MALI.
Amanece y me despierta el barullo de la gente cerca de mi tienda. Es un momento nebuloso en el nunca puedo precisar dónde está el ruido, pero esta vez me parece demasiado próximo y me levanto de inmediato. Resulta que ayer instalé la tienda en el punto de partida de piraguas hacia el mercado de Segou, que es hoy.
Bajo los tres mangos donde estoy acampado, en la orilla del Níger, se va arremolinando un grupo de gente que me saluda con una educación exquisita al verme salir de la tienda. Aprovecho la situación y desayuno en el chiringuito que dos mujeres bambara han puesto casi con los pies en el agua de este maravilloso río. Chiringuito es por llamar algo a la sartén donde fríen los buñuelos sobre puro carbón. Cafelito con buñuelos calientes, no me esperaba este lujo, ¡es como tener servicio en la habitación!
Poco a poco el lugar se atesta de gente y de piraguas con destino a la orilla opuesta de Segou. Gente que va colocando sus enseres, sus motos, bicis, burros y vacas, con un cuidado extremo hacia el entorno de mi tienda que agradezco. Como en cada lugar de reunión africano hay siempre mujeres de cualquier edad con niño embolsado en las lumbares; siempre hay una anciana imposible que lleva como por milagro un bidón en la cabeza. Siempre un jefe de buen ver, que todo lo organiza, siempre un joven bien maqueado que inicia una conversación con el cansino objetivo de pedirme dinero, medicinas o mi dirección en España. Siempre alguien que lleva un cuadro de bicicleta, alguien que te saluda con una sonrisa limpia y pura, como imaginarías a un ángel.
Llevan de todo a Segou. Los burros descargan madera carbonizada para las cocinas africanas. Comer en el Sahel es sinónimo de deforestación; una tragedia inevitable hoy día, que se podría evitar, como tanta tragedia en África. Las mujeres llevan sacos enormes de sandías, calabazas, mangos, tomates, patatas… Los ancianos me saludan con un ritual anacrónico en el que ponen una importancia que, aunque me guste, jamás llego a comprender del todo. Los hombres jóvenes se pelean con las vacas cornilargas para hacerlas entrar en la piragua más grande, atadas de patas. Algunas se escapan al control y aterran al personal corriendo sin rumbo y dando cabezazos azarosos que todos tememos. Aparece, como en 'Un gringo en la corte del rey Arturo', un teléfono móvil que desentona entre tanta precariedad, apaños artesanos, calabazas recosidas y collares de almizcle. También soy yo objeto de su curiosidad, sin demasiada expectación pero con interés. Bambaras y peules se acercan a saludarme y a preguntar de dónde vengo, a dónde voy. Dado el trabajo que tienen por delante, no les importo gran cosa, pero tampoco soy invisible.
Poco a poco, todas las piraguas, pequeñas y grandes, con el elegante barquero en pie clavando la pértiga en el lecho del Níger, marchan hacia la otra orilla. Parecen andar sobre el agua, más que flotar.
Bajo los mangos de la orilla queda una tienda, una bici y un blanco, y el eco de las risas africanas.
Bamako es una de esas grandes ciudades insufribles, llena de polución por las furgonetas-taxi de sexta mano, y siquiera la orilla junto al río Níger relaja del ruido constante, la suciedad en el aire. Decididamente, en África se vive mejor en los pueblos. No he llegado a tiempo para reencontrarme con Xabi y Lisa, pero había una nota de ellos en la misión católica, cuyos albergues suelen ser el lugar más barato donde dormir, y ahí paramos todos. Así que tras descansar unos días, continúo viaje junto al Níger.
Las pistas de arena junto a la orilla norte del río no tienen tráfico, sólo aldeas de pescadores que me reciben con los brazos abiertos, deseosos de ayudarme a cualquier cosa, a poner la tienda, a lavar una camisa, lo que necesite. Me he enamorado de este río, de la gente que lava, bebe, navega, y en suma, vive a la orilla del río. Es un placer detenerse a las horas del calor y nadar, o simplemente estar en remojo contemplando las orillas, que a veces son frondosas, y otras veces, bancos de arena anaranjada.
Viajo lentamente estos días, no quiero llegar a Djenné y que se termine esta belleza. También tiene sus contras, como el viento. En el Sahel, a la noche a veces hay un viento terrible, y aún siendo de buena calidad, se ha roto una de las varillas de mi tienda, que estaba ya dañada de los vientos del Sáhara. Mi equipamiento comienza a adornarse de apaños africanos, y me hace sonreír. Estoy en África para comer, dormir, lavarme, y vivir como un africano. Quiero tener esta experiencia.
Djenné tiene el edificio de barro más grande del mundo, una espectacular mezquita. Hay otras del mismo estilo en muchos de los pequeños pueblos junto al Níger, pero ninguna impresiona tanto como la de Djenné. En el día de mercado, los colores de las mercancías y los puestos crea un contraste hermoso contra sus muros de adobe. A diferencia de Bamako, Djenné es bella, llena de rincones a fotografiar. En la tarde cae una calima de polvo en suspensión que hace de las calles y la gente dibujos al carboncillo. A esa hora ya no hace tanto calor y puedo pasear, o cenar en el mercado peleándome con los niños. Como Senegal, Mali es un país islámico, y los 'niños del marabú' están acostumbrados a cierto turismo en Djenné. Se dedican a crear en los occidentales una dudosa sensación de culpabilidad que, a fuerza de teatralizar su hambre, acaba por ocultar la dura realidad de su miseria, y en lugar de compasión, generan hastío y enfado.
Al llegar a la falla de Bandiágara entro en la tierra de los dogón, un pueblo bastante popular en Europa gracias al interés de antropólogos en su cultura animista, y de teorías fantásticas acerca de los 'hombrecillos verdes' que vivían encaramados en la falla, hasta que los dogón les expulsaron siglos atrás. Dejo la bicicleta en un albergue y me voy caminando por las aldeas de la falla donde, pese a la presión islámica y cristiana, persiste mucho animismo.
Cuando entro en pueblos animistas me miran con desconfianza por ir sin guía, y a veces no me dejan caminar sin la compañía de un niño, no vaya a estropearles algún lugar de sacrificio. Es el lugar más impactante de estos primeros meses de viaje. Mi buena estrella aparece al llegar a Tereli, donde tras una mala recepción -por no tener el dichoso guía-, acabo congraciándome con Moussa y me invita a quedarme a un funeral por un viejo que acaba de morir. A los turistas en grupos organizados les organizan simulacros de funeral, un show con bailes, pero ésta es una oportunidad para ver un funeral de verdad y decido quedarme. Paso cuatro días en su pueblo para observar una fiesta de máscaras africanas que me transporta a otra era. Las mujeres cantando, el pueblo alrededor de la plaza, los hombres portando unas terribles máscaras y representando con danzas, la muerte, la vida. Impactante.
Al prolongar más de lo esperado la caminata por el país Dogón, regreso por mi bicicleta y encuentro que mi visado ha caducado hace tres días. Ahora qué digo yo en la frontera mañana...
Esa noche tengo una terrible tormenta de arena que no me deja dormir, y causa estragos en mi tienda. En consecuencia, mi aspecto por la mañana es horroroso, lleno de arena, cansado, sucio. Con esa facha llego al último pueblo y me para un policía, que al verme, me pregunta:
- ¿Quieres lavarte un poco?
- No, gracias -respondo nervioso, pues no quiero dar juego a una conversación y que me pida el pasaporte.
- Pero, ¿estás bien? ¿no quieres comer algo?
Sigo negándome a todos los ofrecimientos del policía. Y finalmente, el tipo se encoge de hombros y me desea buen viaje.
Pedaleo unos kilómetros y empiezo a extrañarme. Ya debería haber llegado a la frontera, según mi mapa. En fin, tampoco es la primera vez que el mapa no concuerda con la realidad. Continuo pedaleando por la pista y de pronto me fijo en una piedra escrita en el lado opuesto: 'Mali, 4 km'.
¡Ya estoy en Burkina Faso! El policía que me trató tan amablemente era el puesto fronterizo y, tanto empeño tenía el hombre en ayudarme que se olvidó de pedirme el pasaporte…
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Amanece y me despierta el barullo de la gente cerca de mi tienda. Es un momento nebuloso en el nunca puedo precisar dónde está el ruido, pero esta vez me parece demasiado próximo y me levanto de inmediato. Resulta que ayer instalé la tienda en el punto de partida de piraguas hacia el mercado de Segou, que es hoy.
Bajo los tres mangos donde estoy acampado, en la orilla del Níger, se va arremolinando un grupo de gente que me saluda con una educación exquisita al verme salir de la tienda. Aprovecho la situación y desayuno en el chiringuito que dos mujeres bambara han puesto casi con los pies en el agua de este maravilloso río. Chiringuito es por llamar algo a la sartén donde fríen los buñuelos sobre puro carbón. Cafelito con buñuelos calientes, no me esperaba este lujo, ¡es como tener servicio en la habitación!
Poco a poco el lugar se atesta de gente y de piraguas con destino a la orilla opuesta de Segou. Gente que va colocando sus enseres, sus motos, bicis, burros y vacas, con un cuidado extremo hacia el entorno de mi tienda que agradezco. Como en cada lugar de reunión africano hay siempre mujeres de cualquier edad con niño embolsado en las lumbares; siempre hay una anciana imposible que lleva como por milagro un bidón en la cabeza. Siempre un jefe de buen ver, que todo lo organiza, siempre un joven bien maqueado que inicia una conversación con el cansino objetivo de pedirme dinero, medicinas o mi dirección en España. Siempre alguien que lleva un cuadro de bicicleta, alguien que te saluda con una sonrisa limpia y pura, como imaginarías a un ángel.
Llevan de todo a Segou. Los burros descargan madera carbonizada para las cocinas africanas. Comer en el Sahel es sinónimo de deforestación; una tragedia inevitable hoy día, que se podría evitar, como tanta tragedia en África. Las mujeres llevan sacos enormes de sandías, calabazas, mangos, tomates, patatas… Los ancianos me saludan con un ritual anacrónico en el que ponen una importancia que, aunque me guste, jamás llego a comprender del todo. Los hombres jóvenes se pelean con las vacas cornilargas para hacerlas entrar en la piragua más grande, atadas de patas. Algunas se escapan al control y aterran al personal corriendo sin rumbo y dando cabezazos azarosos que todos tememos. Aparece, como en 'Un gringo en la corte del rey Arturo', un teléfono móvil que desentona entre tanta precariedad, apaños artesanos, calabazas recosidas y collares de almizcle. También soy yo objeto de su curiosidad, sin demasiada expectación pero con interés. Bambaras y peules se acercan a saludarme y a preguntar de dónde vengo, a dónde voy. Dado el trabajo que tienen por delante, no les importo gran cosa, pero tampoco soy invisible.
Poco a poco, todas las piraguas, pequeñas y grandes, con el elegante barquero en pie clavando la pértiga en el lecho del Níger, marchan hacia la otra orilla. Parecen andar sobre el agua, más que flotar.
Bajo los mangos de la orilla queda una tienda, una bici y un blanco, y el eco de las risas africanas.
Bamako es una de esas grandes ciudades insufribles, llena de polución por las furgonetas-taxi de sexta mano, y siquiera la orilla junto al río Níger relaja del ruido constante, la suciedad en el aire. Decididamente, en África se vive mejor en los pueblos. No he llegado a tiempo para reencontrarme con Xabi y Lisa, pero había una nota de ellos en la misión católica, cuyos albergues suelen ser el lugar más barato donde dormir, y ahí paramos todos. Así que tras descansar unos días, continúo viaje junto al Níger.
Las pistas de arena junto a la orilla norte del río no tienen tráfico, sólo aldeas de pescadores que me reciben con los brazos abiertos, deseosos de ayudarme a cualquier cosa, a poner la tienda, a lavar una camisa, lo que necesite. Me he enamorado de este río, de la gente que lava, bebe, navega, y en suma, vive a la orilla del río. Es un placer detenerse a las horas del calor y nadar, o simplemente estar en remojo contemplando las orillas, que a veces son frondosas, y otras veces, bancos de arena anaranjada.
Viajo lentamente estos días, no quiero llegar a Djenné y que se termine esta belleza. También tiene sus contras, como el viento. En el Sahel, a la noche a veces hay un viento terrible, y aún siendo de buena calidad, se ha roto una de las varillas de mi tienda, que estaba ya dañada de los vientos del Sáhara. Mi equipamiento comienza a adornarse de apaños africanos, y me hace sonreír. Estoy en África para comer, dormir, lavarme, y vivir como un africano. Quiero tener esta experiencia.
Djenné tiene el edificio de barro más grande del mundo, una espectacular mezquita. Hay otras del mismo estilo en muchos de los pequeños pueblos junto al Níger, pero ninguna impresiona tanto como la de Djenné. En el día de mercado, los colores de las mercancías y los puestos crea un contraste hermoso contra sus muros de adobe. A diferencia de Bamako, Djenné es bella, llena de rincones a fotografiar. En la tarde cae una calima de polvo en suspensión que hace de las calles y la gente dibujos al carboncillo. A esa hora ya no hace tanto calor y puedo pasear, o cenar en el mercado peleándome con los niños. Como Senegal, Mali es un país islámico, y los 'niños del marabú' están acostumbrados a cierto turismo en Djenné. Se dedican a crear en los occidentales una dudosa sensación de culpabilidad que, a fuerza de teatralizar su hambre, acaba por ocultar la dura realidad de su miseria, y en lugar de compasión, generan hastío y enfado.
Al llegar a la falla de Bandiágara entro en la tierra de los dogón, un pueblo bastante popular en Europa gracias al interés de antropólogos en su cultura animista, y de teorías fantásticas acerca de los 'hombrecillos verdes' que vivían encaramados en la falla, hasta que los dogón les expulsaron siglos atrás. Dejo la bicicleta en un albergue y me voy caminando por las aldeas de la falla donde, pese a la presión islámica y cristiana, persiste mucho animismo.
Cuando entro en pueblos animistas me miran con desconfianza por ir sin guía, y a veces no me dejan caminar sin la compañía de un niño, no vaya a estropearles algún lugar de sacrificio. Es el lugar más impactante de estos primeros meses de viaje. Mi buena estrella aparece al llegar a Tereli, donde tras una mala recepción -por no tener el dichoso guía-, acabo congraciándome con Moussa y me invita a quedarme a un funeral por un viejo que acaba de morir. A los turistas en grupos organizados les organizan simulacros de funeral, un show con bailes, pero ésta es una oportunidad para ver un funeral de verdad y decido quedarme. Paso cuatro días en su pueblo para observar una fiesta de máscaras africanas que me transporta a otra era. Las mujeres cantando, el pueblo alrededor de la plaza, los hombres portando unas terribles máscaras y representando con danzas, la muerte, la vida. Impactante.
Al prolongar más de lo esperado la caminata por el país Dogón, regreso por mi bicicleta y encuentro que mi visado ha caducado hace tres días. Ahora qué digo yo en la frontera mañana...
Esa noche tengo una terrible tormenta de arena que no me deja dormir, y causa estragos en mi tienda. En consecuencia, mi aspecto por la mañana es horroroso, lleno de arena, cansado, sucio. Con esa facha llego al último pueblo y me para un policía, que al verme, me pregunta:
- ¿Quieres lavarte un poco?
- No, gracias -respondo nervioso, pues no quiero dar juego a una conversación y que me pida el pasaporte.
- Pero, ¿estás bien? ¿no quieres comer algo?
Sigo negándome a todos los ofrecimientos del policía. Y finalmente, el tipo se encoge de hombros y me desea buen viaje.
Pedaleo unos kilómetros y empiezo a extrañarme. Ya debería haber llegado a la frontera, según mi mapa. En fin, tampoco es la primera vez que el mapa no concuerda con la realidad. Continuo pedaleando por la pista y de pronto me fijo en una piedra escrita en el lado opuesto: 'Mali, 4 km'.
¡Ya estoy en Burkina Faso! El policía que me trató tan amablemente era el puesto fronterizo y, tanto empeño tenía el hombre en ayudarme que se olvidó de pedirme el pasaporte…
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?