TADJIKISTÁN.
Hay salida. Al fin aparece hacia el este, un valle limpio de nieve que me lleva al Kyzul Art, a 4250 metros de altitud, por un roquedal y mal viento. La frontera está después, a 4100 y los oficiales me reciben con té, galletas y mermelada. Cuando recupero el calor y el color en la cara, gracias a las estufas, me piden el pasaporte. Es claro que los ciclistas somos bien recibidos aquí.
- Si quieres puedes dormir con nosotros, hace mucho frío. 'Problem nyet'.
- Gracias, pero acampo algo más abajo, en ese lago salado. ¿Hay agua para beber?
- Si, pero tienes que buscarla. Hay un par de lugares donde brota agua sin sal.
Menudo lugar. Ya he llegado al Pamir. Vistas a valles de gigantes, a picos de documentales. Me fascinan estas autopistas glaciares, lechos planos de decenas de kilómetros de amplitud flanqueados por montañas que se elevan verticalmente. Pero, si la tormenta llega, no es lugar para estar con una bicicleta expuesto....
En Karakol, a partir de noviembre las noches están entre 20-40 grados bajo cero, aunque los yaks parece que se mueren de risa con eso. Es una tierra inhóspita, de vida muy dura y comida básica para un ciclista que necesita reponer fuerzas: pan, mucho pan, mantequilla, 'smetana' y arroz. El Pamir está casi deshabitado, y los lugares de abastecimiento, muy lejos unos de otros. La gente que comercia en este altiplano ha de ir de compras bien a Osh en Kirguizistán, o bien a Khorog, en el otro extremo del Pamir. Gasóleo y alimentos cuestan caros, cuando los hay, pues los mercados no están atiborrados precisamente, y poca gente se dedica al comercio aquí. Los locales aseguran que en verano pasan más ciclistas que coches. Seguro que es cierto, yo apenas veo uno o dos viejos Ladas al día. Con esta situación, la premisa en el Pamir es clara: comer con la gente donde haya casas, y reservar mi comida para los tramos solitarios, que son muchos. La comida que compré en Osh me ha de durar hasta Murgab; así pues, llego a un acuerdo con la casa donde paro y me harto de pan y 'smetana'.
En Murgab, el mercado tiene poca variedad, pero galletas, macarrones, copos de avena y chocolate ruso no faltan. Compro todo lo que puedo, porque me quedan unos cinco o siete días hasta Khorog. Tras Murgab, subo nuevamente por encima de los cuatro mil metros y aparecen unos lagos salados enormes, de bonito color celeste; las montañas son menos impresionantes, dando esa sensación de desierto que caracteriza a esta tierra. A primeros de octubre, aunque el aire sea frío, durante el día la sensación es agradable gracias a la estufa del sol, pero a la noche la temperatura alcanza dentro de la tienda cinco grados bajo cero; fuera no llego a comprobarlo, hace frío para solazarse mucho rato mirando las estrellas.
Dejo la carretera que cruza el Pamir para coger el valle del Wakhan. De nuevo por una pista de arena fina y piedras, que sube al Khargush, un 'piruval' a 4280, me lleva lentamente a través de más lagos y aparecen las primeras vistas al Hindu Kush afgano. Es una tierra extraordinaria, donde me siento muy lejos de cualquier lugar civilizado, nada más que alta montaña y una pista. Nada más. Eso me da una energía que re-equilibra las fuerzas, porque hay noches que estoy exhausto.
Y al bajar el Khargush, alcanzo el río que se convertirá después en el Amudarya, el Oxus de Alejandro Magno. Un valle que lentamente baja hasta los tres mil metros y en donde no veo coches por tres días. Muchas de las aldeas que atravieso son de auto-subsistencia absoluta, sin mercado ni tienda alguna. La gente es auténtica aquí, convierten el Wakhan en un lugar donde quiero volver otra vez. Pertenecen a la etnia persa, tayikos, a diferencia de kirguises y uzbekos que provienen de la rama turca. Una gente de pocas palabras, nada dados a armar jaleo porque haya aparecido un ciclista; tranquilos, amables, y de un comportamiento tan tradicional como cortés. Gente de otro tiempo, anclada en el pasado; cuando pregunto dónde puedo comprar pan, a falta de tienda, alguien se acerca a una casa y me regalan un trozo de hogaza que pesa un quintal.
A treinta kilómetros de Ishkashim aparece el asfalto soviético. Malo, pero asfalto y vuelvo a tener la sensación de pedalear, de avanzar con soltura. También es el fin de las vistas a los vertiginosos sietemiles afganos. El Amudarya se estrecha, formando un profundo cañón y cada vez que miro el camino de burros que hay en el lado afgano me pone el estómago del revés… aterrador hasta para ir andando.
En Ishkashim me encuentro muy agotado, débil, y presiento que la fiebre que va a estallar, así pues continúo haciendo un último esfuerzo hasta Khorog, lugar de inicio o fin de las rutas por el Pamir. Una ciudad con electricidad, a 2100 metros de altitud, donde el clima es mejor, aunque llueva y haga frío; es otoño. Y la pequeña infraestructura de punto clave, entre la capital y el Pamir, genera cierto confort; en las tiendas hay queso ahumado, embutidos, y galletas de chocolate rusas, copos de avena… en fin, cierto confort. La coca cola viene de contrabando, a través de Afganistán.
Acabado el esfuerzo, aprovecha la fiebre para salir a flote y quejarse de estas dos semanas de aire frío en mi garganta, comida básica y dureza física. Laalmo, la amable dueña de la pensión, me obliga a descansar y me trae leche de unos vecinos.
Paso varios días más pedaleando en el cañón del Amudarya, que a veces es espectacular, y otras, un infierno gracias a la carretera, o a la ausencia de. Poco a poco recupero fuerzas, sonrisa y disfruto la hospitalidad de los tayikos, que como en Irán es abrumadora. Son casi seiscientos kilómetros junto a este río, del que me llevo muchas hermosas acampadas. Igual que en África, junto al Níger, al Cunene, o al Nilo, viajar junto a grandes ríos es algo especial, un deslizarse por el mapa de manera natural. Y me gusta la nana de las aguas fuertes.
Pero tras seiscientos kilómetros, dejar el paisaje de este gigantesco cañón es un cambio bienvenido. Subo un puerto suave y al otro lado, un horizonte libre de montañas se abre a la campiña tayika.
Es una tierra donde muy rara vez deben ver turistas, pues queda al margen de las montañas y hace frontera con Afganistán. En este tipo de lugares acontecen siempre peregrinas anécdotas, como la de un pequeño hotel que me invitó a descansar en su sauna y fue el comienzo de una surrealista historia que acabó con un pantagruélico desayuno patrocinado por la policía; no entendí nada, pero creo que estuve cerca de dormir en prisión. O en Farhor, donde necesitaba confirmar un contacto para quedarme en Kabul, y una docena de personas movilizaron al personal de correos, a los dos bancos, para encontrarme finalmente a un tipo que tenía internet en su negocio. Gente que me persigue para regalarme comida, controles militares que se hacen fotos conmigo y… ¡que me dejan hacerles fotos! Llego a tener kilos y kilos de pan en mis alforjas, pues el pan es sagrado desde Turquía hasta aquí, y no se puede rechazar.
Tierras así son escasas, pero es un lujo encontrar rincones donde sentirse viajero y no turista en este mundo. En esas, me dirijo contento hacia la frontera de la República Islámica de Afganistán...
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Hay salida. Al fin aparece hacia el este, un valle limpio de nieve que me lleva al Kyzul Art, a 4250 metros de altitud, por un roquedal y mal viento. La frontera está después, a 4100 y los oficiales me reciben con té, galletas y mermelada. Cuando recupero el calor y el color en la cara, gracias a las estufas, me piden el pasaporte. Es claro que los ciclistas somos bien recibidos aquí.
- Si quieres puedes dormir con nosotros, hace mucho frío. 'Problem nyet'.
- Gracias, pero acampo algo más abajo, en ese lago salado. ¿Hay agua para beber?
- Si, pero tienes que buscarla. Hay un par de lugares donde brota agua sin sal.
Menudo lugar. Ya he llegado al Pamir. Vistas a valles de gigantes, a picos de documentales. Me fascinan estas autopistas glaciares, lechos planos de decenas de kilómetros de amplitud flanqueados por montañas que se elevan verticalmente. Pero, si la tormenta llega, no es lugar para estar con una bicicleta expuesto....
En Karakol, a partir de noviembre las noches están entre 20-40 grados bajo cero, aunque los yaks parece que se mueren de risa con eso. Es una tierra inhóspita, de vida muy dura y comida básica para un ciclista que necesita reponer fuerzas: pan, mucho pan, mantequilla, 'smetana' y arroz. El Pamir está casi deshabitado, y los lugares de abastecimiento, muy lejos unos de otros. La gente que comercia en este altiplano ha de ir de compras bien a Osh en Kirguizistán, o bien a Khorog, en el otro extremo del Pamir. Gasóleo y alimentos cuestan caros, cuando los hay, pues los mercados no están atiborrados precisamente, y poca gente se dedica al comercio aquí. Los locales aseguran que en verano pasan más ciclistas que coches. Seguro que es cierto, yo apenas veo uno o dos viejos Ladas al día. Con esta situación, la premisa en el Pamir es clara: comer con la gente donde haya casas, y reservar mi comida para los tramos solitarios, que son muchos. La comida que compré en Osh me ha de durar hasta Murgab; así pues, llego a un acuerdo con la casa donde paro y me harto de pan y 'smetana'.
En Murgab, el mercado tiene poca variedad, pero galletas, macarrones, copos de avena y chocolate ruso no faltan. Compro todo lo que puedo, porque me quedan unos cinco o siete días hasta Khorog. Tras Murgab, subo nuevamente por encima de los cuatro mil metros y aparecen unos lagos salados enormes, de bonito color celeste; las montañas son menos impresionantes, dando esa sensación de desierto que caracteriza a esta tierra. A primeros de octubre, aunque el aire sea frío, durante el día la sensación es agradable gracias a la estufa del sol, pero a la noche la temperatura alcanza dentro de la tienda cinco grados bajo cero; fuera no llego a comprobarlo, hace frío para solazarse mucho rato mirando las estrellas.
Dejo la carretera que cruza el Pamir para coger el valle del Wakhan. De nuevo por una pista de arena fina y piedras, que sube al Khargush, un 'piruval' a 4280, me lleva lentamente a través de más lagos y aparecen las primeras vistas al Hindu Kush afgano. Es una tierra extraordinaria, donde me siento muy lejos de cualquier lugar civilizado, nada más que alta montaña y una pista. Nada más. Eso me da una energía que re-equilibra las fuerzas, porque hay noches que estoy exhausto.
Y al bajar el Khargush, alcanzo el río que se convertirá después en el Amudarya, el Oxus de Alejandro Magno. Un valle que lentamente baja hasta los tres mil metros y en donde no veo coches por tres días. Muchas de las aldeas que atravieso son de auto-subsistencia absoluta, sin mercado ni tienda alguna. La gente es auténtica aquí, convierten el Wakhan en un lugar donde quiero volver otra vez. Pertenecen a la etnia persa, tayikos, a diferencia de kirguises y uzbekos que provienen de la rama turca. Una gente de pocas palabras, nada dados a armar jaleo porque haya aparecido un ciclista; tranquilos, amables, y de un comportamiento tan tradicional como cortés. Gente de otro tiempo, anclada en el pasado; cuando pregunto dónde puedo comprar pan, a falta de tienda, alguien se acerca a una casa y me regalan un trozo de hogaza que pesa un quintal.
A treinta kilómetros de Ishkashim aparece el asfalto soviético. Malo, pero asfalto y vuelvo a tener la sensación de pedalear, de avanzar con soltura. También es el fin de las vistas a los vertiginosos sietemiles afganos. El Amudarya se estrecha, formando un profundo cañón y cada vez que miro el camino de burros que hay en el lado afgano me pone el estómago del revés… aterrador hasta para ir andando.
En Ishkashim me encuentro muy agotado, débil, y presiento que la fiebre que va a estallar, así pues continúo haciendo un último esfuerzo hasta Khorog, lugar de inicio o fin de las rutas por el Pamir. Una ciudad con electricidad, a 2100 metros de altitud, donde el clima es mejor, aunque llueva y haga frío; es otoño. Y la pequeña infraestructura de punto clave, entre la capital y el Pamir, genera cierto confort; en las tiendas hay queso ahumado, embutidos, y galletas de chocolate rusas, copos de avena… en fin, cierto confort. La coca cola viene de contrabando, a través de Afganistán.
Acabado el esfuerzo, aprovecha la fiebre para salir a flote y quejarse de estas dos semanas de aire frío en mi garganta, comida básica y dureza física. Laalmo, la amable dueña de la pensión, me obliga a descansar y me trae leche de unos vecinos.
Paso varios días más pedaleando en el cañón del Amudarya, que a veces es espectacular, y otras, un infierno gracias a la carretera, o a la ausencia de. Poco a poco recupero fuerzas, sonrisa y disfruto la hospitalidad de los tayikos, que como en Irán es abrumadora. Son casi seiscientos kilómetros junto a este río, del que me llevo muchas hermosas acampadas. Igual que en África, junto al Níger, al Cunene, o al Nilo, viajar junto a grandes ríos es algo especial, un deslizarse por el mapa de manera natural. Y me gusta la nana de las aguas fuertes.
Pero tras seiscientos kilómetros, dejar el paisaje de este gigantesco cañón es un cambio bienvenido. Subo un puerto suave y al otro lado, un horizonte libre de montañas se abre a la campiña tayika.
Es una tierra donde muy rara vez deben ver turistas, pues queda al margen de las montañas y hace frontera con Afganistán. En este tipo de lugares acontecen siempre peregrinas anécdotas, como la de un pequeño hotel que me invitó a descansar en su sauna y fue el comienzo de una surrealista historia que acabó con un pantagruélico desayuno patrocinado por la policía; no entendí nada, pero creo que estuve cerca de dormir en prisión. O en Farhor, donde necesitaba confirmar un contacto para quedarme en Kabul, y una docena de personas movilizaron al personal de correos, a los dos bancos, para encontrarme finalmente a un tipo que tenía internet en su negocio. Gente que me persigue para regalarme comida, controles militares que se hacen fotos conmigo y… ¡que me dejan hacerles fotos! Llego a tener kilos y kilos de pan en mis alforjas, pues el pan es sagrado desde Turquía hasta aquí, y no se puede rechazar.
Tierras así son escasas, pero es un lujo encontrar rincones donde sentirse viajero y no turista en este mundo. En esas, me dirijo contento hacia la frontera de la República Islámica de Afganistán...
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?