La República Checa me recibe con una niebla densa, parece que han cerrado las cortinas detrás de mí y han puesto una mampara blanca en el cielo. En este país no voy a ver ni el sol ni las estrellas. Tiene una peculiar característica este 'escudo protector' y es que las noches son más cálidas que los días. Tal cual. Cierto es que la diferencia son dos o tres grados, pero van a ser muchos los días que pase a cero o un grado y después a la noche suba la temperatura a tres o cuatro.
Los primeros kilómetros checos no tienen nada que ver con su pasado soviético; un puñado de casinos, tiendas de ropa y peluquerías-esteticien ofertan su negocio junto a la carretera para que los austríacos gasten sus euros, se compren ropa a precio soviético y se hagan las uñas... Después, la verdad, mucho silencio, aunque no de incomunicación, sino de soledad. Estos pueblos están vacíos casi, apenas hay gente, en invierno no hay turismo y los jóvenes se han ido a las ciudades grandes en busca de trabajo. Los pueblos vuelven a cobrar vida en los fines de semana, cuando regresan del trabajo en la ciudad, pero durante la semana tienen un aspecto fantasmagórico. En Polonia y Lituania será parecido, algo tan simple como conseguir agua, se convierte en un problema cuando no hay un alma viva a la redonda.
De inmediato, doy con el Moldava, que en esta parte del sur checo es un discreto río de apenas diez metros de anchura, bastante contaminado para mi sorpresa. Si el pobre Smetana levantara cabeza, en lugar de una sinfonía le escribía una milonga, creo yo. Aún así, decido acampar y sumarlo a mi lista de dormidas en ríos famosos.
Y el amanecer, el primero en tierras checas, me confirma el temor de la noche: esta niebla no va a ser cosa de un par de días, Garbancito, ni Luke Skywalker podría destruir este 'escudo protector'. Aquí no sale el sol hasta el próximo abril.
Si los días son fríos y húmedos, las noches empiezan a ser… largas. A las cuatro y media se acaba el día. Trato de entretenerme un rato, busco algo que reparar, mantengo al día mi diario, pero tras un par de horas me rindo y empiezo a preparar la cena a las seis y media. Total, que una hora más tarde estoy dentro del saco para dormirme, como una boa constrictor con medio kilo de arroz en el estómago. A las 5 de la mañana, dos horas antes del alba, ya estoy desesperado por encender la linterna y ponerme a desayunar. Haciéndome el lento consigo recoger todo a paso de tortuga y para las siete tengo la bicicleta lista para pedalear con la primera luz, una estampa gris que deprime, hay todo un día por delante que va a ser igual que ayer y que mañana. La mente, relajada, descansada, ya no divaga entre colores de otoño y mariposas, sino que está lúcida y surgen pensamientos inteligentes, sensatos… Y tengo que encender el mp3 para distraerme con música porque todos ellos me dicen que vuelva a México y deje esta tontería de pedalear en la fría Europa.
Pedaleando junto al Moldava, llego a Krumlov, un famoso pueblo medieval. No se ve a cien metros, ni tampoco las torres del castillo. Entre la niebla, el empedrado, los puentes viejos de arcos, las calles para coches de caballos y la entrada al castillo bajo una puerta levadiza de quinientos años, no sé si voy a cruzarme con un caballero templario o agarrar un reuma. Krumlov es ciertamente pintoresco, construido entre dos colinas que rodean tres estéticas curvas del Moldava, con el impresionante castillo en lo alto sería un perfecto pueblito para pasar un día de relax en verano. Con la temperatura a un grado y la niebla…, di un paseo largo, hice un par de fotos y me fui, que estaba deseando pedalear para quitarme las tiritonas del cuerpo.
Todo tiende al gris en sus diferentes tonalidades, esa luz tenue, granulada, con la que la falta de sol pinta el paisaje, cada vez más monocromo. Uno de los días, el sol apareció fugazmente, y tan rápido llegó como se fue para volver a nublarse todo y desaparecer tras una nada blanca. Apenas pudo calentarme un poco la piel de la cara, fue sólo un cambio leve en la luz que trajo algo de verde a los pastos, algo de marrón a los árboles, y nada más que eso, una bocanada de optimismo en días de tristeza.
El sur checo es colinoso hasta Praga, donde llego con una alegría recuperada: mi madre viene a pasar una semana conmigo. Fascinante la ciudad, realmente bonita, y si hay este turismo a finales de noviembre, no sé cómo será esto en verano. Cuentan que hay tanta gente en el puente de Carlos que la policía tiene que acordonar la entrada... Otra ciudad europea hermosa y, sin embargo, sin alma, todo es un enorme shopping mall para el consumo turístico, desde las tiendas con baratijas a los museos y cafeterías. ¿Dónde están Hanoi, Maputo, Damasco, Chichicastenango...?
Tras una larga semana con mi madre en Praga, reemprendo el camino. Pedalear con una humedad del 100% y un grado sobre cero transforma las prioridades del ciclista. Avanzar, descansar, comer, avanzar, tomar una foto a la niebla buscando gorilas… todo, absolutamente todo, se rige por una sola premisa: no sudar. Algo bien difícil en un país de colinas.
Con este frío y humedad, empapar levemente la ropa o la piel no deja al sudor otro camino que una ósmosis diabólica e inversa por la que regresa dentro del cuerpo directamente al tuétano de los huesos. Tiritonas.
Me quito la chaqueta para subir y la uso para bajar, o me quito el gorro o los guantes, o pedaleo más despacio en las subidas, todo sea por controlar el termostato y evitar sudar. Si soy eficaz, en las paradas no tirito; si no lo he sido, la ropa está algo húmeda y me entra frío enseguida, tirito.
Pedaleo hacia la frontera con Polonia, días aburridos, sin hablar con nadie, pueblos abandonados de lunes a viernes, hasta la carretera secundaria por la que voy desaparece de repente. En el mapa seguía existiendo, pero en la realidad se unía a la autopista a la que debería ir paralela. Regreso y busco a alguien en el último pueblo, ardua tarea. Por fin encuentro una señora que está haciendo algo en el corral de su casa y al llamarla le doy un susto de muerte, no me extraña, la señora tuvo que pensar literalmente eso de '¿quién vive?'.
Con mucha amabilidad, y un fluido checo que suena a cien consonantes por cada par de vocales, me explica cómo ir hacia Hradec mientras yo me concentro en sus gestos tratando de descifrar la explicación. Es obvio que no debo ir por la autopista y en esa parrafada escucho un 'motorway' y un 'porrasit' (accidente de tráfico) que entiendo claramente y que después me tuvo horas entretenido pensando en si habrá alguna etimología compartida entre el checo 'porrasit' y el español 'porrazo'.
Las manos de la señora indicaban un tramo hacia el norte y después al oeste acompañado de dos 'most' -que mi olvidado ruso trae a la memoria: puente-. También escuché varias veces Kosicky y un gesto de panel o indicación de tráfico. Una vez terminada la explicación, me puse en camino meneando la cabeza: Garbancito, con estas indicaciones y la niebla que no deja ver el sol, te veo rumbo de vuelta a Praga...
Para mi sorpresa, en breves kilómetros cruzo dos puentes (most!) y aparece un cruce de carreteras con una indicación a la derecha: Kosicky. Estallo de alegría, ¡sé hablar checo!
Cruzo a Polonia y las colinas se atenúan, incluso pedaleo muchos tramos de llanura que me ponen de un inesperado buen humor, es muchísimo más sencillo conservar el calor sin sudar pedaleando en llano. Y algo más. Juro que no tengo nada en contra de los checos, incluso creo que tienen una excelente cerveza, pero lo cierto es que al cruzar a Polonia los cielos se abrieron y se pintaron de azul. Yo miraba atrás y en el sur se veía todavía esa enorme niebla, la misma que veía enfrente de mí cuando entraba semanas atrás desde Austria. Adiós, Chequia, ahí quedas en tu niebla.
Ciertamente, este cielo abierto polaco viene acompañado de una temperatura más invernal, cero grados, que al día siguiente baja todavía más, hasta menos cinco. Todo parece indicar que el invierno-invierno llegó.
Yo pongo rumbo a Cracovia bien animado, por fin hace frío. Y pedaleo dos horas del tirón hasta que comienzo a sentir los dedos fríos. Paro en una gasolinera y le pregunto al tipo si puedo pasar un rato a calentarme.
- Claro, claro, ¿quieres agua caliente?
- Gracias, tengo todavía en el termo.
Y paso veinte minutos dentro comiendo unas galletas y tomando café caliente mientras recupero el calor en los dedos y en el rostro, olvidándome de algo que ya me pasó en Siberia: el cuerpo tarda en acostumbrarse al frío.
Efectivamente, cuando salgo fuera con el cuerpo caliente y comienzo a pedalear pierdo enseguida la temperatura y empiezo a tiritar, además de sentir bastante dolor en las puntas de mis dedos. Serán veinte minutos a buen ritmo hasta que consiga volver a calentar mi cuerpo y otros veinte hasta que la sangre llegue a mis dedos y desaparezca el dolor. Igual me sucedió allá en Rusia, fueron varios días hasta que mi cuerpo se adaptó al frío, a entrar y salir de un lugar caliente, a calentarme con más rapidez cuando pedaleaba… Sin embargo, en esta ocasión no va a tener lugar ninguna adaptación. Al día siguiente de llegar a Cracovia, la temperatura vuelve a subir sobre cero… Este invierno va a ser también cálido, como el pasado, empiezo a escuchar aquí y allá.
Dyana me estaba esperando, sabía que llegaba, y con la intuición de una maga sale a la calle justo cuando yo estoy cruzando a su acera.
- ¡Salva!
Una tremenda bienvenida mexicana en esta tierra de gentes duras. Tawa baja a ayudarme para subir las alforjas y en veinte minutos estoy comiendo una greska caliente, Dyana prepara la bañera para que 'me dé un largo y caliente baño', y yo estoy tan feliz como confundido. ¿Por qué estoy pedaleando en Europa si sé que esta calidez es propia de otros continentes?
Después, tomo un par de cafés, tratando de subir la tensión que me ha bajado el baño, la bienvenida, el reencuentro con Dyana -a quien conocí en Bangkok- y conocer a su hijo Tawa, sentir el afecto latino desbordándose por toda la casa… Y llega otro tremendo encuentro, aparece Adam, mi gran amigo polaco con quien pedaleé en Indonesia. La última vez nos vimos en Pekín, cuatro años atrás.
Excelentes los días en Cracovia, de invierno. Las noches en aquel antiguo bar comunista, las zapiekankas, los pieruski, y charlar, charlar de historias pasadas, de qué ha pasado en estos años, y del futuro, el lujo de ser dueños de nuestras vidas y poder soñar qué vamos a hacer ahora, hacer planes todavía a estas alturas de la vida, sin haber sido atrapados por la rutina ni establecidos en lugar alguno.
Afuera estaba la ciudad, bonita, en las noches, pero los días eran en la cocina, desde el desayuno hasta la tarde, con la pava silbando para avisar de que ya está hirviendo el agua, el humo, las ventanas dobles para aislarnos del frío que está fuera, la cocina... Nunca me había ocurrido antes, ni en Rusia ni en el Tíbet, esta naturalidad con la que la cocina en casa de Dyana se convirtió en el refugio de diciembre de Cracovia. Qué mejor lugar. Allí nos reuníamos Dyana, Tawa y yo temprano para desayunar, y ahí era donde nos sentábamos cuando venía Adam, o Marcin, cualquier visita. Todo a mano para tomar algo caliente, para comer algo, y unas sillas donde conversar, con aromas de sopa caliente, con rebanadas de pan negro, quesos ahumados, sentir el calor de la amistad, la comprensión entre amigos viajeros, la camadería... Las horas pasan y afuera puede quedar la plaza del mercado sin nadie que escuche al trompetista de la torre Marieski, es invierno, es tiempo de estar dentro, en la cocina.
Yo salí de Cracovia lleno de energía y descansado, con las pilas cargadas, me sentía realmente feliz y además la temperatura volvía a unos tropicales ocho grados en pleno diciembre. Aunque días más tarde, esta distancia con el pueblo polaco, la falta de comunicación, me provocaría justo el efecto contrario, la nostalgia por Cracovia, por México, por esos lugares donde la gente te mira a los ojos para hablar y te sonríe, donde el desconocido siempre está cerca de la línea que lo convierte en un hermano.
Aquí no. Polonia guarda sus sonrisas y sus afectos para la familia, para puertas adentro. En una de las noches en el bar comunista, tomando esas cervezas de cuatro zlotis, Adam comentaba algo que me abría los ojos al pueblo eslavo:
- Salva, cuando yo era niño crecí escuchando siempre "¿qué estás mirando?". Aquí mantener la mirada es desafiante, en lugar de comunicativo. Desde pequeño te educan para que no mires a nadie, para que seas duro, fuerte, no para que hagas amigos.
- Caray…
Los días desde Cracovia a Varsovia son de bosques, enormes robledales, y todavía alguna que otra subida. La luz de niebla e invierno da la sensación de ser prácticamente de noche o anocheciendo durante todo el día. Nada de comunicación. Estos polacos a veces tienen una mirada que me quita las ganas hasta de preguntar por una dirección. A veces ni por agua. Así me ocurre una tarde, en una aldea llamada Kotawice donde paro a conseguir agua. En las últimas tres aldeas no he visto a nadie en las calles, ni negocios abiertos, ni siquiera una gasolinera. Miraba en las casas por si había algún grifo fuera, alguna chimenea encendida o alguien en el jardín para pedir agua... nadie. Daba la sensación de que el mundo desapareció. Solo en Katowice había una tienda de bebidas y golosinas con alguien dentro, el resto parecía habérselo llevado una pandemia. La señora no tenía agua o no me quiso dar. Salió conmigo a ver si en alguna casa me podían dar, pero miró aquí y allí y claro, no había nadie. Un abuelo borracho, apoyado en la pared de la tienda, indica una fuente, cincuenta metros calle arriba, una de esas fuentes con palanca. Solucionado. Me ha costado cuatro aldeas conseguir agua...
Retrocedí, para acampar en un bonito bosque junto a un cementerio que había visto 600 metros pueblo abajo. Perfecto lugar. Un pinar bien apretado, parece que mi tienda está encerrada en una prisión. Lo que no me esperaba es que había otro cementerio junto al cementerio moderno, y resulta ser de la Primera Guerra mundial, del 14. Hay más de dos mil soldados enterrados aquí, austríacos, rusos y alemanes, justo donde pongo la tienda... La verdad, el ambiente no difiere mucho del que hay en el pueblo 600 metros más arriba.
En fin, el lugar se prestaría para todo tipo de pesadillas o de encuentros misteriosos: cementerio de soldados de la guerra mundial, un bosque donde no cabe un árbol más, luz de invierno atenuada por la niebla, Polonia... Y yo, duermo como un niño: llevo un mes en el que me parece estar pedaleando siempre entre cementerios.
Días duros, el viento vuelve a sacarme carámbanos, tengo que protegerme la cara con vaselina porque la sensación térmica quiere cortarme la piel. Los pensamientos mientras pedaleo no son la alegría de divagar sobre la belleza del paisaje, la maravilla de estar entre culturas diferentes... son cada vez más depresivos, cada vez me cuestiono más qué demonios hago aquí. Caigo en la cuenta de que estoy visitando en Europa a los amigos que he hecho en el resto de los continentes, sin embargo, en los dos meses que llevo aquí no he hecho ningún amigo.
Aunque he de ser más justo y decir que simplemente no hay lugar para eso en Europa, todos están trabajando mucho para ganar dinero, o haciendo fitness para tener un cuerpo bonito, o estudiando un cuarto idioma... En esas vidas tan organizadas no hay tiempo ni espacio, ni la mentalidad lo permite, para algo tan espontáneo como es entablar conversación con un viajero en la calle. Y ha de ser a través de una manera oficial, como warmshowers, donde ellos pueden programar su día y recibirme, esa es la manera de hacer amistad aquí.
Trato de adaptarme, trato de acostumbrarme a que nadie me mire o quiten la mirada, a que se evite el contacto. Trato de acostumbrarme a no iniciar una conversación, ‘qué miras’... Y sé que por dentro me estoy secando. Necesito de la gente, necesito del extraño, del ‘otro’, me he acostumbrado a que el mundo sea mi familia. Y aquí, en mi propio continente, me siento huérfano.
Ellos guardan sus sonrisas para la familia real, para la gente cercana, ahí es donde manifiestan su afecto porque el día es duro, el clima es frío, la realidad es difícil, la vida no es agradable de puertas hacia afuera, un pueblo que ha sufrido. Y eso es lo que recibe el viajero, un clima gris, frío, lluvia, edificios grises, rostros secos, severos, que guardan el esfuerzo de la sonrisa para sus seres queridos. En este contexto, Europa en invierno no es el mejor lugar del mundo...
En Varsovia regresa un rayo de luz. En casa de Kashia y Víctor recibo una cálida bienvenida y me invitan a pasar la Navidad con su familia, un día ceremonial y de dispendio alegre. Tras la primera estrella en el cielo, una cena pantagruélica de doce platos diferentes nos tiene a todos comiendo y riendo durante cinco horas... Aunque a mí me alimenta más ese calor humano de estar entre una familia, un calor que contrasta con el frío que se apodera de la carretera. Las temperaturas bajan paulatinamente mientras salgo hacia el norte, de los cinco bajo cero a los catorce negativos. El frío me hace pedalear con algo de motivación por primera vez en las últimas semanas, es lo que he venido buscando, frío. Y ni eso consigo. No va a durar más de una semana y de nuevo las temperaturas serán positivas. El pronóstico es que va a ser un invierno cálido, como el anterior, de vientos del oeste que bajan y suben la temperatura. Ninguna buena noticia para el estado de las carreteras.
No tengo ningún problema con los pies, ni las manos, aunque cuando pedaleo un par de horas largas sin pausa sí que empiezo a notarlos fríos y mover los dedos mientras pedaleo es insuficiente. En esas ocasiones, cuando entro a un supermercado me duelen los pies al tocar el suelo, demasiado fríos, y tras comprar unos panes y unas bananas, me las como con queso entre tiritonas, he perdido demasiado calor. No debo hacer esos tramos tan largos sin descanso, mis manos tardan unos veinte minutos largos y dolorosos hasta que recuperan la sangre.
El viento y los cambios de temperatura vuelven a traerme desánimo, cada vez me siento menos motivado para esta empresa de Cabo Norte. El silencio, la frialdad de la gente, están siendo más fuertes que yo, no estoy encontrando la manera de sobrellevarlo. A primeros de enero ya no lo puedo ocultar, releo las notas de mi diario, Garbancito, estás cayendo en una depresión.. Me cuestiono mucho qué estoy haciendo aquí. Y ciertamente, mis respuestas empiezan a ser débiles, ecos del pasado nada más, de cuando soñaba con pedalear en una invernal Escandinavia. Ahora, todavía no he llegado y ya estoy desmotivado.
Quiero ser positivo. Tal vez dejar de obsesionarme con Cabo Norte y simplemente rodear Escandinavia, para no tener la presión de los kilómetros, sin embargo la realidad es me fuerzo a ello, me siento triste y sin poder hablar con nadie de esto. Desmotivado, cuestionándome si tengo necesidad de esto, si no fue ya suficiente estos nueve años de viaje, si no tenía que haber dado un portazo y haberme quedado en México.
El viento torna dura la situación al norte de Polonia, sobre todo en las mañanas desmontando la tienda. Son solo doce bajo cero, pero el viento pone la sensación térmica en un nivel insoportable. Tengo que mover continuamente los dedos de las manos y los pies mientras pedaleo, y la barba se llena de unos carámbanos pesados que me sellan los labios, pero no es el frío el problema, sino la nieve en la carretera: insuficiente para los clavos y suficiente para patinar. No soy yo el que patina, sino los coches...
Otra cosa que me preocupa son los tendones, comienzo a tener los mismos problemas de Rusia, solo que ahora es demasiado pronto. Tengo amagos de calambres en las noches, en la planta de los pies, y durante el día en los cuádriceps, estoy algo preocupado porque voy bien vestido, no debería de estar sucediendo, y estoy comiendo tres o cuatro plátanos al día.
Sin embargo, lo que más me pesa es esta duda, este cuestionamiento incesante de no estar haciendo lo que realmente quiero, ¿de verdad quiero pasar una prueba más, la última? ¿la última aventura? ¿no es en realidad un hacerlo por este capitán insaciable al que ya no aguanto más?
Entrando en Lituania, el asunto de la carretera empeora con una fuerte ventisca. Ese día, dos carros patinan demasiado cerca de mí. Una locura. Tengo que parar en Prienia, en una gasolinera, con las piernas temblando por lo que acaba de suceder. Pido un café y siento la bienvenida más hostil del viaje, como si me sentara a la vera de un puñado de talibanes con una camiseta de Je suis Charlie. Tengo en mis venas el estrés de haber salido por tres segundos de un accidente y la frialdad de esta gente en la gasolinera me llena de ira, de lágrimas, quiero estallar. Recuerdo a la familia que me adelantó. Al recuperar el carril, le patinó el coche, empezó a hacer trompos, yo me detuve, sin saber qué iba a pasar. Finalmente, el carro se para frente a mí, a la derecha, y tres segundos después pasa a noventa por hora un autobús. Tres segundos. Tres segundos antes y se lleva a este coche por delante o lo estampa contra mí. Paso junto al coche y les miro. Un tipo al volante me saluda con el pulgar levantado y algo que parece una sonrisa. Detrás hay una esposa joven y un bebé. Me dan ganas de vomitar. Y las ganas de vomitar que reprimo estallan en la cafetería. Quiero irme de aquí.
Dos días más tarde ya no tengo más dudas. Estoy en casa de Paulius, en Kaunas. Él es ciclista, hablamos un rato, vomito mis sentimientos y él se traga estos tres meses en los que he sido incapaz de adaptarme a Europa.
- Tendrías que venir en verano, la gente es más alegre, el clima... Ahora, todo es oscuridad...
- Pero yo solo le vi a Europa interés por su invierno, Paulius, ¿qué hago en verano visitando iglesias como un turista más? Yo me he acostumbrado a viajar, no a hacer turismo.
- Entonces, sigue. Descansa aquí unos días, unas semanas, y sigue.
- Creo que no puedo más, Paulius, creo que he sobrevalorado mis fuerzas. O tal vez, mi viaje ya ha terminado y no quiero reconocerlo.
Los primeros kilómetros checos no tienen nada que ver con su pasado soviético; un puñado de casinos, tiendas de ropa y peluquerías-esteticien ofertan su negocio junto a la carretera para que los austríacos gasten sus euros, se compren ropa a precio soviético y se hagan las uñas... Después, la verdad, mucho silencio, aunque no de incomunicación, sino de soledad. Estos pueblos están vacíos casi, apenas hay gente, en invierno no hay turismo y los jóvenes se han ido a las ciudades grandes en busca de trabajo. Los pueblos vuelven a cobrar vida en los fines de semana, cuando regresan del trabajo en la ciudad, pero durante la semana tienen un aspecto fantasmagórico. En Polonia y Lituania será parecido, algo tan simple como conseguir agua, se convierte en un problema cuando no hay un alma viva a la redonda.
De inmediato, doy con el Moldava, que en esta parte del sur checo es un discreto río de apenas diez metros de anchura, bastante contaminado para mi sorpresa. Si el pobre Smetana levantara cabeza, en lugar de una sinfonía le escribía una milonga, creo yo. Aún así, decido acampar y sumarlo a mi lista de dormidas en ríos famosos.
Y el amanecer, el primero en tierras checas, me confirma el temor de la noche: esta niebla no va a ser cosa de un par de días, Garbancito, ni Luke Skywalker podría destruir este 'escudo protector'. Aquí no sale el sol hasta el próximo abril.
Si los días son fríos y húmedos, las noches empiezan a ser… largas. A las cuatro y media se acaba el día. Trato de entretenerme un rato, busco algo que reparar, mantengo al día mi diario, pero tras un par de horas me rindo y empiezo a preparar la cena a las seis y media. Total, que una hora más tarde estoy dentro del saco para dormirme, como una boa constrictor con medio kilo de arroz en el estómago. A las 5 de la mañana, dos horas antes del alba, ya estoy desesperado por encender la linterna y ponerme a desayunar. Haciéndome el lento consigo recoger todo a paso de tortuga y para las siete tengo la bicicleta lista para pedalear con la primera luz, una estampa gris que deprime, hay todo un día por delante que va a ser igual que ayer y que mañana. La mente, relajada, descansada, ya no divaga entre colores de otoño y mariposas, sino que está lúcida y surgen pensamientos inteligentes, sensatos… Y tengo que encender el mp3 para distraerme con música porque todos ellos me dicen que vuelva a México y deje esta tontería de pedalear en la fría Europa.
Pedaleando junto al Moldava, llego a Krumlov, un famoso pueblo medieval. No se ve a cien metros, ni tampoco las torres del castillo. Entre la niebla, el empedrado, los puentes viejos de arcos, las calles para coches de caballos y la entrada al castillo bajo una puerta levadiza de quinientos años, no sé si voy a cruzarme con un caballero templario o agarrar un reuma. Krumlov es ciertamente pintoresco, construido entre dos colinas que rodean tres estéticas curvas del Moldava, con el impresionante castillo en lo alto sería un perfecto pueblito para pasar un día de relax en verano. Con la temperatura a un grado y la niebla…, di un paseo largo, hice un par de fotos y me fui, que estaba deseando pedalear para quitarme las tiritonas del cuerpo.
Todo tiende al gris en sus diferentes tonalidades, esa luz tenue, granulada, con la que la falta de sol pinta el paisaje, cada vez más monocromo. Uno de los días, el sol apareció fugazmente, y tan rápido llegó como se fue para volver a nublarse todo y desaparecer tras una nada blanca. Apenas pudo calentarme un poco la piel de la cara, fue sólo un cambio leve en la luz que trajo algo de verde a los pastos, algo de marrón a los árboles, y nada más que eso, una bocanada de optimismo en días de tristeza.
El sur checo es colinoso hasta Praga, donde llego con una alegría recuperada: mi madre viene a pasar una semana conmigo. Fascinante la ciudad, realmente bonita, y si hay este turismo a finales de noviembre, no sé cómo será esto en verano. Cuentan que hay tanta gente en el puente de Carlos que la policía tiene que acordonar la entrada... Otra ciudad europea hermosa y, sin embargo, sin alma, todo es un enorme shopping mall para el consumo turístico, desde las tiendas con baratijas a los museos y cafeterías. ¿Dónde están Hanoi, Maputo, Damasco, Chichicastenango...?
Tras una larga semana con mi madre en Praga, reemprendo el camino. Pedalear con una humedad del 100% y un grado sobre cero transforma las prioridades del ciclista. Avanzar, descansar, comer, avanzar, tomar una foto a la niebla buscando gorilas… todo, absolutamente todo, se rige por una sola premisa: no sudar. Algo bien difícil en un país de colinas.
Con este frío y humedad, empapar levemente la ropa o la piel no deja al sudor otro camino que una ósmosis diabólica e inversa por la que regresa dentro del cuerpo directamente al tuétano de los huesos. Tiritonas.
Me quito la chaqueta para subir y la uso para bajar, o me quito el gorro o los guantes, o pedaleo más despacio en las subidas, todo sea por controlar el termostato y evitar sudar. Si soy eficaz, en las paradas no tirito; si no lo he sido, la ropa está algo húmeda y me entra frío enseguida, tirito.
Pedaleo hacia la frontera con Polonia, días aburridos, sin hablar con nadie, pueblos abandonados de lunes a viernes, hasta la carretera secundaria por la que voy desaparece de repente. En el mapa seguía existiendo, pero en la realidad se unía a la autopista a la que debería ir paralela. Regreso y busco a alguien en el último pueblo, ardua tarea. Por fin encuentro una señora que está haciendo algo en el corral de su casa y al llamarla le doy un susto de muerte, no me extraña, la señora tuvo que pensar literalmente eso de '¿quién vive?'.
Con mucha amabilidad, y un fluido checo que suena a cien consonantes por cada par de vocales, me explica cómo ir hacia Hradec mientras yo me concentro en sus gestos tratando de descifrar la explicación. Es obvio que no debo ir por la autopista y en esa parrafada escucho un 'motorway' y un 'porrasit' (accidente de tráfico) que entiendo claramente y que después me tuvo horas entretenido pensando en si habrá alguna etimología compartida entre el checo 'porrasit' y el español 'porrazo'.
Las manos de la señora indicaban un tramo hacia el norte y después al oeste acompañado de dos 'most' -que mi olvidado ruso trae a la memoria: puente-. También escuché varias veces Kosicky y un gesto de panel o indicación de tráfico. Una vez terminada la explicación, me puse en camino meneando la cabeza: Garbancito, con estas indicaciones y la niebla que no deja ver el sol, te veo rumbo de vuelta a Praga...
Para mi sorpresa, en breves kilómetros cruzo dos puentes (most!) y aparece un cruce de carreteras con una indicación a la derecha: Kosicky. Estallo de alegría, ¡sé hablar checo!
Cruzo a Polonia y las colinas se atenúan, incluso pedaleo muchos tramos de llanura que me ponen de un inesperado buen humor, es muchísimo más sencillo conservar el calor sin sudar pedaleando en llano. Y algo más. Juro que no tengo nada en contra de los checos, incluso creo que tienen una excelente cerveza, pero lo cierto es que al cruzar a Polonia los cielos se abrieron y se pintaron de azul. Yo miraba atrás y en el sur se veía todavía esa enorme niebla, la misma que veía enfrente de mí cuando entraba semanas atrás desde Austria. Adiós, Chequia, ahí quedas en tu niebla.
Ciertamente, este cielo abierto polaco viene acompañado de una temperatura más invernal, cero grados, que al día siguiente baja todavía más, hasta menos cinco. Todo parece indicar que el invierno-invierno llegó.
Yo pongo rumbo a Cracovia bien animado, por fin hace frío. Y pedaleo dos horas del tirón hasta que comienzo a sentir los dedos fríos. Paro en una gasolinera y le pregunto al tipo si puedo pasar un rato a calentarme.
- Claro, claro, ¿quieres agua caliente?
- Gracias, tengo todavía en el termo.
Y paso veinte minutos dentro comiendo unas galletas y tomando café caliente mientras recupero el calor en los dedos y en el rostro, olvidándome de algo que ya me pasó en Siberia: el cuerpo tarda en acostumbrarse al frío.
Efectivamente, cuando salgo fuera con el cuerpo caliente y comienzo a pedalear pierdo enseguida la temperatura y empiezo a tiritar, además de sentir bastante dolor en las puntas de mis dedos. Serán veinte minutos a buen ritmo hasta que consiga volver a calentar mi cuerpo y otros veinte hasta que la sangre llegue a mis dedos y desaparezca el dolor. Igual me sucedió allá en Rusia, fueron varios días hasta que mi cuerpo se adaptó al frío, a entrar y salir de un lugar caliente, a calentarme con más rapidez cuando pedaleaba… Sin embargo, en esta ocasión no va a tener lugar ninguna adaptación. Al día siguiente de llegar a Cracovia, la temperatura vuelve a subir sobre cero… Este invierno va a ser también cálido, como el pasado, empiezo a escuchar aquí y allá.
Dyana me estaba esperando, sabía que llegaba, y con la intuición de una maga sale a la calle justo cuando yo estoy cruzando a su acera.
- ¡Salva!
Una tremenda bienvenida mexicana en esta tierra de gentes duras. Tawa baja a ayudarme para subir las alforjas y en veinte minutos estoy comiendo una greska caliente, Dyana prepara la bañera para que 'me dé un largo y caliente baño', y yo estoy tan feliz como confundido. ¿Por qué estoy pedaleando en Europa si sé que esta calidez es propia de otros continentes?
Después, tomo un par de cafés, tratando de subir la tensión que me ha bajado el baño, la bienvenida, el reencuentro con Dyana -a quien conocí en Bangkok- y conocer a su hijo Tawa, sentir el afecto latino desbordándose por toda la casa… Y llega otro tremendo encuentro, aparece Adam, mi gran amigo polaco con quien pedaleé en Indonesia. La última vez nos vimos en Pekín, cuatro años atrás.
Excelentes los días en Cracovia, de invierno. Las noches en aquel antiguo bar comunista, las zapiekankas, los pieruski, y charlar, charlar de historias pasadas, de qué ha pasado en estos años, y del futuro, el lujo de ser dueños de nuestras vidas y poder soñar qué vamos a hacer ahora, hacer planes todavía a estas alturas de la vida, sin haber sido atrapados por la rutina ni establecidos en lugar alguno.
Afuera estaba la ciudad, bonita, en las noches, pero los días eran en la cocina, desde el desayuno hasta la tarde, con la pava silbando para avisar de que ya está hirviendo el agua, el humo, las ventanas dobles para aislarnos del frío que está fuera, la cocina... Nunca me había ocurrido antes, ni en Rusia ni en el Tíbet, esta naturalidad con la que la cocina en casa de Dyana se convirtió en el refugio de diciembre de Cracovia. Qué mejor lugar. Allí nos reuníamos Dyana, Tawa y yo temprano para desayunar, y ahí era donde nos sentábamos cuando venía Adam, o Marcin, cualquier visita. Todo a mano para tomar algo caliente, para comer algo, y unas sillas donde conversar, con aromas de sopa caliente, con rebanadas de pan negro, quesos ahumados, sentir el calor de la amistad, la comprensión entre amigos viajeros, la camadería... Las horas pasan y afuera puede quedar la plaza del mercado sin nadie que escuche al trompetista de la torre Marieski, es invierno, es tiempo de estar dentro, en la cocina.
Yo salí de Cracovia lleno de energía y descansado, con las pilas cargadas, me sentía realmente feliz y además la temperatura volvía a unos tropicales ocho grados en pleno diciembre. Aunque días más tarde, esta distancia con el pueblo polaco, la falta de comunicación, me provocaría justo el efecto contrario, la nostalgia por Cracovia, por México, por esos lugares donde la gente te mira a los ojos para hablar y te sonríe, donde el desconocido siempre está cerca de la línea que lo convierte en un hermano.
Aquí no. Polonia guarda sus sonrisas y sus afectos para la familia, para puertas adentro. En una de las noches en el bar comunista, tomando esas cervezas de cuatro zlotis, Adam comentaba algo que me abría los ojos al pueblo eslavo:
- Salva, cuando yo era niño crecí escuchando siempre "¿qué estás mirando?". Aquí mantener la mirada es desafiante, en lugar de comunicativo. Desde pequeño te educan para que no mires a nadie, para que seas duro, fuerte, no para que hagas amigos.
- Caray…
Los días desde Cracovia a Varsovia son de bosques, enormes robledales, y todavía alguna que otra subida. La luz de niebla e invierno da la sensación de ser prácticamente de noche o anocheciendo durante todo el día. Nada de comunicación. Estos polacos a veces tienen una mirada que me quita las ganas hasta de preguntar por una dirección. A veces ni por agua. Así me ocurre una tarde, en una aldea llamada Kotawice donde paro a conseguir agua. En las últimas tres aldeas no he visto a nadie en las calles, ni negocios abiertos, ni siquiera una gasolinera. Miraba en las casas por si había algún grifo fuera, alguna chimenea encendida o alguien en el jardín para pedir agua... nadie. Daba la sensación de que el mundo desapareció. Solo en Katowice había una tienda de bebidas y golosinas con alguien dentro, el resto parecía habérselo llevado una pandemia. La señora no tenía agua o no me quiso dar. Salió conmigo a ver si en alguna casa me podían dar, pero miró aquí y allí y claro, no había nadie. Un abuelo borracho, apoyado en la pared de la tienda, indica una fuente, cincuenta metros calle arriba, una de esas fuentes con palanca. Solucionado. Me ha costado cuatro aldeas conseguir agua...
Retrocedí, para acampar en un bonito bosque junto a un cementerio que había visto 600 metros pueblo abajo. Perfecto lugar. Un pinar bien apretado, parece que mi tienda está encerrada en una prisión. Lo que no me esperaba es que había otro cementerio junto al cementerio moderno, y resulta ser de la Primera Guerra mundial, del 14. Hay más de dos mil soldados enterrados aquí, austríacos, rusos y alemanes, justo donde pongo la tienda... La verdad, el ambiente no difiere mucho del que hay en el pueblo 600 metros más arriba.
En fin, el lugar se prestaría para todo tipo de pesadillas o de encuentros misteriosos: cementerio de soldados de la guerra mundial, un bosque donde no cabe un árbol más, luz de invierno atenuada por la niebla, Polonia... Y yo, duermo como un niño: llevo un mes en el que me parece estar pedaleando siempre entre cementerios.
Días duros, el viento vuelve a sacarme carámbanos, tengo que protegerme la cara con vaselina porque la sensación térmica quiere cortarme la piel. Los pensamientos mientras pedaleo no son la alegría de divagar sobre la belleza del paisaje, la maravilla de estar entre culturas diferentes... son cada vez más depresivos, cada vez me cuestiono más qué demonios hago aquí. Caigo en la cuenta de que estoy visitando en Europa a los amigos que he hecho en el resto de los continentes, sin embargo, en los dos meses que llevo aquí no he hecho ningún amigo.
Aunque he de ser más justo y decir que simplemente no hay lugar para eso en Europa, todos están trabajando mucho para ganar dinero, o haciendo fitness para tener un cuerpo bonito, o estudiando un cuarto idioma... En esas vidas tan organizadas no hay tiempo ni espacio, ni la mentalidad lo permite, para algo tan espontáneo como es entablar conversación con un viajero en la calle. Y ha de ser a través de una manera oficial, como warmshowers, donde ellos pueden programar su día y recibirme, esa es la manera de hacer amistad aquí.
Trato de adaptarme, trato de acostumbrarme a que nadie me mire o quiten la mirada, a que se evite el contacto. Trato de acostumbrarme a no iniciar una conversación, ‘qué miras’... Y sé que por dentro me estoy secando. Necesito de la gente, necesito del extraño, del ‘otro’, me he acostumbrado a que el mundo sea mi familia. Y aquí, en mi propio continente, me siento huérfano.
Ellos guardan sus sonrisas para la familia real, para la gente cercana, ahí es donde manifiestan su afecto porque el día es duro, el clima es frío, la realidad es difícil, la vida no es agradable de puertas hacia afuera, un pueblo que ha sufrido. Y eso es lo que recibe el viajero, un clima gris, frío, lluvia, edificios grises, rostros secos, severos, que guardan el esfuerzo de la sonrisa para sus seres queridos. En este contexto, Europa en invierno no es el mejor lugar del mundo...
En Varsovia regresa un rayo de luz. En casa de Kashia y Víctor recibo una cálida bienvenida y me invitan a pasar la Navidad con su familia, un día ceremonial y de dispendio alegre. Tras la primera estrella en el cielo, una cena pantagruélica de doce platos diferentes nos tiene a todos comiendo y riendo durante cinco horas... Aunque a mí me alimenta más ese calor humano de estar entre una familia, un calor que contrasta con el frío que se apodera de la carretera. Las temperaturas bajan paulatinamente mientras salgo hacia el norte, de los cinco bajo cero a los catorce negativos. El frío me hace pedalear con algo de motivación por primera vez en las últimas semanas, es lo que he venido buscando, frío. Y ni eso consigo. No va a durar más de una semana y de nuevo las temperaturas serán positivas. El pronóstico es que va a ser un invierno cálido, como el anterior, de vientos del oeste que bajan y suben la temperatura. Ninguna buena noticia para el estado de las carreteras.
No tengo ningún problema con los pies, ni las manos, aunque cuando pedaleo un par de horas largas sin pausa sí que empiezo a notarlos fríos y mover los dedos mientras pedaleo es insuficiente. En esas ocasiones, cuando entro a un supermercado me duelen los pies al tocar el suelo, demasiado fríos, y tras comprar unos panes y unas bananas, me las como con queso entre tiritonas, he perdido demasiado calor. No debo hacer esos tramos tan largos sin descanso, mis manos tardan unos veinte minutos largos y dolorosos hasta que recuperan la sangre.
El viento y los cambios de temperatura vuelven a traerme desánimo, cada vez me siento menos motivado para esta empresa de Cabo Norte. El silencio, la frialdad de la gente, están siendo más fuertes que yo, no estoy encontrando la manera de sobrellevarlo. A primeros de enero ya no lo puedo ocultar, releo las notas de mi diario, Garbancito, estás cayendo en una depresión.. Me cuestiono mucho qué estoy haciendo aquí. Y ciertamente, mis respuestas empiezan a ser débiles, ecos del pasado nada más, de cuando soñaba con pedalear en una invernal Escandinavia. Ahora, todavía no he llegado y ya estoy desmotivado.
Quiero ser positivo. Tal vez dejar de obsesionarme con Cabo Norte y simplemente rodear Escandinavia, para no tener la presión de los kilómetros, sin embargo la realidad es me fuerzo a ello, me siento triste y sin poder hablar con nadie de esto. Desmotivado, cuestionándome si tengo necesidad de esto, si no fue ya suficiente estos nueve años de viaje, si no tenía que haber dado un portazo y haberme quedado en México.
El viento torna dura la situación al norte de Polonia, sobre todo en las mañanas desmontando la tienda. Son solo doce bajo cero, pero el viento pone la sensación térmica en un nivel insoportable. Tengo que mover continuamente los dedos de las manos y los pies mientras pedaleo, y la barba se llena de unos carámbanos pesados que me sellan los labios, pero no es el frío el problema, sino la nieve en la carretera: insuficiente para los clavos y suficiente para patinar. No soy yo el que patina, sino los coches...
Otra cosa que me preocupa son los tendones, comienzo a tener los mismos problemas de Rusia, solo que ahora es demasiado pronto. Tengo amagos de calambres en las noches, en la planta de los pies, y durante el día en los cuádriceps, estoy algo preocupado porque voy bien vestido, no debería de estar sucediendo, y estoy comiendo tres o cuatro plátanos al día.
Sin embargo, lo que más me pesa es esta duda, este cuestionamiento incesante de no estar haciendo lo que realmente quiero, ¿de verdad quiero pasar una prueba más, la última? ¿la última aventura? ¿no es en realidad un hacerlo por este capitán insaciable al que ya no aguanto más?
Entrando en Lituania, el asunto de la carretera empeora con una fuerte ventisca. Ese día, dos carros patinan demasiado cerca de mí. Una locura. Tengo que parar en Prienia, en una gasolinera, con las piernas temblando por lo que acaba de suceder. Pido un café y siento la bienvenida más hostil del viaje, como si me sentara a la vera de un puñado de talibanes con una camiseta de Je suis Charlie. Tengo en mis venas el estrés de haber salido por tres segundos de un accidente y la frialdad de esta gente en la gasolinera me llena de ira, de lágrimas, quiero estallar. Recuerdo a la familia que me adelantó. Al recuperar el carril, le patinó el coche, empezó a hacer trompos, yo me detuve, sin saber qué iba a pasar. Finalmente, el carro se para frente a mí, a la derecha, y tres segundos después pasa a noventa por hora un autobús. Tres segundos. Tres segundos antes y se lleva a este coche por delante o lo estampa contra mí. Paso junto al coche y les miro. Un tipo al volante me saluda con el pulgar levantado y algo que parece una sonrisa. Detrás hay una esposa joven y un bebé. Me dan ganas de vomitar. Y las ganas de vomitar que reprimo estallan en la cafetería. Quiero irme de aquí.
Dos días más tarde ya no tengo más dudas. Estoy en casa de Paulius, en Kaunas. Él es ciclista, hablamos un rato, vomito mis sentimientos y él se traga estos tres meses en los que he sido incapaz de adaptarme a Europa.
- Tendrías que venir en verano, la gente es más alegre, el clima... Ahora, todo es oscuridad...
- Pero yo solo le vi a Europa interés por su invierno, Paulius, ¿qué hago en verano visitando iglesias como un turista más? Yo me he acostumbrado a viajar, no a hacer turismo.
- Entonces, sigue. Descansa aquí unos días, unas semanas, y sigue.
- Creo que no puedo más, Paulius, creo que he sobrevalorado mis fuerzas. O tal vez, mi viaje ya ha terminado y no quiero reconocerlo.