VIETNAM.
Entro en Inmigración, y aquello es un caserón estilo soviético más propio de una película de Einsenstein que del relajado Sureste Asiático. Nadie. Silencio. Carteles de propaganda viet-comunista, retratos de Ho Chi Minh emulando el perfil de Lenin, dibujos soviéticos de soldados combatiendo el mal... igual podría estar en Bulgaria o en la misma madre Rusia. Un portazo llena de ecos el edificio y un sonido de tacones duros se acerca a mí. Aparece un horroroso uniforme soviético con un viet dentro sin sonrisa asiática.
- ¡Passport! -… Bienvenido a la herencia del Viet Cong, Garbancito.
Al día siguiente comienza el invierno. André coge un bus a Hanoi y yo agarro seis días de frío, lluvia, niebla y montañas, con los primeros puertos que afronto desde Sumatra. El primero lo paso bien, pero el segundo puerto me rompe el cuerpo y el ánimo: dos horas a cuatro grados con viento y lluvia es un cambio demasiado brusco para quien lleva más de un año en el trópico y dos días antes estaba aún a treinta grados. Tengo varios momentos malos estos días: descensos tiritando empapado, un rato de gloria bajo la lluvia cambiando los frenos comidos por el barro, radios rotos, mi tienda que comienza a envejecer y el suelo cala, y -¡maldición!-, el saco de invierno se ha malogrado tras tanto tiempo guardado, haciéndome pasar frío un par de noches.
Las simpáticas gentes tribales de estas montañas me sacan con frecuencia una sonrisa. Están de fiesta, es el Año Nuevo chino, y en cada parada me invitan a beber, a bailar, a comer, pero parece que yo me fijo sólo en mis problemas. Siquiera me animan los bellos campos de arroz, los arrozales más hermosos de Asia, un verde intenso gritando entre verticales rocas kársticas.
A veces van las cosas de esa manera: cuatro tonterías que en otro momento me hacen sonreír, pero que tras la comodidad de los últimos meses me pillan desentrenado en avatares y me hunden. Me siento cansado de solventar problemas con la incertidumbre de 'hastadondeaguantará', de vivir expuesto, de buscarme la vida solito, de sufrir sol, viento, frío, lluvia... en fin, en estos casos, uno se sienta y espera a que pase el chaparrón. Todo es pasajero. Y lo que gano a cambio de estos escasos momentos malos es demasiado para queja alguna.
Así es. Obviamente, arreglo los radios rotos, la tienda se seca, el saco de dormir parece que sólo tiene las plumas apelmazadas y revive lentamente, llego a Hanoi y sale el sol. Todo es pasajero y Hanoi es un vaso de agua fresca. Me gusta esta ciudad. Me gusta que los viet sean difíciles y diferentes; hoscos, a veces. Que viajar vuelva a tener picante tras tanto confort, y que a este país no haya Dios que lo entienda. Estimulante.
Hanoi es bulliciosa como una medina árabe, pero en la lejana Asia. Muy exótica, llena de clichés, como los sombreros cónicos, las mujeres llevando en una balanza al hombro dos canastos de lo que sea; llena de bicis, motos, ruido, velocidad, agresividad. Mercados repletos de frutas exóticas, cosas secas raras y cosas que no doy a imaginar qué son; comportamientos impredecibles de los viet que a veces me hacen reír, otras me irritan. ¡Vida!
Salgo de Hanoi con un interesante viaje por delante subiendo el río Rojo, otro gran río que recorrer. Pero el tramo viet resulta ser un arrozal de trescientos cincuenta kilómetros hasta la frontera china en Lao Cai. Aburridillo, aunque la gente sea maja. Antes de cruzar a China me voy a Sa Pa. Una ciudad en las montañas envuelta en perenne niebla, donde las coloridas y pintorescas gentes tribales van a negociar, comprar y darse un paseo. El mercado es grande, un sitio agradable para ver a mujeres con media cabeza rapada y un pañuelo rojo en la otra mitad, de orejones y pesados pendientes. Especialmente, a las chicas jóvenes les encanta salir de sus aldeas, ir a Sa Pa y ver extranjeros, hablar un poco -no aprenden vietnamita, pero chapurrean inglés- y ver cómo es la vida fuera de su sistema tribal. Son listas, resueltas y carecen del instinto mercantil de los vietnamitas.
- ¡Hola! ¿De dónde vienes? ¿Buscas hotel? -me interpelan tres chicas Hmong, nada más llegar al mercado.
- Hola, gracias. Puedo encontrarlo solito, gracias.
- ¡No queremos dinero! Queremos ayudarte, los ciclistas siempre buscáis el hotel más barato, ¿cuánto quieres gastar?
- Cuatro dólares.
- Síguenos.
Tras unos pintorescos días, en los que mis mejores ratos son con mis divertidas amigas Hmong, regreso a la frontera y entro en China.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Entro en Inmigración, y aquello es un caserón estilo soviético más propio de una película de Einsenstein que del relajado Sureste Asiático. Nadie. Silencio. Carteles de propaganda viet-comunista, retratos de Ho Chi Minh emulando el perfil de Lenin, dibujos soviéticos de soldados combatiendo el mal... igual podría estar en Bulgaria o en la misma madre Rusia. Un portazo llena de ecos el edificio y un sonido de tacones duros se acerca a mí. Aparece un horroroso uniforme soviético con un viet dentro sin sonrisa asiática.
- ¡Passport! -… Bienvenido a la herencia del Viet Cong, Garbancito.
Al día siguiente comienza el invierno. André coge un bus a Hanoi y yo agarro seis días de frío, lluvia, niebla y montañas, con los primeros puertos que afronto desde Sumatra. El primero lo paso bien, pero el segundo puerto me rompe el cuerpo y el ánimo: dos horas a cuatro grados con viento y lluvia es un cambio demasiado brusco para quien lleva más de un año en el trópico y dos días antes estaba aún a treinta grados. Tengo varios momentos malos estos días: descensos tiritando empapado, un rato de gloria bajo la lluvia cambiando los frenos comidos por el barro, radios rotos, mi tienda que comienza a envejecer y el suelo cala, y -¡maldición!-, el saco de invierno se ha malogrado tras tanto tiempo guardado, haciéndome pasar frío un par de noches.
Las simpáticas gentes tribales de estas montañas me sacan con frecuencia una sonrisa. Están de fiesta, es el Año Nuevo chino, y en cada parada me invitan a beber, a bailar, a comer, pero parece que yo me fijo sólo en mis problemas. Siquiera me animan los bellos campos de arroz, los arrozales más hermosos de Asia, un verde intenso gritando entre verticales rocas kársticas.
A veces van las cosas de esa manera: cuatro tonterías que en otro momento me hacen sonreír, pero que tras la comodidad de los últimos meses me pillan desentrenado en avatares y me hunden. Me siento cansado de solventar problemas con la incertidumbre de 'hastadondeaguantará', de vivir expuesto, de buscarme la vida solito, de sufrir sol, viento, frío, lluvia... en fin, en estos casos, uno se sienta y espera a que pase el chaparrón. Todo es pasajero. Y lo que gano a cambio de estos escasos momentos malos es demasiado para queja alguna.
Así es. Obviamente, arreglo los radios rotos, la tienda se seca, el saco de dormir parece que sólo tiene las plumas apelmazadas y revive lentamente, llego a Hanoi y sale el sol. Todo es pasajero y Hanoi es un vaso de agua fresca. Me gusta esta ciudad. Me gusta que los viet sean difíciles y diferentes; hoscos, a veces. Que viajar vuelva a tener picante tras tanto confort, y que a este país no haya Dios que lo entienda. Estimulante.
Hanoi es bulliciosa como una medina árabe, pero en la lejana Asia. Muy exótica, llena de clichés, como los sombreros cónicos, las mujeres llevando en una balanza al hombro dos canastos de lo que sea; llena de bicis, motos, ruido, velocidad, agresividad. Mercados repletos de frutas exóticas, cosas secas raras y cosas que no doy a imaginar qué son; comportamientos impredecibles de los viet que a veces me hacen reír, otras me irritan. ¡Vida!
Salgo de Hanoi con un interesante viaje por delante subiendo el río Rojo, otro gran río que recorrer. Pero el tramo viet resulta ser un arrozal de trescientos cincuenta kilómetros hasta la frontera china en Lao Cai. Aburridillo, aunque la gente sea maja. Antes de cruzar a China me voy a Sa Pa. Una ciudad en las montañas envuelta en perenne niebla, donde las coloridas y pintorescas gentes tribales van a negociar, comprar y darse un paseo. El mercado es grande, un sitio agradable para ver a mujeres con media cabeza rapada y un pañuelo rojo en la otra mitad, de orejones y pesados pendientes. Especialmente, a las chicas jóvenes les encanta salir de sus aldeas, ir a Sa Pa y ver extranjeros, hablar un poco -no aprenden vietnamita, pero chapurrean inglés- y ver cómo es la vida fuera de su sistema tribal. Son listas, resueltas y carecen del instinto mercantil de los vietnamitas.
- ¡Hola! ¿De dónde vienes? ¿Buscas hotel? -me interpelan tres chicas Hmong, nada más llegar al mercado.
- Hola, gracias. Puedo encontrarlo solito, gracias.
- ¡No queremos dinero! Queremos ayudarte, los ciclistas siempre buscáis el hotel más barato, ¿cuánto quieres gastar?
- Cuatro dólares.
- Síguenos.
Tras unos pintorescos días, en los que mis mejores ratos son con mis divertidas amigas Hmong, regreso a la frontera y entro en China.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?