Volé de Tokyo a Anchorage con el sarcófago de la bici gratis gracias a la gentileza de Singapore airlines, y fue el inicio de una nueva etapa bajo buena estrella otra vez. De nuevo, las cosas salen mejor que bien.
En Anchorage me recibe Dave, un contacto de warmshowers.org (un club de hospitalidad entre ciclistas que en América funciona bastante bien), y me dice que ha venido su hijo de visita y hay un nuevo plan:
- Fin de semana en el Denali National Park, ¿te apuntas?
- Siiiii!
Y el bueno de Dave me lleva a acampar en el parque, un lujo muy lejos de mi bolsillo, y vemos alces, renos, un par de osos, cabras salvajes, e incluso el Mackinley, pues gozamos de un infrecuente cielo despejado en Alaska (llueve bastante y si no, está nublado). Una mole de montañas blancas que se elevan desde apenas 500 metros a más de 6000. Todo un capirote de nata.
Al regreso, toca un día de shopping, no queda más remedio que usar la tarjeta. Ni mi bici ni mi equipamiento pueden afrontar otro año en este lamentable estado: ruedas, transmisión, frenos y pedales para el galeón, y ropa de lluvia para la tripulación, que está hasta las narices de que le cale la lluvia. Aunque consigo algunas cosas de segunda mano, el sablazo me deja tieso y no queda más remedio que celebrarlo con ron; no es que parezcamos una fragata inglesa, pero ahora estamos más decentes para encarar el camino.
Y por fin llega Fred. Fred trabaja para Air Alaska y me había ofrecido la posibilidad de volar casi gratis a Prudhoe Bay, allá en la costa ártica, en el paralelo 70. 'Así puedes cruzar América desde una punta a la otra'. Resulta ser un tipo genial que vive en un bosque a 30 km de la ciudad, y que por 30 euros de tasas de aeropuerto me mete en el avión junto a 68 trabajadores de la empresa petrolera, en el que es el vuelo interno más caro de los EE.UU. Vivo días tocado por la fortuna.
Prudhoe Bay/Deadhorse existe porque allí hay petróleo, y hay una carretera hacia el sur porque hay también un oleoducto que mantener. No fue hasta finales de los 90 que abrieron la carretera al tráfico civil, y a los ciclistas. Pero eso es casi todo lo que hay. Por delante tengo más de 800 km hasta el próximo supermercado, en Fairbanks. Hay un par de cafeterías, donde paran los camioneros, con precios comprensiblemente astronómicos, y eso es todo. Lo demás, es tundra y taiga. Voy a tope de comida pero lo que no me esperaba es que la carretera estuviese en tan malas condiciones (se supone que este país es el más rico del mundo).
Salgo del aeropuerto montado en la bici a las 6 de la tarde del 2 de junio. Fuera me reciben dos grados bajo cero y un viento de ballenas que hiela todo a su paso. Me abrigo, saco la espada y a duras penas me abro camino en la batalla. Aquí no se queja nadie, estoy en plena costa del Ártico y no esperaba cocoteros, ni sol como bienvenida.
Un simpático cartel, al comienzo de la Dalton hw, avisa: 'próximos servicios, 240 millas'.
Es el primer día y estoy fuerte. Aunque el viento me corta el rostro y a veces me empuja fuera de la carretera, consigo alejarme 50 km. Cuanto más al sur esté, menos viento habrá. Pero he de ir tan concentrado en la pista de gravilla que apenas puedo mirar el panorama, el lugar donde estoy: la tundra. Paisaje insólito; creo que (dejando atrás los Polos) para una bici es el ecosistema menos accesible del planeta; hay una zona de tundra en la 'carretera de los huesos' siberiana, y no estoy seguro de si en el norte de Noruega hay tundra.
Aquí, en Alaska, la tundra es una llanura que aún no ha despertado del invierno; los pequeños matorrales tratan de abrirse camino entre el hielo y la nieve, para revivir un par de meses antes de que vuelva a caer el letargo del frío. La carretera está construida en elevación para evitar el daño que hace el permafrost de la tundra, y el 80% de ella no tiene asfalto sino gravilla y piedras, pues el asfalto se daña muy fácilmente con los movimientos del permafrost. Así que los lugares donde puedo parar, descansar, acampar, son los 'descansos laterales' de la carretera, que bien llevan a un acceso al oleoducto, o son los restos de un área donde hubo maquinaria. Fuera de eso, la tundra es inaccesible: donde no hay nieve es un pantanal de agua-hielo, una suerte de piel de elefante surcada por regueros y lagunas. Insólito. Vaya lugar para vivir.
Trato de poner la tienda pero el viento es de locos, a veces me hace perder el equilibrio a mí. Imposible. Bien, ya que no hay noche aquí, pues el sol no se pone, decido seguir y en algún momento el viento bajará. Tengo suerte y 10 km más tarde encuentro los vagones de un campamento del oleoducto. Es ilegal, pero ni me lo pienso (¡primer día en los EE.UU. y lo termino con allanamiento de morada!). La cocina está abierta y me instalo a descansar ahí. El viento mueve los vagones como si fueran juncos y hace un ruido insoportable, pero estoy a salvo.
Son las 12 de la noche y el sol está a unos 6 dedos del horizonte, casi en el norte ya. Cocino y malduermo unas horas esperando que en la mañana no venga nadie de la compañía...
En la mañana vienen… los veo… escondido… ellos no me ven….
Prosigo.
Conforme avanzo al sur, el viento cede y la temperatura sube, pero aún detenerme y descansar es recibir el azote del ártico y castañetear los dientes. Con todo, avanzo. Y alcanzo el río Savaganirkto, una zona algo más amable, donde el viento amaina bastante y el paisaje comienza a poblarse de matorrales más altos, de casi medio metro algunos, y empiezo a ver algo de verde. Hay menos nieve e hielo y la cordillera Brooks asoma lejana en el horizonte. Cruzarla es la promesa de la taiga, algo más llevadero que la tundra, protegido por las montañas. Es la divisoria de Alaska, deja cielo e infierno en ambos lados.
Por fin doy con el primer árbol al sur, o el último al norte, según viajes. Un pobre abetillo mustio de apenas tres metros, más muerto que vivo, pero gritando su presencia contra la muerte de los largos inviernos. Y al seguir bajando van apareciendo más y más árboles, hasta que doy con un río y a lo largo de su cauce los árboles crecen y crecen, por fin voy entrando en la taiga. También… los mosquitos.
Su fama les precede y ellos no dejan a nadie por mentiroso. Nubes de veloces y hambrientos zancudos me atacan cuando no llueve o no hace viento. Cuando hay sol, nada se puede hacer sino relajarse y soportarles revoloteando alrededor.
Mi bici está atascada de barro y decido acampar. No me puedo quitar la ropa de lluvia pues es mi armadura contra las picaduras, hasta tengo una mosquitera para la cabeza. En esa ridícula guisa, ale, a lavar la bici en el río. Después toca echar coraje, quitarse la armadura y darse un baño. No sé si por los mosquitos o por la temperatura del agua, pero en cinco minutos estoy listo. Creo que el agua…, mi piel se puso roja como de quemadura.
Así paso un par de días, alternando paisajes bonitos y mosquitos, con mosquitos y paisajes bonitos, hasta que doy con el río Yukón, todo un señor río, donde está el otro café de la ruta. Allí conozco a unos simpáticos moteros ingleses que tienen un año sabático y me cruzo con un chico ciclista de Anchorage, que ha pactado con una furgoneta para que le dejen víveres en los cafés. Trato de sonreírle, pero ambos sabemos que está haciendo trampas.
Y la verdad es que hay poco turismo aquí: los coches-caravana no se aventuran por carreteras malas y veo apenas 3-4 al día; motos, igual, tal vez 6-8 al día. La mayoría de mis vecinos son los camioneros y camionetas de la empresa petrolera, que reducen al pasarme y me saludan, aunque nadie para a charlar un rato; en los EE.UU. el tiempo es dinero, y no es una frase. Algo acelerados, me parecen, incapaces de mantener una charla más de cinco minutos. Ellos dicen que viven igual que ven la tele, cambiando constantemente de canal.
Finalmente llego a Fairbanks en un largo día, pero con la calma de una carretera buena y de saber que me esperan con comida y cama. Janet y Robert me dan un recibimiento de lujo y paso con ellos 4 días descansando y recuperándome de la paliza. A veces, en la noche, cierro los ojos y casi no me lo creo: vaya días. Estoy feliz de haberla podido terminar sin ayuda, pero no volvería atrás ni aunque me hubiera dejado el pasaporte olvidado.
Después, rumbo a Canadá, el paisaje torna boscoso, algunos lagos, ríos, que me regalan varias acampadas de postal, y hay muchos animales, aunque de los osos solo he visto huellas por el momento. Me hacen compañía, como un castor que estaba en su lago frente a mi tienda, nadando y buscando su cena mientras yo cocinaba mi arroz. Pero no deja de ser cierto que algún ruido o alguna sombra me pone el corazón en un puño, por si aparece un oso husmeando mi comida. Lobos… ya he tenido una aventura con uno de ellos, pero esa es una historia para un día de invierno con un colacao calentito.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
En Anchorage me recibe Dave, un contacto de warmshowers.org (un club de hospitalidad entre ciclistas que en América funciona bastante bien), y me dice que ha venido su hijo de visita y hay un nuevo plan:
- Fin de semana en el Denali National Park, ¿te apuntas?
- Siiiii!
Y el bueno de Dave me lleva a acampar en el parque, un lujo muy lejos de mi bolsillo, y vemos alces, renos, un par de osos, cabras salvajes, e incluso el Mackinley, pues gozamos de un infrecuente cielo despejado en Alaska (llueve bastante y si no, está nublado). Una mole de montañas blancas que se elevan desde apenas 500 metros a más de 6000. Todo un capirote de nata.
Al regreso, toca un día de shopping, no queda más remedio que usar la tarjeta. Ni mi bici ni mi equipamiento pueden afrontar otro año en este lamentable estado: ruedas, transmisión, frenos y pedales para el galeón, y ropa de lluvia para la tripulación, que está hasta las narices de que le cale la lluvia. Aunque consigo algunas cosas de segunda mano, el sablazo me deja tieso y no queda más remedio que celebrarlo con ron; no es que parezcamos una fragata inglesa, pero ahora estamos más decentes para encarar el camino.
Y por fin llega Fred. Fred trabaja para Air Alaska y me había ofrecido la posibilidad de volar casi gratis a Prudhoe Bay, allá en la costa ártica, en el paralelo 70. 'Así puedes cruzar América desde una punta a la otra'. Resulta ser un tipo genial que vive en un bosque a 30 km de la ciudad, y que por 30 euros de tasas de aeropuerto me mete en el avión junto a 68 trabajadores de la empresa petrolera, en el que es el vuelo interno más caro de los EE.UU. Vivo días tocado por la fortuna.
Prudhoe Bay/Deadhorse existe porque allí hay petróleo, y hay una carretera hacia el sur porque hay también un oleoducto que mantener. No fue hasta finales de los 90 que abrieron la carretera al tráfico civil, y a los ciclistas. Pero eso es casi todo lo que hay. Por delante tengo más de 800 km hasta el próximo supermercado, en Fairbanks. Hay un par de cafeterías, donde paran los camioneros, con precios comprensiblemente astronómicos, y eso es todo. Lo demás, es tundra y taiga. Voy a tope de comida pero lo que no me esperaba es que la carretera estuviese en tan malas condiciones (se supone que este país es el más rico del mundo).
Salgo del aeropuerto montado en la bici a las 6 de la tarde del 2 de junio. Fuera me reciben dos grados bajo cero y un viento de ballenas que hiela todo a su paso. Me abrigo, saco la espada y a duras penas me abro camino en la batalla. Aquí no se queja nadie, estoy en plena costa del Ártico y no esperaba cocoteros, ni sol como bienvenida.
Un simpático cartel, al comienzo de la Dalton hw, avisa: 'próximos servicios, 240 millas'.
Es el primer día y estoy fuerte. Aunque el viento me corta el rostro y a veces me empuja fuera de la carretera, consigo alejarme 50 km. Cuanto más al sur esté, menos viento habrá. Pero he de ir tan concentrado en la pista de gravilla que apenas puedo mirar el panorama, el lugar donde estoy: la tundra. Paisaje insólito; creo que (dejando atrás los Polos) para una bici es el ecosistema menos accesible del planeta; hay una zona de tundra en la 'carretera de los huesos' siberiana, y no estoy seguro de si en el norte de Noruega hay tundra.
Aquí, en Alaska, la tundra es una llanura que aún no ha despertado del invierno; los pequeños matorrales tratan de abrirse camino entre el hielo y la nieve, para revivir un par de meses antes de que vuelva a caer el letargo del frío. La carretera está construida en elevación para evitar el daño que hace el permafrost de la tundra, y el 80% de ella no tiene asfalto sino gravilla y piedras, pues el asfalto se daña muy fácilmente con los movimientos del permafrost. Así que los lugares donde puedo parar, descansar, acampar, son los 'descansos laterales' de la carretera, que bien llevan a un acceso al oleoducto, o son los restos de un área donde hubo maquinaria. Fuera de eso, la tundra es inaccesible: donde no hay nieve es un pantanal de agua-hielo, una suerte de piel de elefante surcada por regueros y lagunas. Insólito. Vaya lugar para vivir.
Trato de poner la tienda pero el viento es de locos, a veces me hace perder el equilibrio a mí. Imposible. Bien, ya que no hay noche aquí, pues el sol no se pone, decido seguir y en algún momento el viento bajará. Tengo suerte y 10 km más tarde encuentro los vagones de un campamento del oleoducto. Es ilegal, pero ni me lo pienso (¡primer día en los EE.UU. y lo termino con allanamiento de morada!). La cocina está abierta y me instalo a descansar ahí. El viento mueve los vagones como si fueran juncos y hace un ruido insoportable, pero estoy a salvo.
Son las 12 de la noche y el sol está a unos 6 dedos del horizonte, casi en el norte ya. Cocino y malduermo unas horas esperando que en la mañana no venga nadie de la compañía...
En la mañana vienen… los veo… escondido… ellos no me ven….
Prosigo.
Conforme avanzo al sur, el viento cede y la temperatura sube, pero aún detenerme y descansar es recibir el azote del ártico y castañetear los dientes. Con todo, avanzo. Y alcanzo el río Savaganirkto, una zona algo más amable, donde el viento amaina bastante y el paisaje comienza a poblarse de matorrales más altos, de casi medio metro algunos, y empiezo a ver algo de verde. Hay menos nieve e hielo y la cordillera Brooks asoma lejana en el horizonte. Cruzarla es la promesa de la taiga, algo más llevadero que la tundra, protegido por las montañas. Es la divisoria de Alaska, deja cielo e infierno en ambos lados.
Por fin doy con el primer árbol al sur, o el último al norte, según viajes. Un pobre abetillo mustio de apenas tres metros, más muerto que vivo, pero gritando su presencia contra la muerte de los largos inviernos. Y al seguir bajando van apareciendo más y más árboles, hasta que doy con un río y a lo largo de su cauce los árboles crecen y crecen, por fin voy entrando en la taiga. También… los mosquitos.
Su fama les precede y ellos no dejan a nadie por mentiroso. Nubes de veloces y hambrientos zancudos me atacan cuando no llueve o no hace viento. Cuando hay sol, nada se puede hacer sino relajarse y soportarles revoloteando alrededor.
Mi bici está atascada de barro y decido acampar. No me puedo quitar la ropa de lluvia pues es mi armadura contra las picaduras, hasta tengo una mosquitera para la cabeza. En esa ridícula guisa, ale, a lavar la bici en el río. Después toca echar coraje, quitarse la armadura y darse un baño. No sé si por los mosquitos o por la temperatura del agua, pero en cinco minutos estoy listo. Creo que el agua…, mi piel se puso roja como de quemadura.
Así paso un par de días, alternando paisajes bonitos y mosquitos, con mosquitos y paisajes bonitos, hasta que doy con el río Yukón, todo un señor río, donde está el otro café de la ruta. Allí conozco a unos simpáticos moteros ingleses que tienen un año sabático y me cruzo con un chico ciclista de Anchorage, que ha pactado con una furgoneta para que le dejen víveres en los cafés. Trato de sonreírle, pero ambos sabemos que está haciendo trampas.
Y la verdad es que hay poco turismo aquí: los coches-caravana no se aventuran por carreteras malas y veo apenas 3-4 al día; motos, igual, tal vez 6-8 al día. La mayoría de mis vecinos son los camioneros y camionetas de la empresa petrolera, que reducen al pasarme y me saludan, aunque nadie para a charlar un rato; en los EE.UU. el tiempo es dinero, y no es una frase. Algo acelerados, me parecen, incapaces de mantener una charla más de cinco minutos. Ellos dicen que viven igual que ven la tele, cambiando constantemente de canal.
Finalmente llego a Fairbanks en un largo día, pero con la calma de una carretera buena y de saber que me esperan con comida y cama. Janet y Robert me dan un recibimiento de lujo y paso con ellos 4 días descansando y recuperándome de la paliza. A veces, en la noche, cierro los ojos y casi no me lo creo: vaya días. Estoy feliz de haberla podido terminar sin ayuda, pero no volvería atrás ni aunque me hubiera dejado el pasaporte olvidado.
Después, rumbo a Canadá, el paisaje torna boscoso, algunos lagos, ríos, que me regalan varias acampadas de postal, y hay muchos animales, aunque de los osos solo he visto huellas por el momento. Me hacen compañía, como un castor que estaba en su lago frente a mi tienda, nadando y buscando su cena mientras yo cocinaba mi arroz. Pero no deja de ser cierto que algún ruido o alguna sombra me pone el corazón en un puño, por si aparece un oso husmeando mi comida. Lobos… ya he tenido una aventura con uno de ellos, pero esa es una historia para un día de invierno con un colacao calentito.
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?