Por fin en Colombia y menudo lugar, Capurganá. La llegada aquí no puede dejar indiferente a nadie, pese a la falta de bienvenida. No hace falta, es la atmósfera del lugar, idílico. Sin embargo, Capurganá, a la par que bucólico rincón del mundo con cuatro calles sin nombre siquiera, es un pueblo donde todos se conocen que ha derivado en negocio exclusivo del turismo o del transporte marítimo.
No hay coches, no hay carretera -todo es caro, eso sí-, y el aire es de los más limpios que puedo recordar. Un lugar donde se despiertan las ganas de quedarse a vivir, pero… es raro encontrar un pueblo cuyo número de hoteles haya superado la real demanda del turismo y que la gente sea feliz. Los locales se hacen a la idea del enriquecimiento rápido, de la gallina de huevos de oro, y cuando esto no sucede, llega la frustración, llega la intolerancia hacia el turista que tiene poco dinero que gastar, ‘el desprecio a los mochileros’.
Capurganá, con todo, es un lugar para descansar, desayunar sentado en la arena con los pies en el Caribe, disfrutar la ausencia de coches, cuatro calles al mar donde jamás escucharás un claxon, ni olerás un tubo de escape, todo a ritmo de pasos caminando, el aire intensamente puro, el olor limpio, y… para pasar varias horas de limpieza. Tras desayunar lo más lento posible sabiendo que me espera, a limpiarlo todo. A lavar, a arreglar la bici, quitarle óxido, sal, barro de estos días... todo mi material está jodido, todo hay que limpiarlo, al menos para que llegue a Medellín, donde está la Casa Ciclista.
Me dirijo a Medellín por la 62, la única carretera de esta provincia algo peligrosa. En estos días está muy controlada por el ejército y en cada puente hay un par de soldados, al menos. Es raro que pase un kilómetro sin verlos. Está también llena de agujeros, de tramos rocosos, de barro seco, barro húmedo, donde los pocos coches que circulan van evitando baches como piscinas. Hasta yo tengo que ir despacio, no siempre puedo encontrar una delgada línea por la que ir, he de frenar y esquivar los baches, las piedras. Mi cuerpo va como un muelle, hace mucho que no tengo carreteras malas, desde Guatemala, y acabo el día con las muñecas, codos, hombros y cuello destrozados.
El primer puerto colombiano fue para darme ánimos, 10 sencillos kilómetros de suave pendiente. Los dos siguientes ya fueron de veras, 40 cada uno, gracias a cruzar de un lado al otro el profundo valle del Cauca. Bienvenido a los Andes, Garbancito.
Me va gustando Colombia, no creo que sea el crisol de razas que se dice, para mí es un crisol de mestizajes. Cada hombre, cada mujer, tiene algo de negro, blanco, indio, latino... son una maravilla de sangres mezcladas por siglos. Y tal vez sea eso lo que les da el carácter relajado y fácil, la conversación fluida y educada, mujeres con una sensualidad que estremece.
Gente simpática y conversadora aquí, que me cuenta historias de cuando las cosas estaban aun más calientes por aquí, especialmente en Uraba, de donde yo vengo. Dice el simpático Rubén que él pasaba revisión a las plataneras y cada día se encontraba a alguien muerto, a veces a gente que conocía. Cuando le dijeron que habían matado al amigo Morillas, con quien jugaba al fútbol y salía a tomar cerveza, decidió cortar con las amistades. Morillas fue asesinado por los paramilitares, era un ‘cartero’ de las Farcs, llevaba las cartas de extorsión a los negocios para notificar los pagos. Era su amigo. De ahí en adelante, compraba su aguardiente y tomaba solo en su casa, si la vida te lleva a hacer amistad con alguien implicado en la violencia, tengas o no algo que ver, eres visto con esa persona, te conviertes en un posible implicado. Y al poco, aun más, dejó Turbo y su buen trabajo como manager de la platanera para venirse a las montañas a trabajar de camarero, de qué sirve el dinero si cada día puedes morir de una bala perdida o porque te confunden con alguien que es buscado...
Y entro en las selvas del Chocó. La carretera es tan mala que cuando bajo, voy tan despacio como si subiera. Sorteo con cuidado piedras afiladas que surgen de la tierra, barro, y enormes charcos como piscinas, esta es la Colombia que he venido a buscar: las carreteras ‘destapadas’ que han hecho de este país un paraíso para la aventura.
Al bajar veinte kilómetros la selva lo llena todo y las montañas se cubren de nubes. Comienza a llover, suave, y transforma el pedaleo en una maravilla, las cascadas aparecen, las grandes hojas, los árboles selváticos, y mientras sorteo un charco tras otro me invade un enorme contento. Es por fin un lugar donde disfrutar el contacto con la naturaleza, sentirme solitario, solo con los cuatro camiones que hacen la ruta de abastecimiento. Los ríos son muy hermosos y limpios, agua cristalina que cae en saltos desde los Andes. Apenas gente, alguna casa que hace de restaurante, alguna aldea indígena, poco más, una maravilla. Pero duro, muy duro, es una buena ruta para resarcirme del Darién.
Lo único que me desagrada del Chocó es su capital, Quibdó, una ciudad de esas que nada más entrar ya te quieres ir. De las peores que recuerdo, atestada de gente, motos, ruido, baches, barro, suciedad, agua, un horror.
Sigo viaje y al llegar al río San Juan inicio el regreso 'a Colombia'. Otra subida selvática a los Andes y otra bajada al río Cauca. Más maravilla, más baños en ríos de color esmeralda, y más pedregales bajo mis piernas. Si Cali está veinte kilómetros más lejos, paro una camioneta para que me lleve. ¡Agotado! Pero esto es lo que busco en Colombia, aunque visto el esfuerzo voy a tratar de alternar los días duros con más descanso, que ya no tengo veinte años.
Aquí me quedo unos días, disfrutando de la hospitalidad tremenda de mis amigos Luzma y Samir. Anoche, música andina trepidante.
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Lupe responde al teléfono y una sonrisa le ilumina la cara. 'Hola, amor, ¿ya llegaste? No tardo'.
Tiene un documento pendiente en la pantalla que aguarda con exigencias, Lupe le hace una mueca, decide cerrar el Word y apagar el ordenador, 'Nada va a ser mejor en este mundo si me quedo a terminarlo hoy, mañana será otro día'. Toma un archivo pendiente, lo firma, y se lleva los que están debajo, 'No sé para qué, luego no los voy a leer'. Como cada tarde se echa al hombro su bolsón para alcanzar la puerta del despacho, un gesto repetido cientos de veces, pero hoy un recuerdo le atraviesa los ojos como un cristal roto.
Lupe se está echando al hombro un rifle de asalto para alcanzar la puerta de la iglesia donde están refugiados, el compañero en la puerta le acaba de hacer un gesto para que salga deprisa, ya hace varios minutos que no se escuchan disparos de los militares fuera. Lupe, con el corazón a mil pulsaciones, siente en su espalda la mano del comandante y unas palabras de ánimo o de despedida, 'Es tu turno. Suerte'. Y corre, corre fuera de la iglesia para encontrarse una ráfaga de balas o el aroma de la noche, quién sabe.
Después, al otro lado, en la selva, con los pasos silenciosos del resto de la guerrilla, se da cuenta que está viva, que no hubo ráfaga de balas, que ha vuelto a pasar por delante de la muerte y está viva. Qué rica sabe la noche que pudo no haber sido.
- ¿Y todo eso merece la pena? - pregunta Mamá Juanita, con los ojos cansados de vivir sin poder olvidar.
- Tal vez, si, Juanita. Es mucho dinero, pero es una buena oportunidad para la niña. Nos apretaremos el cinturón un par de años, qué le vamos a hacer, más duros fueron los años de guerra y ya ve usted, aquí estamos hoy, tomando café.
- Pero en España no conocemos a nadie, la niña va a estar sola, y en San Francisco está Héctor, que la ayudaría con mucho gusto. Hay una buena universidad cerca de allí, en Berkeley.
- Juanita, con todo el respeto, mi hija no va a estudiar en donde salieron las balas que mataron a su padre.
- Lupita, Lupita… eres incorregible… ¡y rencorosa! Trata de vivir el presente, mi amor. Total, si ahora nos estamos volviendo más capitalistas que los meros gringos, ¿has oído que están construyendo un nuevo centro comercial en La Libertad?
- Menuda ironía…
- Si te sirve de consuelo, yo voy a veces al MetroCentro Plaza, me gusta entrar en el Starbucks a orinar.
- ¡Ja, ja, ja!… ¿Y eso te dijo Juanita? Esta mujer es tremenda, noventa años y yendo a mear en el Starbucks - dice Miguel con lágrimas en los ojos de la risa.
Lupe ríe también contando la conversación una y otra vez mientras prepara unos frijoles con crema.
- Amor, la cena está lista, pon la mesa, por favor.
Y después, viendo una vieja película en blanco y negro, Lupe se acurruca en el pecho de Miguel.
- ¿Sabes? Ayer no te conté que al salir del despacho me vino a la memoria una noche saliendo de la iglesia de San Patricio, a fuego cruzado con los milicos. El tiempo de la guerra… Y mira tú qué ocurrió, aquí estamos, viendo una película sueca con vino chileno. Nos jugamos la vida para construir un país donde hubiera libertad, igualdad, justicia, sin saber que las debilidades del alma son más fuertes que los ideales. Creíamos en el marxismo y hemos acabado licenciándonos en psicología.
- Lupe, Lupe… eres una buena mujer, una linda mujer. Conoces lo que es importante y lo que no. Esta película es mero relajo, nada más, no te tortures. Ya descansa de luchas y guerrillas, deja el pasado en paz.
- ¿Qué diría el Ché de todo esto? ¿de que el mundo no quiera otra libertad que elegir la marca de los jeans o donde pasar las vacaciones? Estábamos llenos de esperanza por el comunismo, estábamos oprimidos por tiranos y terratenientes, vivíamos luchando con una misión en nuestras vidas: asegurar un mundo mejor a nuestros hijos. Y ahora qué tenemos, ¿este es el mundo mejor? No me respondas, ya lo sé. Lo que me revienta no es que pese al maldito consumismo este mundo sea a todas luces mejor, sino que el confort nos ha robado las ganas de luchar. Hemos vendido los ideales por un plato de lentejas, transgénicas, además.
Miguel asiente con reticencias. Él no fue guerrillero, nunca creyó en libertadores ni en revoluciones sociales, y su discurso es otro, tal vez por eso Lupe se enamoró de él.
- Lupe, ya no hay tiranos de los que librar a un país, ni a un continente. Olvídate de esa guerra, el tirano que nos domina no puede derrocarse en las barricadas, está agarrado a lo más íntimo de cada hombre y de cada mujer, de ti y de mí: sus deseos. Y solo cada cual puede liberarse a sí mismo.
Lupe sonríe. Los hombres libres nunca aparecen en los libros de Historia, que están reservados para los mesiánicos sedientos de sangre y poder.
- Pues si, amor, y en esas, sin mundo a quien salvar, nos dejamos llevar por el hedonismo, y yo, por la melancolía.
- Mira, vamos a la cama, vamos a hacer algo más interesante que esta película espantosa.
- Ah, qué rico, algo para celebrar que estamos vivos, que seguimos teniendo que orinar por mucho vino chileno que haya, igual que orinábamos que cuando bebíamos agua de río en los campamentos de la guerrilla, igual que Mamá Juanita en el Starbucks. Y bien pudiera haber sido que jamás nos hubiéramos conocido. Si, amor, celebremos la vida.
Tras un café en casa de Mamá Juanita, Lupe abraza a su hija largamente, sin dejarla ir, con los ojos humedecidos. Las despedidas no son nunca fáciles para quien vive con el corazón en la mano, inevitablemente acaba estrujado. Y tal vez, como decía Kapuscinski, no es posible de otra manera, una esponja que se vacía para poder llenarse otra vez con sangre nueva.
Lupe es el tipo de mujer que podría parir un planeta, una mujer que los griegos hubieran esculpido en el Partenón, o la reina que hubiera hecho de las amazonas un imperio en lugar de una leyenda. Una mujer capaz de regar un jardín, de amar y cuidar a un hombre, y de jugarse la vida por la libertad, por la justicia, por el honor, esas palabras que a día de hoy despiertan rubor más que despertar conciencias.
Veintidós años atrás, Lupe se echó a las armas para liberar su país de la dictadura militar, sin dudarlo, mientras en otros lugares del mundo miles de mujeres soñaban con desfilar en una pasarela. Hoy, sin embargo, quién levanta la voz por la justicia en un mundo donde tantas mujeres pasan su tiempo haciendo fila en Zara, o detenidas en la hora del cotilleo y el té con limón. ¿Quién levanta la voz al hombre alienado por los héroes del balón? Tal vez, Lupe podría. Y seguramente, nadie escucharía.
En Europa, Goethe tuvo que matar al joven Werther para convencernos de que la pasión justifica el suicidio, que los ideales son algo por lo que arriesgar la vida, que la infidelidad se paga con sangre porque sangre brota cuando se araña una espalda en el amor. Y dos siglos después, tanta riqueza material ha encerrado al romanticismo en libros antiguos, en revoluciones fracasadas, en la desazón de comprobar que los hombres no estamos a la altura de nuestros ideales. Ahora, los centros comerciales nos han traído el aire acondicionado para adormecer las ganas de vivir, para olvidarnos de que la vida es una fiesta y civilizar la pasión lavándose los dientes antes de pasar al dormitorio. Ahora que las únicas armas para alzarse en rebeldía son dar la espalda a los mercaderes y poner el corazón en la mano, ¿quién va a combatir en esta guerra?
Dicen los rarámuri de la Tarahumara: 'En mi cuerpo siento la fuerza y en mi espíritu, la libertad', y ya quisiera yo que a mí me ocurriera lo mismo siempre, pero esta tripulación tiene sus rachas y en este segundo mes colombiano con tanto puerto acumulado mis fuerzas han aparecido y desaparecido. He tenido mañanas en las que me ha costado ponerme a desayunar y otras en las que he subido tres horas de puerto sin parar a tomar un cafelito.
Tras una semana larga en Cali, salgo de la casa de mis amigos Luzma y Samir con el estómago encogido, mis pensamientos en los días pasados con ellos, la nota de despedida colgando del sillín, y los primeros kilómetros son de sabor agridulce. También Chilita, Alfonso, Isolia, Juliana... esta maravillosa familia me tuvo encerrado en una burbuja de calidez y alegría. Mientras las dos caras de la moneda brillan a la vez, libertad y tristeza, mi navío se aleja de Cali hacia el norte. Sé que volveré a encontrar gente maravillosa en el camino, pero a veces uno quisiera echar lazos en un lugar así.
Pongo rumbo a los cafetales de Armenia por una 'destapada' nuevamente pedregosa, y menudo precio tiene salirse del pavimento en Colombia, pura piedra, algunas tan afiladas que dan miedo, y de esas, los neumáticos Schwalbe que me pasaron en México Joseba y Corinne mueren. Eso sí, mueren como tiene que ser, en la guerra.
Había ido a esta zona no para visitar las fincas cafeteras, sino para visitar el valle del Cocora, un remoto rincón bien encima de los 2000 metros donde crecen las extrañas palmas de cera, el 'árbol' nacional de Colombia, algo que merece la pena ver. Estas delgadas palmeras se contonean hasta los 70 metros con sus penachos desordenados al viento y recortándose contra la niebla, creando un paisaje más onírico que real contra esa pátina blanca que cubre el bosque.
Curiosas, estas palmas de cera, habitantes de frío y pastos, que decidieron estar tres años sin dar fruto alguno, a saber por qué motivo, y cuando este año por fin salieron sus piñatas casi se derrumban del parto a semejante altura, me cuentan.
- Así es - me dice una señora de una finca -, crecen 2 centímetros por año.
- Entonces… ¿esa de ahí abajo tiene 350 años?
- O más…
Me quedo embelesado y pese a que por todos lados hay carteles de 'Prohibido acampar' la misma señora me indica un barrizal.
- Por ahí, así como un kilómetro o dos, das con el río y pones tu carpa en algún rinconcillo. Nadie va a bajar para buscarte.
Así es. Acampo protegido por este extraño ejército de palmeras despeinadas y el espectáculo de la niebla, es el comienzo de una racha de acampadas inolvidables. Ah, la montaña...
Del Cocora regreso a los cafetales para subir el Alto de Letras, el puerto más elevado del país, a 3679 metros; puro páramo, Pedro. Me pilla en uno de esos días buenos y subo alegre hasta que el viento del páramo dice '¿Dónde vas tú tan feliz, Garbancito?'. Un fuerte vendaval me hace más largos los últimos 7 kilómetros que los 23 primeros. A esas alturas, ni la vecindad con el ecuador mitiga el frío. Nada más bajar un poco, el cielo se abre y mejora el viento, paso por la zona más espectacular del Alto de Letras, unos barrancos vertiginosos con vistas de órdago, una maravilla. Vértigo puro, y en un par de curvas tengo que dar un frenazo que los ojos se me van a estos acantilados. Y es el comienzo de otra buena racha, puertos de montaña inolvidables.
Cuando bajo un poco más, disfruto una tarde panorámica sobre el bosque nublado, un ecosistema feérico que en esta parte norte de Sudamérica ronda entre los 2300 y los 3000 metros. Me detengo, me fascina la velocidad de la niebla para cubrir y descubrir este picardías de las montañas que juegan a velar y desvelar encantos, como una extraña danza de siete velos cubre y muestra, baila sin moverse, son las montañas más sexy del planeta.
El descenso desde Letras al valle del río Magdalena es inolvidable, uno de esos extraños puertos que bajan muchos kilómetros por la cresta de las montañas, a veces con vistas a ambos lados a la vez, lo más parecido posible a volar en una bicicleta, todo un planeo en el que disfruto la altura sobre los barrancos y ríos. Espectacular cambio de escenario, pues de los 3679 bajo a meros 200 metros… En este valle de fortísimo calor descanso en Honda, un pueblo en el que entro creyendo que estoy en Andalucía, plena hora de la siesta. Casas blancas, bajas, iglesias en plazas pequeñas, y nadie en la calle, todos los negocios cerrados. Hace calor, mucho calor, y en los siguientes días subir puertos me trae problemas de insolación, ningún Alto llega a los 2000 metros y bajan demasiado, hasta que por fin subo al altiplano de Cundinamarca, casi 50 kilómetros de subida al Alto del Vino, a 2872, para que los siguientes días disfrute de cierto fresquito en este altiplano: mangas largas y agua de lluvia fría.
Allí tengo una cita de esas que no se tienen todos los días. Daniel, un amigo de los tiempos del colegio, se ha venido a vivir recientemente a Bogotá. Prácticamente, no nos vemos desde hace veinte años…
Nos encontramos en un pueblito cerca de la capital, Dani viene con Andree -su mujer- y dos niños… aun me emociona recordarlo. Un día inolvidable. Ciertamente, el tango tenía razón, veinte años no es nada, y charlamos por los codos igual que si tuviéramos un balón de baloncesto entre las manos y quince años. Aunque en un momento en el que le dije al pequeño Iker, ‘Ve con tu papá…' algo sonó muy raro ahí.
Y yo me fui tras el día a pedir hospitalidad en los bomberos, que por tercera vez en Colombia me dijeron que no está permitido, que no está el jefe, que no pueden tomar esa responsabilidad. Ante lo cual, he decidido borrarles de mis preferencias en este país.
Enfrente de ellos había un lujoso restaurante con jardín y pregunté a los camareros si podía poner mi carpa en algún lugar. Ningún problema, encantados, creo que ni llamaron al jefe. Y… ¿realmente se necesita llamar al jefe para que un tipo armado con una bicicleta pase la noche? La verdad, prefiero escuchar un 'No' antes que un '¿Y si pasa algo? Lo siento, no puedo tomar esa responsabilidad'.
Miedo y desconfianza crean tiempos de hombres temerosos de asumir la más nimia responsabilidad. Miedo, miedo…
Mis días en Colombia transcurren sin ningún problema, sin tensión ni resquemores. La gente es muy cordial y acampar en tierra de alguien (todo es privado aquí) no resulta difícil -salvo con los bomberos-, pasé por El Chocó y no tuve problemas con la guerrilla… así que me siento como pez en el agua, olvidado de la violencia que ha marcado a este país hasta que una tarde encuentro un lindo prado junto a un río que me va a devolver a cierta realidad. Está escondido de la carretera, perfecto. Solo hay un inconveniente, el río viene muy marrón y me va a llevar más de una hora filtrar el agua necesaria para beber y cocinar. Decido subir a pedir agua a alguna casa y regresar, aunque por el camino voy pensando si este agua marrón me está queriendo avisar de algo, mi instinto está alerta. Encuentro una azucarera de panela.
- Buenas, ¿podría tomar agua de alguna llave?
- Claro, allí.
Estoy yéndome cuando aparece el dueño y charlamos unos minutos. Decido preguntar, el agua marrón me está bombardeando por dentro, siento dudas dentro de mí.
- Oiga, voy a poner mi carpa ahí abajo en el río, en un pradito que hay escondido, ¿todo bien?
La cara del hombre se endurece.
- No, m'hijo, no. Acampe usted aquí, ese no es buen lugar.
- ¿Hay aquí problemas? ¿guerrilla?
- Hay una banda. Esos hijoputas viven arriba del río y ese pradito es donde ellos tiran los cuerpos. Hace unos días apareció el último. Quédese aquí, mire, ahí en ese lugar se puede instalar, esta es mi tierra y estará usted seguro.
De camino, me invitan a cenar y me explican cómo funciona esto de hacer panela. Un proceso ingenioso en el que se recicla hasta la fibra de la caña de azúcar. Lo malo es que en la mañana el buen señor me regala un par de panelas que pesan un quintal y tengo que llevarlas encima hasta que encuentro alguien a quien regalárselas…
Esta parte de Colombia desde el Magdalena me sorprende por la similitud de sus pueblos con Andalucía. Si hubiera hecho una foto en Honda, podría ser cualquier rincón de un pueblo blanco andaluz. Y es en Barichara donde la semejanza llega a ser completa. Luzma me había dicho que este era su pueblo favorito de Colombia, aunque no me había dicho que tenía 15 kilómetros de subida… Cuando llego allí me encuentro un pueblo colgado a un barranco -como cantaba Serrat-, casas encaladas, plazas con iglesia y sobre todo ese aire de tiempo parado en el caminar de los burros que me transporta a cualquier pueblo andaluz, cualquier tarde, buscando una cafetería abierta y una conversación sencilla. Paso horas de nostalgia en Barichara, tras ver medio mundo, Andalucía sigue estando entre el manojo de rincones donde viviría feliz.
Antes de Venezuela me queda una nueva sucesión de puertos en los que voy del frío al calor y viceversa. El Páramo de Berlín es el Alto de categoría especial aquí. Lo peculiar de esta ascensión de 50 kilómetros es que no se aleja mucho, es decir, que son más de cien curvas sobre unas montañas de tomo y lomo muy verticales. Es la primera vez que en los Andes colombianos tengo este paisaje de verticalidad, y tras los primeros 30 kilómetros de subida aun puedo ver abajo el valle de Bucaramanga.
Después, tras el Alto de Pamplona, lo que me queda es un descenso de 80 kilómetros al infierno de Cúcuta, la frontera con Venezuela casi a nivel del mar, de regreso al horno. Antes de llegar, en una curva tengo un ruido espantoso en la rueda de atrás. Indudablemente algo se ha roto o se está rompiendo. Freno como puedo, pero siento que al frenar empeoran las cosas, debe ser la rueda. Efectivamente, la llanta se ha abierto de golpe en una grieta de unos 5 cm. ¿Paro un coche o sigo? Me quedan unos 25 kilómetros hasta la ciudad.
Desinflo la rueda para disminuir la presión en la llanta y pruebo a ver qué pasa. No va mal, voy tocando freno todo el rato, pero llego a los alrededores de Cúcuta. En una pequeña tienda de bicis pregunto por llantas y lo que tienen no me seduce en absoluto. Es a la cuarta tienda donde llego y me da buen presentimiento. Las señoras dueñas de la tienda son un poco arpías, pero entre su muestrario hay una llanta francesa arañada y llena de polvo que a saber cuánto tiempo lleva almacenada en ese rincón. Me piden 10$ diciendo que cuesta 20. Probablemente cuesta más y ni se acuerdan ya por el tiempo que tiene ahí almacenada, es una llanta decente.
El mecánico es un tipo serio y simpático, me pide 4$ por su trabajo. Tremendo, y el chico es bueno radiando, en seguida está calibrada. Solo hay un inconveniente: la llanta es de 36 y mi eje de 32, hay que montarla dejando 4 agujeros libres en cruz. Cosas que en Europa son inadmisibles y que en un viaje largo quedan como una anécdota más.
- No te preocupes, la rueda está bien montada, no vas a tener ninguna diferencia por esos huecos.
Yo me quedo pensando que el problema puede ser un bache o una piedra que atine a dar justo en ese espacio desprotegido, pero a estas alturas me niego a dejarme amedrentar por los malditos '¿Y si...?'.
Cruzo a Venezuela, donde la demandante ruta de los pueblos del sur pone a prueba la palabra del mecánico. Ningún problema, me gustaría volver un día y estrechar su mano.
Tiene un documento pendiente en la pantalla que aguarda con exigencias, Lupe le hace una mueca, decide cerrar el Word y apagar el ordenador, 'Nada va a ser mejor en este mundo si me quedo a terminarlo hoy, mañana será otro día'. Toma un archivo pendiente, lo firma, y se lleva los que están debajo, 'No sé para qué, luego no los voy a leer'. Como cada tarde se echa al hombro su bolsón para alcanzar la puerta del despacho, un gesto repetido cientos de veces, pero hoy un recuerdo le atraviesa los ojos como un cristal roto.
Lupe se está echando al hombro un rifle de asalto para alcanzar la puerta de la iglesia donde están refugiados, el compañero en la puerta le acaba de hacer un gesto para que salga deprisa, ya hace varios minutos que no se escuchan disparos de los militares fuera. Lupe, con el corazón a mil pulsaciones, siente en su espalda la mano del comandante y unas palabras de ánimo o de despedida, 'Es tu turno. Suerte'. Y corre, corre fuera de la iglesia para encontrarse una ráfaga de balas o el aroma de la noche, quién sabe.
Después, al otro lado, en la selva, con los pasos silenciosos del resto de la guerrilla, se da cuenta que está viva, que no hubo ráfaga de balas, que ha vuelto a pasar por delante de la muerte y está viva. Qué rica sabe la noche que pudo no haber sido.
- ¿Y todo eso merece la pena? - pregunta Mamá Juanita, con los ojos cansados de vivir sin poder olvidar.
- Tal vez, si, Juanita. Es mucho dinero, pero es una buena oportunidad para la niña. Nos apretaremos el cinturón un par de años, qué le vamos a hacer, más duros fueron los años de guerra y ya ve usted, aquí estamos hoy, tomando café.
- Pero en España no conocemos a nadie, la niña va a estar sola, y en San Francisco está Héctor, que la ayudaría con mucho gusto. Hay una buena universidad cerca de allí, en Berkeley.
- Juanita, con todo el respeto, mi hija no va a estudiar en donde salieron las balas que mataron a su padre.
- Lupita, Lupita… eres incorregible… ¡y rencorosa! Trata de vivir el presente, mi amor. Total, si ahora nos estamos volviendo más capitalistas que los meros gringos, ¿has oído que están construyendo un nuevo centro comercial en La Libertad?
- Menuda ironía…
- Si te sirve de consuelo, yo voy a veces al MetroCentro Plaza, me gusta entrar en el Starbucks a orinar.
- ¡Ja, ja, ja!… ¿Y eso te dijo Juanita? Esta mujer es tremenda, noventa años y yendo a mear en el Starbucks - dice Miguel con lágrimas en los ojos de la risa.
Lupe ríe también contando la conversación una y otra vez mientras prepara unos frijoles con crema.
- Amor, la cena está lista, pon la mesa, por favor.
Y después, viendo una vieja película en blanco y negro, Lupe se acurruca en el pecho de Miguel.
- ¿Sabes? Ayer no te conté que al salir del despacho me vino a la memoria una noche saliendo de la iglesia de San Patricio, a fuego cruzado con los milicos. El tiempo de la guerra… Y mira tú qué ocurrió, aquí estamos, viendo una película sueca con vino chileno. Nos jugamos la vida para construir un país donde hubiera libertad, igualdad, justicia, sin saber que las debilidades del alma son más fuertes que los ideales. Creíamos en el marxismo y hemos acabado licenciándonos en psicología.
- Lupe, Lupe… eres una buena mujer, una linda mujer. Conoces lo que es importante y lo que no. Esta película es mero relajo, nada más, no te tortures. Ya descansa de luchas y guerrillas, deja el pasado en paz.
- ¿Qué diría el Ché de todo esto? ¿de que el mundo no quiera otra libertad que elegir la marca de los jeans o donde pasar las vacaciones? Estábamos llenos de esperanza por el comunismo, estábamos oprimidos por tiranos y terratenientes, vivíamos luchando con una misión en nuestras vidas: asegurar un mundo mejor a nuestros hijos. Y ahora qué tenemos, ¿este es el mundo mejor? No me respondas, ya lo sé. Lo que me revienta no es que pese al maldito consumismo este mundo sea a todas luces mejor, sino que el confort nos ha robado las ganas de luchar. Hemos vendido los ideales por un plato de lentejas, transgénicas, además.
Miguel asiente con reticencias. Él no fue guerrillero, nunca creyó en libertadores ni en revoluciones sociales, y su discurso es otro, tal vez por eso Lupe se enamoró de él.
- Lupe, ya no hay tiranos de los que librar a un país, ni a un continente. Olvídate de esa guerra, el tirano que nos domina no puede derrocarse en las barricadas, está agarrado a lo más íntimo de cada hombre y de cada mujer, de ti y de mí: sus deseos. Y solo cada cual puede liberarse a sí mismo.
Lupe sonríe. Los hombres libres nunca aparecen en los libros de Historia, que están reservados para los mesiánicos sedientos de sangre y poder.
- Pues si, amor, y en esas, sin mundo a quien salvar, nos dejamos llevar por el hedonismo, y yo, por la melancolía.
- Mira, vamos a la cama, vamos a hacer algo más interesante que esta película espantosa.
- Ah, qué rico, algo para celebrar que estamos vivos, que seguimos teniendo que orinar por mucho vino chileno que haya, igual que orinábamos que cuando bebíamos agua de río en los campamentos de la guerrilla, igual que Mamá Juanita en el Starbucks. Y bien pudiera haber sido que jamás nos hubiéramos conocido. Si, amor, celebremos la vida.
Tras un café en casa de Mamá Juanita, Lupe abraza a su hija largamente, sin dejarla ir, con los ojos humedecidos. Las despedidas no son nunca fáciles para quien vive con el corazón en la mano, inevitablemente acaba estrujado. Y tal vez, como decía Kapuscinski, no es posible de otra manera, una esponja que se vacía para poder llenarse otra vez con sangre nueva.
Lupe es el tipo de mujer que podría parir un planeta, una mujer que los griegos hubieran esculpido en el Partenón, o la reina que hubiera hecho de las amazonas un imperio en lugar de una leyenda. Una mujer capaz de regar un jardín, de amar y cuidar a un hombre, y de jugarse la vida por la libertad, por la justicia, por el honor, esas palabras que a día de hoy despiertan rubor más que despertar conciencias.
Veintidós años atrás, Lupe se echó a las armas para liberar su país de la dictadura militar, sin dudarlo, mientras en otros lugares del mundo miles de mujeres soñaban con desfilar en una pasarela. Hoy, sin embargo, quién levanta la voz por la justicia en un mundo donde tantas mujeres pasan su tiempo haciendo fila en Zara, o detenidas en la hora del cotilleo y el té con limón. ¿Quién levanta la voz al hombre alienado por los héroes del balón? Tal vez, Lupe podría. Y seguramente, nadie escucharía.
En Europa, Goethe tuvo que matar al joven Werther para convencernos de que la pasión justifica el suicidio, que los ideales son algo por lo que arriesgar la vida, que la infidelidad se paga con sangre porque sangre brota cuando se araña una espalda en el amor. Y dos siglos después, tanta riqueza material ha encerrado al romanticismo en libros antiguos, en revoluciones fracasadas, en la desazón de comprobar que los hombres no estamos a la altura de nuestros ideales. Ahora, los centros comerciales nos han traído el aire acondicionado para adormecer las ganas de vivir, para olvidarnos de que la vida es una fiesta y civilizar la pasión lavándose los dientes antes de pasar al dormitorio. Ahora que las únicas armas para alzarse en rebeldía son dar la espalda a los mercaderes y poner el corazón en la mano, ¿quién va a combatir en esta guerra?
Dicen los rarámuri de la Tarahumara: 'En mi cuerpo siento la fuerza y en mi espíritu, la libertad', y ya quisiera yo que a mí me ocurriera lo mismo siempre, pero esta tripulación tiene sus rachas y en este segundo mes colombiano con tanto puerto acumulado mis fuerzas han aparecido y desaparecido. He tenido mañanas en las que me ha costado ponerme a desayunar y otras en las que he subido tres horas de puerto sin parar a tomar un cafelito.
Tras una semana larga en Cali, salgo de la casa de mis amigos Luzma y Samir con el estómago encogido, mis pensamientos en los días pasados con ellos, la nota de despedida colgando del sillín, y los primeros kilómetros son de sabor agridulce. También Chilita, Alfonso, Isolia, Juliana... esta maravillosa familia me tuvo encerrado en una burbuja de calidez y alegría. Mientras las dos caras de la moneda brillan a la vez, libertad y tristeza, mi navío se aleja de Cali hacia el norte. Sé que volveré a encontrar gente maravillosa en el camino, pero a veces uno quisiera echar lazos en un lugar así.
Pongo rumbo a los cafetales de Armenia por una 'destapada' nuevamente pedregosa, y menudo precio tiene salirse del pavimento en Colombia, pura piedra, algunas tan afiladas que dan miedo, y de esas, los neumáticos Schwalbe que me pasaron en México Joseba y Corinne mueren. Eso sí, mueren como tiene que ser, en la guerra.
Había ido a esta zona no para visitar las fincas cafeteras, sino para visitar el valle del Cocora, un remoto rincón bien encima de los 2000 metros donde crecen las extrañas palmas de cera, el 'árbol' nacional de Colombia, algo que merece la pena ver. Estas delgadas palmeras se contonean hasta los 70 metros con sus penachos desordenados al viento y recortándose contra la niebla, creando un paisaje más onírico que real contra esa pátina blanca que cubre el bosque.
Curiosas, estas palmas de cera, habitantes de frío y pastos, que decidieron estar tres años sin dar fruto alguno, a saber por qué motivo, y cuando este año por fin salieron sus piñatas casi se derrumban del parto a semejante altura, me cuentan.
- Así es - me dice una señora de una finca -, crecen 2 centímetros por año.
- Entonces… ¿esa de ahí abajo tiene 350 años?
- O más…
Me quedo embelesado y pese a que por todos lados hay carteles de 'Prohibido acampar' la misma señora me indica un barrizal.
- Por ahí, así como un kilómetro o dos, das con el río y pones tu carpa en algún rinconcillo. Nadie va a bajar para buscarte.
Así es. Acampo protegido por este extraño ejército de palmeras despeinadas y el espectáculo de la niebla, es el comienzo de una racha de acampadas inolvidables. Ah, la montaña...
Del Cocora regreso a los cafetales para subir el Alto de Letras, el puerto más elevado del país, a 3679 metros; puro páramo, Pedro. Me pilla en uno de esos días buenos y subo alegre hasta que el viento del páramo dice '¿Dónde vas tú tan feliz, Garbancito?'. Un fuerte vendaval me hace más largos los últimos 7 kilómetros que los 23 primeros. A esas alturas, ni la vecindad con el ecuador mitiga el frío. Nada más bajar un poco, el cielo se abre y mejora el viento, paso por la zona más espectacular del Alto de Letras, unos barrancos vertiginosos con vistas de órdago, una maravilla. Vértigo puro, y en un par de curvas tengo que dar un frenazo que los ojos se me van a estos acantilados. Y es el comienzo de otra buena racha, puertos de montaña inolvidables.
Cuando bajo un poco más, disfruto una tarde panorámica sobre el bosque nublado, un ecosistema feérico que en esta parte norte de Sudamérica ronda entre los 2300 y los 3000 metros. Me detengo, me fascina la velocidad de la niebla para cubrir y descubrir este picardías de las montañas que juegan a velar y desvelar encantos, como una extraña danza de siete velos cubre y muestra, baila sin moverse, son las montañas más sexy del planeta.
El descenso desde Letras al valle del río Magdalena es inolvidable, uno de esos extraños puertos que bajan muchos kilómetros por la cresta de las montañas, a veces con vistas a ambos lados a la vez, lo más parecido posible a volar en una bicicleta, todo un planeo en el que disfruto la altura sobre los barrancos y ríos. Espectacular cambio de escenario, pues de los 3679 bajo a meros 200 metros… En este valle de fortísimo calor descanso en Honda, un pueblo en el que entro creyendo que estoy en Andalucía, plena hora de la siesta. Casas blancas, bajas, iglesias en plazas pequeñas, y nadie en la calle, todos los negocios cerrados. Hace calor, mucho calor, y en los siguientes días subir puertos me trae problemas de insolación, ningún Alto llega a los 2000 metros y bajan demasiado, hasta que por fin subo al altiplano de Cundinamarca, casi 50 kilómetros de subida al Alto del Vino, a 2872, para que los siguientes días disfrute de cierto fresquito en este altiplano: mangas largas y agua de lluvia fría.
Allí tengo una cita de esas que no se tienen todos los días. Daniel, un amigo de los tiempos del colegio, se ha venido a vivir recientemente a Bogotá. Prácticamente, no nos vemos desde hace veinte años…
Nos encontramos en un pueblito cerca de la capital, Dani viene con Andree -su mujer- y dos niños… aun me emociona recordarlo. Un día inolvidable. Ciertamente, el tango tenía razón, veinte años no es nada, y charlamos por los codos igual que si tuviéramos un balón de baloncesto entre las manos y quince años. Aunque en un momento en el que le dije al pequeño Iker, ‘Ve con tu papá…' algo sonó muy raro ahí.
Y yo me fui tras el día a pedir hospitalidad en los bomberos, que por tercera vez en Colombia me dijeron que no está permitido, que no está el jefe, que no pueden tomar esa responsabilidad. Ante lo cual, he decidido borrarles de mis preferencias en este país.
Enfrente de ellos había un lujoso restaurante con jardín y pregunté a los camareros si podía poner mi carpa en algún lugar. Ningún problema, encantados, creo que ni llamaron al jefe. Y… ¿realmente se necesita llamar al jefe para que un tipo armado con una bicicleta pase la noche? La verdad, prefiero escuchar un 'No' antes que un '¿Y si pasa algo? Lo siento, no puedo tomar esa responsabilidad'.
Miedo y desconfianza crean tiempos de hombres temerosos de asumir la más nimia responsabilidad. Miedo, miedo…
Mis días en Colombia transcurren sin ningún problema, sin tensión ni resquemores. La gente es muy cordial y acampar en tierra de alguien (todo es privado aquí) no resulta difícil -salvo con los bomberos-, pasé por El Chocó y no tuve problemas con la guerrilla… así que me siento como pez en el agua, olvidado de la violencia que ha marcado a este país hasta que una tarde encuentro un lindo prado junto a un río que me va a devolver a cierta realidad. Está escondido de la carretera, perfecto. Solo hay un inconveniente, el río viene muy marrón y me va a llevar más de una hora filtrar el agua necesaria para beber y cocinar. Decido subir a pedir agua a alguna casa y regresar, aunque por el camino voy pensando si este agua marrón me está queriendo avisar de algo, mi instinto está alerta. Encuentro una azucarera de panela.
- Buenas, ¿podría tomar agua de alguna llave?
- Claro, allí.
Estoy yéndome cuando aparece el dueño y charlamos unos minutos. Decido preguntar, el agua marrón me está bombardeando por dentro, siento dudas dentro de mí.
- Oiga, voy a poner mi carpa ahí abajo en el río, en un pradito que hay escondido, ¿todo bien?
La cara del hombre se endurece.
- No, m'hijo, no. Acampe usted aquí, ese no es buen lugar.
- ¿Hay aquí problemas? ¿guerrilla?
- Hay una banda. Esos hijoputas viven arriba del río y ese pradito es donde ellos tiran los cuerpos. Hace unos días apareció el último. Quédese aquí, mire, ahí en ese lugar se puede instalar, esta es mi tierra y estará usted seguro.
De camino, me invitan a cenar y me explican cómo funciona esto de hacer panela. Un proceso ingenioso en el que se recicla hasta la fibra de la caña de azúcar. Lo malo es que en la mañana el buen señor me regala un par de panelas que pesan un quintal y tengo que llevarlas encima hasta que encuentro alguien a quien regalárselas…
Esta parte de Colombia desde el Magdalena me sorprende por la similitud de sus pueblos con Andalucía. Si hubiera hecho una foto en Honda, podría ser cualquier rincón de un pueblo blanco andaluz. Y es en Barichara donde la semejanza llega a ser completa. Luzma me había dicho que este era su pueblo favorito de Colombia, aunque no me había dicho que tenía 15 kilómetros de subida… Cuando llego allí me encuentro un pueblo colgado a un barranco -como cantaba Serrat-, casas encaladas, plazas con iglesia y sobre todo ese aire de tiempo parado en el caminar de los burros que me transporta a cualquier pueblo andaluz, cualquier tarde, buscando una cafetería abierta y una conversación sencilla. Paso horas de nostalgia en Barichara, tras ver medio mundo, Andalucía sigue estando entre el manojo de rincones donde viviría feliz.
Antes de Venezuela me queda una nueva sucesión de puertos en los que voy del frío al calor y viceversa. El Páramo de Berlín es el Alto de categoría especial aquí. Lo peculiar de esta ascensión de 50 kilómetros es que no se aleja mucho, es decir, que son más de cien curvas sobre unas montañas de tomo y lomo muy verticales. Es la primera vez que en los Andes colombianos tengo este paisaje de verticalidad, y tras los primeros 30 kilómetros de subida aun puedo ver abajo el valle de Bucaramanga.
Después, tras el Alto de Pamplona, lo que me queda es un descenso de 80 kilómetros al infierno de Cúcuta, la frontera con Venezuela casi a nivel del mar, de regreso al horno. Antes de llegar, en una curva tengo un ruido espantoso en la rueda de atrás. Indudablemente algo se ha roto o se está rompiendo. Freno como puedo, pero siento que al frenar empeoran las cosas, debe ser la rueda. Efectivamente, la llanta se ha abierto de golpe en una grieta de unos 5 cm. ¿Paro un coche o sigo? Me quedan unos 25 kilómetros hasta la ciudad.
Desinflo la rueda para disminuir la presión en la llanta y pruebo a ver qué pasa. No va mal, voy tocando freno todo el rato, pero llego a los alrededores de Cúcuta. En una pequeña tienda de bicis pregunto por llantas y lo que tienen no me seduce en absoluto. Es a la cuarta tienda donde llego y me da buen presentimiento. Las señoras dueñas de la tienda son un poco arpías, pero entre su muestrario hay una llanta francesa arañada y llena de polvo que a saber cuánto tiempo lleva almacenada en ese rincón. Me piden 10$ diciendo que cuesta 20. Probablemente cuesta más y ni se acuerdan ya por el tiempo que tiene ahí almacenada, es una llanta decente.
El mecánico es un tipo serio y simpático, me pide 4$ por su trabajo. Tremendo, y el chico es bueno radiando, en seguida está calibrada. Solo hay un inconveniente: la llanta es de 36 y mi eje de 32, hay que montarla dejando 4 agujeros libres en cruz. Cosas que en Europa son inadmisibles y que en un viaje largo quedan como una anécdota más.
- No te preocupes, la rueda está bien montada, no vas a tener ninguna diferencia por esos huecos.
Yo me quedo pensando que el problema puede ser un bache o una piedra que atine a dar justo en ese espacio desprotegido, pero a estas alturas me niego a dejarme amedrentar por los malditos '¿Y si...?'.
Cruzo a Venezuela, donde la demandante ruta de los pueblos del sur pone a prueba la palabra del mecánico. Ningún problema, me gustaría volver un día y estrechar su mano.