MARRUECOS
Marruecos es un país frío cuando no hace sol, y pedalear en invierno es alternar días de sol y días nublados, así que llego a Fes con ganas de descansar de tienda y frías noches. Entro verdaderamente en Marruecos, en el lento ritmo de vida marroquí. Fes es una ciudad empeñada en dar la espalda a la globalización, donde no llegan los centros comerciales con cines, supermercados, guarderías para aparcar los niños, y comida rápida. Todo se abigarra en un caótico dédalo de calles en el que dos burros pueden atascar el tránsito por un rato. Las carnicerías, los telares, el cuero, la minúscula mercería, el artesano del bronce, el de la madera, el que te mata el pollo-te lo hierve-te lo despluma, y el tenderete con dos pastillas de chocolate y tres mecheros que ayer tenía un manojo de enchufes y cuatro pilas alcalinas. Todo el mundo se conoce y se compran unos a otros, moviendo constantemente el poco dinero que hay.
Estoy en plena fiesta del 'assora', y las calles de Fes en la noche están llenas de niños y mujeres tocando timbales, panderetas, y dando palmas. Ahmed, el dueño de la pensión barata donde duermo, me pregunta dónde demonios voy si las montañas están nevadas. La fragilidad de viajar en bicicleta, expuesto a la climatología y a todo, es algo que impresiona fácilmente. Como Ahmed, en este viaje me encontraré a miles de personas que me preguntan cómo puedo viajar con este calor, con esta lluvia, este viento o esta nieve…
Y ciertamente, en el Medio Atlas hay bastante nieve a primeros de febrero, pero la carretera está limpia. Aquí no llega a hacer frío para bloquear las carreteras y disfruto de un paisaje hermoso, todo está blanco, hasta que cruzo al otro lado de la cordillera y bajo al Sahara, donde paso unos días en compañía del desierto y nada más. Es una tierra poco habitada, para aprender a amar la soledad, el silencio. Me detengo con frecuencia por unos minutos en medio de la 'hamada', y disfruto la ausencia de vida.
En cualquier lugar de la 'hamada', atardece tras todo un día pedaleando por el paisaje minimalista del desierto. La mente está tranquila, serena; la ausencia de estímulos calma el oleaje de los pensamientos. Falta una hora para que se ponga el sol y busco un lugar para poner la tienda. Ahora el lugar, ahora desmontar los trastos de la bici, y ahora montar la tienda; ahora estirar un poco… No hay resquicio para hacer dos cosas a la vez.
Tras la cena llega el paseo bajo las estrellas. Todo es un respirar tranquilo, mirar el cielo, no hay preocupación alguna. Tengo comida para un par de días, tengo agua, mañana será un día igual que hoy, aunque nunca es lo mismo en el desierto. Y después está la ciudad...
Llego a Marrakech por la 'bab Gehnat'; las murallas se suceden y me indican el camino. Atravieso arcos, otra puerta más y entro de lleno en un zoco donde todo el mundo pulula acarreando trastos. Llego excitado, otra vez aquí, en esta ciudad mágica; estoy ansioso y de pronto aparece el hermoso alminar de la mezquita Kotubia. Me freno con la bici y se me humedecen los ojos. Un coche me pita, un hombre me ofrece dátiles, otro me quiere vender una guía de Marrakech, otro quiere llevarme a su hotel… he llegado al caleidoscopio y no sé a qué estímulo prestar atención. Adiós calma, adiós.
Encuentro un hotel barato, lleno de comerciantes de Níger que traen su artesanía a vender aquí, y me voy corriendo a la plaza Djeena el Fna. Gente por todos lados, corros de músicos, los de las serpientes, los cuenta-cuentos con sus disfraces de mujeres, el humo de los puestos de comida, los cuarenta puestos de zumo de naranja y los incontables que venden caracoles, los charlatanes con sus medicamentos milagrosos y sus reptiles disecados. Nosotros, los turistas; ellos, los marroquíes. Todos mezclados de un corro a otro sin saber dónde quedarse. La música suena sin cesar, se mezclan los timbales con la última llamada a la oración, es una orquesta sin intención alguna que crea una música embriagadora, como el mismo mundo. Estoy entusiasmado como un niño, esta ciudad es única, ni un millón de turistas podríamos quitarle su magia. Me quedaré unos días descansando.
Tras varios días de desierto, regreso a las montañas del Atlas para cruzar el puerto de Tich'n Tichka y entrar en Marrakech, una de mis ciudades favoritas. No sólo son días de curiosear por cada rincón, de intentar adivinar las historias de los cuenta-cuentos, sino también de avituallarme con viandas de mercado, pues en los pueblos hay cada vez menos variedad, conforme avanzo hacia el sur. En Marrakech, como en cualquier lugar turístico, hay precios para turistas, pero lejos de la plaza Djenna el Fna, por una 'harira' o un 'tajine' me piden un precio normal, y están más sabrosos que el 'cuscús' recalentado para el turismo. Comer en Marruecos es una delicia, y sabiendo que me esperan meses de comida africana sencilla, me regodeo con los platos especiados y las pastas dulces.
Al dejar atrás el bullicioso Marrakesch, alcanzo la bonita Essaouira, una de esas ciudades costeras que traen imágenes de piratas y abordajes, donde por fin comienza la ruta Atlántica. Más de mil quinientos kilómetros de desierto hacia Mauritania, a veces entre pequeñas dunas, a veces junto a unos acantilados increíbles que se rompen al mar, y la mayoría de ellos, por la 'hamada', el desierto de piedra. La ruta de los elementos: a mi derecha, el líquido; encima, el gaseoso, y pedaleo sobre el sólido. El fuego lo pongo yo…
Aquí, los hombres y mujeres se protegen del viento con turbantes y chadores, de colores alegres, al igual que los pueblos de la ruta Atlántica; azules, blancos, que parecen acuarelas en la amplitud del paisaje. Más aún cuando llego a la frontera del pueblo saharaui.
El viajero para en uno de los pueblos deshabitados del Sahara: blancos, azules y color arena. Limpios y ordenados en cuadrícula, mezquita, zoco, hotel, ayuntamiento, pozo, casas adosadas limpias, hermosas contra el cielo del horizonte infinito que es el desierto. Y vacíos. Son los pueblos de la controversia. Marruecos dice que son para los saharauis que quieran venir. Los saharauis quieren la tierra, no las madrigueras, aunque ya quisieran esas preciosas madrigueras algunos bereberes del Atlas.
Pasea el viajero por las calles vacías. Casi las seis, y el sol ya no cae a plomo, pero todavía quema su hombro derecho. Ni rastro de bidón de agua; debería haber un guardián, luego agua también. Siquiera hay agua en la muda mezquita, ni un moacín llenando el pueblo de 'la ilaha illa Allah'. El único respeto que recibe el nuevo minarete son unos lindos reflejos del sol. En el zoco todo está limpio de virginidad y se echa de menos el olor abigarrado de frutas, verduras, carnes, cabezas, pescados… el olor de la vida. El viajero hace una mueca de disgusto, nunca le gustó la asepsia de lo inmaculado y recuerda a Neruda, '…ven con mil hombres entre tu pecho y tus pies, ven como un río lleno de ahogados…'
Al sur de un pueblo donde sólo habla el viento con la arena, por las rectas calles aparece una enorme casa roja y en la puerta dos bidones azules, felizmente familiares; el viajero se relaja, 'agua'.
La casa es impresionante: fachada con columnas, dos plantas, decenas de ventanas. Al poco llega Ibrahim, que ofrece la obligada hospitalidad saharaui en una de las veinte habitaciones de esta mansión, donde tiene su colchón, su cocina de gas y una despensa con cuatro viandas. El viajero está impresionado. Por dentro, la mansión tiene una escalera de caracol y un eco de caverna a cada paso. Todas las habitaciones vacías resuenan con los pasos.
En su habitación, a la noche, Ibrahim se comporta con hospitalidad, pero sus movimientos son de perro cazador. A cada paso gira la cabeza y se pone tenso, entonces se asoma a la ventana abierta y vigila; después sonríe y dice 'soy el guardián'. El viajero se pregunta quién demonios va a venir aquí y a qué va a venir, pero también se hace preguntas sobre esa mansión que no tienen respuesta.
Ibrahim cocina entre un silencio de plomo que sólo rompe el estruendo de las dunas quebrándose, parecen gritos clamando justicia. No cesa de repetir su gesto, eriza las orejas, gira la cabeza y de un salto se asoma a la ventana. Es imposible no acordarse de Jack Nicholson y menos mal que lo único que se parece a la máquina de escribir de 'El resplandor' es la tetera.
Cuando duerme el viajero, con un ojo abierto por si las moscas del resplandor acuden, sueña que se levanta a cada rato y se asoma a la ventana para comprobar que nadie anda por este pueblo del Sahara.
Una de las mayores diferencias entre marroquíes y saharauis son las mujeres. Las saharauis son de armas tomar y no huyen de un viajero en bicicleta, sino que me inquieren, me paran y me invitan dentro de la casa a tomar té, a comer. Alegres y risueñas, con sus hermosos chadores de colores vivos, sus manos pintadas de 'henna', y su desparpajo. Muchos saharauis hablan español, y les encanta poder comunicarse, son muy simpáticos; aunque les pregunto, rechazan hablar de política. Hay mucha policía secreta por todos lados y en estos días hay una visita del rey marroquí que se toma como provocación. Es una presencia militar abrumadora, especialmente entre Laayoune y Dakhla, donde la carretera está llena de controles. Yo no puedo contar nada malo de ellos: me sonríen, me piden el pasaporte y me dan agua. A veces, naranjas también. Ser ciclista tiene sus ventajas, a pesar de sufrir sed y calor.
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MAURITANIA
Aquiles le está esperando. Será una lucha a muerte. Héctor mira a su mujer a los ojos, coge sus manos. Ella no entiende por qué se va, por qué elige la muerte en vez de elegir la vida con ella.
- Soy la excusa que te exime de ser héroe. Estoy embarazada.
Héctor cierra los ojos y siente dolor por todo el cuerpo. ¿Héroe?… tal vez es un cobarde. Entre términos opuestos la frontera es difusa, cuando no ocurre que por un lado se dan la espalda y por el otro la mano.
Sale al ágora donde su pueblo aguarda reunido. Y en medio de un silencio tenso, camina sin poder mirar a la cara de nadie. Para ser capaz de decir adiós se necesita la esperanza del regreso. Una voz rasgada habla desde algún lugar.
- Héctor, esto no es siquiera una batalla a perder en una guerra larga, es un martirio estéril. Te necesitamos vivo para la guerra, no para morir en vano.
Héctor duda. A veces ha estado seguro de una decisión. Otras, no. Y decide sabiendo que puede estar equivocándose. Algunos hombres no eligen, son empujados. Sabe que su pueblo se alegrará si renuncia a luchar con Aquiles. Su vida será feliz entre los suyos, su mujer, su hijo... pero siente la palabra 'cobarde' como una nube que eternamente cubriría su cielo. Viviría en sombra el resto de sus días. Y hay hombres que necesitan del sol para vivir. Son los mismos que a veces no eligen.
'No tengo elección' piensa, 'las tragedias arrastran vidas y la mía ya está escrita.'
Cuando las cartas están boca abajo es la suerte quien elige, pero cuando están boca arriba sólo la locura dilucida entre el as de oros y el as de espadas. Y Héctor es un loco en realidad. Todo héroe es apariencia. Disfraza su locura con una hazaña que le excuse por no elegir. Y un viento, que sólo sienten los locos, le empuja adelante. Da la espalda a su pueblo, a su mujer con su hijo dentro, y se dirige hacia la muralla sin decir una palabra. Fuera de ella espera Aquiles, la muerte.
Cientos de ojos contemplan con tristeza, y con admiración. Ellos necesitan la figura del héroe para sostener la carga de una existencia sin riesgos. Es necesario saber que alguien se aventura. El héroe que todo hombre lleva dentro, aunque pase la vida entera encerrado, necesita saber que más allá del confort está la hazaña, la aventura. Héctor será para siempre respetado. No saben que en el último paso, algo tan liviano como un llanto, o el roce de una mano, hubiera cambiado la historia.
El cruce fronterizo entre Marruecos y Mauritania no desmerece a su fama. La carretera literalmente desaparece y por unos kilómetros he de adivinar la huella de las rodadas por el desierto pedregoso. Me equivoco un par de veces, y por fin veo las casetas de inmigración: unas cabañas de madera y techo de latón en medio de la nada.
Entrego mi pasaporte y pongo veinte euros en la mesa, precio oficial del visado.
- ¿Nada más? - me pregunta el oficial mirando mi pasaporte con desgana.
Niego con la cabeza.
- ¿No tienes ningún regalo para mí?
- Mi eterna amistad, ¿quieres un abrazo?
El tipo se ríe de mala gana y me pide que espere, mientras atiende a unos saharauis menos tacaños que yo.
Nunca he pagado un soborno, mi filosofía es radical en ese aspecto. Sobornar es cosa de dos, y pagar por ganar tiempo o por sentir miedo ante las bravatas de algunos oficiales me parece una equivocación. Nadie es más aventurero por pagar un soborno bajo la mesa en un país tercermundista, todo lo contrario, demuestra poca experiencia si soluciona sus problemas con dinero.
Y, si bien, este escollo es fácil de superar, el siguiente me va a costar bastante más.
Unos kilómetros antes de llegar a Nouadhibou, estoy empujando la bicicleta por la arena de unas dunas que cubren la carretera, cuando escucho un coche venir por detrás y lo siguiente es un golpe en la bici que me hace perder el control y caer al suelo. Mala suerte, caigo del lado del coche que me pasa por encima de la pierna y además se detiene. Chillando, golpeo el coche para que se mueva y me libere. Interminable, el momentito.
Me levanto sorprendido de poder moverme -la arena ha evitado una fractura-, y aún pensando que es un asalto, estoy tan furioso que me voy contra el conductor que ha salido del coche.
- ¡Lo siento mucho! ¡Lo siento mucho! ¡He perdido el control del coche! Dios mío, te llevo a un hospital. No te preocupes, amigo, te llevo a un hospital. Yo pago todo. Lo siento mucho.
Un camión llega y acuerdan llevar mi bicicleta dentro. No me quedan dudas: es un asalto. Pero miro mi pierna completamente ensangrentada y no tengo más opción que irme con ellos. No hay mucha gente por aquí...
Finalmente, no es un asalto, ni el camión está aliado con el coche, sino que me llevan al hospital donde me examinan y limpian la pierna. Mohamed, mi atropellador, es saharaui y habla un poco de español. Paga todos los gastos y las medicinas y me lleva a su casa, donde pasaré dos semanas cicatrizando una quemadura espantosa, del tamaño de una rueda.
En fin, lo malo se cuenta con brevedad. Mi familia y mis amigos me piden que regrese a España y acuda a un buen hospital, pero estoy bien, sólo necesito reposo, y quiero demostrarle a la vida que no voy a renunciar a cumplir mi sueño por una dentellada. 'Para ponerles de rodillas, hay que cortarles las piernas…' dice una canción de Serrat sobre los piratas.
Dos semanas más tarde puedo caminar pero no puedo hacer en bici los quinientos kilómetros de desierto hasta Nouakchott, la capital. Abdul, cuñado de Mohamed, me invita a ir a su casa en Nouakchott y se ofrece para llevarme en coche. Me sugiere que puedo aprovechar el final de mi recuperación para hacer el visado de Mali. Acepto.
El tramo hasta la frontera tampoco puedo hacerlo completamente en bicicleta. La herida aún está infectada y me duele bastante. Pedaleo hasta que no puedo más y paro a descansar en una gasolinera. Los empleados menean la cabeza desaprobando mi cabezonería, pero son demasiado educados para decirme lo que tengo que hacer. Sí que me dan comida. Al poco llega el jefe, que es más enérgico y sin pedirme opinión, para una camioneta, le da dinero y me dice que monte en ella y deje de hacer el idiota.
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