TIERRAS DEL TIBET.
Rumbo a Litang, paso el primer control a la hora del almuerzo y está desatendido, como la carretera, en la que apenas veo un camión cada hora. Tras todo el día nevando cuatro copos, subo el primer puerto a 4000 metros, que tiene poca nieve en la carretera. Bajo de nuevo a los tres mil metros y cuando me recupero del frío me siento bien, pienso que todo va a ser fácil…
Al día siguiente trato de alcanzar el Daxueshan, uno de los famosos puertos de Khamdo. Un barrizal horrible me hace subir a 5 km/hora, cuando no tengo que empujar la bici. En la tarde ya tengo claro que no me da tiempo a cruzar el puerto y busco un lugar para instalar mi tienda. Los últimos kilómetros están muy nevados y patino con frecuencia, hasta que por fin, a 4000 metros doy con un refugio de peones camineros y me instalo contento. Ha salido el sol, veo unos nevados espectaculares y mañana el convoy de camiones me derretirá la nieve.
Pues no. Paso dos días encerrado allí, con unos nevazos de espanto. Estar atrapado, mirando caer la nieve o el barómetro con la esperanza de que suba unos milibares puede parecer aventurero, pero llega a ser aburrido. El segundo día empiezo a perder la paciencia y me digo: 'Mañana paro al convoy y paso este infierno de una vez, tampoco tengo comida para mucho'. Pero 'mañana' amanece con dos milibares más y aunque no hay sol, me digo, ‘hoy es el Daxueshan, Garbancito, pero un buen día tendrás que luchar por algo realmente serio; no aprendas a rendirte’, y me lanzo a pedalear sobre la dura nieve. No aprendo.
Los últimos cuatro kilómetros los hago caminando, pues la bicicleta patina sobre una masa blanca helada. No es que caminar sea fácil, y con frecuencia me caigo dándome un duro golpe contra la nieve, algo nada divertido. Y sentado en el suelo, con mi bici tirada por quinta vez, me pregunto hasta cuándo va a durar esto. Nada es eterno, ni la mañana es implacable; la ventisca se alterna con leves nevadas hasta que aparece por sorpresa el collado. Literalmente aparece, pues mi visión no alcanza más allá de veinte metros de distancia. Vaya ratito. Ahora toca patinar cuesta abajo. Tres kilómetros y puedo volver a montar en la bici; me parece mentira que tras tanto barro y nieve todavía queden frenos. Durante veinte kilómetros rodeo vaguadas por un infierno entre las dos cotas del Daxueshan, ambas sobre los 4200 metros, se me hace eterno. El viento es tan fuerte que la nieve no puede asentarse en lugar alguno, incluso yo tengo problemas con el control, pues voy muy despacio y en ocasiones, luchando por mantener el equilibrio me veo poniendo un pie al borde del precipicio. Por fin, bajo. Un pedregal me lleva a 3000 metros, a un valle fértil, salpicado de preciosos pueblos tibetanos. Me inunda una felicidad indescriptible, vaya día acabo de dejar atrás. Y un hora después, más feliz si cabe en unos baños termales contemplando las montañas nevadas. ¡Quién me lo hubiera dicho esa mañana!
Ganzi es una ciudad tibetana con vistas de abrir la boca. La cordillera que corona el cercano seis mil, monte Chola, flanquea con picos nevados las vistas al sur. Paro un par de días, pues mi cuerpo pide un descanso y tengo un poco de fiebre, pero debería ser más tiempo. De Ganzi a Manigango subo otra vez a los 4000 metros, de los que no bajaré en varias semanas, y en una bonita acampada mi cuerpo estalla de nuevo: una fuerte gastroenteritis, por ponerle un nombre, me deja hecho una piltrafa. Muy débil, consigo llegar al día siguiente a Manigango, un culo del mundo, y me instalo en la pensión de una simpática familia. Enfermo, débil, con mal tiempo, descansar en un lugar sucio y oscuro no genera ningún ánimo positivo para salir de ésta. Son cuatro días que me doy lástima: no tengo fuerzas, y el Tíbet demanda muchas. Ya que no puedo moverme mucho, decido acampar en el cercano lago Yihun Lhatso, uno de los más bonitos en este altiplano, aguas turquesas encerradas por las nieves del Chola. Y al menos el ánimo va a mejor, un lugar espectacular que me devuelve la sonrisa.
Mejoro un poco y el siguiente pueblo en la ruta es Serxu. Tres días de mucho frío y ventiscas continuas, con amaneceres blancos. Mis dedos están congelados de la mañana hasta la noche, cuando descanso dentro del saco de dormir, y mi entusiasmo empieza a venirse abajo, desesperado de ver que valle tras valle, puerto tras puerto, no llega la primavera. Todavía me duele el abdomen, y el reducto de mi tienda a la tarde es todo el confort al que puedo aspirar. El Muri-la, a 4633 metros, se me hace interminable gracias a las malditas molestias intestinales; entre estos amplios valles tibetanos y la falta de salud, me siento muy poca cosa…
En Serxu puedo por fin, lavarme con agua caliente, lavar la ropa, comer algunas verduras. Siento que mi estómago va a más, aunque aún sigue sin aceptar mucha comida, y estoy siempre justo de calorías. En la ducha descubro que he perdido peso. Eso no ayuda a sentirme fuerte contra los puertos, el viento y el frío...
Los tibetanos son agradables casi siempre, de fácil risa, y se toman muy en serio la comida. Es un pueblo de gente recia, nada que ver con los pequeños chinos, y cuando me invitan a comer, me hartan. También son rudos, con una curiosidad que torna en impertinencia a menudo. Es una cultura que impresiona, tal vez de las más interesantes de este planeta. Vidas muy duras en este altiplano y ellos están 'a la altura'. Pese al entorno hostil han generado una cultura de sofisticadas ceremonias, casas elegantes, música dulce, y rebosan alegría infantil. Es normal que caigan simpáticos en Occidente.
Cuando planeaba meses atrás esta ruta por Tíbet, mi plan tras Serxu era ir a Jushu, y desde ahí entrar ilegalmente en la restringida provincia Tíbet Lhasa, por pistas de nómadas. Sin embargo, unos días antes de alcanzar Serxu, un tremendo terremoto destruye Jushu causando casi dos mil muertes y un daño incalculable. Las autoridades chinas y el apoyo popular crean de inmediato un contingente de ayuda y, por supuesto, se cierra el acceso a Jushu a cal y canto. Si algo aprendieron los dirigentes chinos tras la matanza de Tiannamen, es a no permitir presencia extranjera en sus asuntos internos. De no ser por mis problemas con la salud, yo hubiera estado en Jushu en esos fatídicos día…
Como parece que Buda aprieta bastante más que Dios, mi suerte decide ponerme a prueba. Acampo a 4600 metros, en una parte descongelada de la orilla por la que corre agua, y comienzo a instalarme; el lugar es como tantas veces, un impresionante paisaje de alta montaña donde estoy solo; siento paz, calma. Una varilla de la tienda se rompe, agotada por los meneos del viento. No es un problema grave, busco la pieza que sirve para ensamblar la rotura y descubro perplejo que viene de una medida errónea, no sirve. Genial, tengo un puerto todavía por subir y ochenta kilómetros de piedras hasta la siguiente casa; el viento arrecia, y a la noche calculo que caen unos quince bajo cero, pues estoy teniendo -7 dentro de la tienda... una tienda que no puedo montar. Maldigo a la compañía y al tipo que empaqueta los kits de emergencia, pero la rabia tiene que esperar mejor momento porque hay un problema a resolver. Y es a la africana, con una pieza de plástico flexible que aguanta por esa noche. A la mañana, descubro que el desastre ha empeorado, pero he dormido y tengo todo un día por delante.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Rumbo a Litang, paso el primer control a la hora del almuerzo y está desatendido, como la carretera, en la que apenas veo un camión cada hora. Tras todo el día nevando cuatro copos, subo el primer puerto a 4000 metros, que tiene poca nieve en la carretera. Bajo de nuevo a los tres mil metros y cuando me recupero del frío me siento bien, pienso que todo va a ser fácil…
Al día siguiente trato de alcanzar el Daxueshan, uno de los famosos puertos de Khamdo. Un barrizal horrible me hace subir a 5 km/hora, cuando no tengo que empujar la bici. En la tarde ya tengo claro que no me da tiempo a cruzar el puerto y busco un lugar para instalar mi tienda. Los últimos kilómetros están muy nevados y patino con frecuencia, hasta que por fin, a 4000 metros doy con un refugio de peones camineros y me instalo contento. Ha salido el sol, veo unos nevados espectaculares y mañana el convoy de camiones me derretirá la nieve.
Pues no. Paso dos días encerrado allí, con unos nevazos de espanto. Estar atrapado, mirando caer la nieve o el barómetro con la esperanza de que suba unos milibares puede parecer aventurero, pero llega a ser aburrido. El segundo día empiezo a perder la paciencia y me digo: 'Mañana paro al convoy y paso este infierno de una vez, tampoco tengo comida para mucho'. Pero 'mañana' amanece con dos milibares más y aunque no hay sol, me digo, ‘hoy es el Daxueshan, Garbancito, pero un buen día tendrás que luchar por algo realmente serio; no aprendas a rendirte’, y me lanzo a pedalear sobre la dura nieve. No aprendo.
Los últimos cuatro kilómetros los hago caminando, pues la bicicleta patina sobre una masa blanca helada. No es que caminar sea fácil, y con frecuencia me caigo dándome un duro golpe contra la nieve, algo nada divertido. Y sentado en el suelo, con mi bici tirada por quinta vez, me pregunto hasta cuándo va a durar esto. Nada es eterno, ni la mañana es implacable; la ventisca se alterna con leves nevadas hasta que aparece por sorpresa el collado. Literalmente aparece, pues mi visión no alcanza más allá de veinte metros de distancia. Vaya ratito. Ahora toca patinar cuesta abajo. Tres kilómetros y puedo volver a montar en la bici; me parece mentira que tras tanto barro y nieve todavía queden frenos. Durante veinte kilómetros rodeo vaguadas por un infierno entre las dos cotas del Daxueshan, ambas sobre los 4200 metros, se me hace eterno. El viento es tan fuerte que la nieve no puede asentarse en lugar alguno, incluso yo tengo problemas con el control, pues voy muy despacio y en ocasiones, luchando por mantener el equilibrio me veo poniendo un pie al borde del precipicio. Por fin, bajo. Un pedregal me lleva a 3000 metros, a un valle fértil, salpicado de preciosos pueblos tibetanos. Me inunda una felicidad indescriptible, vaya día acabo de dejar atrás. Y un hora después, más feliz si cabe en unos baños termales contemplando las montañas nevadas. ¡Quién me lo hubiera dicho esa mañana!
Ganzi es una ciudad tibetana con vistas de abrir la boca. La cordillera que corona el cercano seis mil, monte Chola, flanquea con picos nevados las vistas al sur. Paro un par de días, pues mi cuerpo pide un descanso y tengo un poco de fiebre, pero debería ser más tiempo. De Ganzi a Manigango subo otra vez a los 4000 metros, de los que no bajaré en varias semanas, y en una bonita acampada mi cuerpo estalla de nuevo: una fuerte gastroenteritis, por ponerle un nombre, me deja hecho una piltrafa. Muy débil, consigo llegar al día siguiente a Manigango, un culo del mundo, y me instalo en la pensión de una simpática familia. Enfermo, débil, con mal tiempo, descansar en un lugar sucio y oscuro no genera ningún ánimo positivo para salir de ésta. Son cuatro días que me doy lástima: no tengo fuerzas, y el Tíbet demanda muchas. Ya que no puedo moverme mucho, decido acampar en el cercano lago Yihun Lhatso, uno de los más bonitos en este altiplano, aguas turquesas encerradas por las nieves del Chola. Y al menos el ánimo va a mejor, un lugar espectacular que me devuelve la sonrisa.
Mejoro un poco y el siguiente pueblo en la ruta es Serxu. Tres días de mucho frío y ventiscas continuas, con amaneceres blancos. Mis dedos están congelados de la mañana hasta la noche, cuando descanso dentro del saco de dormir, y mi entusiasmo empieza a venirse abajo, desesperado de ver que valle tras valle, puerto tras puerto, no llega la primavera. Todavía me duele el abdomen, y el reducto de mi tienda a la tarde es todo el confort al que puedo aspirar. El Muri-la, a 4633 metros, se me hace interminable gracias a las malditas molestias intestinales; entre estos amplios valles tibetanos y la falta de salud, me siento muy poca cosa…
En Serxu puedo por fin, lavarme con agua caliente, lavar la ropa, comer algunas verduras. Siento que mi estómago va a más, aunque aún sigue sin aceptar mucha comida, y estoy siempre justo de calorías. En la ducha descubro que he perdido peso. Eso no ayuda a sentirme fuerte contra los puertos, el viento y el frío...
Los tibetanos son agradables casi siempre, de fácil risa, y se toman muy en serio la comida. Es un pueblo de gente recia, nada que ver con los pequeños chinos, y cuando me invitan a comer, me hartan. También son rudos, con una curiosidad que torna en impertinencia a menudo. Es una cultura que impresiona, tal vez de las más interesantes de este planeta. Vidas muy duras en este altiplano y ellos están 'a la altura'. Pese al entorno hostil han generado una cultura de sofisticadas ceremonias, casas elegantes, música dulce, y rebosan alegría infantil. Es normal que caigan simpáticos en Occidente.
Cuando planeaba meses atrás esta ruta por Tíbet, mi plan tras Serxu era ir a Jushu, y desde ahí entrar ilegalmente en la restringida provincia Tíbet Lhasa, por pistas de nómadas. Sin embargo, unos días antes de alcanzar Serxu, un tremendo terremoto destruye Jushu causando casi dos mil muertes y un daño incalculable. Las autoridades chinas y el apoyo popular crean de inmediato un contingente de ayuda y, por supuesto, se cierra el acceso a Jushu a cal y canto. Si algo aprendieron los dirigentes chinos tras la matanza de Tiannamen, es a no permitir presencia extranjera en sus asuntos internos. De no ser por mis problemas con la salud, yo hubiera estado en Jushu en esos fatídicos día…
Como parece que Buda aprieta bastante más que Dios, mi suerte decide ponerme a prueba. Acampo a 4600 metros, en una parte descongelada de la orilla por la que corre agua, y comienzo a instalarme; el lugar es como tantas veces, un impresionante paisaje de alta montaña donde estoy solo; siento paz, calma. Una varilla de la tienda se rompe, agotada por los meneos del viento. No es un problema grave, busco la pieza que sirve para ensamblar la rotura y descubro perplejo que viene de una medida errónea, no sirve. Genial, tengo un puerto todavía por subir y ochenta kilómetros de piedras hasta la siguiente casa; el viento arrecia, y a la noche calculo que caen unos quince bajo cero, pues estoy teniendo -7 dentro de la tienda... una tienda que no puedo montar. Maldigo a la compañía y al tipo que empaqueta los kits de emergencia, pero la rabia tiene que esperar mejor momento porque hay un problema a resolver. Y es a la africana, con una pieza de plástico flexible que aguanta por esa noche. A la mañana, descubro que el desastre ha empeorado, pero he dormido y tengo todo un día por delante.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?