TAILANDIA 2.
- '¿Pai nai?'
El ciclista asiente, esboza una sonrisa que el cansancio torna mueca, no responde y se sienta en el puesto de comida. Miles de veces ha escuchado la cansina pregunta. '¿Darimana?' '¿At kuda?' '¿You…going?', el insoportable dónde vas o de dónde vienes en decenas de lenguas. Cuando en cada parada, las primeras palabras que escucha son ésas; en cada cruce, en cada tienda, en cada pozo de agua, ni el mejor de los ánimos evita el malhumor de quien llega agotado y por toda bienvenida recibe la dichosa preguntita. Ya quisiera el acogedor 'Sein banoon' de las estepas mongolas, o el 'Salaam aleikum' árabe, incluso un estándar 'How are you?' sería suficiente. Aunque de todos, su favorito es el sencillo swahili 'Karibu', bienvenido, sin más.
La diferencia entre la curiosidad inoportuna o generar cierta acogida es abrumadora, porque el ciclista no está bajándose de un mini-bus climatizado sino que tal vez lleva dos horas a cuarenta y ocho grados, o se siente débil, o tiene frío, o ese día está bien, solamente cansado. Un cansancio que necesita unos minutos para ofrecer una buena cara y al que no ayuda la pregunta impertinente.
A veces ellos se dan cuenta y rectifican, suele haber un viejo o alguien más educado que cuestiona si no es mejor preguntarle cómo está, o si necesita algo. Otras veces no, y se erigen en maestros de la paciencia y la comprensión. En un mundo lleno de millones de analfabetos es necesario aceptar la bofetada y la idiotez, pues son el contrapeso de la amabilidad y el buen corazón. E indudablemente porque el viajero es un reflejo del mundo y unas veces es amable, otras un idiota, y otras suelta una bofetada.
'Junto a la queja y todo lo que la rodea habita una realidad que la irritación quiere ocultarme - piensa -, no me estoy bajando de un mini bus frente a un hotel, lo que recibo es el precio de ser un viajero, no un turista.'
Alguien que se detiene en un restaurante de caña y adobe en medio del Sáhara, se quita un turbante sucio, el polvo de la ropa, y va directo a beber de la tinaja fresca agua turbia con un asqueroso vaso de plástico, es alguien que viene de algún lugar y se dirige a otro. La pregunta es inevitable y a veces tan irresistible que se antepone a la educación recibida.
Con el paso del tiempo, la paciencia se ha hecho más fuerte que la irritación, aunque en ciertas ocasiones una fugaz rabia gana la batalla, que el ciclista justifica diciendo, 'sangre española'. Cuando llega a los alrededores de un lugar turístico y recibe de los niños dedos señalándole, 'tourist-tourist', sabe que desde ese momento, los días que esté ahí deja de ser quien va de un lugar a otro y se convierte en un turista más. Y aunque la bici provoque curiosidad, hasta el hotel más barato incluirá en el precio la privacidad y la ausencia de preguntas cansinas. Ser turista puede ser un descanso.
- Del planeta amo las montañas - solía decir Augusto, - pero como viajero mis lugares favoritos son los desiertos y las estepas. Da igual el país, son pueblos cuya sangre es la misma. Vivían en interminables tierras que atravesar para llegar a un lugar de comercio. Tenían sólo tres cosas con ellos: agua, comida y refugio. Hoy afortunadamente tienen algo cierto confort y pertenencias, pero lo esencial de ese triángulo se apoya firmemente en sus rituales y su modo de relacionarse. También en el modo en que reciben al viajero. Si en la ciudad se creó la tecnología, del desierto brotó la hospitalidad.
Quien atraviesa el Gobi no es un turista y ellos saben lo que anhela el que llega de paso: agua, comida y refugio. Y le dejan en paz para que se recupere. Después, viene la conversación, el intercambio de datos que en las circunstancias de un lugar remoto convierte a huésped y anfitriones en hermanos por una noche. Hacen la vida simple y su generosidad es pura, limpia, no esperan nada de quien se irá al día siguiente. Le dan lo que tienen y no piden nada. Saben que todo lo que lleva es necesario, pues un viajero no carga con cosas prescindibles. No es un mercader, ni un turista. Vive como ellos, en los términos esenciales de la vida.
Y cuando agotado, acaba el desierto y aparece el confort de una ciudad donde habita la abundancia, alguien tras la comida le pregunta que móvil tiene, o si tiene un GPS. Y no entienden y se avergüenzan un poco, cuando el viajero responde que no tiene nada de eso, ni lo necesita, lo que necesita es un lugar para lavarse y para dormir.
Contento de regresar a Tailandia. Pese a que Camboya tenga pan, gracias a la influencia francesa, el té sea gratis y el segundo plato de arroz también, la comida tai es mucho más sabrosa. Y duermo mejor también, pues en Camboya en vez de agua casi siempre me daban té, y con ese calor, no bebía menos de 4 o 5 litros al día...
Cruzo Isaan, la panza oriental tai, un inmenso arrozal lleno de pájaros. Cientos de caballeros blancos pintando el cielo de las nubes que le faltan, como el dibujo de un niño. Grullas, garzas y garcillas se levantan a mi paso con elegancia, yendo de un arrozal a una arboleda, con su calmado vuelo que tanto se parece a un pedaleo. Rumbo al río Mekong subo alguna montaña, y eso, junto al tirón hacia el norte, alivia el clima. El sol empieza a ser más suave y el aire más fresco. Llevo un par de meses sintiéndome no débil, pero tampoco fuerte, creo que por el exceso de sol y calor de este último año tropical, y me alegra subir grados en el paralelo. Lo que me da temor es que en este rumbo al norte me coma el último mango y lo haga sin saber que es el último. Que a veces uno pasa por la vida sin enterarse...
Junto al Mekong doy con uno de esos lugares que, de tanto en tanto, aparecen en el camino y me detienen: Chiang Khan, un pueblo colgado al majestuoso y sereno río. Al otro lado, tras un kilómetro de agua, está Laos.
Es un lugar de turismo local, reducto de cultura tai al que llego por puro azar; casas de madera muy singulares y vida a otro ritmo. No hay hoteles con internet, ni panqueques de banana, ni bares con música occidental, ni chatis, así que tampoco hay turismo foráneo. Todo es al puro y muy singular estilo tai, delicioso, como su comida. Y a precios tai. Si tuviera más tiempo de visado, me quedaba unas semanas. Una ruta de bonitos días pedaleando junto al Mekong, y sin darme cuenta, mis quince días en Tailandia se han pasado volando. He de dejar el país y cruzar a Vientiane, la capital de Laos. Adiós, bella Tailandia.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
- '¿Pai nai?'
El ciclista asiente, esboza una sonrisa que el cansancio torna mueca, no responde y se sienta en el puesto de comida. Miles de veces ha escuchado la cansina pregunta. '¿Darimana?' '¿At kuda?' '¿You…going?', el insoportable dónde vas o de dónde vienes en decenas de lenguas. Cuando en cada parada, las primeras palabras que escucha son ésas; en cada cruce, en cada tienda, en cada pozo de agua, ni el mejor de los ánimos evita el malhumor de quien llega agotado y por toda bienvenida recibe la dichosa preguntita. Ya quisiera el acogedor 'Sein banoon' de las estepas mongolas, o el 'Salaam aleikum' árabe, incluso un estándar 'How are you?' sería suficiente. Aunque de todos, su favorito es el sencillo swahili 'Karibu', bienvenido, sin más.
La diferencia entre la curiosidad inoportuna o generar cierta acogida es abrumadora, porque el ciclista no está bajándose de un mini-bus climatizado sino que tal vez lleva dos horas a cuarenta y ocho grados, o se siente débil, o tiene frío, o ese día está bien, solamente cansado. Un cansancio que necesita unos minutos para ofrecer una buena cara y al que no ayuda la pregunta impertinente.
A veces ellos se dan cuenta y rectifican, suele haber un viejo o alguien más educado que cuestiona si no es mejor preguntarle cómo está, o si necesita algo. Otras veces no, y se erigen en maestros de la paciencia y la comprensión. En un mundo lleno de millones de analfabetos es necesario aceptar la bofetada y la idiotez, pues son el contrapeso de la amabilidad y el buen corazón. E indudablemente porque el viajero es un reflejo del mundo y unas veces es amable, otras un idiota, y otras suelta una bofetada.
'Junto a la queja y todo lo que la rodea habita una realidad que la irritación quiere ocultarme - piensa -, no me estoy bajando de un mini bus frente a un hotel, lo que recibo es el precio de ser un viajero, no un turista.'
Alguien que se detiene en un restaurante de caña y adobe en medio del Sáhara, se quita un turbante sucio, el polvo de la ropa, y va directo a beber de la tinaja fresca agua turbia con un asqueroso vaso de plástico, es alguien que viene de algún lugar y se dirige a otro. La pregunta es inevitable y a veces tan irresistible que se antepone a la educación recibida.
Con el paso del tiempo, la paciencia se ha hecho más fuerte que la irritación, aunque en ciertas ocasiones una fugaz rabia gana la batalla, que el ciclista justifica diciendo, 'sangre española'. Cuando llega a los alrededores de un lugar turístico y recibe de los niños dedos señalándole, 'tourist-tourist', sabe que desde ese momento, los días que esté ahí deja de ser quien va de un lugar a otro y se convierte en un turista más. Y aunque la bici provoque curiosidad, hasta el hotel más barato incluirá en el precio la privacidad y la ausencia de preguntas cansinas. Ser turista puede ser un descanso.
- Del planeta amo las montañas - solía decir Augusto, - pero como viajero mis lugares favoritos son los desiertos y las estepas. Da igual el país, son pueblos cuya sangre es la misma. Vivían en interminables tierras que atravesar para llegar a un lugar de comercio. Tenían sólo tres cosas con ellos: agua, comida y refugio. Hoy afortunadamente tienen algo cierto confort y pertenencias, pero lo esencial de ese triángulo se apoya firmemente en sus rituales y su modo de relacionarse. También en el modo en que reciben al viajero. Si en la ciudad se creó la tecnología, del desierto brotó la hospitalidad.
Quien atraviesa el Gobi no es un turista y ellos saben lo que anhela el que llega de paso: agua, comida y refugio. Y le dejan en paz para que se recupere. Después, viene la conversación, el intercambio de datos que en las circunstancias de un lugar remoto convierte a huésped y anfitriones en hermanos por una noche. Hacen la vida simple y su generosidad es pura, limpia, no esperan nada de quien se irá al día siguiente. Le dan lo que tienen y no piden nada. Saben que todo lo que lleva es necesario, pues un viajero no carga con cosas prescindibles. No es un mercader, ni un turista. Vive como ellos, en los términos esenciales de la vida.
Y cuando agotado, acaba el desierto y aparece el confort de una ciudad donde habita la abundancia, alguien tras la comida le pregunta que móvil tiene, o si tiene un GPS. Y no entienden y se avergüenzan un poco, cuando el viajero responde que no tiene nada de eso, ni lo necesita, lo que necesita es un lugar para lavarse y para dormir.
Contento de regresar a Tailandia. Pese a que Camboya tenga pan, gracias a la influencia francesa, el té sea gratis y el segundo plato de arroz también, la comida tai es mucho más sabrosa. Y duermo mejor también, pues en Camboya en vez de agua casi siempre me daban té, y con ese calor, no bebía menos de 4 o 5 litros al día...
Cruzo Isaan, la panza oriental tai, un inmenso arrozal lleno de pájaros. Cientos de caballeros blancos pintando el cielo de las nubes que le faltan, como el dibujo de un niño. Grullas, garzas y garcillas se levantan a mi paso con elegancia, yendo de un arrozal a una arboleda, con su calmado vuelo que tanto se parece a un pedaleo. Rumbo al río Mekong subo alguna montaña, y eso, junto al tirón hacia el norte, alivia el clima. El sol empieza a ser más suave y el aire más fresco. Llevo un par de meses sintiéndome no débil, pero tampoco fuerte, creo que por el exceso de sol y calor de este último año tropical, y me alegra subir grados en el paralelo. Lo que me da temor es que en este rumbo al norte me coma el último mango y lo haga sin saber que es el último. Que a veces uno pasa por la vida sin enterarse...
Junto al Mekong doy con uno de esos lugares que, de tanto en tanto, aparecen en el camino y me detienen: Chiang Khan, un pueblo colgado al majestuoso y sereno río. Al otro lado, tras un kilómetro de agua, está Laos.
Es un lugar de turismo local, reducto de cultura tai al que llego por puro azar; casas de madera muy singulares y vida a otro ritmo. No hay hoteles con internet, ni panqueques de banana, ni bares con música occidental, ni chatis, así que tampoco hay turismo foráneo. Todo es al puro y muy singular estilo tai, delicioso, como su comida. Y a precios tai. Si tuviera más tiempo de visado, me quedaba unas semanas. Una ruta de bonitos días pedaleando junto al Mekong, y sin darme cuenta, mis quince días en Tailandia se han pasado volando. He de dejar el país y cruzar a Vientiane, la capital de Laos. Adiós, bella Tailandia.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?