casi todos van a la iglesia, es una tierra muy tradicional, la gente se persigna cuando pasa frente a la iglesia, o 'camina flojito' en Semana Santa para respetar el luto, según me cuentan.
Mientras subo una pared de 6 kilómetros con la homilía por banda sonora, le doy la razón a Richard, merecía la pena venir por estos pueblos. Qué maravilla de paisaje, apenas hay por donde agarrar curvas aquí, la montaña es casi vertical, y al llegar a una primera cresta tengo la sensación de estar en la boca de un tiburón. Tremendas vistas, los ríos saltan en cascadas aquí, impresionante.
La subida a Piedra Pirela sale rana. Las nubes no terminan nunca de levantar y finalmente tengo tormenta. 4 horas de esfuerzo y jadeos para coronar sin vistas el puerto más anhelado. Mala suerte. Los últimos cinco kilómetros apenas veo veinte metros delante de mí, y los frailejones se desvanecen entre las gotas grises de la niebla.
Nada más aparcar la bici en lo alto del puerto empieza a llover con fuerza y esta no es una lluvia tonta. Excelente oportunidad para probar mi nueva impermeabilidad y me disfrazo completamente, de pies a cabeza. Una maravilla, esto de la tecnología. Bajo la montaña incluso calentito pese al frío, al viento y la lluvia.
Al otro lado está despejado, la lluvia viene detrás de mí saltando el paso de montaña, y disfruto unos panoramas de vértigo, kilómetros por crestas de afiladas montañas con precipicios a ambos lados que me hacen agarrarme bien al manillar. Después, todo acaba, desciendo unos 30 kilómetros tallados en una montaña para bajar a la carretera de Mérida, de regreso al tráfico y la 'civilización'. Ignoro por qué no estallaron las cámaras en ese descenso, tanto frenazo me puso las llantas al rojo vivo, ¡me quemé el dedo índice al tocar la rueda delantera!
Creo que debería pasarme a los frenos de disco antes que un día de estos acabe volando como ET.
Ya en la carretera se me acerca William, un ciclista simpático que me invita a su casa, él también es cicloturista, profesor de Educación Física, y viaja en sus vacaciones. Espero que no termine de la misma manera que yo…, porque tiene mujer y dos hijos. Estupenda hospitalidad, una familia muy agradable.
En Mérida, Neudy me está esperando. Es un amigo de mi amigo Nando (www.gambada.com), a través del cual tuve todos los contactos ciclistas del camino. Un tipo aventurero, escalador, ciclista, montañero, con un carácter sólido, un hombre de palabra. Hay que estar hecho de buena pasta para subir picos como el Alpamayo de Perú.
La carretera es espectacular en varios miradores y regreso a la altura nuevamente, aunque con tanto tráfico y tan poca paciencia, uno de ellos casi me golpea al adelantarme. Aprovechando que hablamos la misma lengua, le maldigo hasta su cuarta generación y el coche que viene detrás, tal vez avergonzado por su compatriota, baja la ventanilla y me regala 50 bolívares, 'Bienvenido a Venezuela', dice el señor. Generalizando, los venezolanos conducen como cabalgan y son tan generosos como agradables.
Pero Venezuela resulta ser más cara de lo esperado, incluso cambiando mis dólares en el mercado negro. El venezolano, además de conducir con espuelas y ser de buen corazón, es vivo para los negocios, aquí todo el mundo quiere ganar diez veces lo que invierte. Por tanto, los precios de todo lo que no es 'cesta básica' están actualizados al precio del mercado negro y suben conforme sube el dólar 'paralelo'. Una lata de atún que a principios de enero me dicen que costaba 8 bolívares (cuando el dólar 'paralelo' estaba a 8), ahora cuesta 14 (nuevamente, a lo que está el dólar 'paralelo' en noviembre).
Lo que ocurre es que la mayoría de los venezolanos no tienen dólares para cambiar en el mercado negro, y para ellos la lata de atún ha pasado casi al doble de precio en menos de un año, obviamente ellos suben sus precios pues necesitan ahora el doble de dinero. Un círculo vicioso que de seguir así puede convertir Venezuela en un segundo Zimbabwe.
Los productos más caprichosos, como el café, se disparan a precios inauditos que hacen de Venezuela un país más caro que Canadá. Un bote de nescafé que cuesta 3 $ por ancho y largo del mundo, aquí cuesta 5$ cambiando en el mercado negro, o… ¡¡¡14$ a precio oficial!!!!.
A mí me resulta llamativa una economía donde la subvención populista y el mercado negro tienen locos los supermercados y el coste de la vida, ¿en qué país puedes equiparar un bote de nescafé al costo de… 1680 litros de gasolina?
Llego a una carretera asfaltada, que no hace las cosas más fáciles. Estos pueblos por los que voy a Mérida están aislados de la Venezuela moderna, son aldeas de una iglesia y cuatro calles, de carreteras construidas en los cincuenta en las que ya falta mucho asfalto, en donde cada curva tiene un río o una pequeña caída de agua que destroza todo a su paso, y una media de cinco coches al día. Todo un lujo en este país.
Tras dos subidas y bajadas que se me hacen eternas, llego a Mesa de Quintero, por supuesto, en otra subida. Sin fuerzas, directo a comer. En el restaurante del pueblo regateo por la comida y doy con una simpática familia.
Un almuerzo pantagruélico (otro más, en Venezuela se come mucho), con un chuletón de órdago, que fijamos en 25 bolos (menos de 2$ 'paralelos'), y que finalmente no aceptan cuando voy a pagar. Charlo con Monchu y Jose Luis, unos hermanos con inquietudes en un pueblo donde todo el mundo se conoce, donde la vida tradicional manda y no deja que nadie se salga del rebaño, así que hablar conmigo les trae agua fresca. La paso bien con ellos, pero estoy muerto, me siento fatal. Incluso Jose Luis me lo dice, 'no tienes buena cara'. Así es, aceptemos la derrota, y me buscan una cama donde duermo 14 horas.
Al día siguiente, tras salir de este estrecho cañón llego por fin a Mucuchachi. Richard me había dicho que este era el lugar más espectacular de la ruta, 'aunque con tanto equipaje… vas a tener que empujar la bici por esas cuestas'. Así es. La carretera es durísima, con fuertes pendientes, pero merece la pena el esfuerzo, hay tramos de auténtico vértigo con la carretera cortada en el barranco, son muy verticales las montañas de esta zona.
Mucuchachi no tiene por dónde cogerlo. Un pueblo olvidado en el tiempo. Cuatro calles saliendo de la plaza donde está la iglesia, la policía, el ambulatorio y la alcaldía, y nada más. Es domingo y la iglesia tiene el altavoz tronando canciones religiosas para animar a los parroquianos, aquí no hay escapatoria, vayas o no a misa, con este silencio de montañas la escuchas en cinco kilómetros a la redonda. Aunque creo que casi todos van a la iglesia, es una tierra muy tradicional, la gente se persigna cuando pasa frente a la iglesia, o 'camina flojito' en Semana Santa para respetar el luto, según me cuentan.
Mientras subo una pared de 6 kilómetros con la homilía por banda sonora, le doy la razón a Richard, merecía la pena venir por estos pueblos. Qué maravilla de paisaje, apenas hay por donde agarrar curvas aquí, la montaña es casi vertical, y al llegar a una primera cresta tengo la sensación de estar en la boca de un tiburón. Tremendas vistas, los ríos saltan en cascadas aquí, impresionante.
La subida a Piedra Pirela sale rana. Las nubes no terminan nunca de levantar y finalmente tengo tormenta. 4 horas de esfuerzo y jadeos para coronar sin vistas el puerto más anhelado. Mala suerte. Los últimos cinco kilómetros apenas veo veinte metros delante de mí, y los frailejones se desvanecen entre las gotas grises de la niebla.
Nada más aparcar la bici en lo alto del puerto empieza a llover con fuerza y esta no es una lluvia tonta. Excelente oportunidad para probar mi nueva impermeabilidad y me disfrazo completamente, de pies a cabeza. Una maravilla, esto de la tecnología. Bajo la montaña incluso calentito pese al frío, al viento y la lluvia.
Al otro lado está despejado, la lluvia viene detrás de mí saltando el paso de montaña, y disfruto unos panoramas de vértigo, kilómetros por crestas de afiladas montañas con precipicios a ambos lados que me hacen agarrarme bien al manillar. Después, todo acaba, desciendo unos 30 kilómetros tallados en una montaña para bajar a la carretera de Mérida, de regreso al tráfico y la 'civilización'. Ignoro por qué no estallaron las cámaras en ese descenso, tanto frenazo me puso las llantas al rojo vivo, ¡me quemé el dedo índice al tocar la rueda delantera!
Creo que debería pasarme a los frenos de disco antes que un día de estos acabe volando como ET.
Ya en la carretera se me acerca William, un ciclista simpático que me invita a su casa, él también es cicloturista, profesor de Educación Física, y viaja en sus vacaciones. Espero que no termine de la misma manera que yo…, porque tiene mujer y dos hijos. Estupenda hospitalidad, una familia muy agradable.
En Mérida, Neudy me está esperando. Es un amigo de mi amigo Nando (www.gambada.com), a través del cual tuve todos los contactos ciclistas del camino. Un tipo aventurero, escalador, ciclista, montañero, con un carácter sólido, un hombre de palabra. Hay que estar hecho de buena pasta para subir picos como el Alpamayo de Perú.
Salí de Mérida con un castigo por delante: subir el páramo del Águila por toda bienvenida tras dos meses de vacaciones, una paliza para el recuerdo, no son maneras de regresar al pedaleo. Llegué a Apartaderos casi al caer la noche y casi caminando, con las piernas temblando, despacito. Yovanny me recibió con los brazos abiertos y una lasaña de caballo que me devolvió la vida, un tipo de esos que hacen del mundo un lugar mejor, de los que uno quisiera tener por amigo del barrio. Por cierto, aquí hacen vino con moras en lugar de uvas… curioso.
He tenido bastante suerte con la gente que he conocido en Venezuela, o tal vez los venezolanos son sencillamente tremendos 'panas' por mayoría absoluta. Sean chavistas u opositores, son unos 'panas' de aúpa, como Keko, Richard, Neudy, que cuidó de mi galeón durante mis vacaciones mexicanas, el señor Corrales en San Fernando y su hija Paola, y los amigos de Puerto Ayacucho, la gente que he conocido en el camino…, hasta los militares me han apoyado, ¡me llevaron gratis en su avión!… un pueblo que me ha sorprendido por su humanidad, magnífico.
Tras pasar los 3600 metros, tan desadaptado a la altura como al pedaleo, me tiré de golpe a Los Llanos con alegría, sabía que iba a una tierra donde lo más alto en el horizonte sería un cocotero. Setenta kilómetros de descenso que me regalaron una travesía alucinante de ecosistemas hasta Barinas, del frío al calor, de los frailejones a los cocoteros. Empecé el descenso abrigado y con ese olor de montaña fría, a viento, matorral, y tan alto que incluso huele a nubes, poco a poco perdí altura hasta encontrarme con las primeras casas, los primeros bosques de coníferas, después cosechas, alguna aldea, las primeras plantas, los árboles de hoja grande... me fascinan estos cambios de ecosistemas, mis ojos y mi olfato se vuelven locos. De pronto, ya con las cañizos asomando, plantas de hojas aparaguadas, helechos, ríos por doquier, todo huele a humedad, a fotosíntesis, hace calor... la gente va en mangas de camisa y aun sigo bajando, hacia donde hace calor de verdad. Llego a Barinitas para almorzar y ya no quiero un café calentito sino una cerveza helada, posadero, y después una buena sombra para colgar mi hamaca. No hay muchos lugares donde uno pueda bajar desde los 3650 a casi el nivel del mar.
Allí, mi alegría se esfumó de golpe, un fuerte viento de oriente se levanta a las ocho de la mañana y no se calma hasta el atardecer. Genial. Me avisaron que había 'brisa', lo que no pude imaginar es que aquí, al igual que 'pararse' significa 'levantarse', 'brisa' quiere decir 'vendaval'. Nada de pedaleo fácil… mis días se convirtieron en una rutina sin muchas variaciones luchando contra el viento y el sol casi ecuatorial de estos lares, que cuando por fin baja al horizonte genera un enorme alivio por toda la piel, los ojos, algo así como dar un paso atrás de la chimenea cuando el fuego está demasiado fuerte.
Los Llanos hacia Puerto Ayacucho empiezan a cruzarse de grandes ríos, hermosos, como el Capanaparo, en donde tuve la acampada más espectacular de este nuevo año, en los bancales de una isla que se formaba en medio del río, pura arena blanca. Hay que tener un ojo puesto en los caribes (pirañas), rayas, tembladoras y caimanes, pero por lo demás, es un gustazo bañarse. Bueno, lo mismo no debe pensar una familia vecina de Puerto Ayacucho a cuya hijita se la llevó dentro una anaconda mientras jugaba con sus hermanos en una orilla.
Al cruzar el Orinoco entré en el macizo guayanés. El bonito Orinoco hace de frontera entre esta enorme piedra prehistórica y Los Llanos. Me cuentan que es una sola formación geológica, la más vieja de todo el planeta Tierra; sin placas tectónicas que la meneen, estos tepuyes y montañas llevan miles de millones de años con el mismo aspecto, de ahí esa mitología de dinosaurios en lo alto de los tepuyes más aislados.
Pese a que no tenía esperanza de poder cruzar a Brasil, quise bajar a Puerto Ayacucho, uno de esos rincones remotos que me gusta visitar. Solo había un lugar donde funcionaba internet, y a ratos… ¡rayos! esto no pasa ni en Guatemala. Ya que no pude cruzar la selva del Darien, quise probar mi suerte aquí.
Preguntando en varios lugares, tras dos días, consigo en una radio el teléfono de Douglas. Todo empieza a rodar, hay luz. No está, pero Lindsay y Daniela me reciben con los brazos abiertos.
- Está difícil que puedas llegar a Río Negro, pero vamos a intentarlo.
Los venezolanos, repito, son tremendos panas. 'Pana' es diferente a 'chamo'. Un pana es básicamente un amigo en el que se puede confiar. Daniela tiene un pana que está ahora en Caracas y le llama para que me deje dormir en su habitación, dicho y hecho, me instalo en un cuarto con aire acondicionado y baño propio en el mismísimo Caiset, el centro de investigación para enfermedades tropicales. Aquí conozco a médicos, analistas, biólogos, y todos estos panas quieren echar una mano para que Garbancito llegue a Manaos desde Ayacucho. Agárrate.
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