Llegué a Bruselas con la mente en blanco -nunca había estado en Centroeuropa- y el corazón agitado -nunca había tenido interés por venir-, y la verdad pasé una semana larga en una burbuja de irrealidad. En la capital belga me recibían mi primo Paco y su linda familia, no sé cómo explicar que mis ojos veían a mi primo ya cercano a los cincuenta, casado, con tres niñas, pero mi corazón sentía el mismo afecto de la infancia; era como si quisiera decirle, "no vayas hoy a trabajar y nos vamos a buscar pulpos en las rocas". Y de golpe, en lugar de zambullirnos en el Mediterráneo granaíno, Bruselas me salpicaba con otra realidad. 'Ándale, Salva, apréndete quién eres ahora que te esperan muchos reencuentros así cuando cruces los Pirineos'.
Y también en Bruselas por fin conocí a la familia mundubicyclette, una leyenda del cicloturismo. Andoni y Alice no sólo me ayudaron y me aconsejaron a manejarme por la Europa que me esperaba, sino que Andoni me puso a punto el galeón, que necesitaba unos buenos astilleros. Recia mano de obra vasca para los temporales del frío y una amistad nacida de amigos comunes y emails durante años que ahora se ha afianzado entre cervezas y charlas nocturnas. Andoni salió conmigo -y con Unai en el carrito- para hacer algo más llevadero el primer día de pedaleo en Centroeuropa: lluvia. Alentador principio. Precisamente el panorama que más me temía, las lluvias de otoño, frío y agua. Sin embargo, pese al desagradable comienzo ha resultado ser el otoño más largo del viaje, con más días de sol que de lluvia; un largo mes decorado por Van Gogh, todo lleno de hojas amarillas y rojas alfombrando el suelo, o cayendo de los árboles a mi paso, juegan a ser las mariposas que ya se fueron en busca de tierras más cálidas y, a veces -como ellas-, me acompañan empujadas por el viento o se cuelan en una alforja como polizontes confiados en ser bienvenidos por el capitán.
Atravieso el sur de Bélgica rumbo a Luxemburgo y Francia cruzando pequeños pueblos con grandes casas, antiguas, bien conservadas, a menudo espectaculares, tan góticas y altas, de pura piedra, aunque no inspiran mucha alegría, sino frío, demasiada piedra y teja oscura. Y todo tan limpio, tan ordenado..., estos pueblos y aldeas nada tienen que ver con la sencillez campestre, cada pueblo parece estar lleno de hostelerías rurales, enormes, lujosas, y no son hoteles, son simplemente las casas de los labriegos del continente rico. Aunque yo no los veo por ningún lado, ¿dónde estarán? Con la sencillez de los continentes colonizados y explotados todavía en mi retina, la mayoría de ellas me parecen mansiones, todas con su jardín de inmaculada yerba por la que deambula una maquinita parecida a una aspiradora -o a un robot de La guerra de las galaxias- cortando el césped ella solita… La verdad, cuando las veo me paro a mirarlas con la boca abierta, me parece ese futuro que salía antes en las películas de ciencia ficción. O tal vez me paro a ver si puedo hablar con ellas a falta de alguien cortando el césped, o simplemente caminando, no parece que haya vida humana. De hecho, habrá algún día que me entran ganas de mirar las noticias para cerciorarme de que no ha ocurrido una pandemia y estoy solo… Europa. Parado en medio de un pueblo, sin nadie en las calles, una y otra vez me pregunto "¿dónde estarán?" Qué pregunta más tonta, Garbancito. Están trabajando. No te enteras del sistema. Tienes que pasar tu tiempo trabajando para poder comprar una maquinita que corte el césped en tu lugar porque estás… trabajando.
Como no hablo con nadie, decido emplear mi tiempo en algo útil y hago lo que se viene a hacer a Europa: ver piedras viejas. Y en Luxemburgo city tengo mi primer día de turismo, a descansar y a pasear por una ciudad que terminó por gustarme mucho. Pequeña, llena de grandes palacios y casas, con bonitas vistas desde las murallas medievales, todo es perfecto para tomar mil fotos como mil postales, un bonito Mundo Feliz que fotografiar. Ya en Francia, pedaleo junto al primero de un puñado de ríos interesantes y famosos, el río Moselle, al que voy a perseguir metiéndome en las montañas de los Vosgues para verle nacer. Alterno carreteras pequeñas con las populares vías ciclistas, y he de reconocer que éstas no son lo mío, pese a que no haya coches por ellas. Yo me siento en ellas más de paseo que recorriendo un país, me da la sensación de que me faltan dos chiquillos detrás y una cesta con el picnic. Sí son estupendas -las ciclovías- al caer la tarde, pues alejadas del tránsito y en zonas naturales -bien sea un lago o un río-, son perfectas entonces para encontrar un rincón hermoso donde acampar discretamente. Sobre los centroeuropeos…, exagero, abuso del tópico porque la comunicación que yo busco es espontánea -al viajero le gusta la sorpresa- y eso no es viable aquí. Nadie tiene tiempo, sólo dinero. Es verdad que son fríos, distantes, ni tienen tiempo ni en muchas ocasiones la posibilidad de salirse de su rutina diaria cronometrada y cerrada, pero si los conoces a través del cauce considerado 'adecuado' -un email con antelación suficiente para que hagan un hueco o una excepción en sus vidas- son una gente bien agradable. En este caso el cauce es warmshowers.org, la comunidad de hospitalidad ciclista. La gente que me ha recibido en su casa me ha mostrado esos intramuros perfectos sin mancha, sin una cuchara fuera de lugar, con una hospitalidad bien generosa.
Lo inesperado al encaminarme a Suiza fue la llegada de un tardío veranillo de san Miguel, en pleno inicio de noviembre. Quién lo diría, pero pasé casi una semana con máximas de 18 grados, me sentaba al mediodía en un banquito de una plaza como un lagarto, igual de feliz, igual de quieto, sabiendo lo escaso y preciado que es el sol en estas tierras. Y aunque no pude pedalear por la Suiza de los Alpes (pese al sol, los puertos de esa zona empezaban a estar cerrados al tráfico) sí disfruté de unos paisajes bonitos, de ríos y lagos extremadamente limpios. Estos suizos se cortarían una mano antes que tirar cualquier porquería a la naturaleza, eso me gustó mucho. También parecen más felices y sonrientes que sus vecinos norteños, mucha gente aquí trabaja un 60-80% de la jornada para ganar menos y tener más tiempo libre, gracias a los sueldazos que hay, y se nota, salen mucho a la montaña para correr, montar en bici, esquiar, hacer kayac, cualquier cosa que les saque de la vida urbana. Y ciertamente, las ciudades suizas no son insufribles, sino pequeñitas, con muchos espacios verdes, muchos lugares para hacer deporte, sin polución… Sí que desde fuera parece el país perfecto para ser feliz, aunque cuando te acercas…, descubres que las hermosas flores son de plástico.
Yo me di un chapuzón de esa felicidad suiza y me reencontré con mis amigos Joseba y Corinne por sexta vez. Nos hemos visto en Irán, China, Mongolia, Japón y México. Una naranja de dos mitades que se ha instalado aquí para comenzar una nueva etapa en sus vidas tras recorrer el mundo en bici. Disfrutan del privilegio de elegir qué hacer con sus vidas, un lujo de millonarios en nuestra era. Con ellos disfruté de calidez y días relajados -sin horario cronometrado de actividades 7am-10pm- y del buen clima que noviembre ha dejado, que duró hasta la capital, Basilea. De allí a Lucerna tuve 100 kilómetros de pedaleo bajo tormenta. Lo peor es que lo sabía con antelación y me lancé para disfrutar el temporal entusiasmado por la posibilidad de la primera nevada... Salí con la primera luz y lloviendo, a unos 5 grados, que pronto en las afueras bajaron a 3, la lluvia pasó a ser nieve y la tormenta se endureció para poner finalmente todo blanco. Un horror, lentamente la nieve se posa sobre mi bici, sobre mi chaquetón y mis pantalones, lo cual es peor que la lluvia, como no hace el frío suficiente la nieve se apelmaza y después se derrite, ningún goretex puede soportar 100 kilómetros de esa guisa. Aparece el enemigo canalla: el sudor. Hay que evitarlo como al demonio porque lo que se moja no se seca, a ver si un día os cuento las virguerías que hago al respecto. Para colmo no puedo llevar las gafas puestas y a veces los enormes copos de nieve caen justo cuando tengo los párpados abiertos; me refrescan la vista, me digo yo bromeando, aunque lo cierto es que me arden de frío.
El día se pone más duro de lo que pensaba. Hago el segundo descanso en el pueblo más alto, un paso de montaña a 800 metros largos, que más bien es el cambio de rasante entre dos ríos, y entro en la tienda de la gasolinera del pueblo. La chica, al verme entrar mojado, me dice: - Puedes estar dentro, pero no puedes comer ni beber nada. No es la bienvenida más cálida del viaje, aunque peor hubiera sido que no me dejase entrar por estar empapado. Ciertamente, en Europa se puede alterar el dicho ('nada humano me es ajeno') y decir que para ellos 'nada que sea ajeno es humano'. Y todo parece ser ajeno. Menos mal que en Lucerna tenía una familia de warmshowers que me esperaba con los brazos abiertos y una ducha caliente, vaya día… Sin embargo, no fue el comienzo del invierno que estaba esperando, dos días después regresaba este sol de noviembre y las temperaturas por encima de los 10 grados.
Como buen andaluz, y con más mérito estando en Suiza, al día siguiente hago honor a la puntualidad sureña y llego a Zúrich media hora tarde a la tienda donde trabaja Bilintx. Entre las cinco y las seis en este país se cierra todo, y a las seis y un minuto miles de personas corren raudos a sus casas o a donde tengan programado llegar a las seis y diez. Bilintx, un amigo de un amigo, me espera con la tienda abierta y de buen humor: - Disculpa el retraso... - Ja, ja, ja, no te preocupes, me venía bien esperarte, así le meto mano a mi bici que la tengo desatendida. - Me temía que hubieras tenido que cerrar…, bueno, necesito algo caliente, estoy congelado, te invito a un café -le contesto tras el abrazo y la bienvenida. Y saco el termo de mis alforjas. A un café instantáneo, claro, que en este país un capuccino cuesta 4 euros. Una ducha y tremenda velada con este pareja de vitorianos, Bilintx y Garbiñe. Me trataron como a un rey, unas berenjenas rellenas, vino, jamón serrano y queso vasco... esto es el cielo y Suiza que se quede donde está.
Que es donde voy yo al día siguiente. Un día perfecto para un país perfecto. Carreteras bonitas, ciclovías con túneles iluminados, y termino acampando junto a un lago limpio y cristalino, donde se reflejan las montañas y la nieve de la tormenta pasada. Si pudiera hablar con algún suizo o con una máquina cortacésped le diría que tiene un lindo país. Y es que este silencio -el de los países centroeuropeos- no es el de la paz de quien acampa en un quieto lago o en un desierto o una estepa, ni tampoco el que se respira en un templo tailandés. Silencios hay muchos, como soledades, y aquí es el silencio de la incomunicación, un silencio de manos tapando las bocas. Un silencio que grita con desesperación viendo que se hermana con la soledad mala, no la soledad de quien acampa en un lago o un desierto o una estepa, la mala, la del aislamiento.
Austria, el siguiente país, me iba a dar una sorpresa con la que ya no contaba: son los sureños de Centroeuropa. Antes pasé por Lienchestein (espero haberlo escrito bien), un país de dos horas gracias a que me detuve una para secar la tienda y comer un bocadillo, y por varios amplios valles que extendían sus ríos y planicies al norte, hacia Alemania. Yo me desviaba al este para visitar a un amigo en Innsbruck y tenía que cruzar un paso más o menos serio en los Alpes austríacos, el Altberg, a 1800 metros.
Una subida agradable por una carretera antigua y un paisaje nevado. Tras un par de pausas a tomar cafelito de termo llego a los pies del Altberg, a Stubon, un pequeño pueblo de los tantos donde cada casa es un hotel para alojar esquiadores. Los Alpes austríacos presumen de tener 1000 kilómetros de pistas de esquí, yo no dudo de que haya al menos 1000 hoteles, toda esta comarca vive de la temporada blanca, aunque justo ahora, noviembre, es su mes de vacaciones. No hay ni un alma. En Stubon estoy ya a 1400 metros de altitud, en un lugar privilegiado donde el sol alcanza a superar las montañas e inunda la pequeña plaza, perfecto lugar para descansar un rato disfrutando de cierto calorcito, y al rato, de entre las calles vacías aparece un tipo mayor que viene directo a hablar conmigo un rato. Tras casi un mes de conversaciones prácticas ('¿cuál es la carretera a…? o ¿cuánto cuesta esa barra de pan?') me emociono de pensar que estoy teniendo la charla espontánea más larga con un autóctono. Ya os digo, chicos, Austria es la Andalucía de Centroeuropa. Sin embargo, la charla no es relajada; tras saber de mi viaje, el hombre cambia su interés inicial por un discurso de autodefensa y justificaciones y tópicos sin que nadie le haya atacado. - Tengo un hotel de quince habitaciones y sí, estoy estresado de atender siempre a la gente, sus gustos, sus manías, pero hay que trabajar, ¿no?... La pasé bien de joven, era instructor de ski, hice mucho dinero, tengo suficiente para vivir... ¿Y de qué vives tú?, ¿eso es lo que comes, chocolate y bananas? Bien..., eres libre con tus ingresos de tus libros, después tendrás que trabajar en serio... ¿Los sueños, dices? Sí, los sueños son importantes.. en fin, adiós. Yo apenas hablé, no fuese a ofenderle sin querer. Si le llego a decir que vivir trabajando duramente para tener dinero suficiente en la vejez me parece menos importante que disfrutar de mi vida, ahí creo sí que se hubiera sentido atacado...
En Innsbruck, me reencuentro con el bueno de Andi, pedaleamos juntos entre Irán y Uzbekistán 6 largos años atrás, allí sí había aventuras y desventuras. Sigue igual de jovial y entusiasta, algo mayor, más hecho y sólido, pero el mismo buen tipo. Pasé unos días muy agradables con él y sus amigos, gente mucho más abierta y relajada, fiestera; de hecho, los alemanes se mofan de los austríacos, los llaman pueblerinos. A mí me parece gente de montañas, gente sin gesto sofisticado en el rostro, que no anda diciéndole a todo el mundo lo que deben hacer, sencillos y de menos majaderías, menos políticamente correctos. Me cayeron fenomenal. Y de hecho, Austria ha sido el país donde he pasado más tiempo; aun sin saber lo que me esperaba en Europa del Este, hice mío eso de más vale pájaro en mano… Además, tenía un tramo por el que rodear mi camino hacia Praga yendo junto a los ríos Salzach, Inn y Danubio… Nada me gusta más que viajar junto a ríos famosos. Miel sobre hojuelas. El Salzach es pequeño, lo agarro en una breve esquina de Alemania donde tengo que entrar para llegar a Salzburgo, y es la llave de un hermoso paisaje. Como el Inn, también vestido con lentejuelas turquesas, se escapa por una grieta de los Alpes austríacos dejando atrás las montañas y abriéndose a un amplio horizonte de tierras bajas y planas. Me gustan estos lugares nítidamente geográficos: las montañas abruman mi espalda, los días pasados, y una extensa planicie de agricultura, de tierras bajas comienza, al igual que los días por venir. Ahí mismo, en la frontera de estos dos mundos, está Salzburgo, la ciudad de Mozart. Me sucede lo mismo que cuando metí los pies en el Orinoco o estuve frente a la muralla china, pasear por la ciudad donde este tipo tomaba café (ya había cafeterías a principios del XVIII), me corrobora que lo que estudié en los libros del colegio se corresponde con la realidad. Es algo tonto, quizás, pero yo siempre he sido muy desconfiado.
Salzburgo es fascinante, su castillo, las catedrales, los palacios, las casas del s.XIV todavía en pie orgullosas contra el paso del tiempo… Deambulo por calles estrechísimas, amuralladas por antiguas casas de cuatro plantas donde el sol no alcanza, son angostas como un desfiladero del Atlas marroquí, como la calle de Venecia, por donde venían los mercaderes de… Venecia. Pensar que paseo por donde esta gente venía con sus especias y sus pieles, sin pasaporte ni tarjeta visa... otros tiempos, y todavía está igual. Tengo además la fortuna de visitar aquí a un amigo, Harald, al que conocí en Malawi, que es historiador, y el domingo nos damos un paseo en el que me cuenta todos los intríngulis de esta ciudad fascinante. No sé si por Mozart o para evitar un par de días de lluvia, pero me quedé varios días disfrutando de mis paseos. Como turista, he aprendido cosas que olvidaré pronto, que el arzobispo de Salzburgo reconstruyó la catedral para que pudiera ver su fachada desde su residencia palaciega o que aquella calle tan fría, angosta y en penumbra era el antiguo camino de los comerciantes de Venecia, cosas ciertamente que prefiero leer en un libro con un café en casa mientras imagino otros tiempos, como si leyera Bomarzo, no mientras estoy viajando. Viajar no es ésto, o al menos no lo que yo he estado disfrutando estos años; viajar es dialogar con quien piensa diferente, es hacer tuyas costumbres ajenas, es descubrir que la razón del 'otro' te hace pensar y cuestionarte, es dormir en el suelo, comer con las manos, hermanarse con el desconocido, es mancharse, transformarse, cambiar para siempre los ojos con los que ves la vida. Viajar no es un seminario sobre piedras góticas o chismes aristocráticos del Renacimiento, eso es turismo. Viajar es exponer tu corazón, que sangre, que se enamore, que sufra, que llore, que ría, y que al regreso -'lo más tarde posible'- sea otro corazón. Hacer turismo es productivo, incrementas tus conocimientos, pero viajar está lejos de ese propósito, no es enriquecer tu discurso con vinos de la Alsacia para deslumbrar a los que se quedan en casa con tinto de verano. Viajar es, muy al contrario, completamente improductivo, es perder todo lo que tenías al salir de casa: tu dinero, tu salud, tus miedos, tus prejuicios, tu tiempo, tu irrebatible idea del mundo…, es perderlo todo y volver a casa con las manos vacías. Viajar es transgredir la norma que nos fuerza a vivir en formación permanente, es disfrutar de la libertad, ser cigarra, ser egoísta, es salirse de la rueda del hámster y aprender lo que no oferta ninguna universidad ni tiene cabida en tu curriculum vitae: humanizarse. El viajero pone al 'otro' en el primer lugar de su punto de vista…, mientras que el turista quiere que por favor se quite de en medio porque va a sacar una foto. Y en esas, feliz tras los paseos por la bonita ciudad de Mozart y desencantado por ser un turista más en Europa, salgo rumbo al río más famoso y musical. En Passau -otro ratejo en Alemania- el Inn se une al Danubio y durante el día y medio que tardo en llegar a Linz pedaleo junto a la cicloruta más popular de Europa: la del Danubio. Tiene campings, está pavimentada, señalizada hasta el hastío, y para colmo, es bonita. A estas alturas ya estaba ansioso por cruzar a la Europa del Este, por salir de este Mundo Feliz, tan organizado, tan primoroso. Y para cruzar el viejo Telón de Acero hay que subir una de las divisorias europeas. Cruzo el Danubio a su orilla norte y tras veinte kilómetros alcanzo los ochocientos metros de altitud. Paro en un pueblito, también ha salido el sol y justo asoma por encima de los árboles e incluso del campanario de la iglesia para calentar uno de los cuatro banquitos que rodean la fuente de la plaza. Para no exagerar, no alcanza a iluminar todo el banco, lo justo en una esquina para poder sentarme y tomar un cafelito con pan. El sol y sus fogonazos de calor empiezan a ser de oro, pienso, sin saber que este rato de vitamina D va a ser el último de noviembre.
Y la frontera es un momento tremendo, lo mire por donde lo mire, porque hay varios puntos de vista. Primero, es una de las fronteras del antiguo Telón de Acero, hace 25 años más allá estaba el comunismo y todavía hoy en día está la Europa del Este que no tiene el euro. Se acaba la riqueza obscena de Centroeuropa y entro en otra realidad, histórica y socialmente. Segundo, esta franja que dividía de norte a sur la Europa soviética de la Europa capitalista ahora se ha convertido en un corredor ecológico impresionante. La frontera militarizada y por tanto deshabitada y sin domesticar provocó que los bosques reconquistaran territorio y se hicieran frondosos, habitados, que los animales se multiplicaran. Tercero, no sólo cruzo a otra realidad sino que el paso (no llega a los 900 metros) atraviesa la Divisoria europea. A partir de aquí todos los ríos llevan sus aguas hacia el norte, al mar Báltico, y dejo atrás los ríos que se encaminan hacia el este o el sur. Todo un cambio geográfico que no es gratuito, al otro lado, en la República Checa, los árboles ya han perdido completamente sus hojas, el otoño aquí hace días o semanas que perdió su último amarillo y los bosques no son más que troncos indefensos con la esperanza de sobrevivir un invierno más. Pero lo más sorprendente no es el cambio a otra realidad, ni la riqueza ecológica, ni el cambio climático que me pone de golpe y porrazo en 2 o 3 grados de los 9 que tenía en el lado austríaco, sino la niebla. Una densa niebla está instalada en la mismísima frontera, como si el Este quisiera advertirme ‘por si no lo sabes, cruzas a otro lugar, aquí la vida fue gris durante muchas décadas, muy gris’. Por supuesto, me estaba esperando el Moldava, rumbo a Praga...
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