Tras la frontera, encuentro las subidas tendidas, llevaderas, una carretera de tramos asfaltados y tramos pedregosos que sube un par de puertos antes de bajar al calor de los 500 metros de altitud. También cambia el color, como entre dos viñetas de un tebeo, y aparece el verde apagado del Perú, ya no hay estridente vegetación selvática, sino árboles, arbustos, y matorral de loma. Una deprimida zona que desde luego no es la mejor cara de este país, tremenda miseria, carreteras a medio terminar, y la sensación de que el Perú no ha cambiado nada en estos quince años… de hecho, eso es lo que parece al cruzar desde Ecuador, un paso atrás de 15 años…
Bajo a las tierras del río Marañón, una zona de arrozales para olvidar y concentrarme en el comienzo de los maravillosos Andes peruanos: el río Uctubamba. Dejo la planicie, los arrozales, el calor, y atravesando un par de desfiladeros espectaculares subo junto a este río hacia Chachapoyas, donde de inmediato decido que me voy a quedar unos días, amor a primera vista.
De Caja a Caja, llego a Cajabamba, donde trato de conseguir información sobre las 'trochas carrozables' que atraviesan la sierra. La vía principal baja a la costa, a Trujillo, aunque muchos ciclistas la evitan por una zona minera que acorta hacia el río Santa. Yo quiero mantenerme en la altura, estoy fascinado con estas carreteras de vértigo, estos pliegues andinos infinitos, cruzarme con un par de coches al día por todo tráfico, y además, la altura mantiene mis piernas lejos de los mordiscos del jenjén.
Pregunto y pregunto, sin conseguir mucha fiabilidad, hasta que un vigilante del mercado me dice que trabajó en la mina Consuso y, que sí, conoce la zona, tengo que cruzar la pampa del Cóndor, un irresistible nombre.
Estas rutas lejanas tienen la maravilla del paisaje vertical, realmente espectacular, Perú es un inagotable mago sacando de la chistera vistas alucinantes, y tranquilidad, son tierras donde hay mucha más gente caminando o en burro, mucha más, que coches, y esto lamentablemente no es filosofía ecológica ni romanticismo, sino miseria. El peruano, como todo latino, aspira a tener un coche, es el símbolo de un status superior, pero en las aldeas andinas eso es una rareza.
Hay mucha pobreza, mucha, de lejos es la zona más deprimida por la que he pasado en Suramérica, muy por debajo de una vida digna. Falta de todo en las aldeas, aunque no agua. Electricidad, saneamientos, limpieza, y educación… el nivel de las escuelas y de la escolarización (los niños tienen que trabajar) es ínfimo. La mayoría de los países africanos están por encima de Perú en este aspecto. Las casas suelen tener por suelo la misma madre tierra, grandes casas, de adobe y madera, oscuras, frías, y de sus puertas entreabiertas no sale apenas luz sino demasiada penuria.
Trato de verlo con el romanticismo de lo antiguo, la vida del pasado, pero la realidad del Perú es sobrecogedora, cuando entro en una tiendita a comprar unas mandarinas, esa sensación de hueco en la pared, sin pavimento alguno en el piso, con los sacos amontonados, sin luz, y con una oferta de alimentos justita, me encoge el estómago, es la más escasa que he visto desde Guatemala, aunque hasta allí creo que había más abundancia.
La carretera es mala, aunque regreso a un pedaleo sin saltos, y llego a Sarin, de nuevo a los 3000 metros que había perdido al bajar. Allí me confirman la ruta.
- Pasas Mumalca, y después ya no hay nada ni nadie. Subes a la Pampa del Cóndor y allí coges a la derecha, y después cruzas otra carretera, tomas a la izquierda y ya sigues la ruta hasta Pelagatos, pero está muy lejos y hace mucho frío allí. Otra cosa, te pueden asaltar, allí no hay nadie.
- Si no hay nadie, ¿a quién van a asaltar?
- A veces, los mineros pasan por ahí…
Desde luego que no me intranquiliza ese comentario. Las zonas remotas, sin gente, sin policía, sin cobertura telefónica, generan un miedo universal que desde mi punto de vista no tiene ningún sentido. El último lugar donde un asaltante va a esperar el golpe de su vida es por encima de los 4000 metros en una tierra desolada.
Paso la noche en Sarín, en la cancha de fútbol, un lugar que en Perú se ha convertido para mí en todo un clásico cuando duermo en las aldeas. Algunas de estas canchas tienen unas vistas millonarias, justo al borde del barranco, y me temo que o bien tienen muy buena puntería, o los ríos peruanos están llenos de balones de fútbol…
En Mumalca, al siguiente día, me dan las mismas indicaciones, perfecto. Y además, salen los maestros y el alcalde a charlar conmigo y hacer unas fotos mientras tomo un pequeño almuerzo en la plaza.
- Es usted el primer turista que pasa por Mumalca, señor.
Le pongo cara de póker, ‘Hombre, algún ciclista, algún mochilero habrá pasado...’
- No, no, se lo aseguro, es usted el primer turista que ha venido aquí.
Lástima que sean las once de la mañana, semejante honor no es frecuente en un mundo tan recorrido. Cierto que estoy en el quinto coño, que voy a ver un solo carro en dos días hasta Pampas, pero que en pleno 2013 llegues a un pueblo del Perú y te digan esto...
En fin, después, cuando estoy subiendo a la Pampa del Cóndor casi que justifico la ausencia de gente por aquí, durísima carretera, pedregal donde los haya y fuerte pendiente en tramos. Una vez arriba, a 4300 metros, descanso un momento mirando atrás. Me fascinan estos lugares tan solitarios, y la altitud, el tremendo silencio, solo escucho mi respiración y ese sonido tan intenso del corazón a pleno esfuerzo, áspero, casi metálico, fascinante, parece tener vida dentro del pecho, lo siento vibrar con cada latido, el leve movimiento que genera en mi pecho… algo tan simple como sentir tu propio corazón, escucharlo… sentir que estás vivo.
La ruta me lleva por unas aldeas olvidadas, sin tiendas donde comprar comida, de gentes que viven sus vidas sin conocer lo que hay siquiera 40 kilómetros más allá de sus casas. El transporte es realmente un problema aquí, casi nadie tiene coche, voy a pasar hasta 48 horas sin ver uno. Yo faldeo laderas, entro y salgo de esas entrañas andinas a unos barrancos tan profundos que si escarbas un poco creo que encuentras a un camboyano plantando arroz… sus antípodas.
Yo subo y bajo, faldeo, tengo tramos espeluznantes con carreteras talladas en las montañas. Las fotos de estas carreteras pueden llamar la atención, pero pedalear por ellas y mirar abajo te hace sudar frío…
Hasta que por fin un paso a 3500 metros me cambia completamente de cordillera y me orienta a la Cordillera Blanca. Al fondo, brillando con su plata vieja de miles de años, aparece una pandilla de seismiles nevados que me son familiares… la joya de la corona. Casi me parece que están a un día de distancia, pero miro hacia abajo y tengo un profundo valle en medio, un descenso seguido de una vertiginosa pared que preocupa, este valle en el que voy a caer es más un lugar de montañeros que de ciclistas, demasiado vertical.
Así es, al día siguiente, bajo y subo y vuelvo a bajar, salgo de ese laberinto de trochas pedregosas en el que me había metido, y otro día más para dar en lo alto de un pequeño mirador donde contemplo el valle del río Santa, los nevados, y el último descenso vertiginoso antes de entrar en el Cañón del Pato. Estoy fascinado, no solo por las vistas que llenan mis recuerdos, sino porque vuelvo a atravesar pueblos en donde encontrar dos tiendas de comida en la misma calle…
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