INDONESIA.
Por fin cruzamos a Sumatra, la isla más grande del archipiélago indonesio, y subimos a las montañas que hacen de espina dorsal a lo largo de la isla. Sumatra tiene un extenso historial de volcanes activos, terremotos, tsunamis… pues la isla está entre dos placas tectónicas. Con cierta prudencia, es fácil hacer excursiones a volcanes, llegar a la caldera y acercarse a esas grietas amarillas de azufre exhalando humo, algo que no deja de impresionar.
Nosotros llegamos al lago Toba rodeándolo por el oeste, y desde casi dos mil metros de altitud, lo vemos por primera vez en un atardecer lluvioso. Tras la tormenta, la claridad del aire nos regala un espectáculo: rodeado por colinas escarpadas y selva, el azul del Toba brilla con la puesta de sol. Dormimos en ese mirador, el comienzo de unas semanas estupendas en Sumatra. La comida es simple, un 'nasi goreng' -arroz frito- en el restaurante de la curva de la carretera, la ducha es de barreño en un aseo improvisado, y la charla es con una vista de millonarios. A la mañana siguiente bajamos una carretera de vértigo y pasamos varios días allí. No hay turistas y los precios son del pasado, pues he de hacer memoria para recordar un lugar donde haya pagado un dólar por dormir, con agua caliente y sábanas limpias.
Y viajar en Indonesia, problema cero. Siempre bienvenidos, comida en cualquier lugar y muy barata; la fruta es para volverse loco, aguacates de pura crema, guayabas deliciosas… a finales de abril todavía llueve, y la temperatura es agradable. La comida nacional es el 'nasi goreng', que no llega a costar un euro y es fácil encontrar restaurantes en las aldeas. En estos tiempos, la mayoría de las casas son modernas, sencillas, pero las casas tradicionales que quedan son muy pintorescas, asemejan barcos anclados en medio de la aldea: enormes tejados en parábola inversa, como cuernos de buey.
Seguimos viaje por las montañas, entre lagos y volcanes. El más espectacular y elevado de todos es el Kerinci, a 3900 metros, donde no llegamos a subir pues en esos días está expulsando más humo del habitual.
- ¡Tidak apa apa! (sin problemas) -nos dice la gente, que vive en sus faldas. Pero el segundo día que rodeamos el volcán, hay un momento en el que el humo se torna muy oscuro y alto; todos miran con cierto ojo de preocupación.
- ¿Seguro que podemos subir? -preguntamos.
- No, no. Mejor no subir a la cima en unos días. 'Hati hati' (ten cuidado) -. Esto no deja de ser Sumatra.
Después de Bengkulu aparecen por fin las playas de postal con aguas turquesas, agradables baños y pernoctas en pequeñas bahías coralinas. Una zona protegida donde hay más jungla y menos palma. En Indonesia el Islam es muy relajado, pero jamás me hubiera imaginado que un día me daría un baño en los grifos de la mezquita junto a varias mujeres musulmanas. Con un 'batik' en torno a su cuerpo, ellas se ríen, y yo también. Regreso a la playa coralina donde hemos puesto las mosquiteras, y Adam está charlando animadamente con unos locales, pero en cuanto le cuento lo de las chicas, ¡le falta tiempo para salir corriendo a la mezquita para bañarse!
De ahí, nos unimos a la locura del tráfico. El último día en Sumatra y el primero en Java hasta Jakarta son horribles. Superpoblación de todo, en especial de motillos; sólo en la capital hay censadas seis millones. Se acaba la calma y el paisaje bonito. En cada semáforo de Jakarta nos vemos rodeados por más de cien motos, y la escena parece una salida de carreras donde el que va en bici tiene muchas papeletas para tener un accidente. Me siento dentro de una secuencia de 'La guerra de las galaxias', ¡vienen por todos lados!
Es momento de despedirse. Adam quiere cruzar Java, y yo no quiero repetir escenas de superpoblación. Me voy en ferry a Kalimantan, la parte indonesa de Borneo, donde no hay asfalto, sino selvas, ríos y orangutanes.
La información que consigo es muy limitada, poca gente viaja a Kalimantan, y lo hace en grupos organizados que navegan por los ríos de la isla.
- ¿Pedalear en Kalimantan? ¿es posible? ¿hay carreteras? - es casi todo lo que obtengo preguntando.
Cruzo en un 'Pelni', la compañía pública de ferries en Indonesia, y pronto descubro que el lado oeste de Kalimantan está más habitado de lo que pensaba, y también que es más duro de lo que esperaba. Están empezando a construir la Trans-Kalimantan, y los ingenieros me confirman que es viable cruzar al lado malayo. 'Sigue la carretera principal' me dicen, una pista arcillosa de continuas colinas. Seguir la pista no es problema, pero las aldeas dayak están siempre ubicadas en un río, y la carretera no pasa por muchas de ellas, pues la selva es terreno difícil para construir. Las grandes distancias entre aldeas bajo un potente sol, más la humedad ecuatorial, me hacen temblar de debilidad en muchos momentos.
Ochocientos kilómetros largos entre gente buena y sonrisas 'Eddy Murphy', donde no hay turismo alguno y su comportamiento es natural, como su sencilla vida. No encuentro hoteles sino hospitalidad dayak, ni electricidad alguna, la comida es un básico y repetitivo arroz con lo que haya, y si llueve la arcilla de la pista es una trampa. Cuando me cruzo con algún dayak, a menudo se detienen; no se creen que pueda subir esas colinas tan empinadas y suelen parar su moto para empujar mi bici, mientras yo me dejo el aliento del esfuerzo.
Gente feliz, los dayak, que me hacen sentirme cómodo cuando paro en sus aldeas, nunca me da tiempo para preguntar dónde puedo dormir. La casa junto a la que detengo mi bici inmediatamente lo organiza todo; es decir, un baño, una cena y un sitio para tumbarme a dormir. Sin embargo, los dayak son conocidos por una costumbre menos hospitalaria: cortar las cabezas de los enemigos para apoderarse de su espíritu. Yo me siento tranquilo entre ellos, la última redada -entre trescientas o mil doscientas cabezas, dicen-, se remonta a… ¡1997!
Paso tramos de jungla hermosos, ríos donde bañarme a la tarde o acampar, y casi no hay tráfico, lo cual también dice que a estos lugares remotos hay que venir siendo autosuficiente y confiando en tener buena suerte. Para acampar tengo que limpiar de bichos, ramas y hojas, un trozo de suelo donde plantar mi mosquitera, y a la noche, cocino una cazuela de pasta tratando que me piquen los menos mosquitos posibles. No hay baño ni luz, huele a selva. Ni hay televisión ni radio, sólo el sonido de la selva. A mí, me da la vida.
También hay tramos feos donde la tala y quema ha empobrecido el suelo, o plantaciones de palma. Pero es la intensidad del clima, en pleno ecuador, lo que a partir del tercer día convierte esta ruta en un tramo duro, cuando la acumulación de una colina tras otra bajo el sol, empieza a provocarme unas pájaras que me hacen tambalear. En ocasiones tengo que parar y meterme entre la vegetación a descansar, el golpe de calor hace que me quede dormido por un par de horas. Eso y la comida básica me crea un estado de debilidad que no cesa hasta el descanso en el lado malayo, tras doce días de continuado esfuerzo por una de las rutas menos transitadas de Asia. Débil y feliz.
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