SUDÁN.
Khartoum es, pese a su gigantismo, una ciudad de desierto. Edificios claros y bajos, arena por todos lados, y el impacto de dos lenguas de agua que crean el milagro de la vida en el desierto. Un lugar único. Si el Amazonas tiene a Manaus, el Sahara tiene a Khartoum, donde se unen el Nilo Blanco y el Nilo Azul, para buscar juntos el mar. El río que cruza un desierto.
Acampo en el Blue Nile Club, un curioso club de yates que tiene un área destinada a cámping y ocupada únicamente por los escasos viajeros que visitan Sudán. Con mi tienda instalada a unos metros del Nilo, me pregunto en qué otra capital del mundo se podría encontrar un lugar así. El viernes es su fin de semana y coincido con un diplomático inglés que va a darse un paseo en su yate. Él me pregunta por mi bici y mi viaje, y yo le pregunto por mi más que probable situación ilegal en breves días, pues mi visado acaba en una semana.
- Creo que debería usted informar a su embajador ante todo, es una excelente persona que podrá aconsejarle… -empieza a decirme y ante mi mirada irónica, tose un poco y cambia el tono de voz -… de cualquier forma…, efectivamente, tras Dongola no hay ningún control de policía hasta la frontera en Wadi Halfa, y una vez allí lo más cómodo es deportarle, tal vez con una multa… en fin, que tenga usted suerte. ¿Tiene algún blog en el que pueda saber el final de su paso por Sudán?
Tras disfrutar de las pirámides de Meroe y de una vibrante ceremonia sufí, salto al desierto y me enfrento a un ramo de manos en mi pecho que me detiene: es el viento. La fuerza suele bajar en la noche y empieza a subir con el día, así que pedaleo bajo la luna otra vez. Pero cuando es un furioso vendaval, apenas puedo avanzar y llena de arena cualquier lugar de mi cuerpo. Terrible, me deja los ojos con una perpetua sensación de suciedad, aunque estén limpios. Tengo seis días y cinco noches para hacer quinientos cuarenta kilómetros, en los que no me puedo permitir cansancio. He de llegar a Dongola antes que mi visado expire.
Esta carretera a Dongola es una línea casi recta hacia el norte, cortando una extraña curva del Nilo que parece irse al mar Rojo y vuelve al desierto. En el camino hay bastantes restaurantes, aunque esa palabra remite a algo que en nada se parece a uno sudanés, y pequeñas aldeas; el agua nunca es un problema, pues. Entre el mediodía y la puesta de sol, cuando el viento se vuelve loco y más calor hace, descanso a la sombra y tengo agua fresca, ligeramente amarilla.
Tengo un par de noches en las que el viento es suave, fresco; pedaleo entonces, rumbo a la Polar en la inmensidad del desierto, y me inunda una felicidad difícil de explicar. Ya sé que 'no tengo una casa solariega y blasonada, ni una capa ni una espada, ni un mi abuelo que ganara una batalla', y al igual que en el poema de León Felipe, sólo soy un paria, pero qué lujo pedalear en las frescas noches del Sahara bajo una bóveda llena de cristales rotos. Cuando me canso, paro, entro unos cientos de metros hacia el desierto, pongo la tienda en una pequeña duna o en una explanada infinita, y la calma me limpia mejor que la ducha ausente. Comida frugal, no hay grifos, no hay cuarto de baño, y quién demonios se acuerda de eso cuando está tumbado bajo las estrellas del desierto. Al amanecer, sin prisas, disfruto el desayuno y me echo a pedalear con un contento enorme, hacia la curva del horizonte.
Finalmente, llego a Dongola agotado, pues las dos últimas noches no hay felicidad, sino fuerte viento. Y cuando me paran en el control no tengo mi mejor aspecto, ni ganas de poemas de León Felipe. Me retienen un buen rato esperando a que llegue un oficial que sepa leer mi visado, y yo estoy tan cansado, deshidratado y hambriento, que casi los mando al carajo:
- ¡Tengo hambre! -les grito, perdiendo la calma por la falta de azúcar.
Sonríen una vez más y me piden disculpas por la espera, mientras un policía sale disparado a traerme un enorme plato de 'ful'. Buena gente, así no se puede enfadar uno… Mi visado caduca mañana y les digo que mañana regresaré a Khartoum en autobús para hacer una extensión. Perplejo, veo que el oficial asiente. Creo que su inglés no le da para entenderme y está deseando perderme de vista… Fantástico, a partir de aquí entro en tierra nubia y no hay controles. Ya sólo me queda salir del país, inch Allah.
Tiempos de mentiras.
Tiempos fugaces que no dejan eco ni huella,
aves de paso y mujeres hermosas mienten para sobrevivir.
Quien crea el engaño será seducido,
y el viento pasará por su rostro de estatua muerta,
mientras la argucia se revela y regresa la soledad.
Las tormentas de arena agotan la honestidad del nómada,
y los espejismos entierran la ilusión del sediento.
Cuando el viajero llama a una puerta,
cubierto por un turbante sucio y los ojos de quien ha sufrido,
la mujer del oasis no espera oro ni incienso de sus alforjas,
sólo el viento de las historias bajo las estrellas,
en las noches más bellas de la Tierra.
Mentiras que se van con el alba.
Tiempos fugaces a los que basta la sombra de una palmera.
Ahí donde la vida cuenta con el mañana,
los viejos recelan de las aves de paso.
Sólo traen mentiras, bellas mentiras e historias asombrosas
que iluminan la noche oscura del desierto.
Ahí donde la vida acumula calma,
el nómada tras el turbante sucio trae el peligro y los miedos;
también los sueños, el hechizo de quien no echa raíces,
el absurdo encanto del hijo pródigo al que se perdona todo.
Y los niños corren a su paso;
ellos no saben de mentiras, sólo de juguetes que brillan.
Los viejos le acogen en una habitación lejos de las mujeres;
mienten para sobrevivir.
Ahí donde la tierra no se quiebra en barrancos,
el vértigo es agarrarse a las mentiras del viento que pasa,
y los jóvenes tumbados en alfombras sobre la arena,
sueñan con volar.
En el desierto, cuando las aves de paso ya se fueron,
un día más, las mujeres limpian sus patios
pintados con sombras de palmeras.
Como ayer, como mañana.
Pero el silencio pesa más que el calor
cuando levantan la mirada del suelo,
y ven el infinito horizonte por donde él se fue.
Nadie le acusará.
Ahí donde la vida es espera,
la línea que separa verdad y mentira
la cubre la arena con el paso del viento.
En el desierto no quedan huellas, ni brota el eco,
y sus noches son las más bellas de la Tierra.
En esta tierra nubia ajena a la globalización vivo unas experiencias extraordinarias, ellos abren su corazón y rompen el mío. Además voy junto al hermoso Nilo, el río de la humanidad, por donde una vez el mono listo que fuimos encontró el Mediterráneo, tierras más frías y fáciles. Salgo de África bebiendo sus aguas, tan lento como él, buscando también más confort y menos dureza para mis huesos, y me llevo el regalo de haber dormido con su arena por almohada.
Casas bellísimas, las nubias, que me recuerdan algunos cortijos andaluces. Ocres, azules, naranjas, blancas, de puertas decoradas, patios enormes y frescos donde poner las camas de cuerda y dormir bajo las estrellas tras la cena en común. Una calma como no recuerdo en otro lugar. Sentados a la sombra, tomando dátiles, té, 'ful', guayabas, la vida pasa sin más sentido que vivir. A veces pasan las mujeres, cortando el horizonte con sus 'tobs' de colores. Así nadie va a descubrir la penicilina, por supuesto, toda luz tiene su sombra.
En el país nubio no existen los psiquiatras, ni los viejos se aparcan en soledad. Se posee tan poco que todo se aprecia, y la imagen de un millonario con una casa impensable, llena de juguetitos y lucecitas, pasando un domingo en soledad no elegida, viendo pasar la vida por una pantalla y a la espera de un lunes loco que rompa la pausa de su condena a trabajos forzados.... es algo difícil de explicarles. También comienza a ser difícil para mí.
Son a la par días muy duros físicamente, sobre todo los tramos que la pista deja el Nilo y se adentra en el desierto. En ellos paso un par de malos ratos buscando rodadas que aparecen y desaparecen, y al llegar por fin otra vez al Nilo lo hago con un golpe de calor tremendo, sin poder siquiera musitar 'Salaam aleikum', ni casi beber, sólo descansar en la sombra y echarme agua en la piel durante una hora. Pero todo lo compensa esa sonrisa que les estalla en el rostro cuando acepto su té o su comida; es sincera y radiante. Lo único que me piden es que aprenda sus nombres. Creo que esto es algo grande.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Khartoum es, pese a su gigantismo, una ciudad de desierto. Edificios claros y bajos, arena por todos lados, y el impacto de dos lenguas de agua que crean el milagro de la vida en el desierto. Un lugar único. Si el Amazonas tiene a Manaus, el Sahara tiene a Khartoum, donde se unen el Nilo Blanco y el Nilo Azul, para buscar juntos el mar. El río que cruza un desierto.
Acampo en el Blue Nile Club, un curioso club de yates que tiene un área destinada a cámping y ocupada únicamente por los escasos viajeros que visitan Sudán. Con mi tienda instalada a unos metros del Nilo, me pregunto en qué otra capital del mundo se podría encontrar un lugar así. El viernes es su fin de semana y coincido con un diplomático inglés que va a darse un paseo en su yate. Él me pregunta por mi bici y mi viaje, y yo le pregunto por mi más que probable situación ilegal en breves días, pues mi visado acaba en una semana.
- Creo que debería usted informar a su embajador ante todo, es una excelente persona que podrá aconsejarle… -empieza a decirme y ante mi mirada irónica, tose un poco y cambia el tono de voz -… de cualquier forma…, efectivamente, tras Dongola no hay ningún control de policía hasta la frontera en Wadi Halfa, y una vez allí lo más cómodo es deportarle, tal vez con una multa… en fin, que tenga usted suerte. ¿Tiene algún blog en el que pueda saber el final de su paso por Sudán?
Tras disfrutar de las pirámides de Meroe y de una vibrante ceremonia sufí, salto al desierto y me enfrento a un ramo de manos en mi pecho que me detiene: es el viento. La fuerza suele bajar en la noche y empieza a subir con el día, así que pedaleo bajo la luna otra vez. Pero cuando es un furioso vendaval, apenas puedo avanzar y llena de arena cualquier lugar de mi cuerpo. Terrible, me deja los ojos con una perpetua sensación de suciedad, aunque estén limpios. Tengo seis días y cinco noches para hacer quinientos cuarenta kilómetros, en los que no me puedo permitir cansancio. He de llegar a Dongola antes que mi visado expire.
Esta carretera a Dongola es una línea casi recta hacia el norte, cortando una extraña curva del Nilo que parece irse al mar Rojo y vuelve al desierto. En el camino hay bastantes restaurantes, aunque esa palabra remite a algo que en nada se parece a uno sudanés, y pequeñas aldeas; el agua nunca es un problema, pues. Entre el mediodía y la puesta de sol, cuando el viento se vuelve loco y más calor hace, descanso a la sombra y tengo agua fresca, ligeramente amarilla.
Tengo un par de noches en las que el viento es suave, fresco; pedaleo entonces, rumbo a la Polar en la inmensidad del desierto, y me inunda una felicidad difícil de explicar. Ya sé que 'no tengo una casa solariega y blasonada, ni una capa ni una espada, ni un mi abuelo que ganara una batalla', y al igual que en el poema de León Felipe, sólo soy un paria, pero qué lujo pedalear en las frescas noches del Sahara bajo una bóveda llena de cristales rotos. Cuando me canso, paro, entro unos cientos de metros hacia el desierto, pongo la tienda en una pequeña duna o en una explanada infinita, y la calma me limpia mejor que la ducha ausente. Comida frugal, no hay grifos, no hay cuarto de baño, y quién demonios se acuerda de eso cuando está tumbado bajo las estrellas del desierto. Al amanecer, sin prisas, disfruto el desayuno y me echo a pedalear con un contento enorme, hacia la curva del horizonte.
Finalmente, llego a Dongola agotado, pues las dos últimas noches no hay felicidad, sino fuerte viento. Y cuando me paran en el control no tengo mi mejor aspecto, ni ganas de poemas de León Felipe. Me retienen un buen rato esperando a que llegue un oficial que sepa leer mi visado, y yo estoy tan cansado, deshidratado y hambriento, que casi los mando al carajo:
- ¡Tengo hambre! -les grito, perdiendo la calma por la falta de azúcar.
Sonríen una vez más y me piden disculpas por la espera, mientras un policía sale disparado a traerme un enorme plato de 'ful'. Buena gente, así no se puede enfadar uno… Mi visado caduca mañana y les digo que mañana regresaré a Khartoum en autobús para hacer una extensión. Perplejo, veo que el oficial asiente. Creo que su inglés no le da para entenderme y está deseando perderme de vista… Fantástico, a partir de aquí entro en tierra nubia y no hay controles. Ya sólo me queda salir del país, inch Allah.
Tiempos de mentiras.
Tiempos fugaces que no dejan eco ni huella,
aves de paso y mujeres hermosas mienten para sobrevivir.
Quien crea el engaño será seducido,
y el viento pasará por su rostro de estatua muerta,
mientras la argucia se revela y regresa la soledad.
Las tormentas de arena agotan la honestidad del nómada,
y los espejismos entierran la ilusión del sediento.
Cuando el viajero llama a una puerta,
cubierto por un turbante sucio y los ojos de quien ha sufrido,
la mujer del oasis no espera oro ni incienso de sus alforjas,
sólo el viento de las historias bajo las estrellas,
en las noches más bellas de la Tierra.
Mentiras que se van con el alba.
Tiempos fugaces a los que basta la sombra de una palmera.
Ahí donde la vida cuenta con el mañana,
los viejos recelan de las aves de paso.
Sólo traen mentiras, bellas mentiras e historias asombrosas
que iluminan la noche oscura del desierto.
Ahí donde la vida acumula calma,
el nómada tras el turbante sucio trae el peligro y los miedos;
también los sueños, el hechizo de quien no echa raíces,
el absurdo encanto del hijo pródigo al que se perdona todo.
Y los niños corren a su paso;
ellos no saben de mentiras, sólo de juguetes que brillan.
Los viejos le acogen en una habitación lejos de las mujeres;
mienten para sobrevivir.
Ahí donde la tierra no se quiebra en barrancos,
el vértigo es agarrarse a las mentiras del viento que pasa,
y los jóvenes tumbados en alfombras sobre la arena,
sueñan con volar.
En el desierto, cuando las aves de paso ya se fueron,
un día más, las mujeres limpian sus patios
pintados con sombras de palmeras.
Como ayer, como mañana.
Pero el silencio pesa más que el calor
cuando levantan la mirada del suelo,
y ven el infinito horizonte por donde él se fue.
Nadie le acusará.
Ahí donde la vida es espera,
la línea que separa verdad y mentira
la cubre la arena con el paso del viento.
En el desierto no quedan huellas, ni brota el eco,
y sus noches son las más bellas de la Tierra.
En esta tierra nubia ajena a la globalización vivo unas experiencias extraordinarias, ellos abren su corazón y rompen el mío. Además voy junto al hermoso Nilo, el río de la humanidad, por donde una vez el mono listo que fuimos encontró el Mediterráneo, tierras más frías y fáciles. Salgo de África bebiendo sus aguas, tan lento como él, buscando también más confort y menos dureza para mis huesos, y me llevo el regalo de haber dormido con su arena por almohada.
Casas bellísimas, las nubias, que me recuerdan algunos cortijos andaluces. Ocres, azules, naranjas, blancas, de puertas decoradas, patios enormes y frescos donde poner las camas de cuerda y dormir bajo las estrellas tras la cena en común. Una calma como no recuerdo en otro lugar. Sentados a la sombra, tomando dátiles, té, 'ful', guayabas, la vida pasa sin más sentido que vivir. A veces pasan las mujeres, cortando el horizonte con sus 'tobs' de colores. Así nadie va a descubrir la penicilina, por supuesto, toda luz tiene su sombra.
En el país nubio no existen los psiquiatras, ni los viejos se aparcan en soledad. Se posee tan poco que todo se aprecia, y la imagen de un millonario con una casa impensable, llena de juguetitos y lucecitas, pasando un domingo en soledad no elegida, viendo pasar la vida por una pantalla y a la espera de un lunes loco que rompa la pausa de su condena a trabajos forzados.... es algo difícil de explicarles. También comienza a ser difícil para mí.
Son a la par días muy duros físicamente, sobre todo los tramos que la pista deja el Nilo y se adentra en el desierto. En ellos paso un par de malos ratos buscando rodadas que aparecen y desaparecen, y al llegar por fin otra vez al Nilo lo hago con un golpe de calor tremendo, sin poder siquiera musitar 'Salaam aleikum', ni casi beber, sólo descansar en la sombra y echarme agua en la piel durante una hora. Pero todo lo compensa esa sonrisa que les estalla en el rostro cuando acepto su té o su comida; es sincera y radiante. Lo único que me piden es que aprenda sus nombres. Creo que esto es algo grande.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?