El lunes, la frontera está abierta y cruzo el Orinoco primero, y después el Meta, para llegar Puerto Carreño, Colombia. Mis preguntas van siempre por la guerrilla, pero al parecer ya está muy desaparecida en esta zona, que fue uno de sus bastiones; la gente repite una y otra vez: aquí, el problema es la carretera.
Tras salir de Puerto Carreño, la carretera efectivamente está muy corrugada y es arenosa -una mierda, con perdón- , pero no deja de ser una carretera y quiero pensar que exageran, así que me lanzo a una infinita sabana con fincas de cientos de hectáreas y un pueblo, La Primavera. Eso es todo lo que hay hasta llegar a Puerto Gaetán, donde comienza el pavimento y 'la civilización', 800 kilómetros después.
- Ajá, debo estar llegando a la zona de La Esmeralda - me digo.
Tal y como me habían dicho, la carretera desaparece y surgen pequeñas rodadas dividiéndose más y más, como un delta de río. Me dijeron que tomara siempre la derecha, pero no siempre puedo hacerlo, he de mantener rumbo al oeste. El asunto es que me han avisado que hay una bifurcación real, hacia La Esmeralda, y si me despisto y tomo las que están en el centro o a la izquierda, puedo acabar en el camino de la Esmeralda, como les pasó a unos feriantes que conocí en una finca. Afortunadamente, aquí no me equivoco.
En donde comí ese día había un par de familias de feriantes. Nómadas también, aunque ellos por motivos diferentes, no es que quieran conocer el mundo, es que no tienen trabajo en la ciudad y lo buscan por donde pueda ser. Unas veces les va bien, otras regular, me dicen, pero siempre consiguen para comer. Vidas de día a día, en las que no hay sueños puestos en el futuro, la aventura es el propio vivir, conseguir llegar al mañana. El camión que les llevaba a La Primavera (que tiene fiestas en dos semanas) se extravió en la zona de La Esmeralda y acabó en un tramo pantanoso donde se quedó atrapado. Ellos tuvieron que acarrear todas sus cosas hasta llegar a esa finca, a 12 kilómetros, dando paseos durante 4 días...
Dos días después, por fin me equivoco en uno de estos laberintos de rodadas y al seguir lo que me parece la principal, maldición, unos kilómetros más adelante se convierte en una porquería. Alcanzo una casa donde me dicen que siga hasta un cruce con una más ancha y después retroceda un kilómetro para llegar hasta una finca, allí recupero la rodada buena. Eso hago, rabiando por el error y saltando por este barro seco que me está dañando la bicicleta, las parrillas, todo...
Agotado, llego al cruce, regreso contra el viento y encuentro una casa de gente muy amable, Anselmo y Regina, que de golpe me regalan un jugo de mango, me invitan a almorzar y me llevan a ver el río Meta, unos kilómetros más allá, en su propiedad. Y Anselmo recuerda 'una vez que llegó un gringo, o europeo, de ojos azules, caminando, perdido, contando que había sido secuestrado por la guerrilla y había escapado'. Era época de lluvias y no se podía usar la carretera, así que él lo llevó al río y de allí en lancha hasta el primer pueblo donde había policía.
Ellos mismos, Anselmo y Regina, tuvieron que abandonar la finca con todo, dejando atrás 2000 vacas, y pasar unos años en Puerto Carreño hasta que se calmara el ‘desorden social’. Cuando regresaron, la casa estaba ahí, aunque apenas quedaban 80 vacas. Ahora, llevan tres años tratando de sacar adelante la finca, ya tienen 360 vacas, están felices, tienen tiempo para ponerle un platanito a los mirlos que acuden a su cocina, a cuidar los animales, los patos, los faisanes, las gallinas... una vida agradable y otra vez tranquila.
Una tierra maravillosa, Los Llanos, un lugar donde aventurarse con una bicicleta, ya me avisó Paco Santamaría, que cruzó por aquí veinte años atrás, 'un lugar para vivir buenas historias', y así es, no caben todas aquí. Pese a que parezca una tierra deshabitada, apenas pase un carro cada hora, lo cierto es que en todas las casas tienen comida preparada por si arriba un caminante. Y dicen que casi siempre arrima alguien. Es un mundo anclado en el pasado, de hospitalidad con mayúsculas, ajeno a la globalización, ajeno a algo con lo que yo he nacido: las ciudades. Vida de otros tiempos, y a mí me fascina estar en lugares así, lugares de novela que aun existen en este mundo demasiado real, tan poco romántico.
Como cuando me cruzo con arrieros, llaneros que llevan ganado guiándolo a caballo, como la antigua trashumancia española. Gente alegre, a ritmo de caballo, tranquilos, cabalgando por esta tierra abierta, libre, sin tráfico, sin asfalto... la imagen despierta otros mundos, otras épocas… Y pensar que tenía tanta incertidumbre sobre este tramo... voy a acabar enamorado de este lugar ajeno al mundo de cafeterías, tiendas de ropa, coches, asfalto y plazas con wifi. El mundo necesita de estos rincones. Aunque también es un lugar donde andar extraviado con una bici despierta pánico, Los Llanos es una extensión gigantesca y sin referencias, fuera de la pista principal no hay muchas posibilidades de encontrarse a alguien… pero caray, no me caben todas las historias en estas letras.
No me lo creo, pero sí, llego a Bogotá en esas condiciones, mi galeón da lástima, pero me esperan días de rosas y miel.
Dani y Andree me reciben con los brazos abiertos y todo el amor del mundo. Más de 20 años atrás jugábamos al baloncesto y ahora, la vida nos vuelve a encontrar en Colombia; Dani casado, con dos preciosos niños, y yo en una bicicleta por el mundo. ¿Quién podría haber imaginado eso cuando teníamos 18 años? La vida es una maravilla.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Tras salir de Puerto Carreño, la carretera efectivamente está muy corrugada y es arenosa -una mierda, con perdón- , pero no deja de ser una carretera y quiero pensar que exageran, así que me lanzo a una infinita sabana con fincas de cientos de hectáreas y un pueblo, La Primavera. Eso es todo lo que hay hasta llegar a Puerto Gaetán, donde comienza el pavimento y 'la civilización', 800 kilómetros después.
- Ajá, debo estar llegando a la zona de La Esmeralda - me digo.
Tal y como me habían dicho, la carretera desaparece y surgen pequeñas rodadas dividiéndose más y más, como un delta de río. Me dijeron que tomara siempre la derecha, pero no siempre puedo hacerlo, he de mantener rumbo al oeste. El asunto es que me han avisado que hay una bifurcación real, hacia La Esmeralda, y si me despisto y tomo las que están en el centro o a la izquierda, puedo acabar en el camino de la Esmeralda, como les pasó a unos feriantes que conocí en una finca. Afortunadamente, aquí no me equivoco.
En donde comí ese día había un par de familias de feriantes. Nómadas también, aunque ellos por motivos diferentes, no es que quieran conocer el mundo, es que no tienen trabajo en la ciudad y lo buscan por donde pueda ser. Unas veces les va bien, otras regular, me dicen, pero siempre consiguen para comer. Vidas de día a día, en las que no hay sueños puestos en el futuro, la aventura es el propio vivir, conseguir llegar al mañana. El camión que les llevaba a La Primavera (que tiene fiestas en dos semanas) se extravió en la zona de La Esmeralda y acabó en un tramo pantanoso donde se quedó atrapado. Ellos tuvieron que acarrear todas sus cosas hasta llegar a esa finca, a 12 kilómetros, dando paseos durante 4 días...
Dos días después, por fin me equivoco en uno de estos laberintos de rodadas y al seguir lo que me parece la principal, maldición, unos kilómetros más adelante se convierte en una porquería. Alcanzo una casa donde me dicen que siga hasta un cruce con una más ancha y después retroceda un kilómetro para llegar hasta una finca, allí recupero la rodada buena. Eso hago, rabiando por el error y saltando por este barro seco que me está dañando la bicicleta, las parrillas, todo...
Agotado, llego al cruce, regreso contra el viento y encuentro una casa de gente muy amable, Anselmo y Regina, que de golpe me regalan un jugo de mango, me invitan a almorzar y me llevan a ver el río Meta, unos kilómetros más allá, en su propiedad. Y Anselmo recuerda 'una vez que llegó un gringo, o europeo, de ojos azules, caminando, perdido, contando que había sido secuestrado por la guerrilla y había escapado'. Era época de lluvias y no se podía usar la carretera, así que él lo llevó al río y de allí en lancha hasta el primer pueblo donde había policía.
Ellos mismos, Anselmo y Regina, tuvieron que abandonar la finca con todo, dejando atrás 2000 vacas, y pasar unos años en Puerto Carreño hasta que se calmara el ‘desorden social’. Cuando regresaron, la casa estaba ahí, aunque apenas quedaban 80 vacas. Ahora, llevan tres años tratando de sacar adelante la finca, ya tienen 360 vacas, están felices, tienen tiempo para ponerle un platanito a los mirlos que acuden a su cocina, a cuidar los animales, los patos, los faisanes, las gallinas... una vida agradable y otra vez tranquila.
Una tierra maravillosa, Los Llanos, un lugar donde aventurarse con una bicicleta, ya me avisó Paco Santamaría, que cruzó por aquí veinte años atrás, 'un lugar para vivir buenas historias', y así es, no caben todas aquí. Pese a que parezca una tierra deshabitada, apenas pase un carro cada hora, lo cierto es que en todas las casas tienen comida preparada por si arriba un caminante. Y dicen que casi siempre arrima alguien. Es un mundo anclado en el pasado, de hospitalidad con mayúsculas, ajeno a la globalización, ajeno a algo con lo que yo he nacido: las ciudades. Vida de otros tiempos, y a mí me fascina estar en lugares así, lugares de novela que aun existen en este mundo demasiado real, tan poco romántico.
Como cuando me cruzo con arrieros, llaneros que llevan ganado guiándolo a caballo, como la antigua trashumancia española. Gente alegre, a ritmo de caballo, tranquilos, cabalgando por esta tierra abierta, libre, sin tráfico, sin asfalto... la imagen despierta otros mundos, otras épocas… Y pensar que tenía tanta incertidumbre sobre este tramo... voy a acabar enamorado de este lugar ajeno al mundo de cafeterías, tiendas de ropa, coches, asfalto y plazas con wifi. El mundo necesita de estos rincones. Aunque también es un lugar donde andar extraviado con una bici despierta pánico, Los Llanos es una extensión gigantesca y sin referencias, fuera de la pista principal no hay muchas posibilidades de encontrarse a alguien… pero caray, no me caben todas las historias en estas letras.
No me lo creo, pero sí, llego a Bogotá en esas condiciones, mi galeón da lástima, pero me esperan días de rosas y miel.
Dani y Andree me reciben con los brazos abiertos y todo el amor del mundo. Más de 20 años atrás jugábamos al baloncesto y ahora, la vida nos vuelve a encontrar en Colombia; Dani casado, con dos preciosos niños, y yo en una bicicleta por el mundo. ¿Quién podría haber imaginado eso cuando teníamos 18 años? La vida es una maravilla.
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Salir de Bogotá fue una mala experiencia durante un par de días, muchísimo tráfico, camiones, coches, atascos, polución, y la carretera en un estado lamentable; este descenso al río Magdalena es algo parecido a pedalear en el infierno, siempre buscando la manera de evitar estar en medio de esa esperpéntica lucha de chatarras que tratan de adelantarse unas a otras, el horror de las vías principales latinoamericanas.
Ya en el Magdalena regreso a cierta tranquilidad vial, al fuerte calor de los cuarenta y tantos, al sol, a las siestas en la hamaca, para ver el desierto del Tatacoa. Un desierto en Colombia es algo que merece la pena visitar. Es también una zona de arrozales y mosquitos, tan pequeños que apenas se ven, aunque la picadura demuestra que existen; de nada sirve la mosquitera contra estas diminutas sanguijuelas. Y finalmente, me encuentro en una carretera polvorienta y pedregosa que me transportó a paisajes de Almería… qué cosas. El Tatacoa tiene una zona bonita, y el resto es un feo desierto de matorral. Yo acampé en esa parte fotogénica que sirve de anzuelo para turistas y ciclistas, donde el agua ha erosionado la arenisca formando espectaculares torreones y un pequeño laberinto de cañones. Al borde de uno de ellos puse mi mosquitera (por costumbre), ilusionado ante una noche de estrellas en el desierto (no en vano, a un kilómetro de ahí tienen un observatorio)… pues lo único que me entretuvo por la noche fueron los mosquitos invisibles... me tocó una de las cuatro noches que el Tatacoa está nublado…
En Colombia, las carreteras no se mantienen en la altitud de las montañas, sino que bajan a los valles para aprovechar su dirección norte-sur, y claro, otra vez al río, otra vez a la calor y a los 500 metros de altitud. 'Es la última -promete el capitán-, cuando subamos a Pasto dejamos la mosquitera en un basurero y sacamos los guantes y la bufanda'.
Un pintoresco y caliente valle habitado por afrodescendientes, donde escasea el agua y veo cierta pobreza que no abunda en Colombia. Un lugar raro, además, subir y bajar colinas siempre por debajo de los mil metros de altitud no genera más que insolación y agotamiento, hasta que por fin la llegada a Pasto por unas espectaculares montañas me lleva al frescor de los 2400 metros. Una pequeña paliza, más por el sol que por el desnivel en sí, pero yo estoy feliz, hace fresco y loco de contento busco mis prendas de invierno… nada de eso.
De golpe y porrazo se acaba la lluvia y aparece un sol de dibujos animados, las nubes dejan de amenazar tormentas para limitarse a decorar este limpio cielo azul. 'Hum… buen tiempo…' Releo por enésima vez el email de Joseba sobre el 'Trampolín de la muerte': 'te vas a perder una de las buenas', releo los de Nando, 'cruzas a Ecuador por la selva y ves la catarata de San Rafael'… y recuerdo unas palabras de Lontxo, 'No cruces por la Panamericana a Ecuador, ve por la selva'… Cómo no… maldita sea, ¡otra vez a pasar calor!
Nuevas promesas a la tripulación, 'De veras, lo prometo, es la última vez, la última selva, la última tanda de noches en mosquitera…' Y con el sol encima y casi un motín, me lanzo otra vez al otro lado de los Andes para cruzar la carretera más famosa de Colombia, el Trampolín de la muerte.
Ya es menos, aunque sigue siendo un lugar tan espectacular como peligroso. Hace tres años, un autobús cayó en uno de los precipicios muriendo obviamente todo el pasaje, 35 personas. Aquí no hay ninguna posibilidad de sobrevivir a una caída. Y de hecho, la carretera está surcada de cruces, un auténtico cementerio. Sin embargo, en la era de internet, ese terrible accidente puso al Trampolín de la muerte en las televisiones de toda América y el gobierno se lo tomó como una vergüenza nacional, los 145 kilómetros de Pasto a Mocoa llevaban 14 horas de minibus. Adecentaron, pues, la carretera, ensanchando un metro en donde podían, y colocando quitamiedos junto al lado del barranco. Aun así, todavía, hay muchos de los famosos 60 largos kilómetros de la sierra en donde no quieres ni mirar abajo; una carretera espectacular.
Tras salir de Pasto, subo dos puertos de 3100 metros y tras un hermoso valle encajonado en este rincón montañoso casi inaccesible, subo al páramo de San Francisco para entrar en el famoso Trampolín. Sigue el buen tiempo, genial.
Montañas llenas de árboles, un río al fondo, y una pista de tierra con piedras que surca las laderas del norte, nada más. El horizonte durante horas y horas es un infinito acordeón de valles selváticos que degradan su color verde hasta tornarse en un difuso azul inalcanzable, montañas y montañas donde no cabe un árbol más. La pista se mantiene rozando los dos mil metros mientras el río va bajando, camino del Amazonas, haciendo más y más vertiginosa la caída desde la carretera. En las curvas de las vaguadas, apenas hay cuatro metros robados a la montaña, casi excavados, donde si te encuentras un camión tienes que pararte y dejarle que pase, no hay sitio para dos. Un lugar dramático. Lo normal es que aquí llueva, y fue precisamente estos días de sol lo que me animaron a venir finalmente. Pude disfrutar de un paisaje espectacular como pocos, pedaleando por la ladera norte, viendo el río cada vez más abajo… hasta que en la tarde entra la niebla. Llego al mirador y veo sin claridad la selva al fondo. Decido dormir arriba y ahorrarme una noche de calor, sin saber que los días de sol se han terminado, yo duermo feliz todavía con los ojos llenos de montañas.
Despierto antes del amanecer con tremendos truenos, 'Garbancito, date prisa, recoge campamento y desayunamos abajo'. Me da tiempo a medio descenso antes que la tormenta me alcance, pero ya estoy casi en la selva, que llueva lo que quiera, es un frescor siempre bienvenido. Y me llevo algunas fotos bonitas de esta carretera velada por las nubes.
El mundo se viene abajo, llueve y llueve como solo ocurre en la selva, que parece oscurecer la vida, que jamás volverá a brillar el sol. Y de hecho, no brilla en un par de días. Entre las horas de aguacero, cuando cesa algo su fuerza y aparece cierto cambio en la luz, reemprendo camino y disfruto una bonita carretera, con muchos tramos de selva hermosos, árboles grandes, el río cerca, muy bonita...
Algo desencantado por no encontrarme ningún guerrillero, ni plantación de coca, cruzo una de las fronteras más amigables que he pasado. Tras cruzar el puente San Miguel, ya en Ecuador, dos kilómetros adentro me encuentro con un edificio: Migración. Ahí están las dos, dentro del mismo edificio, codo a codo, como compañeros de oficina. La primera vez que veo semejante hermandad fronteriza, aunque visto el trasiego que hay por aquí, para qué iban a gastar en dos edificios, claro. Durante todo el rato que estuvimos charlando animadamente no vino nadie más.
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