SUAZILANDIA Y MOZAMBIQUE.
Mañana de sol para entrar en Maputo. Ocho extraños kilómetros de peaje, aunque las 'binas' no pagan, por una amplia carretera extendida como una alfombra sobre la realidad africana a la que regreso. A mi lado izquierdo, las chabolas de lata o maderos, que por jardín tienen descampado, basura, el esqueleto oxidado de un coche, como una ballena varada. Están repletas de harapos corriendo al arcén con niños dentro, que quieren mirar a un blanco... '¡¡da bina!!' Tímidos, respetuosos, inocentes.
- ¡Bon dia, meninos!
Una ráfaga deslumbra el tráfico; son sus enormes ojos y sonrisas que responden a coro, '¡Bon dia, senhor!'
A mi derecha pasan decenas de mini-buses atestados, gente afortunada que puede pagar la tarifa, llevar impoluta la ropa, y tal vez vivir en uno de esos edificios soviéticos que espantarían a un ucraniano. A mi izquierda, la pendiente de hormigón que separa alfombra y miseria reluce como granito, las señoras la utilizan para lavar la ropa. A un kilómetro del centro de Maputo, una ordenada fila de chicas espera turno para llenar de agua sus bidones. Si no tienes agua, no tienes saneamientos, obviamente; y menos, recogida de basura, a no ser que llueva con fuerza...
La gente que pasa a mi derecha sí tiene esa fortuna y a poco que consigan un pellizco tendrán también una parabólica, que mágicamente muestra la riqueza material de Occidente, crea sueños, y también como por arte de magia crea deseos y necesidades de la nada.
Paso por un mercado, regreso a la venta para economías de día a día. Gente en el suelo con una tela y montoncitos de cinco tomates o cuatro mandarinas; un hombre con una cajita, ocho cucharas y cuatro pilas chinas; bolsitas, las bolsitas de África, del tamaño de una bolsa de pipas, o la mitad, o un tercio, en las que se vende azúcar, manises, aceite, o leche en polvo para un café. Fuertes muchachos empujando carros de mercancías para conseguir dos dólares al final del día, tal vez uno. En lo que debería ser un canal de agua se estanca basura, lodo, charcos de los últimos tres días lloviendo, cáscaras de piña, de naranja, tronchos de panocha.
Pedaleo despacio con mi lujosa bici, aunque también ha llovido para mí, y tras la rotura ayer de la cadena y noche sin aseo, ni la 'bina' ni yo damos la imagen apropiada de un europeo. Tal vez por lo que no aparento, los chicos sueltan las manos de los carros y saludan con sincera alegría. Viajar 'da bina' es también cosa de magia: despierta admiración y generosidad tanto en los pobres como en los ricos.
A mi derecha, pasa un todo-terreno sin admiración ni cuidado alguno, mostrando orgullosamente que él no pertenece a la miseria, y ejerce con desprecio la ley del más fuerte, tratando de no salir del breve alfombrado que une centros comerciales con barrios exclusivos y excluyentes. A mi izquierda, una señora salta al 'rendez-vous' de la alfombra para pedir limosna: los semáforos en rojo. Algunos sacan unos metícais desde la ventanilla de un mini-bus, pero los todo-terreno y los BMW de segunda mano tienen sus ventanas ahumadas y cerradas 'on account of the weather'.
Paro en una 'pastelaria' colonial decadente, o tal vez en ruinas, para tomar un 'bica' y celebrar mi entrada en Mozambique. Me atiende una chica con un bonito vestido y pulcramente aseada, que mira mis uñas sucias con indisimulado disgusto. En África la apariencia importa mucho, y algunas veces ni la magia de viajar en bicicleta te libra de la reprobación. La apariencia puede mostrar desde que tienes posibles a que no eres un bandido, y sobre todo, durante el día la apariencia vive el sueño de la alfombra: en una 'pastelaria', un supermercado o un comercio, limpio y perfumado, y la pesadilla de la chabola sin agua, ni luz, ni aseo, queda tan lejos como la noche del alba.
Regreso al África, a sus luces y a sus sombras. La pausa del confort sudafricano me ha regalado una distancia muy valiosa. No es mi casa, pero vuelvo a un lugar donde, pese a las duras condiciones, siento felicidad, y esa dicha de quien tumbado en la arena frente al mar no le pide más al mundo.
Cruzo Suazilandia en tres días, un mero tránsito hacia Mozambique pues está lloviendo y yo estoy obsesionado con disfrutar buen tiempo. Me gusta Maputo. Me gusta el ambiente tan abandonado que desprende esta ciudad, los espantosos edificios soviéticos, las decadentes casas coloniales, las calles sin sus aceras, las 'pastelarias' que son café-restaurante-bar según la hora o la clientela, y que respiran inevitablemente aire latino. Y me gustan los mozambiqueños. Decididamente las colonias portuguesas son otra cosa, ellos se mezclaron bien. Aquí la gente disfruta charlando en la terraza de un bar, conversando sin gritos; es la dulzura portuguesa sin su 'saudade', con frescura africana.
Gracias a la amabilidad de María, de Cooperación Española, puedo alojarme unos días en Maputo y me repongo del invierno sudafricano. Aquí es estación seca y aún no hace mucho calor. Pero sueño con el mar, y parto hacia Vilanculos, que está a una semana de bici.
- Una pequeña ciudad de playa paradisiaca, con un mercado muy bien abastecido.- Me dice María.
Días felices junto al cálido océano Índico. Vilanculos tiene unas playas bucólicas, de cocoteros y mareas kilométricas; a la puesta del sol, los reflejos sobre la orilla encharcada y las barcas inclinadas son inolvidables. El mercado es diurno, pero más interesante a la noche, con los chiringuitos de 'zurra' abiertos, el delicioso vino de palma. Los turistas sudafricanos o portugueses no suelen entrar en esas pobres habitaciones de cañizo y se pierden una entusiasta bienvenida, una noche de risas con la 'boa gente' de Mozambique.
Me retiene más tiempo del previsto este pueblo, el sur mozambiqueño en general, donde se me ocurre que podría instalarme y ser feliz. Una tierra con la que sueño regresar a menudo, y pasado el tiempo, cuando alguien me hace la preguntita típica,
- ¿Y cuál es tu país favorito?
- Mozambique, el sur,- respondo sonriendo.
El viaje por el interior desde Vilanculos al sur de Malawi es remoto, alejado de la carretera costera donde está el escaso desarrollo mozambiqueño, y me lleva a ver algunas gentes exóticas, muchas mujeres tatuadas y dientes serrados; también regreso a maneras muy tradicionales que no había visto desde el sur de Zambia. Pedalear en este país es disfrutar una vida muy sencilla, donde no falta lo esencial para comer, dormir y lavarse, y la alegría sobra a raudales. Tienen ganas de vivir. Una 'boa vida'. ¿Pobreza?
Viajar por África me ha traído un significado más amplio a esa palabra que usamos únicamente para definir lo material. 'África es pobre', decimos. Contemplar cualquier calle de aquí a la caída de la tarde es ver a la gente regresando a casa riéndose, felices de haber vivido un día más, charlando unos con otros sin barreras sociales. Contemplar una calle europea a la misma hora es ver un río de gente con el gesto preocupado, personas de apariencia sofisticada, regresando de un trabajo serio e importante, que a menudo disfraza soledad y tristeza. Pero el turismo y la televisión han enseñado a los africanos que viven en un continente pobre, donde pocos son ricos. A mí también, el turismo y la televisión me enseñan que vengo de un continente serio, donde pocos son alegres.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Mañana de sol para entrar en Maputo. Ocho extraños kilómetros de peaje, aunque las 'binas' no pagan, por una amplia carretera extendida como una alfombra sobre la realidad africana a la que regreso. A mi lado izquierdo, las chabolas de lata o maderos, que por jardín tienen descampado, basura, el esqueleto oxidado de un coche, como una ballena varada. Están repletas de harapos corriendo al arcén con niños dentro, que quieren mirar a un blanco... '¡¡da bina!!' Tímidos, respetuosos, inocentes.
- ¡Bon dia, meninos!
Una ráfaga deslumbra el tráfico; son sus enormes ojos y sonrisas que responden a coro, '¡Bon dia, senhor!'
A mi derecha pasan decenas de mini-buses atestados, gente afortunada que puede pagar la tarifa, llevar impoluta la ropa, y tal vez vivir en uno de esos edificios soviéticos que espantarían a un ucraniano. A mi izquierda, la pendiente de hormigón que separa alfombra y miseria reluce como granito, las señoras la utilizan para lavar la ropa. A un kilómetro del centro de Maputo, una ordenada fila de chicas espera turno para llenar de agua sus bidones. Si no tienes agua, no tienes saneamientos, obviamente; y menos, recogida de basura, a no ser que llueva con fuerza...
La gente que pasa a mi derecha sí tiene esa fortuna y a poco que consigan un pellizco tendrán también una parabólica, que mágicamente muestra la riqueza material de Occidente, crea sueños, y también como por arte de magia crea deseos y necesidades de la nada.
Paso por un mercado, regreso a la venta para economías de día a día. Gente en el suelo con una tela y montoncitos de cinco tomates o cuatro mandarinas; un hombre con una cajita, ocho cucharas y cuatro pilas chinas; bolsitas, las bolsitas de África, del tamaño de una bolsa de pipas, o la mitad, o un tercio, en las que se vende azúcar, manises, aceite, o leche en polvo para un café. Fuertes muchachos empujando carros de mercancías para conseguir dos dólares al final del día, tal vez uno. En lo que debería ser un canal de agua se estanca basura, lodo, charcos de los últimos tres días lloviendo, cáscaras de piña, de naranja, tronchos de panocha.
Pedaleo despacio con mi lujosa bici, aunque también ha llovido para mí, y tras la rotura ayer de la cadena y noche sin aseo, ni la 'bina' ni yo damos la imagen apropiada de un europeo. Tal vez por lo que no aparento, los chicos sueltan las manos de los carros y saludan con sincera alegría. Viajar 'da bina' es también cosa de magia: despierta admiración y generosidad tanto en los pobres como en los ricos.
A mi derecha, pasa un todo-terreno sin admiración ni cuidado alguno, mostrando orgullosamente que él no pertenece a la miseria, y ejerce con desprecio la ley del más fuerte, tratando de no salir del breve alfombrado que une centros comerciales con barrios exclusivos y excluyentes. A mi izquierda, una señora salta al 'rendez-vous' de la alfombra para pedir limosna: los semáforos en rojo. Algunos sacan unos metícais desde la ventanilla de un mini-bus, pero los todo-terreno y los BMW de segunda mano tienen sus ventanas ahumadas y cerradas 'on account of the weather'.
Paro en una 'pastelaria' colonial decadente, o tal vez en ruinas, para tomar un 'bica' y celebrar mi entrada en Mozambique. Me atiende una chica con un bonito vestido y pulcramente aseada, que mira mis uñas sucias con indisimulado disgusto. En África la apariencia importa mucho, y algunas veces ni la magia de viajar en bicicleta te libra de la reprobación. La apariencia puede mostrar desde que tienes posibles a que no eres un bandido, y sobre todo, durante el día la apariencia vive el sueño de la alfombra: en una 'pastelaria', un supermercado o un comercio, limpio y perfumado, y la pesadilla de la chabola sin agua, ni luz, ni aseo, queda tan lejos como la noche del alba.
Regreso al África, a sus luces y a sus sombras. La pausa del confort sudafricano me ha regalado una distancia muy valiosa. No es mi casa, pero vuelvo a un lugar donde, pese a las duras condiciones, siento felicidad, y esa dicha de quien tumbado en la arena frente al mar no le pide más al mundo.
Cruzo Suazilandia en tres días, un mero tránsito hacia Mozambique pues está lloviendo y yo estoy obsesionado con disfrutar buen tiempo. Me gusta Maputo. Me gusta el ambiente tan abandonado que desprende esta ciudad, los espantosos edificios soviéticos, las decadentes casas coloniales, las calles sin sus aceras, las 'pastelarias' que son café-restaurante-bar según la hora o la clientela, y que respiran inevitablemente aire latino. Y me gustan los mozambiqueños. Decididamente las colonias portuguesas son otra cosa, ellos se mezclaron bien. Aquí la gente disfruta charlando en la terraza de un bar, conversando sin gritos; es la dulzura portuguesa sin su 'saudade', con frescura africana.
Gracias a la amabilidad de María, de Cooperación Española, puedo alojarme unos días en Maputo y me repongo del invierno sudafricano. Aquí es estación seca y aún no hace mucho calor. Pero sueño con el mar, y parto hacia Vilanculos, que está a una semana de bici.
- Una pequeña ciudad de playa paradisiaca, con un mercado muy bien abastecido.- Me dice María.
Días felices junto al cálido océano Índico. Vilanculos tiene unas playas bucólicas, de cocoteros y mareas kilométricas; a la puesta del sol, los reflejos sobre la orilla encharcada y las barcas inclinadas son inolvidables. El mercado es diurno, pero más interesante a la noche, con los chiringuitos de 'zurra' abiertos, el delicioso vino de palma. Los turistas sudafricanos o portugueses no suelen entrar en esas pobres habitaciones de cañizo y se pierden una entusiasta bienvenida, una noche de risas con la 'boa gente' de Mozambique.
Me retiene más tiempo del previsto este pueblo, el sur mozambiqueño en general, donde se me ocurre que podría instalarme y ser feliz. Una tierra con la que sueño regresar a menudo, y pasado el tiempo, cuando alguien me hace la preguntita típica,
- ¿Y cuál es tu país favorito?
- Mozambique, el sur,- respondo sonriendo.
El viaje por el interior desde Vilanculos al sur de Malawi es remoto, alejado de la carretera costera donde está el escaso desarrollo mozambiqueño, y me lleva a ver algunas gentes exóticas, muchas mujeres tatuadas y dientes serrados; también regreso a maneras muy tradicionales que no había visto desde el sur de Zambia. Pedalear en este país es disfrutar una vida muy sencilla, donde no falta lo esencial para comer, dormir y lavarse, y la alegría sobra a raudales. Tienen ganas de vivir. Una 'boa vida'. ¿Pobreza?
Viajar por África me ha traído un significado más amplio a esa palabra que usamos únicamente para definir lo material. 'África es pobre', decimos. Contemplar cualquier calle de aquí a la caída de la tarde es ver a la gente regresando a casa riéndose, felices de haber vivido un día más, charlando unos con otros sin barreras sociales. Contemplar una calle europea a la misma hora es ver un río de gente con el gesto preocupado, personas de apariencia sofisticada, regresando de un trabajo serio e importante, que a menudo disfraza soledad y tristeza. Pero el turismo y la televisión han enseñado a los africanos que viven en un continente pobre, donde pocos son ricos. A mí también, el turismo y la televisión me enseñan que vengo de un continente serio, donde pocos son alegres.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?