EGIPTO.
Se pone el sol y me detengo. Como algunas pastas mientras el enemigo por fin se hunde tras el horizonte, dejando un intenso trazo anaranjado. Llega el descanso, el momento del gran silencio. El desierto parece todavía más inmenso, mi ego se desvanece y unido a la Tierra, soy parte de este Sáhara lleno de muerte y belleza, un extraño componente moviéndose inquieto donde no hay voces. Al poco, cuando la luz ya no es tan luminosa y se torna azul, me siento en la carretera. No pasa nadie.
Una libélula aparece para desmentir la muerte, y luego otras. No, es la misma siempre. Extrañamente va de un lado al otro del asfalto, a veces hasta mi bici. Va y viene. Se aproxima a mí, me esquiva y prosigue su ir y venir absurdo, repetitivo. Me río. '¿Qué demonios haces?' pregunto. La libélula, indiferente, no responde y sigue yendo y viniendo de un lado al otro. Cuando pasa cerca de mí, sus alas rompen el silencio que nos contempla.
La luna llena surge entre una luz violácea, reflejo del ocaso en el oeste. Sube lentamente, el aire azulado comienza a oscurecerse, es el relevo de las sombras a la luz. Súbito, descruzo mis piernas y miro a la libélula sorprendido. Solitaria, moviéndose de un lado a otro sin cesar... ¿alguien me está mirando? ¿quién se ríe de mi ir y venir absurdo? ¿quién va a preguntarme qué demonios haces y qué voy a responder? La libélula se ha ido. Si no me contestó no fue para evitarme un infarto, seguramente no tenía respuesta.
Con la oscuridad sobre el inmenso desierto, la luz de la luna poco a poco va creando leves sombras. La noche tiene siempre un olor especial, pero el momento se ha ido, hasta mañana no volveré a disfrutarlo, cuando otra vez la luz se torne oscuridad. Monto en la bici y prosigo viaje por el Sáhara iluminado con la luna, recreándome en el frescor nocturno. Como una absurda libélula.
De Sudán a Egipto es pasar de la nada al todo, como si hubiera una frontera entre el Gobi y Torremolinos. Aswan está saturada de turistas, ¿quién no quiere venir a Egipto?. Tras un comprensible shock, me descubro alegre de disfrutar una infraestructura cómoda, deliciosa comida y hoteles baratos; Egipto, tanto conforta como abruma.
Hay decenas de cruceros turísticos aparcados en las orillas del Nilo, con chicas occidentales tomando el sol en la cubierta, mientras el 'muacin' llama a la oración y miles de 'halabiyyas' se orientan a Mecca. Es una imagen curiosa. Hace unos días, encontrarme con otro viajero era intercambiar información sobre el estado de la pista; ahora, somos turistas, y me cruzo con grupos guiados que regatean cincuenta piastras por un papiro marca-páginas, y después los veo pagar por un té diez veces su precio.
- Los turistas sólo tienen dinero, no tiempo -me dice Mohamed, que prepara unos zumos deliciosos. Al rato le veo negando con la cabeza al pasar una turista rusa en minifalda.
Siento vergüenza. Mucho del turismo occidental viene a ver monumentos milenarios sin detenerse a pensar que están en otra cultura, y que deberían ser más respetuosos con sus anfitriones, tal vez aprender unas cuantas palabras árabes de cortesía, vestir con modestia. Cuando Mohamed pide sin pestañear veinte liras por dos zumos a una pareja que siquiera ha saludado al llegar, comprendo que de nosotros sólo les interese el dinero, pues el restante no parece más que soberbia y mala educación de niños ricos.
Cuando miro el mapa en Luxor, Cairo está a menos de seiscientos kilómetros, y me pone el vello de punta pensar que estoy a punto de acabar la vuelta a África, pero decido postergar la llegada e ir por la carretera del desierto a disfrutar la vigésimo séptima luna llena del viaje: la ruta de los oasis y mil cuatrocientos kilómetros de arena.
Es una maravilla terminar esta aventura atravesando mares de arena. Durante dos semanas cruzo los oasis del desierto occidental, pedaleando más de la mitad durante las noches y descansando en los puestos de emergencia durante el fuerte sol diurno. En los amaneceres, paseo por las dunas, con la arena todavía fría, pensando en las musarañas, en estos dos largos años de viaje.
Los oasis principales son ciudades en crecimiento, pues Egipto está tratando de disminuir la densidad de población junto al Nilo, lo que produce a la par un agotamiento del agua subterránea en el Sahara. Pero los pequeños oasis son aún lugares maravillosos donde detenerse, como Al Kars, con su vieja medina de adobe y rodeado de dunas. Lugares donde no para el turismo y los viajeros son recibidos con una hospitalidad arcana, que no existe en el Egipto comercializado. Por contra, el Desierto Blanco sí es un lugar turístico, con bastantes campamentos, pero es ciertamente un lugar de magia, lleno de extrañas figuras de caliza blanca modeladas por el viento. Y se extiende por casi cuarenta kilómetros, con lo que no hay problema para encontrar un lugar solitario donde acampar.
Tengo una duna en el desierto,
tan bella que pone celosa a la vida.
Su arena es del color de una mujer.
No conoce otras tierras, otras gentes, no sabe qué es el mar.
Libre y solitaria, vive lejos de los hombres,
no los necesita.
A su lado sólo puedes pasar una noche.
Tus pies descalzos hollarán su piel tersa,
ella hará un nido para cada uno de tus pasos,
y bañado en luz de luna, para siempre
quedará el recuerdo de su silencio y su belleza.
Ella te expulsará de su lecho a la mañana,
cuando el sol abrase y la arena queme.
La más sabia de las amantes
dejó que tu peso venciera su cuerpo
y ahora borrará tus huellas con la suavidad del viento.
Virgen otra vez, reirá al verte mirar atrás.
Si eres rico, no la encontrarás. No se vende.
Tampoco si eres prudente, no está en los mapas.
Pero si desprecias las joyas y perfumes, ella será tu recompensa.
Cuando pases a su lado tapa tus oídos.
Altiva como los beduinos del oasis,
mi duna aguarda siempre en silencio;
no se ofrece con cantos de sirenas.
Recuerda, sólo los hombres enamoran con palabras.
Ellos buscan seguridad y posesiones,
piensan en el mañana.
Tú, no te parezcas a ellos.
Recuerda, el amor más bello es el de un instante,
a la mañana siguiente deberás marcharte.
Ella, libre, silenciosa, jamás ha sido tuya y ya es tuya para siempre.
Tras tu marcha, esperará paciente a otros,
a quienes buscan, a quienes sufren,
a las aves de paso, a los molinillos de viento,
para dejarse amar y vivir en cada uno de sus corazones,
en el rincón ajeno a las miserias,
en lo que permanece,
en la pequeña cajita que secretamente
quisieras llevar contigo a la muerte.
No todo son risas y paseos por las dunas, también sufro un par de fuertes tormentas de arena, que me machacan. El viento lanza la arena a una velocidad de demonios y son miles de diminutos alfileres que se clavan en la piel descubierta, creándome un dolor muy intenso, como de sinusitis. Esta batalla contra Eolo en el Sahara es especialmente dura al salir del oasis de Bahariya, el último antes de Cairo. Dos días de vendaval incesante, y conforme más cerca del Mediterráneo, más tintes de tragedia griega cobra el asunto. Sin embargo, la tragedia tiene un final feliz inesperado. Acampado a ciento setenta kilómetros de Cairo, amanezco alarmado, ¡el viento que mueve la tienda viene del oeste! Salgo a comprobarlo, y en efecto, sopla hacia estribor. Desayuno como un loco, antes que Eolo cambie de opinión, y voy en volandas hacia las Pirámides, a veces a más de 40 km/h.
Cuando llego al tráfico del Cairo empiezo a mirar con ansiedad, ¿dónde están?. Aún me queda un rato de pedaleo por Gizeh, hasta que el corazón me da un vuelco y aparecen esas extrañas pirámides. Inevitablemente, los ojos se me inundan, he llegado. He dado la vuelta a África.
Un par de horas después estoy tomando un café en el balcón de mi pensión. Limpio por fin, descansando, y contemplando un rincón de esta ciudad donde el caos se recrea en sí mismo. En la rotonda de abajo, decenas de coches circulan, unos haciendo la rotonda, otros no; otros, empiezan a hacerla y giran de repente en sentido contrario; otros se paran en medio, tal vez a hablar por el móvil o a charlar con... ¡uno de los policías de tráfico! Entre la locura de incesantes pitidos a los que nadie hace caso, los peatones cruzan la rotonda por medio de los coches, charlando tranquilamente; un tipo en bici llevando una bandeja con doscientos panes en la cabeza sortea los coches y toma una calle en sentido contrario..., no puedo dejar de sonreír, es un espectáculo. No es caótico, es algo mas, El Cairo, Al-Masr. A la noche, el bullicio fascinante de este bazar milenario me confunde, me tienta a probarlo todo, a conocer cada rincón, a charlar con cada mercader. Los viajeros dicen que la amas o no la soportas, pero yo no veo escapatoria alguna a su hechizo, es la madre de las ciudades.
‘Aquí estoy, en Al-Masr, he cruzado África en bicicleta’, y escribir esta frase en mi diario me paraliza y me emociona. Hay tanto detrás…
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Se pone el sol y me detengo. Como algunas pastas mientras el enemigo por fin se hunde tras el horizonte, dejando un intenso trazo anaranjado. Llega el descanso, el momento del gran silencio. El desierto parece todavía más inmenso, mi ego se desvanece y unido a la Tierra, soy parte de este Sáhara lleno de muerte y belleza, un extraño componente moviéndose inquieto donde no hay voces. Al poco, cuando la luz ya no es tan luminosa y se torna azul, me siento en la carretera. No pasa nadie.
Una libélula aparece para desmentir la muerte, y luego otras. No, es la misma siempre. Extrañamente va de un lado al otro del asfalto, a veces hasta mi bici. Va y viene. Se aproxima a mí, me esquiva y prosigue su ir y venir absurdo, repetitivo. Me río. '¿Qué demonios haces?' pregunto. La libélula, indiferente, no responde y sigue yendo y viniendo de un lado al otro. Cuando pasa cerca de mí, sus alas rompen el silencio que nos contempla.
La luna llena surge entre una luz violácea, reflejo del ocaso en el oeste. Sube lentamente, el aire azulado comienza a oscurecerse, es el relevo de las sombras a la luz. Súbito, descruzo mis piernas y miro a la libélula sorprendido. Solitaria, moviéndose de un lado a otro sin cesar... ¿alguien me está mirando? ¿quién se ríe de mi ir y venir absurdo? ¿quién va a preguntarme qué demonios haces y qué voy a responder? La libélula se ha ido. Si no me contestó no fue para evitarme un infarto, seguramente no tenía respuesta.
Con la oscuridad sobre el inmenso desierto, la luz de la luna poco a poco va creando leves sombras. La noche tiene siempre un olor especial, pero el momento se ha ido, hasta mañana no volveré a disfrutarlo, cuando otra vez la luz se torne oscuridad. Monto en la bici y prosigo viaje por el Sáhara iluminado con la luna, recreándome en el frescor nocturno. Como una absurda libélula.
De Sudán a Egipto es pasar de la nada al todo, como si hubiera una frontera entre el Gobi y Torremolinos. Aswan está saturada de turistas, ¿quién no quiere venir a Egipto?. Tras un comprensible shock, me descubro alegre de disfrutar una infraestructura cómoda, deliciosa comida y hoteles baratos; Egipto, tanto conforta como abruma.
Hay decenas de cruceros turísticos aparcados en las orillas del Nilo, con chicas occidentales tomando el sol en la cubierta, mientras el 'muacin' llama a la oración y miles de 'halabiyyas' se orientan a Mecca. Es una imagen curiosa. Hace unos días, encontrarme con otro viajero era intercambiar información sobre el estado de la pista; ahora, somos turistas, y me cruzo con grupos guiados que regatean cincuenta piastras por un papiro marca-páginas, y después los veo pagar por un té diez veces su precio.
- Los turistas sólo tienen dinero, no tiempo -me dice Mohamed, que prepara unos zumos deliciosos. Al rato le veo negando con la cabeza al pasar una turista rusa en minifalda.
Siento vergüenza. Mucho del turismo occidental viene a ver monumentos milenarios sin detenerse a pensar que están en otra cultura, y que deberían ser más respetuosos con sus anfitriones, tal vez aprender unas cuantas palabras árabes de cortesía, vestir con modestia. Cuando Mohamed pide sin pestañear veinte liras por dos zumos a una pareja que siquiera ha saludado al llegar, comprendo que de nosotros sólo les interese el dinero, pues el restante no parece más que soberbia y mala educación de niños ricos.
Cuando miro el mapa en Luxor, Cairo está a menos de seiscientos kilómetros, y me pone el vello de punta pensar que estoy a punto de acabar la vuelta a África, pero decido postergar la llegada e ir por la carretera del desierto a disfrutar la vigésimo séptima luna llena del viaje: la ruta de los oasis y mil cuatrocientos kilómetros de arena.
Es una maravilla terminar esta aventura atravesando mares de arena. Durante dos semanas cruzo los oasis del desierto occidental, pedaleando más de la mitad durante las noches y descansando en los puestos de emergencia durante el fuerte sol diurno. En los amaneceres, paseo por las dunas, con la arena todavía fría, pensando en las musarañas, en estos dos largos años de viaje.
Los oasis principales son ciudades en crecimiento, pues Egipto está tratando de disminuir la densidad de población junto al Nilo, lo que produce a la par un agotamiento del agua subterránea en el Sahara. Pero los pequeños oasis son aún lugares maravillosos donde detenerse, como Al Kars, con su vieja medina de adobe y rodeado de dunas. Lugares donde no para el turismo y los viajeros son recibidos con una hospitalidad arcana, que no existe en el Egipto comercializado. Por contra, el Desierto Blanco sí es un lugar turístico, con bastantes campamentos, pero es ciertamente un lugar de magia, lleno de extrañas figuras de caliza blanca modeladas por el viento. Y se extiende por casi cuarenta kilómetros, con lo que no hay problema para encontrar un lugar solitario donde acampar.
Tengo una duna en el desierto,
tan bella que pone celosa a la vida.
Su arena es del color de una mujer.
No conoce otras tierras, otras gentes, no sabe qué es el mar.
Libre y solitaria, vive lejos de los hombres,
no los necesita.
A su lado sólo puedes pasar una noche.
Tus pies descalzos hollarán su piel tersa,
ella hará un nido para cada uno de tus pasos,
y bañado en luz de luna, para siempre
quedará el recuerdo de su silencio y su belleza.
Ella te expulsará de su lecho a la mañana,
cuando el sol abrase y la arena queme.
La más sabia de las amantes
dejó que tu peso venciera su cuerpo
y ahora borrará tus huellas con la suavidad del viento.
Virgen otra vez, reirá al verte mirar atrás.
Si eres rico, no la encontrarás. No se vende.
Tampoco si eres prudente, no está en los mapas.
Pero si desprecias las joyas y perfumes, ella será tu recompensa.
Cuando pases a su lado tapa tus oídos.
Altiva como los beduinos del oasis,
mi duna aguarda siempre en silencio;
no se ofrece con cantos de sirenas.
Recuerda, sólo los hombres enamoran con palabras.
Ellos buscan seguridad y posesiones,
piensan en el mañana.
Tú, no te parezcas a ellos.
Recuerda, el amor más bello es el de un instante,
a la mañana siguiente deberás marcharte.
Ella, libre, silenciosa, jamás ha sido tuya y ya es tuya para siempre.
Tras tu marcha, esperará paciente a otros,
a quienes buscan, a quienes sufren,
a las aves de paso, a los molinillos de viento,
para dejarse amar y vivir en cada uno de sus corazones,
en el rincón ajeno a las miserias,
en lo que permanece,
en la pequeña cajita que secretamente
quisieras llevar contigo a la muerte.
No todo son risas y paseos por las dunas, también sufro un par de fuertes tormentas de arena, que me machacan. El viento lanza la arena a una velocidad de demonios y son miles de diminutos alfileres que se clavan en la piel descubierta, creándome un dolor muy intenso, como de sinusitis. Esta batalla contra Eolo en el Sahara es especialmente dura al salir del oasis de Bahariya, el último antes de Cairo. Dos días de vendaval incesante, y conforme más cerca del Mediterráneo, más tintes de tragedia griega cobra el asunto. Sin embargo, la tragedia tiene un final feliz inesperado. Acampado a ciento setenta kilómetros de Cairo, amanezco alarmado, ¡el viento que mueve la tienda viene del oeste! Salgo a comprobarlo, y en efecto, sopla hacia estribor. Desayuno como un loco, antes que Eolo cambie de opinión, y voy en volandas hacia las Pirámides, a veces a más de 40 km/h.
Cuando llego al tráfico del Cairo empiezo a mirar con ansiedad, ¿dónde están?. Aún me queda un rato de pedaleo por Gizeh, hasta que el corazón me da un vuelco y aparecen esas extrañas pirámides. Inevitablemente, los ojos se me inundan, he llegado. He dado la vuelta a África.
Un par de horas después estoy tomando un café en el balcón de mi pensión. Limpio por fin, descansando, y contemplando un rincón de esta ciudad donde el caos se recrea en sí mismo. En la rotonda de abajo, decenas de coches circulan, unos haciendo la rotonda, otros no; otros, empiezan a hacerla y giran de repente en sentido contrario; otros se paran en medio, tal vez a hablar por el móvil o a charlar con... ¡uno de los policías de tráfico! Entre la locura de incesantes pitidos a los que nadie hace caso, los peatones cruzan la rotonda por medio de los coches, charlando tranquilamente; un tipo en bici llevando una bandeja con doscientos panes en la cabeza sortea los coches y toma una calle en sentido contrario..., no puedo dejar de sonreír, es un espectáculo. No es caótico, es algo mas, El Cairo, Al-Masr. A la noche, el bullicio fascinante de este bazar milenario me confunde, me tienta a probarlo todo, a conocer cada rincón, a charlar con cada mercader. Los viajeros dicen que la amas o no la soportas, pero yo no veo escapatoria alguna a su hechizo, es la madre de las ciudades.
‘Aquí estoy, en Al-Masr, he cruzado África en bicicleta’, y escribir esta frase en mi diario me paraliza y me emociona. Hay tanto detrás…
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?