- Me dicen que el café está caro y les digo que para ellos que pueden viajar nada es caro, yo no puedo viajar ni siquiera por mi país. Por eso es caro el café, porque ellos están de viaje y yo estoy atada aquí.
Doña Lupita tiene seis hijos y trabaja en una pequeña cafetería de Pana, en el lago Atitlán. Está contenta, este año el turismo ha vuelto y se ven muchos grupos de gringos en minibuses, a diferencia del año pasado cuando las lluvias torrenciales trajeron mucho derrumbe y no vinieron más que mochileros, 'y esos se quejan de que un café cueste un dólar'.
- Una vez tuve un amigo francés…, porque mi esposo murió hace doce años -aclara-, y me dijo que me fuese con él a Francia, que el visado era más sencillo que el de los EE.UU. Allí podía cuidar a su madre, enferma, y ella me pagaría justamente. Decía que vivía en un lugar bonito, con muchos árboles… ahí tuve mi oportunidad, al alcance de la mano…
- ¿Qué pasó, doña?
- Qué pasó, pues… y cómo iba a dejar a mis hijos, los gemelos tenían solo dos añitos… la oportunidad pasó por mi vida, ahí estuvo, pero no pude aprovecharla.
- ¿No tenía una hermana para dejarle sus hijos?
- No, yo no soy de aquí, soy de más abajo, de un pueblo camino a la frontera. Aquí no tengo a nadie, estoy sola con mis hijos.
Y pasó de largo el tren que pudo cambiar su vida.
Hay gente que no ve las oportunidades cuando llegan, aunque las tengan enfrente de sus ojos. Otros las ven y no son capaces de agarrarlas. Y a Lupita le llegó tarde, seis hijos tarde.
Marta es una hermosa salvadoreña que trabajaba en el negocio del café. Divorciada de una mala experiencia, en sus veintipocos años jamás había tomado una decisión. Hasta su boda fue pactada sin un sí ni un no, había que casarse, es lo normal en un país dominado por la iglesia.
Su empresa la envió a Quezaltenango para una feria de muestras y allí conoció a Juan, un hijo de españoles bien situados que se quedó prendado de su sonrisa. Marta, con una mochila de tres días por todo equipaje, se quedó a vivir en Guatemala.
Que fuera el amor o el deseo de vivir mejor no viene al caso, Marta estaba junto al tren que pasa una vez en la vida y se montó sin la más mínima duda. Si Lupita hubiera tenido seis hijos menos también hubiera subido al tren.
El valor para saltar al vacío es una virtud de los pobres, quien vive en el lado rico del planeta tiene demasiado que perder para arriesgar todo por un sueño. Virgencita, virgencita, que me quede como estoy.
Miguel es un cordobés que trabaja en un pequeño bar junto a la mezquita. Hacen las mejores tortillas de patatas de Córdoba, aunque hay quien dice que de toda España, y hay quien ha venido en avión privado desde Seattle para comprarlas frescas y llevarlas a la boda de su hija.
El excéntrico millonario le propuso a Miguel: 'Vente conmigo a Seattle. Yo financio el restaurante y tú haces esta delicia; te garantizo que ganarás más dinero del que puedas soñar aquí.'
Que fuera la falta de ambición o el no pedir más a la vida no viene al caso, los ricos viven rodeados de grandes estaciones y ven los trenes pasar a diario. Creen en el mañana, no en un presente que les pilla siempre desprevenidos sin el pasaporte en el bolsillo, y la pasan preparando meticulosamente las maletas, comprando guías de viajes, organizando el futuro para ese gran día.
Cuando deciden dar el gran salto, descubren que no pueden mover tanto exceso de equipaje, y se les queda una cara seria que bebe demasiados cubalibres. Entonces, por todo remedio, toman un tren, no el que lleva al vértigo de una nueva vida, sino el que llega a Málaga a las siete, donde tienen reservada una habitación de hotel para el fin de semana.
Bonita, Honduras. Muchos más árboles selváticos que en Guatemala, e igual de colinosa al comienzo, hasta que la carretera me llevó dirección sur hacia El Salvador, y me dediqué a subir y bajar los valles que atraviesan el país de oeste a este. Subidas serias aquí, entre 10 y 20 kilómetros, montaña arriba y abajo. Me la paso viendo pinos y cocoteros, los primeros en lo alto de los puertos, los segundos abajo en los ríos. Un bonito tramo, en suma, entre un paisaje llamativamente verde. Honduras emprendió hace 20 años un proyecto a largo plazo para recuperar sus bosques y parece que le está saliendo bien; viniendo de Guatemala, la diferencia es notoria, hay mucha menos devastación de tala-quema. Y más caro, todo algo más caro. El menú sube a 2$, y parece que ahí se ha quedado, incluso aquí, en Nicaragua, que es un país bastante más pobre que Honduras o El Salvador.
Pese al paisaje frondoso, respiro en Honduras la inseguridad que no estaba notando en Centroamérica. No puedo decir que haya visto violencia alguna, es… olfato de perro, tal vez. La forma de mirar de la gente, la distancia que mantienen con el desconocido, las tiendas protegidas por barras incluso en pueblos. Imagino que, inconscientemente, la asociación de esas señales aprendidas que preceden a los problemas me crea una sensación de 'Garbancito, ten cuidado por estas tierras'.
El día que salí de Copán, tras un par de subidas largas que me hacen viajar lento, se me echa la noche encima subiendo un puerto. En el cruce de una aldea pregunto si puedo quedarme a dormir y me contestan que no, que es peligroso, que los cruces son lugares peligrosos.
Sigo subiendo. Me da la sensación que veo el paso, pero no es así, continúa y la noche ya está aquí. Empiezo a ponerme nervioso, pedalear de noche en Honduras es justo lo que quiero evitar, además la carretera está llena de baches y agujeros grandes, no patrulla policía alguna, y en un país donde la gente desconfía del extraño no es ninguna buena idea pedir hospitalidad a oscuras ya. Paro y decido comer unas galletas, a ver si esta sensación de estómago vacío no es preocupación sino hambre, y resulta que diez minutos más tarde paso una aldea. Tiene escuela. Pregunto.
- Mire, vaya allí, ese señor al lado de la pulpería es el auxiliar, pregúntele (una pulpería es una tienda y el auxiliar es el alcalde).
Pregunto al grupo de hombres que están sentados al fresco.
- Pues sí, hombre, cómo no. Habrá que pedir la llave al maestro. Ustedes son testigos que voy por la llave para que este señor pase la noche en la escuela.
Y tras ese extraño comentario, que tendrá su razón de ser, el auxiliar se va en bici, regresa, me abre la escuela, me consigue un tambo y me lleva al lavadero para mi baño. Muy amable, y pese a mi inicial desconfianza, duermo como un lirón en la escuela, pues un efecto secundario de tanto árbol selvático por Honduras es que al anochecer hace un fresquito nada tropical. Ese baño con agua de nacimiento fue el agua más fría en muchas semanas, pero es al cocinar y una vez en la mosquitera cuando compruebo que voy a tener que sacar de su bolsa el saco de dormir. !Frío!
Aunque eso fue una anécdota de las noches hondureñas, los días no son nada frescos por aquí, todo lo contrario, días luchando contra sol tropical y humedad, dos enemigos que cada uno por su lado son fáciles de derrotar, sin embargo cuando están unidos….
Recuerdo de la EGB aquello que 'el cuerpo está compuesto por agua en un 70%' y que, bueno, uno al escuchar eso se miraba bien, por aquí y allí, y pensaba: ‘el maestro se ha debido equivocar’. Pues no. Cuando en el trópico se unen sol, humedad y subidas largas, puedo asegurar que litros de agua escondidos bajo la piel salen enloquecidos, vamos, como si reventaran las cañerías dentro del cuerpo. Al poco de comenzar la subida ya siento gotas de sudor salado cayendo en mis labios, me tengo que quitar las gafas no porque estén empañadas sino porque están encharcadas, y si parpadeo, las gotas me salpican. Tenemos una barbaridad de agua dentro del cuerpo. Y eso es la cabeza nomás, pues si busco mi cuerpo tengo que encontrarlo debajo de una capa de agua, estoy literalmente cubierto de sudor, mis poros se han vuelto locos y parecen aspersores. En esos momentos, qué lejos queda el recuerdo de las colinas siberianas, cuando tenía pánico a sentir la espalda humedecida porque el sudor se congelaría en la bajada. Aquí, pareciera otro planeta; la camisa primero se empapa, luego se pega al cuerpo, y al poco después, pesa.
Lo mejor del asunto, además de perder unos litros que viene muy bien para subir ligerito, es que me gusta. Sudar en el trópico despierta algo extraño en las ganas de vivir, tal vez sea una alarma instintiva que avisa: ‘chaval, más que convertirte en polvo, vas camino de ser un charquito’. Y tocar tu piel resbaladiza, sentir en tus labios el sabor de ti mismo, es una mezcla de metamorfosis con cierto canibalismo. Acaso nunca venga mejor aplicado eso de ‘este es el cáliz de mi sangre’. Lo único que puede despertar más alegría, más ganas de vivir, es ese sabor salado en la piel encharcada de una mujer, cuando la vida te regala noches de amor en los trópicos, lejos de los aires acondicionados europeos, y la gloria habita en un cuartito pequeño, en cualquier Pensión Lupita. Pero eso es otra historia.
En fin, gran descenso al calor de El Salvador y con mucho tráfico y poca historia llego a la capital. Fuerte impresión. Me recuerda a Nairobi. No podía imaginarme que a un kilómetro de la plaza central hubiera casas con paredes y techo de lata. Pobreza extrema aquí. Una ciudad ruidosa, sucia, contaminada, llena de gente vendiendo en la calle con un pequeño puesto ambulante tratando de ganarse unos dólares y salir adelante, autobuses de humo negro atestando las calles, y cuando entro en un mercado surgen desesperadas decenas de manos de mujeres atrapándome, ‘¿qué buscas, mi amor? ¿qué necesitas?’. Miles de personas se buscan la vida aquí, mientras en los barrios periféricos los centros comerciales con aire acondicionado braman la ley del consumismo más absurdo. Mi primera capital centroamericana me deja perplejo.
Llego al Centro de Gobierno y directo al Ministerio de Educación, donde me esperan Ana Lidia y Jose Manuel, una pareja maravillosa. Allí mismo se queda anclado mi galeón, custodiado por unos amables policías con Don Hipólito a la cabeza; creo que en una capital centroamericana, mejor lugar, imposible. Y pocos ciclistas pueden decir que su bicicleta quedó guardada en un ministerio, aunque al paso que van los recortes por España, tal vez no sea mala solución para sacar unos euros.
Tengo una entretenida estancia en San Salvador. Una capital llena de paradojas en un país muy interesante. Tras 30 años de guerra civil, sufriendo, año sí año también, huracanes y tormentas tropicales, y enfrentado a la mayor tasa de criminalidad del planeta merced a las maras pandilleras, nadie daría un penique por este pequeño país. Los salvadoreños sí lo hacen. Salen a la calle a vencer en la batalla contra la vida, a vender un manojo de plátanos, a robar una alcantarilla, a gastar los últimos diez dólares en un centro comercial, todo con una confianza entusiasta para salir adelante, todo menos rendirse, hijos de guerrilleros y luchadores. Emigran masivamente a los EE.UU., pero dejan a los hijos aquí para asegurarse su regreso, y mandan remesas que se convierten en casas para la vejez o en dinero fácil para los centros comerciales.
Tras la interminable guerra, la lucha por el reparto de la riqueza y los sueños del comunismo, ahora la capital se adorna con centros comerciales a cual más moderno, más lujoso, como si el país viviera la bonanza de un emirato árabe. Y están atestados de visitantes; quienes no compran, sueñan con comprar. ¿Quién se acuerda del Che en estos días? Tal vez, ese puesto de camisetas con su semblanza a 15$.
Un breve vistazo en San Salvador basta para sentir que esta ciudad refleja como pocas el alma humana y sus contradicciones, sus ideales y sus debilidades.
Nada más cruzar otra vez a Honduras, conozco a Rubén. Lleva unos tremendos ramos de algo así como retama cruzados en la bicicleta, que utiliza para hacer escobas. Me cuenta que cada día hace 20 kilómetros para llegar al río y recoger las plantas; después, en casa fabrica las escobas que su mujer vende a 10 lempiras, como medio dólar. 30 cada día, saca un neto de 17$ al día, una cantidad con la que una familia puede vivir sin miserias en Honduras. Pero Rubén tiene un proyecto que raya en la obsesión: ahorra para cruzar a EE.UU., donde tiene amigos ya instalados y puede trabajar ilegalmente. ‘Allí si hay buenos salarios’.
Tengo claro que Rubén cruzará y trabajará duro allí, su gesto lo predice y su plan no es ninguna locura. Lleva tres años pedaleando y haciendo escobas de retama, y en la bici se piensa mucho, se ven las luces y las sombras de un sueño que madura, y el entusiasmo crece día a día, más que como un árbol, como una bola de nieve. Al final, tanta energía acumulada solo lleva a arrollar la vida en busca del destino. Y en el caso de Rubén, estoy convencido que un día tendrá el dinero que considera necesario para vivir y dará a sus hijos un ejemplo: ‘ustedes viven ahora con lujos porque nosotros vendimos escobas de retama’.
Imagino que la crisis del Primer Mundo es asunto serio, pero ¿a cuántos años luz estamos de una vida como la de Rubén? ¿a cuánto de los cientos de millones de personas que comen puré de maíz cada día del año? En un planeta de diferencias y egoísmo, hasta las crisis son de primera y tercera clase.
En el pueblo de la frontera, Somotillo, busco lugar donde dormir, y primero, de la escuela me mandan a la policía, de allí a la alcaldía, y de la alcaldía a la casa de protocolo. Cuando pensaba que ya solo me quedaban los bomberos por visitar, Nelson me abre las puertas y al saber que estoy buscando lugar para la noche, ni lo duda: ‘pasa tu bici, hermano, te quedas aquí’.
Y aquí me quedo. Son miembros del Frente y están trabajando para el gobierno, construyen casas para gente pobre, casas gratis. ¿El sandinismo sobrevive?
Mañana tranquila al día siguiente, me despido de mis amigos del Frente Sandinista, con su entusiasmo socialista y sus viajes a la Venezuela de Chávez. ¿Cómo es la Nicaragua de Daniel Ortega? De momento, sus carteles propagandísticos inundan el paisaje anunciando una Nicaragua 'cristiana, socialista y solidaria', por ese orden; un eslogan oportunista que casi suena a anuncio de cocacola.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Doña Lupita tiene seis hijos y trabaja en una pequeña cafetería de Pana, en el lago Atitlán. Está contenta, este año el turismo ha vuelto y se ven muchos grupos de gringos en minibuses, a diferencia del año pasado cuando las lluvias torrenciales trajeron mucho derrumbe y no vinieron más que mochileros, 'y esos se quejan de que un café cueste un dólar'.
- Una vez tuve un amigo francés…, porque mi esposo murió hace doce años -aclara-, y me dijo que me fuese con él a Francia, que el visado era más sencillo que el de los EE.UU. Allí podía cuidar a su madre, enferma, y ella me pagaría justamente. Decía que vivía en un lugar bonito, con muchos árboles… ahí tuve mi oportunidad, al alcance de la mano…
- ¿Qué pasó, doña?
- Qué pasó, pues… y cómo iba a dejar a mis hijos, los gemelos tenían solo dos añitos… la oportunidad pasó por mi vida, ahí estuvo, pero no pude aprovecharla.
- ¿No tenía una hermana para dejarle sus hijos?
- No, yo no soy de aquí, soy de más abajo, de un pueblo camino a la frontera. Aquí no tengo a nadie, estoy sola con mis hijos.
Y pasó de largo el tren que pudo cambiar su vida.
Hay gente que no ve las oportunidades cuando llegan, aunque las tengan enfrente de sus ojos. Otros las ven y no son capaces de agarrarlas. Y a Lupita le llegó tarde, seis hijos tarde.
Marta es una hermosa salvadoreña que trabajaba en el negocio del café. Divorciada de una mala experiencia, en sus veintipocos años jamás había tomado una decisión. Hasta su boda fue pactada sin un sí ni un no, había que casarse, es lo normal en un país dominado por la iglesia.
Su empresa la envió a Quezaltenango para una feria de muestras y allí conoció a Juan, un hijo de españoles bien situados que se quedó prendado de su sonrisa. Marta, con una mochila de tres días por todo equipaje, se quedó a vivir en Guatemala.
Que fuera el amor o el deseo de vivir mejor no viene al caso, Marta estaba junto al tren que pasa una vez en la vida y se montó sin la más mínima duda. Si Lupita hubiera tenido seis hijos menos también hubiera subido al tren.
El valor para saltar al vacío es una virtud de los pobres, quien vive en el lado rico del planeta tiene demasiado que perder para arriesgar todo por un sueño. Virgencita, virgencita, que me quede como estoy.
Miguel es un cordobés que trabaja en un pequeño bar junto a la mezquita. Hacen las mejores tortillas de patatas de Córdoba, aunque hay quien dice que de toda España, y hay quien ha venido en avión privado desde Seattle para comprarlas frescas y llevarlas a la boda de su hija.
El excéntrico millonario le propuso a Miguel: 'Vente conmigo a Seattle. Yo financio el restaurante y tú haces esta delicia; te garantizo que ganarás más dinero del que puedas soñar aquí.'
Que fuera la falta de ambición o el no pedir más a la vida no viene al caso, los ricos viven rodeados de grandes estaciones y ven los trenes pasar a diario. Creen en el mañana, no en un presente que les pilla siempre desprevenidos sin el pasaporte en el bolsillo, y la pasan preparando meticulosamente las maletas, comprando guías de viajes, organizando el futuro para ese gran día.
Cuando deciden dar el gran salto, descubren que no pueden mover tanto exceso de equipaje, y se les queda una cara seria que bebe demasiados cubalibres. Entonces, por todo remedio, toman un tren, no el que lleva al vértigo de una nueva vida, sino el que llega a Málaga a las siete, donde tienen reservada una habitación de hotel para el fin de semana.
Bonita, Honduras. Muchos más árboles selváticos que en Guatemala, e igual de colinosa al comienzo, hasta que la carretera me llevó dirección sur hacia El Salvador, y me dediqué a subir y bajar los valles que atraviesan el país de oeste a este. Subidas serias aquí, entre 10 y 20 kilómetros, montaña arriba y abajo. Me la paso viendo pinos y cocoteros, los primeros en lo alto de los puertos, los segundos abajo en los ríos. Un bonito tramo, en suma, entre un paisaje llamativamente verde. Honduras emprendió hace 20 años un proyecto a largo plazo para recuperar sus bosques y parece que le está saliendo bien; viniendo de Guatemala, la diferencia es notoria, hay mucha menos devastación de tala-quema. Y más caro, todo algo más caro. El menú sube a 2$, y parece que ahí se ha quedado, incluso aquí, en Nicaragua, que es un país bastante más pobre que Honduras o El Salvador.
Pese al paisaje frondoso, respiro en Honduras la inseguridad que no estaba notando en Centroamérica. No puedo decir que haya visto violencia alguna, es… olfato de perro, tal vez. La forma de mirar de la gente, la distancia que mantienen con el desconocido, las tiendas protegidas por barras incluso en pueblos. Imagino que, inconscientemente, la asociación de esas señales aprendidas que preceden a los problemas me crea una sensación de 'Garbancito, ten cuidado por estas tierras'.
El día que salí de Copán, tras un par de subidas largas que me hacen viajar lento, se me echa la noche encima subiendo un puerto. En el cruce de una aldea pregunto si puedo quedarme a dormir y me contestan que no, que es peligroso, que los cruces son lugares peligrosos.
Sigo subiendo. Me da la sensación que veo el paso, pero no es así, continúa y la noche ya está aquí. Empiezo a ponerme nervioso, pedalear de noche en Honduras es justo lo que quiero evitar, además la carretera está llena de baches y agujeros grandes, no patrulla policía alguna, y en un país donde la gente desconfía del extraño no es ninguna buena idea pedir hospitalidad a oscuras ya. Paro y decido comer unas galletas, a ver si esta sensación de estómago vacío no es preocupación sino hambre, y resulta que diez minutos más tarde paso una aldea. Tiene escuela. Pregunto.
- Mire, vaya allí, ese señor al lado de la pulpería es el auxiliar, pregúntele (una pulpería es una tienda y el auxiliar es el alcalde).
Pregunto al grupo de hombres que están sentados al fresco.
- Pues sí, hombre, cómo no. Habrá que pedir la llave al maestro. Ustedes son testigos que voy por la llave para que este señor pase la noche en la escuela.
Y tras ese extraño comentario, que tendrá su razón de ser, el auxiliar se va en bici, regresa, me abre la escuela, me consigue un tambo y me lleva al lavadero para mi baño. Muy amable, y pese a mi inicial desconfianza, duermo como un lirón en la escuela, pues un efecto secundario de tanto árbol selvático por Honduras es que al anochecer hace un fresquito nada tropical. Ese baño con agua de nacimiento fue el agua más fría en muchas semanas, pero es al cocinar y una vez en la mosquitera cuando compruebo que voy a tener que sacar de su bolsa el saco de dormir. !Frío!
Aunque eso fue una anécdota de las noches hondureñas, los días no son nada frescos por aquí, todo lo contrario, días luchando contra sol tropical y humedad, dos enemigos que cada uno por su lado son fáciles de derrotar, sin embargo cuando están unidos….
Recuerdo de la EGB aquello que 'el cuerpo está compuesto por agua en un 70%' y que, bueno, uno al escuchar eso se miraba bien, por aquí y allí, y pensaba: ‘el maestro se ha debido equivocar’. Pues no. Cuando en el trópico se unen sol, humedad y subidas largas, puedo asegurar que litros de agua escondidos bajo la piel salen enloquecidos, vamos, como si reventaran las cañerías dentro del cuerpo. Al poco de comenzar la subida ya siento gotas de sudor salado cayendo en mis labios, me tengo que quitar las gafas no porque estén empañadas sino porque están encharcadas, y si parpadeo, las gotas me salpican. Tenemos una barbaridad de agua dentro del cuerpo. Y eso es la cabeza nomás, pues si busco mi cuerpo tengo que encontrarlo debajo de una capa de agua, estoy literalmente cubierto de sudor, mis poros se han vuelto locos y parecen aspersores. En esos momentos, qué lejos queda el recuerdo de las colinas siberianas, cuando tenía pánico a sentir la espalda humedecida porque el sudor se congelaría en la bajada. Aquí, pareciera otro planeta; la camisa primero se empapa, luego se pega al cuerpo, y al poco después, pesa.
Lo mejor del asunto, además de perder unos litros que viene muy bien para subir ligerito, es que me gusta. Sudar en el trópico despierta algo extraño en las ganas de vivir, tal vez sea una alarma instintiva que avisa: ‘chaval, más que convertirte en polvo, vas camino de ser un charquito’. Y tocar tu piel resbaladiza, sentir en tus labios el sabor de ti mismo, es una mezcla de metamorfosis con cierto canibalismo. Acaso nunca venga mejor aplicado eso de ‘este es el cáliz de mi sangre’. Lo único que puede despertar más alegría, más ganas de vivir, es ese sabor salado en la piel encharcada de una mujer, cuando la vida te regala noches de amor en los trópicos, lejos de los aires acondicionados europeos, y la gloria habita en un cuartito pequeño, en cualquier Pensión Lupita. Pero eso es otra historia.
En fin, gran descenso al calor de El Salvador y con mucho tráfico y poca historia llego a la capital. Fuerte impresión. Me recuerda a Nairobi. No podía imaginarme que a un kilómetro de la plaza central hubiera casas con paredes y techo de lata. Pobreza extrema aquí. Una ciudad ruidosa, sucia, contaminada, llena de gente vendiendo en la calle con un pequeño puesto ambulante tratando de ganarse unos dólares y salir adelante, autobuses de humo negro atestando las calles, y cuando entro en un mercado surgen desesperadas decenas de manos de mujeres atrapándome, ‘¿qué buscas, mi amor? ¿qué necesitas?’. Miles de personas se buscan la vida aquí, mientras en los barrios periféricos los centros comerciales con aire acondicionado braman la ley del consumismo más absurdo. Mi primera capital centroamericana me deja perplejo.
Llego al Centro de Gobierno y directo al Ministerio de Educación, donde me esperan Ana Lidia y Jose Manuel, una pareja maravillosa. Allí mismo se queda anclado mi galeón, custodiado por unos amables policías con Don Hipólito a la cabeza; creo que en una capital centroamericana, mejor lugar, imposible. Y pocos ciclistas pueden decir que su bicicleta quedó guardada en un ministerio, aunque al paso que van los recortes por España, tal vez no sea mala solución para sacar unos euros.
Tengo una entretenida estancia en San Salvador. Una capital llena de paradojas en un país muy interesante. Tras 30 años de guerra civil, sufriendo, año sí año también, huracanes y tormentas tropicales, y enfrentado a la mayor tasa de criminalidad del planeta merced a las maras pandilleras, nadie daría un penique por este pequeño país. Los salvadoreños sí lo hacen. Salen a la calle a vencer en la batalla contra la vida, a vender un manojo de plátanos, a robar una alcantarilla, a gastar los últimos diez dólares en un centro comercial, todo con una confianza entusiasta para salir adelante, todo menos rendirse, hijos de guerrilleros y luchadores. Emigran masivamente a los EE.UU., pero dejan a los hijos aquí para asegurarse su regreso, y mandan remesas que se convierten en casas para la vejez o en dinero fácil para los centros comerciales.
Tras la interminable guerra, la lucha por el reparto de la riqueza y los sueños del comunismo, ahora la capital se adorna con centros comerciales a cual más moderno, más lujoso, como si el país viviera la bonanza de un emirato árabe. Y están atestados de visitantes; quienes no compran, sueñan con comprar. ¿Quién se acuerda del Che en estos días? Tal vez, ese puesto de camisetas con su semblanza a 15$.
Un breve vistazo en San Salvador basta para sentir que esta ciudad refleja como pocas el alma humana y sus contradicciones, sus ideales y sus debilidades.
Nada más cruzar otra vez a Honduras, conozco a Rubén. Lleva unos tremendos ramos de algo así como retama cruzados en la bicicleta, que utiliza para hacer escobas. Me cuenta que cada día hace 20 kilómetros para llegar al río y recoger las plantas; después, en casa fabrica las escobas que su mujer vende a 10 lempiras, como medio dólar. 30 cada día, saca un neto de 17$ al día, una cantidad con la que una familia puede vivir sin miserias en Honduras. Pero Rubén tiene un proyecto que raya en la obsesión: ahorra para cruzar a EE.UU., donde tiene amigos ya instalados y puede trabajar ilegalmente. ‘Allí si hay buenos salarios’.
Tengo claro que Rubén cruzará y trabajará duro allí, su gesto lo predice y su plan no es ninguna locura. Lleva tres años pedaleando y haciendo escobas de retama, y en la bici se piensa mucho, se ven las luces y las sombras de un sueño que madura, y el entusiasmo crece día a día, más que como un árbol, como una bola de nieve. Al final, tanta energía acumulada solo lleva a arrollar la vida en busca del destino. Y en el caso de Rubén, estoy convencido que un día tendrá el dinero que considera necesario para vivir y dará a sus hijos un ejemplo: ‘ustedes viven ahora con lujos porque nosotros vendimos escobas de retama’.
Imagino que la crisis del Primer Mundo es asunto serio, pero ¿a cuántos años luz estamos de una vida como la de Rubén? ¿a cuánto de los cientos de millones de personas que comen puré de maíz cada día del año? En un planeta de diferencias y egoísmo, hasta las crisis son de primera y tercera clase.
En el pueblo de la frontera, Somotillo, busco lugar donde dormir, y primero, de la escuela me mandan a la policía, de allí a la alcaldía, y de la alcaldía a la casa de protocolo. Cuando pensaba que ya solo me quedaban los bomberos por visitar, Nelson me abre las puertas y al saber que estoy buscando lugar para la noche, ni lo duda: ‘pasa tu bici, hermano, te quedas aquí’.
Y aquí me quedo. Son miembros del Frente y están trabajando para el gobierno, construyen casas para gente pobre, casas gratis. ¿El sandinismo sobrevive?
Mañana tranquila al día siguiente, me despido de mis amigos del Frente Sandinista, con su entusiasmo socialista y sus viajes a la Venezuela de Chávez. ¿Cómo es la Nicaragua de Daniel Ortega? De momento, sus carteles propagandísticos inundan el paisaje anunciando una Nicaragua 'cristiana, socialista y solidaria', por ese orden; un eslogan oportunista que casi suena a anuncio de cocacola.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?