Noviembre me encuentra acampando y durmiendo bajo cero en los límites de Arizona, junto a la oficina donde se pide el ticket para entrar en la 'Big Wave'. Vaya tiempecito que gasta el sur de Utah en otoño, y vaya vientos. El viento no es sólo un ramo de manos que te frena, es además frío y un desgaste mental que te bufa en los oídos; te agota con un estruendo que no cesa, no hay manera de apagar ese constante ruido en los oídos, y de veras, a mí me vuelve loco. Cuando entro en la tienda he de pasar media hora quieto, sin hacer nada, disfrutando el silencio.
A la tercera fue la vencida, y tras 4 días acampado allí obtuve mi permiso para visitar la ola (es una lotería entre todos los que vienen a probar suerte). Fue nevando, por cierto, y qué más da. Me sumo al club: es el lugar más bonito del mundo. Una formación de arenisca donde olas de mar parecen haberse esculpido a través del viento y el agua. Increíble, el lugar, increíble.
Muy contento, pues pasé 3 días pensando a veces que bien podría no tener suerte y haber estado acampado en aquel espanto para nada. Los días son largos cuando no hay nada que hacer, salvo estar metido en la tienda a refugio del frío y el viento, y el optimismo tiene sus grietas. Pero salió bien.
Después hice un esfuerzo para llegar al Gran Cañón, y esto dependía de mí, no de la suerte. Cuatro días de mucho frío y viento con un desenlace inesperado: no me gustó. Tal vez sea porque los cañones no me entusiasman, porque es tan inmenso que no es hermoso, no lo sé, pero ha sido el parque nacional que menos me ha gustado. Un error, pues al decidir venir aquí tuve que desechar los sequoyas. Lástima.
Sí ocurrió algo curioso. Estaba viendo cómo hacer para llegar de noche, colarme y entrar gratis, mi amigo Nando me explicó cómo hacerlo, pero el día que llegaba, harto de frío y cansado de viento, decido acampar antes del parque. No me lo podía creer. Llevaba una semana planeando ahorrarme esos dólares y justo 4 km antes de la puerta me digo, 'ale, Garbancito, acampa en ese clarillo sin nieve, que estás derrotado'. Y pensé: ¡¡diablos, me estoy aburguesando!!
Bien, al día siguiente, aún de morros conmigo mismo, me acerco a la entrada, y conforme saludo al ranger, abro mi monedero. No salgo de mi asombro cuando el tipo me dice:
- Es gratis hoy, es el día de los Veteranos. Puedes estar desde hoy viernes hasta el lunes.
Cada vez que esta mágica sincronía del mundo acaricia mis pasos me da un aliento de fuerzas. Es el viento que me empuja. Y ocurre cada vez con más frecuencia, con más tino. A veces recuerdo la carambola que hizo posible mi visado ruso... me aterra el poder del azar.
El caso es que emprendí la huída hacia tierras más bajas y temperaturas más suaves. Y deseché Las Vegas. Sin fuerzas. No podía hacer un esfuerzo más, ni seguir soportando el viento en mis oídos. He hecho muchos kilómetros a causa de querer ver muchos lugares, y en unos días se juntaron problemas mecánicos, fatiga física, mal tiempo, y la necesidad imperiosa de descansar de bici. Así que puse rumbo a San Diego a través del desierto Mohave, un bonito lugar. En cuanto bajé al desierto la temperatura subió, y aunque eso no arreglaba los mástiles de mi navío, mejoró el ánimo de la tripulación.
Sucedió algo también esos días: me sentí agotado de vivir con un presupuesto mínimo, contando los céntimos. Es la tercera vez en estos 6 años que me ocurre. Vengo pensando en ello desde hace un tiempo, y por mucho que me duela admitirlo, no me voy a engañar, necesito gastar más dinero. No puedo seguir pasando por las naranjas y decirme, 'vaya, demasiado caras'. Así pues, me he subido temporalmente el sueldo. No es que vaya a viajar como un burgués, pero tampoco como un pordiosero. Y, maldita sea, me cuesta aceptarlo; bien sé que millones de africanos viven con un par de dólares al día, y yo sé que es posible, es una cuestión de dónde poner el límite de las necesidades básicas. A mí me atrae mucho la vida austera, y ahora me fastidia sentirme derrotado.
Esto es tal vez una reflexión de trotamundos, e imagino que es difícil entenderla desde España, alguien puede pensar que el frío me ha congelado el poco juicio que tenía, pero bueno, es también un punto de vista muy lejano, y a veces una perspectiva diferente causa el efecto de una piedra rompiendo un cristal, y gira las cabezas de los transeúntes.
El caso es que ahora mismo estoy vencido, necesito un poco de mejor vida por unos meses. Además, he conseguido un poco de dinero extra en los Estados Unidos con un par de charlas, y… ¡vendiendo poesía! No llega para el dentista, pero paga el capricho de un café. A mí me parece un buen camino: ni la bici, ni la poesía, hacen daño a nadie. Me siento bien. A ver si encuentro la manera de seguir con ello en Latinoamérica.
El desierto del Mohave es un lugar muy barato, por cierto. No hay nada. Me gustó, me recordó en lugares al Namib. Y tuve un tramo de 150 kilómetros de casi soledad absoluta, con apenas tráfico y nada más que matorrales entre la arena. Lo curioso de este lugar es que la armada estadounidense lo utilizó para construir una gigantesca base militar, y ahora hay una especie de oasis que se extiende desde la base militar hasta el lago Saltón. Un oasis de consumo, quiero decir. Los soldados tienen mucho dinero que gastar y los negocios han proliferado, las casas también, y en medio del desierto se ha formado incluso una comunidad de ciudades, llenas de palmerales a imitación de la costa californiana, boulevares, coches deportivos, y en fin, desarrollo urbano gringo. Llama la atención. Y también, admiración, esta gente sabe hacer dinero, de veras.
Tras el desierto, llego a San Diego para visitar a mi amigo Isaac, un motorista al que conocí en Mongolia, y que me trata como a un rey. Descanso unos días de bici y durezas, amén de disfrutar San Diego, que es una ciudad realmente bonita, con muchas curiosidades. De todas, me llamó la atención que tuvieran en la misma playa, bajo los restaurantes de lujo, una colonia de focas viviendo todo el año, y un portaaviones de la armada en pleno paseo marítimo, para que la gente lo visite como un museo.
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