En la frontera me llevo una inesperada sorpresa. Panamá ha cambiado las reglas y ahora -desde hace un mes- exigen a los extranjeros un ticket de salida del país o los papeles del camión. Mi galeón existe por sí mismo, es un navío demasiado orgulloso para conservar una sucia factura de compra-venta, y trato de obtener cierta comprensión.
- Lo siento, comprendo que es ridículo, pero no puedo hacer ninguna excepción. Tenemos que firmar con nuestro nombre su entrada y si hay algún problema con usted, yo sería el responsable. Compre un billete de autobús a San José, es lo que están haciendo todos.
Genial, el billete cuesta 14$... precios costarricenses.
Me voy a un hotel donde tienen internet y les pido que me dejen usarlo para encontrar un billete de avión que me saque de Panamá y de paso me deje entrar. Mientras navego como un loco por diferentes páginas a ver cuál me permite hacer una reserva e imprimirla, cae una de esas tormentas tropicales que no se olvidan. Menudo chaparrón, si no fuera porque las computadoras arramblan con todo posible romanticismo, la situación en esa frontera hubiera sido hermosa: diluvio tropical y problemas de papeles.
El tipo del hostal me imprime mi reserva Panamá-Cualquierlugardelmundo (creo que fue Bogotá) y regreso a Inmigración con mi ciber-salvoconducto. Busco una ventanilla con un oficial diferente y entrego los papeles. El tipo mira las hojitas de mi vuelo con cierta desconfianza -no es más que un email con el itinerario del vuelo-, pero cuelan, total, a él que más le da. Todavía más requisitos para entrar a Panamá:
- ¿Tiene usted 500$ o una tarjeta de crédito?
Tras la sorpresa, me ahorro un irónico comentario (¿De veras piensa usted que me voy a quedar a vivir ilegalmente en su país?) y opto por lo segundo, porque de dólares voy ya tiritando. Y por fin, entro al país. Me encuentro una enorme autopista, la calidez centroamericana nuevamente, gente sin prisas, y que no me mira mal por comer junto a mi bici. Y precios ajustados al nivel de vida centroamericano que celebro con un cafelito y 4 porciones de bizcocho de plátano: 1$, el banquete.
Salgo de Panamá con cierta esperanza de pasar el Tapón del Darién, pues en la oficina de la policía fronteriza aceptaron mi solicitud sin problemas. Digo cierta porque quien conoce aquello me decía que los milicos no me iban a dejar pasar y que tuviera cuidado con los indios kuna, famosos por su amor al dinero y por dejar abandonados en medio de la selva a quienes les pagan como guías. Yo, por si las cosas iban bien, me actualizo la vacuna de la fiebre amarilla y salgo hacia Yaviza, el final de la carretera.
Al salir de la capital me espera una sorpresa inolvidable. Óscar, un panameño con el que había intercambiado unos emails, me aguarda en la carretera por si me ve.
- ¡Salva!
Escuchar tu nombre en medio de Panamá es algo que puede dejar de piedra a cualquier españolito. Me detengo.
- ¡Soy Óscar!
Entramos a tomar un café y charlamos durante un agradable rato. Yo estoy tan sorprendido que me siento abrumado por su amabilidad, y hasta se me olvida hacer una foto juntos. Paso varios días con esta historia en la cabeza. Cuando inicié la página web en Japón lo hacía con muchos recelos sobre mi privacidad y en ese momento no pensaba que podrían ocurrir historias así, ni pensaba que la historia de mi viaje pudiera llegar a gente desconocida de esa manera. Ahora, de tanto en tanto recibo emails muy cálidos de gente que la lee, emails de apoyo, incluso de agradecimiento, de respeto… pero no estaba preparado para encontrarme con Óscar. Gracias, hermano.
Lo cual ese día me puso la mosca tras la oreja. Bien he aprendido que a una historia buena le sucede, por puro equilibrio cósmico, una… no tan buena. Y cuando en Chepo entro a pedir hospitalidad a los bomberos en una lujosa instalación de apenas 2 meses en funcionamiento me tienen un rato aguardando respuesta, y al final me dicen que sí, pero en la vieja, que suba al pueblo. Llueve fuerte y cuando llego a la vieja estación de bomberos… en pocos lugares tan asquerosos han descansado estos huesos. Hubiera preferido que me dijeran 'no'. Perfecta combinación de esto que somos, la humanidad, capaces de lo mejor y lo peor: la luz y generosidad de Óscar, la sombra y miseria de los bomberos de Chepo.
Cuando me detienen en el primero control militar del Darién (esta provincia es paso migratorio y está fuertemente militarizada), todo es más fácil de lo pensado. Hacen una fotocopia de mi solicitud y al mostrarles fotos de alguna selva indonesia, un capitán asiente 'si, así es la trocha del Darién'. Genial, me pongo como una moto. En ese momento pienso que todo va a salir como soñaba.
Al día siguiente, en el control de Metetí, las cosas no son tan fáciles, aquí está el destacamento principal, y el general a cargo del Darién. De primeras: 'No, no puede usted seguir viaje'. Insisto. Y veinte minutos más tarde sale otro tipo que me devuelve mis documentos y me dice: 'Adelante'. Casi salto de alegría. En ese momento no podía pensar que me estaban engañando.
Allí me encuentro con Sean, un irlandés que viaja en una pequeña honda y que ha hecho el desvío por pura curiosidad. Él va a cruzar a Colombia por el Caribe en uno de los veleros que hacen el negocio.
Hacía tiempo que no tenía un encuentro interesante con otro viajero, y este lo es. A 50 kilómetros de Yaviza, el final de la Panamericana, en un retén militar donde mi pasaporte y mi permiso del Senafront están dentro de las oficinas debatiendo si me dejan pasar o no, encontrarse con Sean y su moto es un momento que hubiera sido maravilloso recordar en el futuro, con una Guinness, tal vez… si todo hubiera salido bien.
Ahí nos ponemos a charlar mientras llega mi respuesta.
- ¿De veras les has dicho que quieres pasar a Colombia?
- ¿Y qué voy a hacer? Hay 15 retenes hasta Paya, ¿de qué sirve mentir? Mejor decir la verdad en el primero y ver hasta qué punto tengo chances de llegar.
Y en estas sale un comandante, igual de serio que el anterior, me entrega mi pasaporte y mi ‘permiso’.
- Joder, me muero de envidia, ojalá que te vaya bien, ¿tienes algún dispositivo de emergencia, un gps?
Le miro con cara de póker.
- Espera un momento - Y se pone a buscar entre sus cosas.
Sean saca un aparato negro del tamaño de un disco para hockey-hielo.
- Funciona por satélite. Tienes que encenderlo y pulsar aquí, en caso de emergencia, si estás perdido, si te han secuestrado. Esto envía un mensaje de alarma y en cuestión de minutos esa señal de socorro llega a la policía de Panamá y a la más próxima a ti, es decir Yaviza o Paya, donde haya comunicación.
- ¿Y qué les digo cuando descubran que no soy tú?
- ¡Tienes que decirles que eres yo!
Lo pienso unos minutos mientras lo tengo en la mano, pesa bastante para ser tan pequeño. ¿Y si me secuestran? ¿me lo llevo?
- Ya nos encontraremos en Colombia o me lo dejas en algún hostal del camino. No te preocupes por eso.
- Gracias, Sean, te lo agradezco mucho…, pero no, prefiero ir sin seguro de vida. A estas alturas no voy a cambiar de caballo.
Abrazos, buena suerte. Mándame un email desde Colombia. ¿A dónde? ¿a una isla de San Blas?. Cabrón, voy a estar todo el viaje pensando en tu aventura. La próxima vez en lugar de un retén paramos en un bar, amigo. Con una cerveza colombiana. Que vaya bien. Suerte.
Qué ingenuidad la mía, en ese momento pensaba que iba a cruzar el Darién.
Una vez en Yaviza, voy al cuartel. Todo parece ir sobre ruedas, hasta que el sub-comisionado me dice que solo tengo permiso para Paya y que no me dejarán ir más allá, que no podré cruzar a Palo de Letras, la trocha que cruza a Colombia. Si quiero ese permiso he de regresar a Metetí para obtenerlo del comisionado. Mierda, pero si allí me dijeron que sí. El sub-comisionado llama para comprobarlo y mueve la cabeza: has de regresar.
Los mismos militares me llevan en carro hasta allí y me atiende el capitán Gómez, que me dio visto bueno el día anterior. Un entusiasta de la aventura que quiere ayudarme y redactamos un nuevo permiso. Nos hacemos fotos, todo fantástico, vuelvo a ilusionarme, y a los pocos minutos vuelve con malas noticias: el comisionado no aceptará ese permiso, solo si viene con el visto bueno de Panamá.
Presiono, les hablo de lo que me explicaron en Panamá acerca de la libertad, de la ausencia de zonas restringidas en su país. Nada. La única opción es enviar por fax el nuevo permiso y esperar.
A mí, los militares tampoco me conceden visado de salida. Tras dos días en el cuartel, con llamadas, esperas, promesas y, sobre todo, decenas de historias para asustarme, me doy cuenta que no me van a autorizar a cruzar el Darién. Secuestros, asesinatos, conflictos entre embajadas, rescates millonarios, responsabilidades, y el rechazo contundente a que Panamá esté en los periódicos por un extranjero perdido en la selva, generan que ningún general quiera ser el que autorice el paso por el Tapón del Darién.
- ¿Vas a arriesgar tú 27 años de servicio y tu jubilación por firmar un permiso a un europeo que está jugando a la aventura? - me pregunta claramente un comandante en Yaviza.
Claro que no, para qué mentir. De nada sirve firmar una declaración que les libere de responsabilidades, dos últimos secuestros en los últimos 5 años -un gringo del National Geographic y unos biólogos franceses que contaban con permisos especiales- han sido suficientes. De nada sirve que yo asuma ser robado, perder la computadora, dinero, nada… Me doy media vuelta hundido en cierta depresión, mi sueño de cruzar el Darién se va al carajo.
Mi nuevo plan es llegar a Cartí, donde hay lanchas que recorren las islas de San Blas hacia y desde Colombia. Lo que nadie me dice es con cuanta frecuencia. La respuesta más repetida es 'un día si, otro no'.
Tomo el desvío a Cartí, una estrecha carretera de 40 kilómetros que cruza al Caribe, y subo la primera colina, espectacular, una pendiente guatemalteca del 15-18%, la primera de un centenar. 40 kilómetros de pura colina, arriba y abajo sin un solo metro en llano. '¿Por qué nadie me había hablado de esta carretera? Porque todos pasan en avión o en velero, Garbancito, y ahora vas a descubrir las razones.'
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