BOTSWANA.
Morir para vivir. Aguas sin dueño, aguas nómadas nacidas del mato angoleño encuentran el desierto… Entonces, morir para vivir.
Cuando el viaje transcurre por la confusión de la diferencia, el ruido, en un mundo que no cesa de mostrar sus tesoros, hay que encontrar también el lugar del silencio y el vacío para escuchar las voces que no gritan… ¿y quién puede cerrar los ojos, atar sus manos, ante el cuerpo desnudo de un desierto? Cansado, el viajero, de templos y montañas, se abraza a la sencilla línea de las arenas. Morir para vivir.
Viaja el Okavango contemplando ciudades y montañas, gentes que visten, lavan, sueñan, piensan, de modo dispar, y se encuentra con el Kalahari. Un río debe llegar hasta el mar, es su destino, pero al enamorarse del desierto, el Okavango detuvo su camino hacia el Atlántico. Aguas que corrían infatigables, tal vez buscando, tal vez huyendo, se pierden ahora entre las arenas y nace un paraíso de canales sin prisa que ya no llegarán a ningún océano. Agua y arena: complementos, nunca opuestos.
Otro viajero, en la más bella puesta de sol, le pregunta: ¿Quién eres tú?, ¿Quién detiene así su camino?
El sol enrojece las aguas del canal, las hojas como islas dan calma, los nenúfares se tensan blancos como si aguardasen todo el día ese momento, los juncos no apagan su verdor…, y quedaba tanto por ver, tanto… ¿por qué te paraste?, ¿quién te ha revelado el momento en el que un viajero ha de detener su camino? ¿quién guarda ese secreto?
Una inmensa luna llena contempla tímida la bella estampa, morir para vivir. Cada nómada tiene su camino; hay quien necesita más, quien menos; hay quien escucha, quien no escucha. Pero el camino pasa en algún momento por donde habita la muerte del ego, quien la encuentre y sepa reconocerla, será afortunado, sólo necesitará el valor de elegir.
Ya no necesita el Okavango llegar a lugares donde el mundo regala una dicha tan intensa que parece estallar el pecho. Cada día se entrega al desierto y en su pecho, ahora palpita la bóveda estrellada de sus noches. Otro viajero prosigue su camino en la noche del Kalahari. Espera, paciente, encontrar el silencio necesario para escuchar la respuesta del Okavango.
El nombre de un lugar a veces basta para crear un antojo infantil por ir hasta allí. ¿Quién no quiere ir a Samarkanda, o a Mombasa? Y Botswana tiene dos bonitos nombres: Okavango y Kalahari, un río y un desierto.
En Francestown, una alegre ciudad con aires de desarrollo y perfume de tradición africana, paso un par de días con Mark, el motorista, y haciendo un control mecánico a la bici tras sus primeros cinco mil kilómetros. Me he prometido ser más cuidadoso con mi galeón… Y fresco como una rosa salgo rumbo a Maun, la ciudad del Okavango.
Esperaba ver muchos animales, pero apenas veo gacelas, flamencos y alguna avestruz. A cambio, los cielos más espectaculares del viaje. Botswana es un país extremadamente plano, el horizonte está donde alcanzan tus ojos: una leve curva convexa a la que nunca se llega. Es el cielo que pinta un niño, azul y perfectas nubes blancas. Acabado el verano austral, todavía hace calor, pero en este lado oriental no es tan fuerte como será en el desierto. En el cruce de una pista de arena que se adentra en el Kalahari, me encuentro con un safari que me invita a almorzar con ellos.
- Viajar por aquí en bici no es la mejor idea del mundo, chico. Ayer, cuando entramos por esta pista, había un león bajo esta misma acacia donde estamos comiendo -me dice el guía.
Mucha gente me advierte de los leones, y seguramente están en lo cierto, pero la realidad es que ni de lejos veo uno. Tal vez, mejor.
- ¿Tú crees que para un león soy una presa? ¿con la bici y el ruido que hago? -le pregunto.
- Depende del hambre que tenga, del calor que haga. Olerte, te huele. Si le ves mover la cola horizontalmente, es que te ha visto; si la mueve verticalmente, piensa que eres una presa. Reza lo que sepas.
Pero llego a Maun sano y salvo, lo único que veo de interés son los bonitos Makadigadi, unos espectaculares lagos salinos llenos de flamencos y otros pájaros acuáticos. Ciertamente, Botswana es un país para disfrutar en todo-terreno y poder acceder a los parques embarrados o a las arenas del Kalahari. En Maun cumplo un sueño de largo tiempo y me voy con dos mochileros en una canoa por los canales del Okavango. Es un paraíso. El agua es pura y cristalina, tan clara que vemos cruzar una mamba negra delante de la canoa, justo en donde habíamos estado nadando un rato antes…
En una isla acampamos un par de días para ir de safari a pie. En este país la tradición es ir desarmado, y ni siquiera el guía lleva un rifle.
- ¿Y si aparece un león?
- Vosotros comenzáis a retroceder lentamente, sin darle la espalda y yo me quedo el último -contesta el chico impertérrito.
Unos días después, quedando atrás el desvío a Namibia, llego a una zona donde la Trans-kalahari tiene grandes distancias. Los pueblos están separados por más de doscientos kilómetros y es el corredor que los animales usan para cruzar del Kalahari al Kalagadi. Sigo pedaleando de noche, hasta las dos o tres de la mañana. Duermo un rato y me levanto con el alba, para seguir hasta que el calor es insoportable y encuentro una sombra donde quedarme; a veces es una gasolinera, o un campamento de peones camineros, o una acacia. Un día especialmente caluroso, en el que no puedo dormir siesta pese a lo cansado que estoy, miro el termómetro, y marca 42 grados en la sombra. Lo pongo al sol y cuando alcanza 57 lo recojo pensando que se va a romper. Al atardecer, me monto en la bici otra vez y disfruto la noche. La carretera es plana, asfaltada, no hay tráfico, y es todo un lujo pedalear en el silencio de la noche, tiene un olor especial.
Un olor a miedo también. En pleno centro del corredor al Kalagadi me encuentro un camión parado que antes me había adelantado. Sigo camino, pero me echa las luces. Regreso. El tipo baja la ventanilla, no quiere bajar. Me presento y le pregunto qué quiere.
- ¿Qué demonios estás haciendo? ¿Estás loco? ¡Acabo de cruzarme un león hace un kilómetro!
- ¿Dónde? ¡Yo no veo ninguno! -contesto, tratando de disimular el miedo.
- ¡Estás loco! ¡Sube la bici al camión que te llevo hasta el siguiente pueblo!
- No, gracias, quiero continuar en bici.
- Mira, español estúpido. Yo hago la ruta Windhoek-Johannesburgo todas las semanas, y no hay viaje que no vea leones. Monta en el camión si no quieres salir mañana muerto en los periódicos.
Insisto en que quiero seguir pedaleando y me despido entre sus maldiciones. La verdad es que me ha metido el miedo en el cuerpo y cualquier ruido a mi izquierda consigue encogerme el estómago. Media hora más tarde, paro cerca de la carretera, y monto la tienda en una velocidad récord…
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Morir para vivir. Aguas sin dueño, aguas nómadas nacidas del mato angoleño encuentran el desierto… Entonces, morir para vivir.
Cuando el viaje transcurre por la confusión de la diferencia, el ruido, en un mundo que no cesa de mostrar sus tesoros, hay que encontrar también el lugar del silencio y el vacío para escuchar las voces que no gritan… ¿y quién puede cerrar los ojos, atar sus manos, ante el cuerpo desnudo de un desierto? Cansado, el viajero, de templos y montañas, se abraza a la sencilla línea de las arenas. Morir para vivir.
Viaja el Okavango contemplando ciudades y montañas, gentes que visten, lavan, sueñan, piensan, de modo dispar, y se encuentra con el Kalahari. Un río debe llegar hasta el mar, es su destino, pero al enamorarse del desierto, el Okavango detuvo su camino hacia el Atlántico. Aguas que corrían infatigables, tal vez buscando, tal vez huyendo, se pierden ahora entre las arenas y nace un paraíso de canales sin prisa que ya no llegarán a ningún océano. Agua y arena: complementos, nunca opuestos.
Otro viajero, en la más bella puesta de sol, le pregunta: ¿Quién eres tú?, ¿Quién detiene así su camino?
El sol enrojece las aguas del canal, las hojas como islas dan calma, los nenúfares se tensan blancos como si aguardasen todo el día ese momento, los juncos no apagan su verdor…, y quedaba tanto por ver, tanto… ¿por qué te paraste?, ¿quién te ha revelado el momento en el que un viajero ha de detener su camino? ¿quién guarda ese secreto?
Una inmensa luna llena contempla tímida la bella estampa, morir para vivir. Cada nómada tiene su camino; hay quien necesita más, quien menos; hay quien escucha, quien no escucha. Pero el camino pasa en algún momento por donde habita la muerte del ego, quien la encuentre y sepa reconocerla, será afortunado, sólo necesitará el valor de elegir.
Ya no necesita el Okavango llegar a lugares donde el mundo regala una dicha tan intensa que parece estallar el pecho. Cada día se entrega al desierto y en su pecho, ahora palpita la bóveda estrellada de sus noches. Otro viajero prosigue su camino en la noche del Kalahari. Espera, paciente, encontrar el silencio necesario para escuchar la respuesta del Okavango.
El nombre de un lugar a veces basta para crear un antojo infantil por ir hasta allí. ¿Quién no quiere ir a Samarkanda, o a Mombasa? Y Botswana tiene dos bonitos nombres: Okavango y Kalahari, un río y un desierto.
En Francestown, una alegre ciudad con aires de desarrollo y perfume de tradición africana, paso un par de días con Mark, el motorista, y haciendo un control mecánico a la bici tras sus primeros cinco mil kilómetros. Me he prometido ser más cuidadoso con mi galeón… Y fresco como una rosa salgo rumbo a Maun, la ciudad del Okavango.
Esperaba ver muchos animales, pero apenas veo gacelas, flamencos y alguna avestruz. A cambio, los cielos más espectaculares del viaje. Botswana es un país extremadamente plano, el horizonte está donde alcanzan tus ojos: una leve curva convexa a la que nunca se llega. Es el cielo que pinta un niño, azul y perfectas nubes blancas. Acabado el verano austral, todavía hace calor, pero en este lado oriental no es tan fuerte como será en el desierto. En el cruce de una pista de arena que se adentra en el Kalahari, me encuentro con un safari que me invita a almorzar con ellos.
- Viajar por aquí en bici no es la mejor idea del mundo, chico. Ayer, cuando entramos por esta pista, había un león bajo esta misma acacia donde estamos comiendo -me dice el guía.
Mucha gente me advierte de los leones, y seguramente están en lo cierto, pero la realidad es que ni de lejos veo uno. Tal vez, mejor.
- ¿Tú crees que para un león soy una presa? ¿con la bici y el ruido que hago? -le pregunto.
- Depende del hambre que tenga, del calor que haga. Olerte, te huele. Si le ves mover la cola horizontalmente, es que te ha visto; si la mueve verticalmente, piensa que eres una presa. Reza lo que sepas.
Pero llego a Maun sano y salvo, lo único que veo de interés son los bonitos Makadigadi, unos espectaculares lagos salinos llenos de flamencos y otros pájaros acuáticos. Ciertamente, Botswana es un país para disfrutar en todo-terreno y poder acceder a los parques embarrados o a las arenas del Kalahari. En Maun cumplo un sueño de largo tiempo y me voy con dos mochileros en una canoa por los canales del Okavango. Es un paraíso. El agua es pura y cristalina, tan clara que vemos cruzar una mamba negra delante de la canoa, justo en donde habíamos estado nadando un rato antes…
En una isla acampamos un par de días para ir de safari a pie. En este país la tradición es ir desarmado, y ni siquiera el guía lleva un rifle.
- ¿Y si aparece un león?
- Vosotros comenzáis a retroceder lentamente, sin darle la espalda y yo me quedo el último -contesta el chico impertérrito.
Unos días después, quedando atrás el desvío a Namibia, llego a una zona donde la Trans-kalahari tiene grandes distancias. Los pueblos están separados por más de doscientos kilómetros y es el corredor que los animales usan para cruzar del Kalahari al Kalagadi. Sigo pedaleando de noche, hasta las dos o tres de la mañana. Duermo un rato y me levanto con el alba, para seguir hasta que el calor es insoportable y encuentro una sombra donde quedarme; a veces es una gasolinera, o un campamento de peones camineros, o una acacia. Un día especialmente caluroso, en el que no puedo dormir siesta pese a lo cansado que estoy, miro el termómetro, y marca 42 grados en la sombra. Lo pongo al sol y cuando alcanza 57 lo recojo pensando que se va a romper. Al atardecer, me monto en la bici otra vez y disfruto la noche. La carretera es plana, asfaltada, no hay tráfico, y es todo un lujo pedalear en el silencio de la noche, tiene un olor especial.
Un olor a miedo también. En pleno centro del corredor al Kalagadi me encuentro un camión parado que antes me había adelantado. Sigo camino, pero me echa las luces. Regreso. El tipo baja la ventanilla, no quiere bajar. Me presento y le pregunto qué quiere.
- ¿Qué demonios estás haciendo? ¿Estás loco? ¡Acabo de cruzarme un león hace un kilómetro!
- ¿Dónde? ¡Yo no veo ninguno! -contesto, tratando de disimular el miedo.
- ¡Estás loco! ¡Sube la bici al camión que te llevo hasta el siguiente pueblo!
- No, gracias, quiero continuar en bici.
- Mira, español estúpido. Yo hago la ruta Windhoek-Johannesburgo todas las semanas, y no hay viaje que no vea leones. Monta en el camión si no quieres salir mañana muerto en los periódicos.
Insisto en que quiero seguir pedaleando y me despido entre sus maldiciones. La verdad es que me ha metido el miedo en el cuerpo y cualquier ruido a mi izquierda consigue encogerme el estómago. Media hora más tarde, paro cerca de la carretera, y monto la tienda en una velocidad récord…
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?