TURKMENISTÁN.
'Tomábamos un té dulzón en una terraza.
- ¿Ves ese gato? - me preguntó mi maestro.
- Si, lindo. - Contesté.
- Lástima que no toque la flauta - dijo. Le miré extrañado.
- Es un gato, maestro, los gatos no tocan la flauta; son gatos.
- ¿Estás seguro? - insistió mi maestro.
- Pues claro que si; los gatos maúllan, ronronean, suben a los árboles, pero no tocan la flauta, ¿deberían?.
- ¡No! ¿eres idiota? - exclamó, y se ensimismó balbuceando un mantra.'
- Extraño koan - comenté a mi tío.
- No, no era un koan aquéllo, era una advertencia. - Augusto bebió un sorbo del café y continúo. - Al tiempo de regresar a casa, un día me descubrí a mi mismo queriendo que los gatos tocasen la flauta.
Hace más calor en el Karakum que en el desierto iraní, pero, 'alhandullah' -gracias a Dios-, hay menos viento. Turkmenistán tiene una gente estupenda, una de las dictaduras más férreas del planeta, donde no existe prensa internacional, y vive absolutamente aislada del mundo. Tiene también una carretera llena de agujeros y baches, que en verano pasa de los cincuenta grados durante varias horas al día. El Karakum no es un desierto hermoso, es árido y duro para viajar; para vivir, mejor ni pensarlo.
Sin poder detenernos mucho, nuestra relación con los turkmenos es básicamente con los camioneros y la gente de los restaurantes. Durante el día son amabilísimos, y cuando no nos dan agua a raudales, o unas sandías gigantescas, bien se paran y nos fríen unos huevos fritos con salchichas en su cocinilla de gas. Una gente muy simpática. Pero, a la noche… en fin, dado que el segundo día concluye igual que el primero, decidimos seriamente tomar medidas; es decir, nos hartamos de ese maldito vodka con los camioneros, pero después no pedaleamos por la noche tras la juerga. Afortunadamente en cinco días cruzaremos a Uzbekistán, ¡el vodka uzbeko es de mejor calidad!
En verano, los sencillos restaurantes en medio del Karakum son el milagro de la vida y el descanso. El lugar donde comer y encontrar agua. Cada cien kilómetros suele haber dos o tres. El agua ya no es salada como en Irán, pero la comida es repulsiva. Firme candidato al país donde se come peor de este mundo. Nos atiborramos de 'shorpa', la sopa nacional, agua hervida con grasa de cordero, que aderezamos con enormes panes redondos. Fantástica dieta.
- Andi, tienes algo blanco en los labios.
- ¡Ahí va! ¡Tú también!
La sopa es tan grasienta que a las pocas cucharadas los labios se tornan blancos, y al terminar de comer el cielo de la boca tiene una considerable capa mantecosa de la que cuesta deshacerse. Inolvidable gastronomía, la turkmena. Para el recuerdo, una salida del país acorde con estos ruinosos cinco días.
Llegamos a la frontera turkmeno-uzbeka casi de noche, y esos entrañables amigos, los camioneros, empiezan a preparar la cena y nos llueven invitaciones a beber vodka.
- La frontera cerró a las seis. Tenéis que esperar a mañana.
Vamos hasta la enorme puerta vallada. Y preguntamos con inglés de Barrio Sésamo, que es lo más útil en estos países.
- Hello… visa problem…transit five days… finish… kaput… ¿go possible?
El oficial al otro lado de la valla lo piensa.
- ¿Transit?… da, da…. ok, minukt, telefón.
El teléfono no funciona y un soldado sale de la garita y se da el paseo hasta el edificio. Cuando regresa vuelve con una respuesta positiva. Que sí, adelante.
En Inmigración no hay nadie apenas, y en tres minutos nos devuelven los pasaportes con sello del 17 de agosto, que es la fecha del día siguiente.
Día de suerte, y llamamos también a la puerta uzbeka por aquello de no dormir en tierra de nadie.
- Hello… tourist…¿go possible? ¿problem nyet?
- ¿Tourist?
- Da, da.
- Minukt, telefón -. Y otro soldadito que se da un paseo.
Cuando regresa, nos abren la puerta y pasamos a la imponente aduana uzbeka, igualmente vacía. Nos llevan a un edificio y un funcionario muy amable va diciendo lo que tenemos que escribir en la ficha, que está en ruso y uzbeko. Su inglés es tan parco como nuestro ruso, y con buena voluntad damos a rellenar un tercio de los datos, ponemos cruces a diestro y siniestro, y casi con certeza que en la fecha de caducidad del pasaporte ponemos la de nacimiento. Aquello de no firmes nada sin leerlo antes, aquí es de risa; firmamos sin saber lo que no podemos leer.
Pero es la lentísima burocracia heredada de su época soviética lo que dota de mala reputación a estos países, creando problemas y malentendidos. Nosotros, gracias a estar cerrada, en sólo veinte minutos de papeleo y tras contestar negativamente a si llevamos bombas o 'kalashnikovs' en las alforjas, entramos en Uzbekistán el 16 de agosto, un día antes de salir de Turkmenistán... Dos kilómetros tras la frontera, lo celebramos acampando con ¡¡unos camioneros!!
UZBEKISTÁN
Para turistas y viajeros, Uzbekistán es Bukhara y Samarkanda. Ciertamente, nadie se interesa demasiado por el país que dirige Karimov como un cortijo, donde tampoco está permitido el acceso a la prensa internacional. Con su corrupción y sus papeleos, las ciudades uzbekas de la Ruta de la Seda son una maravilla. Y llegar desde el desierto a Bukhara es una sensación auténtica, hace de viajar en bicicleta algo especial. Las arenas inhóspitas del Karakum terminan a los pies de los minaretes y portales que se erigen por toda la ciudad, precediendo a una mezquita, una madrasa, un bazar. Luminosas cerámicas, fuentes de agua, y árboles, que a quién ha soñado tantos años con llegar aquí y lo hace además, exhausto tras el desierto, crean una emoción tan intensa como inolvidable. Una ciudad pequeña, de cuento de las mil y una noches, fácil de recorrer, y un oasis para descansar unos días y reponerse de la insolación acumulada.
En la capital uzbeka nos está esperando Tanya, la amiga de un amigo; el clásico contacto que alguien te pasa y nunca sabes cómo va a funcionar. Con Tanya, Vlad y Shasha, funciona de maravillas y pasamos una semana con ellos, solucionando averías, visados e incluso nos vamos un par de días a unas montañas cercanas. Tanya vive en un pequeño apartamento soviético, y allí nos instalamos bien apretados, muchas bicicletas y equipaje; si bien el piso es viejo, con apariencia de submarino, recio y oxidado, lo cierto es que todo funciona. Mientras que las casas nuevas que construyen los chinos parecen palacios y se caen en una semana, en los apartamentos soviéticos todo sobrevive a los años, aunque su apariencia recuerde más a un capítulo de Crimen y Castigo que al siglo XXI. Además, el comunismo no fue tan malo como dicen, y la enorme piscina del centro de Taskent es gratis, un alivio de esta temperatura en la que apenas se puede dormir.
La embajada kirguis es más relajada aquí que en Teherán y nos ofrecen dos posibilidades, ciento diez dólares y visado al día siguiente, o cincuenta esperando cinco días. Pedimos la segunda, claro.
- Pero, ¿no podría ser antes? Vamos en bici, y el verano es corto.
- Paguen ciento diez dólares y la tienen mañana -responde impertérrito el cónsul.
Álvaro prueba enseñándole varias fotos del viaje, y tras mirarlas detenidamente, el cónsul comprende que no llevamos las bicis en un autobús sino que las usamos para movernos.
- Ah, interesante. Muy bien, quiero ayudaros. Pasad el miércoles por vuestro visado.
Con la visa de Kirguizistán en el pasaporte, nos despedimos tomando rutas diferentes al entrar al valle de Fergana. Llevo desde Tabriz viajando con diferentes ciclistas, y pese a compartir buenos momentos, en las montañas deseo volver a viajar solo. Álvaro y Andi continúan juntos rumbo a China.
La entrada en el valle de Fergana franquea un puerto de 2250 metros, preámbulo de las montañas kirguises. Un lugar peculiar, este valle, donde conviven uzbekos, kirguises y tayikos, en unas irritantes zonas fronterizas. Los rusos trazaron fronteras artificiales entre las diferentes etnias de Asia Central, pequeñas repúblicas mixtas con la filosofía romana de 'divide y vencerás', pero diseñaron las carreteras por el lugar más corto. Tras el derrumbe de la Unión Soviética han quedado decenas de carreteras que ahora cruzan tres países diferentes en el valle de Fergana. Karimov tiene cerrado Uzbekistán e impide el uso de sus carreteras, por lo que hay vecinos que viven a doscientos metros de distancia y para visitarse han de rodear cuarenta kilómetros. Yo quiero ir al valle del Chatkal, en el aislado oeste kirguis, y trato de cruzar la frontera Kasangoy-Ala Buka, que no está abierta a extranjeros. Presiono y presiono, enseñándoles un mapa en el que no hay carretera a Ala Buka desde la frontera oficial, pero cuando estoy a punto de ser aceptado, el jefe decide llamar a Uchkurgan, la frontera oficial, y le dicen que sí que existe una carretera. Maldición, vuelta atrás y hacia Uchkurgan; no se gana siempre.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
'Tomábamos un té dulzón en una terraza.
- ¿Ves ese gato? - me preguntó mi maestro.
- Si, lindo. - Contesté.
- Lástima que no toque la flauta - dijo. Le miré extrañado.
- Es un gato, maestro, los gatos no tocan la flauta; son gatos.
- ¿Estás seguro? - insistió mi maestro.
- Pues claro que si; los gatos maúllan, ronronean, suben a los árboles, pero no tocan la flauta, ¿deberían?.
- ¡No! ¿eres idiota? - exclamó, y se ensimismó balbuceando un mantra.'
- Extraño koan - comenté a mi tío.
- No, no era un koan aquéllo, era una advertencia. - Augusto bebió un sorbo del café y continúo. - Al tiempo de regresar a casa, un día me descubrí a mi mismo queriendo que los gatos tocasen la flauta.
Hace más calor en el Karakum que en el desierto iraní, pero, 'alhandullah' -gracias a Dios-, hay menos viento. Turkmenistán tiene una gente estupenda, una de las dictaduras más férreas del planeta, donde no existe prensa internacional, y vive absolutamente aislada del mundo. Tiene también una carretera llena de agujeros y baches, que en verano pasa de los cincuenta grados durante varias horas al día. El Karakum no es un desierto hermoso, es árido y duro para viajar; para vivir, mejor ni pensarlo.
Sin poder detenernos mucho, nuestra relación con los turkmenos es básicamente con los camioneros y la gente de los restaurantes. Durante el día son amabilísimos, y cuando no nos dan agua a raudales, o unas sandías gigantescas, bien se paran y nos fríen unos huevos fritos con salchichas en su cocinilla de gas. Una gente muy simpática. Pero, a la noche… en fin, dado que el segundo día concluye igual que el primero, decidimos seriamente tomar medidas; es decir, nos hartamos de ese maldito vodka con los camioneros, pero después no pedaleamos por la noche tras la juerga. Afortunadamente en cinco días cruzaremos a Uzbekistán, ¡el vodka uzbeko es de mejor calidad!
En verano, los sencillos restaurantes en medio del Karakum son el milagro de la vida y el descanso. El lugar donde comer y encontrar agua. Cada cien kilómetros suele haber dos o tres. El agua ya no es salada como en Irán, pero la comida es repulsiva. Firme candidato al país donde se come peor de este mundo. Nos atiborramos de 'shorpa', la sopa nacional, agua hervida con grasa de cordero, que aderezamos con enormes panes redondos. Fantástica dieta.
- Andi, tienes algo blanco en los labios.
- ¡Ahí va! ¡Tú también!
La sopa es tan grasienta que a las pocas cucharadas los labios se tornan blancos, y al terminar de comer el cielo de la boca tiene una considerable capa mantecosa de la que cuesta deshacerse. Inolvidable gastronomía, la turkmena. Para el recuerdo, una salida del país acorde con estos ruinosos cinco días.
Llegamos a la frontera turkmeno-uzbeka casi de noche, y esos entrañables amigos, los camioneros, empiezan a preparar la cena y nos llueven invitaciones a beber vodka.
- La frontera cerró a las seis. Tenéis que esperar a mañana.
Vamos hasta la enorme puerta vallada. Y preguntamos con inglés de Barrio Sésamo, que es lo más útil en estos países.
- Hello… visa problem…transit five days… finish… kaput… ¿go possible?
El oficial al otro lado de la valla lo piensa.
- ¿Transit?… da, da…. ok, minukt, telefón.
El teléfono no funciona y un soldado sale de la garita y se da el paseo hasta el edificio. Cuando regresa vuelve con una respuesta positiva. Que sí, adelante.
En Inmigración no hay nadie apenas, y en tres minutos nos devuelven los pasaportes con sello del 17 de agosto, que es la fecha del día siguiente.
Día de suerte, y llamamos también a la puerta uzbeka por aquello de no dormir en tierra de nadie.
- Hello… tourist…¿go possible? ¿problem nyet?
- ¿Tourist?
- Da, da.
- Minukt, telefón -. Y otro soldadito que se da un paseo.
Cuando regresa, nos abren la puerta y pasamos a la imponente aduana uzbeka, igualmente vacía. Nos llevan a un edificio y un funcionario muy amable va diciendo lo que tenemos que escribir en la ficha, que está en ruso y uzbeko. Su inglés es tan parco como nuestro ruso, y con buena voluntad damos a rellenar un tercio de los datos, ponemos cruces a diestro y siniestro, y casi con certeza que en la fecha de caducidad del pasaporte ponemos la de nacimiento. Aquello de no firmes nada sin leerlo antes, aquí es de risa; firmamos sin saber lo que no podemos leer.
Pero es la lentísima burocracia heredada de su época soviética lo que dota de mala reputación a estos países, creando problemas y malentendidos. Nosotros, gracias a estar cerrada, en sólo veinte minutos de papeleo y tras contestar negativamente a si llevamos bombas o 'kalashnikovs' en las alforjas, entramos en Uzbekistán el 16 de agosto, un día antes de salir de Turkmenistán... Dos kilómetros tras la frontera, lo celebramos acampando con ¡¡unos camioneros!!
UZBEKISTÁN
Para turistas y viajeros, Uzbekistán es Bukhara y Samarkanda. Ciertamente, nadie se interesa demasiado por el país que dirige Karimov como un cortijo, donde tampoco está permitido el acceso a la prensa internacional. Con su corrupción y sus papeleos, las ciudades uzbekas de la Ruta de la Seda son una maravilla. Y llegar desde el desierto a Bukhara es una sensación auténtica, hace de viajar en bicicleta algo especial. Las arenas inhóspitas del Karakum terminan a los pies de los minaretes y portales que se erigen por toda la ciudad, precediendo a una mezquita, una madrasa, un bazar. Luminosas cerámicas, fuentes de agua, y árboles, que a quién ha soñado tantos años con llegar aquí y lo hace además, exhausto tras el desierto, crean una emoción tan intensa como inolvidable. Una ciudad pequeña, de cuento de las mil y una noches, fácil de recorrer, y un oasis para descansar unos días y reponerse de la insolación acumulada.
En la capital uzbeka nos está esperando Tanya, la amiga de un amigo; el clásico contacto que alguien te pasa y nunca sabes cómo va a funcionar. Con Tanya, Vlad y Shasha, funciona de maravillas y pasamos una semana con ellos, solucionando averías, visados e incluso nos vamos un par de días a unas montañas cercanas. Tanya vive en un pequeño apartamento soviético, y allí nos instalamos bien apretados, muchas bicicletas y equipaje; si bien el piso es viejo, con apariencia de submarino, recio y oxidado, lo cierto es que todo funciona. Mientras que las casas nuevas que construyen los chinos parecen palacios y se caen en una semana, en los apartamentos soviéticos todo sobrevive a los años, aunque su apariencia recuerde más a un capítulo de Crimen y Castigo que al siglo XXI. Además, el comunismo no fue tan malo como dicen, y la enorme piscina del centro de Taskent es gratis, un alivio de esta temperatura en la que apenas se puede dormir.
La embajada kirguis es más relajada aquí que en Teherán y nos ofrecen dos posibilidades, ciento diez dólares y visado al día siguiente, o cincuenta esperando cinco días. Pedimos la segunda, claro.
- Pero, ¿no podría ser antes? Vamos en bici, y el verano es corto.
- Paguen ciento diez dólares y la tienen mañana -responde impertérrito el cónsul.
Álvaro prueba enseñándole varias fotos del viaje, y tras mirarlas detenidamente, el cónsul comprende que no llevamos las bicis en un autobús sino que las usamos para movernos.
- Ah, interesante. Muy bien, quiero ayudaros. Pasad el miércoles por vuestro visado.
Con la visa de Kirguizistán en el pasaporte, nos despedimos tomando rutas diferentes al entrar al valle de Fergana. Llevo desde Tabriz viajando con diferentes ciclistas, y pese a compartir buenos momentos, en las montañas deseo volver a viajar solo. Álvaro y Andi continúan juntos rumbo a China.
La entrada en el valle de Fergana franquea un puerto de 2250 metros, preámbulo de las montañas kirguises. Un lugar peculiar, este valle, donde conviven uzbekos, kirguises y tayikos, en unas irritantes zonas fronterizas. Los rusos trazaron fronteras artificiales entre las diferentes etnias de Asia Central, pequeñas repúblicas mixtas con la filosofía romana de 'divide y vencerás', pero diseñaron las carreteras por el lugar más corto. Tras el derrumbe de la Unión Soviética han quedado decenas de carreteras que ahora cruzan tres países diferentes en el valle de Fergana. Karimov tiene cerrado Uzbekistán e impide el uso de sus carreteras, por lo que hay vecinos que viven a doscientos metros de distancia y para visitarse han de rodear cuarenta kilómetros. Yo quiero ir al valle del Chatkal, en el aislado oeste kirguis, y trato de cruzar la frontera Kasangoy-Ala Buka, que no está abierta a extranjeros. Presiono y presiono, enseñándoles un mapa en el que no hay carretera a Ala Buka desde la frontera oficial, pero cuando estoy a punto de ser aceptado, el jefe decide llamar a Uchkurgan, la frontera oficial, y le dicen que sí que existe una carretera. Maldición, vuelta atrás y hacia Uchkurgan; no se gana siempre.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?