Me costó mucho trabajo salir de México, es la primera vez que salgo de un país con el estómago encogido, y en una hora larga me planté en la frontera. Mañana fresca tras noche de lluvia. Allí, el oficial me cuenta los días y me avisa que la multa hubiera sido de unos 300 euros, si me paso.
- ¿Y si no tengo dinero para pagar?
- Pues no te sellamos salida y no podrías regresar.
Menos mal que he sido buen chico, 179 días, me sobró uno.
Cruzo a Guatemala y la primera impresión es clara: ahorita sí que estoy en puro Tercer Mundo, con sus maravillas y sus miserias. Muchos menos coches y más chatarra, y muchos más árboles, enormes. También entro en uno de esos países en los que un adolescente pasa sus días ayudando a cargar los equipajes en un colectivo y soñando por todo cuento de hadas que un día él será conductor. Países de vida dura, donde el mejor de los sueños es asegurarse la comida, la descendencia y los domingos poder tener una platita para emborracharse. Vidas duras de trabajar de 6 a 9 (am y pm) y poca diversión.
En las guate-montañas hay que madrugar, pues de 6 a 12 ocurre la maravilla. Una neblina que se va levantando conforme el sol calienta, que se colapsa por casi una hora formando mares de nubes, y después, todo limpio y verde como si el planeta estrenara vestido. Hermoso, pedalear en las lluvias aquí. Después de las 12, eso sí, ya está todo lleno de nubes y que empiece a llover a la una o a las seis, que llueva poco o mucho, eso… solo lo sabe Dios.
Me avisaron que no me perdiera el lago Atitlán, y menos mal que hice caso. Un pequeño desvío para ver un lindo lago volcánico y solazarme con un pequeño descanso. Además, disfrutar de la tradición de esta zona, los guatemaltecos son gente muy colorida, cada pueblo con sus diferentes trajes, no solo las mujeres, los hombres también, vistiendo falda y camisas de colores, gente simpática.
La vista más bonita del lago la tengo al subir de regreso, en el mirador, que está a unos 325 m de elevación sobre el lago, y a unos 4 kilómetros… aquí se sube fuerte. El Volcán del Fuego estaba visible y vomitando humo, como al parecer hace siempre. Me recreo en la vista por un tiempo, azul contra azul, apenas hay contraste entre el color del lago, el de los volcanes y el cielo, una sencilla degradación de azul, un empacho de acuarelas.
Rumbo a Chichicastenango, maravilla de paisaje, verdes montañas de aire limpio y árboles por doquier, otro abuso del color, empacho de verde vida. Este país parece una novia con la cara recién lavada.
La carretera planea por riscos de las montañas y las vistas a ambos lados son idílicas. Cuando toca una guate-bajada de aúpa siempre hay varias curvas donde tengo que clavar los frenos con desesperación para no irme al otro lado, o al otro mundo, coño con las pendientes que gastan aquí. Subir me cuesta menos, estoy entrando en forma, y aunque vaya a 4-5 kilómetros por hora en las pendientes más fuertes, subo bien, a mi ritmo. Bajar, empieza a aterrorizarme.
Y me detengo en Chichicastenango. Me da buena onda el pueblo, tranquilo, aunque acaban de matar a un tipo en la mañana (vaya racha, en el lago mataron a una mujer y la tiraron al agua) y hay mucho borracho. Decido quedarme por dos noches, pues el jueves hay mercado, el más famoso y colorido de Centroamérica.
Fue estupendo quedarme unos días en Chichicastenango, uno de esos pueblos con cierta magia por la vida que se percibe detrás de las charlas locales, perfecto escenario para una novela de García Márquez, con una plaza en la que siempre está pasando algo, muy entretenida. Desde que dejé los zocos árabes, pocas veces he tenido esa sensación de vidas cruzadas. Y de ahí, un rodeo tremendo hasta Cobán, no porque yo quisiera sino porque en la mitad sur de este país las colinas y montañas brotaron de la Tierra como setas, sin orden ni concierto alguno, y apenas existen valles por los que organizar las carreteras, todo es una criminal sucesión de subidas y bajadas con ese tipo de pendiente que te hace exclamar: '¡Coño, qué cerca tengo el asfalto de la cara!' Cuando hay asfalto…
Días duros de constantes subidas 'cortas' de unos 4-5 kilómetros, aunque intensas, subiendo casi al 10% de media. O a veces más largas, como la subida de Sacapulas a Cunén: 11 kilómetros para subir de 1200 a 2100. Así, algún día al amanecer era incapaz de levantarme con el alba y me quedaba una hora más remoloneando en la colchoneta, tratando de conseguir fuerzas. La verdad, tampoco me quejo, Guatemala es un país de los que uno habla con una sonrisa, como de Lesotho. Una y otra vez, en lo alto de una montaña miras al horizonte y no hay sino otra bajada y otra subida, sin misericordia, y aunque a veces uno se viene abajo ante el panorama, hay algo que gusta de sentir el esfuerzo, de sentir los músculos uno a uno, cómo se van agotando, superar el umbral de la fatiga y aun seguir, seguir… después sonreír al panorama desde lo alto y saber que lo alcancé por mis fuerzas…, aunque alguna noche, entre el calor y las piernas como piedras, más que sonreír, no podía agarrar el sueño…
Entre Cobán y Lanquín hay un tramo de asfalto, aunque me avisan que la carretera después es 'pura piedra' y que no hay policía, algo que en este país preocupa mucho, hay bastante violencia. Y conforme me alejo de Cobán empiezo a pensar que en efecto va a ser una zona despoblada, los niños de las aldeas juegan al fútbol en el asfalto, y voy adentrándome en los últimos valles altos de estas montañas. Desde la altura vislumbro una tierra más baja, igualmente colinosa, y las vistas se tornan espectaculares, son mares de colinas en el horizonte, el vivo sueño de un marinero en tierra, parece un océano fosilizado.
El último valle que rodeo me regala un pedaleo aéreo, antes de caer a las colinas selváticas, más de mil metros debajo de mí, y mi galeón eleva sus remos para tratar de agarrar una nube y flotar dulcemente hasta los árboles de la selva. En lugar de eso, lo que tengo es un descenso que hubiera hecho las delicias de Jordi Tarrés, la bajada a Lanquín es una de esas que en el futuro me tirarán de una oreja al escuchar su nombre. Cualquier día, tal vez ya con canas, hablando de malas carreteras le preguntaré a algún ciclista...
- Y... hablando de Guatemala ¿fuiste a ver Semuc Champey, en Lanquín?
- Lanquín... inolvidable pedregal.
Y de repente surgirá una inexplicable hermandad con ese tipo, lo que genera el saber que el otro sabe, que dio saltos y botes entre esas piedras, que tuvo que poner su pie en el suelo o tal vez él mismo, que le ardían las llantas de clavar los frenos en 11 kilómetros donde las muñecas querían unirse a los hombros. Puede que sea suizo, japonés, argentino, da igual, Lanquín es como el Narym, como las cataratas Epupa, como la Tarahumara... una palabra que provoca una pausa en el pensamiento, un viaje a la velocidad de la luz al mundo de los recuerdos, y una sonrisa, ‘Si... claro que fui a Lanquín’, e inevitablemente hay que abrir una cerveza y brindar.
Menudo lugar, Semuc Champey, ‘donde el río se esconde’. Una maravilla de piscinas kársticas en plena jungla, pozas verdosas limpias, espectaculares. Semuc resulta ser un puente formado por rocas calizas sobre un enorme río, el Cahabón. Ahora, el río pasa por debajo y este puente de 300 metros es una maravilla de la Naturaleza donde una poza sucede a la otra en suaves cascadas. Es uno de esos lugares que solo se ven en las películas de dibujos animados, pues bien, existen de tanto en tanto. Igual que Canaima.
De ahí hasta la costa paso por la Guatemala de años atrás, ajena a la riqueza que han traído las remesas de trabajadores en los EE.UU. La Guatemala donde las paredes de las casas se hacen con cañas y no hay más suelo que la Madre Tierra. Maíz para comer, día y noche, cuyas gentes hablan con dificultad el castellano, zona de quetchí. No obstante, muy amables, cuando una señora por fin se da cuenta que le estoy pidiendo agua, me pide que espere, y sale de su choza con un cafelito de medio litro (en esta zona el café es prácticamente agua dulce, un colorantito).
Y tras un descansito en Río Dulce, ya en plena tierra baja de selvas, decido subir a visitar Tikal, por el caluroso y húmedo Petén. El último día llego por una carretera ya sin uso que enlaza con el parque nacional, pura selva, mucha vida. Con todo, lo que más me impresiona son las mariposas, cientos de ellas revoloteando, llenan el camino de colores, un baile de lentejuelas. Monos araña, monos aulladores, y manadas de coatíes, una simpática especie de tejón, creo. Por lo demás, pájaros y pájaros, cientos de ellos, ver volar a un tucán delante de ti es algo muy hermoso. Sonidos acuáticos, esdrújulos, interminables chillidos, me acompañan en el silencio de una carretera sin salida, solo el túnel de selva, el asfalto y la banda sonora. Ah, y mosquitos.
Entro en Belice directo a San Ignacio. Allí paro en los bomberos donde Grant me acoge con simpatía y me invita a cenar. Él es criollo, su compañero es negro y no me hace maldito caso. Hago el matiz porque no fue una excepción. Con la mosquitera atada al camión bombero me duermo pidiendo que no haya una emergencia...
Esa carretera, la que viene de Guatemala hacia la costa beliceña, es un gustazo de viaje. Pura selva aquí y allí, pero cuando se me acaba la famosa 'carretera de los colibríes', se acaba lo bonito de Belice. Llego a una zona costera, alejada del mar, de planicies con cultivos, tierras abandonadas, granjas, lodges y cool spots, todo con la intención de crear la expectativa de un país rico, una burda imitación de los EE.UU. en anuncios y fachadas, que no coincide en absoluto con la realidad de un país pobre, más pobre que Guatemala.
Paso aldeas y aldeas con casas de bambú y madera, con tierra por suelo, gente mal vestida, despiojándose unos a otros, aceptando alegres la misericordia de un trabajo recogiendo naranjas en una de las granjas de la zona, porque nadie genera nada. Cultura de cierta indolencia, de no esforzarse en más que vivir, y trabajar para quien da trabajo. En un rato de descanso bajo una palapa de una pequeña tienda veo llegar a un cliente; la dueña, a la que puedo ver desde mi lugar, está tumbada en una hamaca y la oigo responder ‘Está cerrado’... El cliente se encoge de hombros y regresa a su coche. Vida caribeña, o tal vez el relax puede alcanzar límites algo excesivos...
Gentes muy mezcladas en Belice, latinos, criollos, africanos (garífunas). Son varios los lugares en los que me llevo una mala mirada de algún garífuna, como el tipo que se sentó a mi lado mientras me preparaba un sandwich y me echó en cara que los españoles les trajimos como esclavos y que debía pedirle perdón. Afortunadamente, son pocas las veces en que me cruzo con cretinos semejantes, y ya me habían avisado algunos veleristas que en Belice se sentía mucho racismo y rencor. Ahora, en el poder beliceño hay ministros negros, y al igual que en África algunos políticos utilizan excusas históricas para excusar su ineficacia.
Así pues, paso unos escasos días por Belice, con una mezcla de gestos distantes, altaneros, con saludos de bienvenida y amabilidad, en un pequeño rincón de culturas africanas, latinas y piratas. Y en absoluto, nada que ver con México y Guatemala, nada que ver con la cortesía latina.
Alcancé Punta Gorda, cuya estampa de pequeño puerto con cuatro casas al mar trae recuerdos de Sandokán, posadas, mapas del tesoro y botellas de ron, aunque la herencia de colonia británica difumina de un plumazo cualquier posibilidad de encontrarse con John Silver en alguna esquina, y me fui de regreso a Guatemala. Y por otro pedregal he entrado en Honduras, a descansar un par de días aquí en Ruinas de Copán
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Días duros de constantes subidas 'cortas' de unos 4-5 kilómetros, aunque intensas, subiendo casi al 10% de media. O a veces más largas, como la subida de Sacapulas a Cunén: 11 kilómetros para subir de 1200 a 2100. Así, algún día al amanecer era incapaz de levantarme con el alba y me quedaba una hora más remoloneando en la colchoneta, tratando de conseguir fuerzas. La verdad, tampoco me quejo, Guatemala es un país de los que uno habla con una sonrisa, como de Lesotho. Una y otra vez, en lo alto de una montaña miras al horizonte y no hay sino otra bajada y otra subida, sin misericordia, y aunque a veces uno se viene abajo ante el panorama, hay algo que gusta de sentir el esfuerzo, de sentir los músculos uno a uno, cómo se van agotando, superar el umbral de la fatiga y aun seguir, seguir… después sonreír al panorama desde lo alto y saber que lo alcancé por mis fuerzas…, aunque alguna noche, entre el calor y las piernas como piedras, más que sonreír, no podía agarrar el sueño…
Entre Cobán y Lanquín hay un tramo de asfalto, aunque me avisan que la carretera después es 'pura piedra' y que no hay policía, algo que en este país preocupa mucho, hay bastante violencia. Y conforme me alejo de Cobán empiezo a pensar que en efecto va a ser una zona despoblada, los niños de las aldeas juegan al fútbol en el asfalto, y voy adentrándome en los últimos valles altos de estas montañas. Desde la altura vislumbro una tierra más baja, igualmente colinosa, y las vistas se tornan espectaculares, son mares de colinas en el horizonte, el vivo sueño de un marinero en tierra, parece un océano fosilizado.
El último valle que rodeo me regala un pedaleo aéreo, antes de caer a las colinas selváticas, más de mil metros debajo de mí, y mi galeón eleva sus remos para tratar de agarrar una nube y flotar dulcemente hasta los árboles de la selva. En lugar de eso, lo que tengo es un descenso que hubiera hecho las delicias de Jordi Tarrés, la bajada a Lanquín es una de esas que en el futuro me tirarán de una oreja al escuchar su nombre. Cualquier día, tal vez ya con canas, hablando de malas carreteras le preguntaré a algún ciclista...
- Y... hablando de Guatemala ¿fuiste a ver Semuc Champey, en Lanquín?
- Lanquín... inolvidable pedregal.
Y de repente surgirá una inexplicable hermandad con ese tipo, lo que genera el saber que el otro sabe, que dio saltos y botes entre esas piedras, que tuvo que poner su pie en el suelo o tal vez él mismo, que le ardían las llantas de clavar los frenos en 11 kilómetros donde las muñecas querían unirse a los hombros. Puede que sea suizo, japonés, argentino, da igual, Lanquín es como el Narym, como las cataratas Epupa, como la Tarahumara... una palabra que provoca una pausa en el pensamiento, un viaje a la velocidad de la luz al mundo de los recuerdos, y una sonrisa, ‘Si... claro que fui a Lanquín’, e inevitablemente hay que abrir una cerveza y brindar.
Menudo lugar, Semuc Champey, ‘donde el río se esconde’. Una maravilla de piscinas kársticas en plena jungla, pozas verdosas limpias, espectaculares. Semuc resulta ser un puente formado por rocas calizas sobre un enorme río, el Cahabón. Ahora, el río pasa por debajo y este puente de 300 metros es una maravilla de la Naturaleza donde una poza sucede a la otra en suaves cascadas. Es uno de esos lugares que solo se ven en las películas de dibujos animados, pues bien, existen de tanto en tanto. Igual que Canaima.
De ahí hasta la costa paso por la Guatemala de años atrás, ajena a la riqueza que han traído las remesas de trabajadores en los EE.UU. La Guatemala donde las paredes de las casas se hacen con cañas y no hay más suelo que la Madre Tierra. Maíz para comer, día y noche, cuyas gentes hablan con dificultad el castellano, zona de quetchí. No obstante, muy amables, cuando una señora por fin se da cuenta que le estoy pidiendo agua, me pide que espere, y sale de su choza con un cafelito de medio litro (en esta zona el café es prácticamente agua dulce, un colorantito).
Y tras un descansito en Río Dulce, ya en plena tierra baja de selvas, decido subir a visitar Tikal, por el caluroso y húmedo Petén. El último día llego por una carretera ya sin uso que enlaza con el parque nacional, pura selva, mucha vida. Con todo, lo que más me impresiona son las mariposas, cientos de ellas revoloteando, llenan el camino de colores, un baile de lentejuelas. Monos araña, monos aulladores, y manadas de coatíes, una simpática especie de tejón, creo. Por lo demás, pájaros y pájaros, cientos de ellos, ver volar a un tucán delante de ti es algo muy hermoso. Sonidos acuáticos, esdrújulos, interminables chillidos, me acompañan en el silencio de una carretera sin salida, solo el túnel de selva, el asfalto y la banda sonora. Ah, y mosquitos.
Entro en Belice directo a San Ignacio. Allí paro en los bomberos donde Grant me acoge con simpatía y me invita a cenar. Él es criollo, su compañero es negro y no me hace maldito caso. Hago el matiz porque no fue una excepción. Con la mosquitera atada al camión bombero me duermo pidiendo que no haya una emergencia...
Esa carretera, la que viene de Guatemala hacia la costa beliceña, es un gustazo de viaje. Pura selva aquí y allí, pero cuando se me acaba la famosa 'carretera de los colibríes', se acaba lo bonito de Belice. Llego a una zona costera, alejada del mar, de planicies con cultivos, tierras abandonadas, granjas, lodges y cool spots, todo con la intención de crear la expectativa de un país rico, una burda imitación de los EE.UU. en anuncios y fachadas, que no coincide en absoluto con la realidad de un país pobre, más pobre que Guatemala.
Paso aldeas y aldeas con casas de bambú y madera, con tierra por suelo, gente mal vestida, despiojándose unos a otros, aceptando alegres la misericordia de un trabajo recogiendo naranjas en una de las granjas de la zona, porque nadie genera nada. Cultura de cierta indolencia, de no esforzarse en más que vivir, y trabajar para quien da trabajo. En un rato de descanso bajo una palapa de una pequeña tienda veo llegar a un cliente; la dueña, a la que puedo ver desde mi lugar, está tumbada en una hamaca y la oigo responder ‘Está cerrado’... El cliente se encoge de hombros y regresa a su coche. Vida caribeña, o tal vez el relax puede alcanzar límites algo excesivos...
Gentes muy mezcladas en Belice, latinos, criollos, africanos (garífunas). Son varios los lugares en los que me llevo una mala mirada de algún garífuna, como el tipo que se sentó a mi lado mientras me preparaba un sandwich y me echó en cara que los españoles les trajimos como esclavos y que debía pedirle perdón. Afortunadamente, son pocas las veces en que me cruzo con cretinos semejantes, y ya me habían avisado algunos veleristas que en Belice se sentía mucho racismo y rencor. Ahora, en el poder beliceño hay ministros negros, y al igual que en África algunos políticos utilizan excusas históricas para excusar su ineficacia.
Así pues, paso unos escasos días por Belice, con una mezcla de gestos distantes, altaneros, con saludos de bienvenida y amabilidad, en un pequeño rincón de culturas africanas, latinas y piratas. Y en absoluto, nada que ver con México y Guatemala, nada que ver con la cortesía latina.
Alcancé Punta Gorda, cuya estampa de pequeño puerto con cuatro casas al mar trae recuerdos de Sandokán, posadas, mapas del tesoro y botellas de ron, aunque la herencia de colonia británica difumina de un plumazo cualquier posibilidad de encontrarse con John Silver en alguna esquina, y me fui de regreso a Guatemala. Y por otro pedregal he entrado en Honduras, a descansar un par de días aquí en Ruinas de Copán
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?