RUSIA.
Llevo treinta y cinco kilómetros rusos, cuando entro en una granja a pedir agua. Los perros, cinco o seis, son muy agresivos, más de lo normal. Veo al dueño salir, y espero la habitual respuesta que tranquiliza a los animales, pero no. Demasiado tarde me doy cuenta que no va a controlar los perros sino que todo lo contrario, los azuza contra mí.
Por unos segundos me veo muerto entre esas fieras que en círculo me atacan con dentelladas. De alguna manera consigo un par de metros y salir corriendo como si me fuera la vida en ello, y bien que me va. Al alcanzar mi bici compruebo que los perros ya no me siguen. Jadeo, me echo un ojo, y bueno, no parece mucho. Voy a la carretera, saco el botiquín y empiezo a limpiarme. Tengo unas seis heridas y dos de ellas con sangre muy oscura. En este tipo de situaciones se piensa poco y se actúa mecánicamente. Me limpio, me vendo, y guardo todo otra vez; el botiquín está, por supuesto, en el maldito fondo de una alforja. Me incorporo y pienso si podré pedalear hasta un hospital.
Son situaciones en que se piensa poco, y lo poco que se piensa son estupideces, así que el resto de mi cuerpo se gira para detener al primer coche que pase. Resulta ser una furgoneta con un simpático ruso, Sergey, que me lleva al hospital de Osinoozersk, a unos sesenta kilómetros. En el pequeño hospital, tras la confusión por el problema del idioma, la enfermera jefe me dice enérgicamente que he de estar varios días en observación. Yo le pido que me limpien y me cosan, pero que me voy a dormir a una pensión que seguramente es más barata que el hospital.
- Relax, relax. 'Problem nyet, bisplanat' (Sin problemas, es gratis). Sé buen chico y déjanos hacer nuestro trabajo.
Tras mi respectiva parte de confusión, pues no es fácil hacerse entender con un pequeño diccionario en una situación de esta índole, por fin me relajo y de golpe todo empieza a doler horrores. Muy eficazmente, me limpian las heridas, me cosen en un par de mordiscos feos, me vacunan contra la rabia y me vendan con un ungüento cicatrizante que deja la piel azul por una semana larga. No puedo caminar siquiera, pero las enfermeras me traen comida y té sin cesar; finalmente me inyectan un calmante y me duermo.
Cuatro días de descanso imprevisto. Todos los pacientes pasan por mi habitación para darme ánimos, mirar mis fotos. Todos son muy amables y me traen comida. Al cuarto día, las heridas dejan de supurar, y me dejan sin vendajes. Aprovecho para tratar de caminar, y consigo dar ocho vueltas al hospital, con varios pacientes animándome. ¡Es como entrenar en un estadio! Aksuna, una encantadora abuela de pelo blanco y enormes ojos azules, me controla el tiempo de cada vuelta, y de la primera a la octava bajo un minuto. Compruebo que me hace bien moverme. Siento que mejoro y como pedalear es cosa de activar pocos músculos, decido continuar viaje. Los rusos son gente dura y pese a que me preguntan si no prefiero descansar unos días más, me dan el alta con deseos de buen viaje.
- ¡Shasliva! (Felicidad) - me despiden a la puerta del hospital. Es el primer idioma en el que escucho decir 'Felicidad' como palabra de despedida. Bonito.
- Os mando una foto desde Vladivostok -prometo, montándome en la bici con cuidado. Y salgo del hospital.
Con unos calmantes y pedaleando despacio, hago en dos días cien kilómetros casi planos hasta Ulan Ude, lo cual, pese a ciertos problemas cuando acampo, pues muchos movimientos son dolorosos, me viene muy bien. El movimiento activa la regeneración.
Llego a Chita en una linda mañana de sol a nueve grados bajo cero. Me detengo en un mercado, donde me invitan inmediatamente a té caliente, y Pavel se acerca a saludarme.
- Privet! (Hola) ¿Puedo ayudarte en algo? Trabajo en una tienda de bicicletas.
Todo es rodar. Vamos a la tienda y tengo una bienvenida entusiasta. Anastasya y su marido, Mihai, me invitan a su casa; un pequeño apartamento soviético de baño, cocina y una habitación. Su generosidad es extrema, pues no tienen una habitación de sobra para mí, y la única que tienen la comparten conmigo. Empiezo a conocer a los rusos, un pueblo de personalidad compleja, del que acabaré enamorado. Misha es un tipo extraordinario. Ha de ir tres veces por semana al hospital para recibir una hemodiálisis que no frena su vida; es un deportista extraordinario y lleno de vitalidad. Una de esas personas con un problema real que afronta con sobresaliente.
Salgo de Chita con más amigos en las alforjas y lleno de ilusión hacía el frío. También preocupado por la carretera a Skovordino y su mala fama. Tras unos días de sol y frío llega el segundo golpe ruso. Un tipo en moto me asalta saliendo desde su aldea y me rompe la rueda trasera chocando. En ese momento no sé que va a pasar.
El peregrino cansado nunca tiene futuro,
sus ojos arden por el sol del desierto.
La piel tirante, quemada, vendería sus sueños
por la sombra de una palmera.
Atrás quedan los días jóvenes,
cuando se despedía en la mañana
y el horizonte era una incertidumbre
(pájaros libres cantaban en las ramas).
Un día más es también un día menos,
una ciudad menos que descubrir,
un puerto menos al que arribar.
Y las pesadillas sobre un mundo finito
matan la luz, la alegría y traen la vejez.
Atrás quedan los días jóvenes,
tan atrás como las vidas que no se recuerdan.
Las alforjas pesan llenas de experiencias,
y los rincones del planeta que antes eran sorpresas,
son ahora variantes de algo que se vivió.
Camina porque ha olvidado el verbo descansar,
porque detenerse significa acumular,
y en la soledad no hay espacio para el amor,
ni el techo, ni el colchón. Sólo para la ceniza leve
que pueda levantar vuelo con un suspiro entre los dedos.
De batallas contra el mundo está hecho su cansancio,
batallas que nadie más que él ve,
cual Ulises clamando contra el infortunio de su navío.
De batallas, traiciones y motines.
De noches sin una luna que pueda tenderle una mano,
de amigos a los que su voz no alcanza.
En la derrota, las historias de un viaje largo
reaparecen con nombres, rostros y olores.
Es una carga viva contra el deseo de un mundo infinito.
El peregrino cansado nunca tiene futuro,
sólo un corazón desesperado por detenerse,
sólo unos pies de los que quisiera brotar raíces
y llenar la soledad de trinos y colores
(por más que detenerse sea también,
guardar bajo llave la ceniza de un viaje largo
y llenar sus días con pájaros cantores enjaulados).
Este segundo incidente me va a hacer descubrir hasta dónde llega el corazón de los rusos. Que llega muy lejos.
Un club de viajeros ofrece pagarme un billete de tren a Khabarovsk, a dos mil doscientos kilómetros, donde dicen que hay seguridad y todo irá bien. La tienda de Nastya y Misha me regala una rueda trasera para sustituir la rota. Mucha gente llama a Nastya y vienen a visitarnos, a mostrar su apoyo, y un conocido fotógrafo publica varias fotos mías en su página web, relatando la historia de mi viaje.
De Khabarovsk a Vladivostok son sólo ochocientos kilómetros, y tengo claro que no quiero llegar así al final de esta etapa. Decido comprar un billete de tren a Skovordino, el límite de Siberia y Zabailkaski. Cuando voy con mis amigos a la estación de tren, el móvil de Nastya suena. Un programa de televisión ha escuchado mi historia y quieren ayudar. Nos ofrecen encontrar transporte en uno de los camiones que van a Vladivostok. 'Puedes bajarte del camión en el lugar que quieras, pero te recomendamos que lo hagas en Khabarovsk, o al menos Blagovenchesk. No queremos que te pase nada, tu viaje no merece un mal final.'
En Dalnivostok, gradualmente, el paisaje empieza a cambiar; la monótona taiga se salpica de grandes ríos helados, blancas lenguas, y a veces pedaleo por valles abiertos. El color del alba, con los árboles y matorrales helados, es casi una foto en blanco y negro; después, si hay sol, se torna brillante todo. Alcanzo las planicies del Amur, doscientos kilómetros antes de Khabarovsk, y se acaba el subir y bajar de la taiga que me trae agotado. Todo plano, junto a la vía del tren. Llego a una cafetería y pregunta de rigor.
- ¿A cuánto está la siguiente cafetería?
- Ochenta kilómetros
- Vale, gracias… -pero me quedo un rato pensativo, ochenta y dieciocho se parecen mucho y creo que ha dicho dieciocho.
- Perdón, ¿ochenta o dieciocho?
- Dieciocho, uno y ocho.
- ¿Está usted segura? La anterior cafetería la he dejado ciento cincuenta kilómetros atrás.
La señora sonríe y asiente.
- '¡Suda sivilisatya! (¡Has llegado a la civilización!)
Me las prometo dichosas pero Rusia no perdona en noviembre, y si se acaba la taiga, las colinas y la soledad, también se acaba el sol y comienza el viento. A veces tengo dificultades para generar el calor suficiente, y el lado izquierdo, de donde viene el viento norte, lo pierdo irremisiblemente hasta la noche, congelado. A Khabarovsk llego nevando, comienzo de un temporal. En una tienda de bicicletas me reparan gratis el desviador roto, y al mirar el correo electrónico veo la invitación de Boris a su casa; todo sucede velozmente. En veinte minutos viene a recogerme, y con su estupenda familia paso cuatro días de museos y paseos. Boris supo de mí gracias a una entrevista en Chita que obtuvo mucha popularidad en internet. Los rusos tienen un gran sentido del romanticismo y les fascina la idea de recorrer el mundo en bicicleta desprendido del confort, en contacto con la naturaleza y las gentes. Y Boris es uno de ellos, como otra gente también me ha escrito desde Vladivostok ofreciéndome su ayuda. Son días de grandes emociones.
El temporal no cesa durante cuatro días; carretera y aeropuertos se bloquean. Boris insiste en que aproveche la pausa para descansar bien, disfrutar su deliciosa comida, compañía y paseos por la ciudad nevada. Khabarovsk ha resultado ser una ciudad bonita, en una curva del enorme río Amur que hace frontera con China y lleva ya más hielo que agua en la superficie.
Unos doscientos cincuenta kilómetros antes de Vladivostok me cae una gran nevada acampando, y en la mañana siguiente tengo trescientos metros para regresar a la carretera, empujando la bicicleta por mucha nieve. El frío me cala hasta los huesos y las botas, que tras dos meses ya están envejecidas, no impiden que entre nieve dentro, y primero se hace agua con el calor de mi piel pero al pedalear se vuelve a congelar. Ese día, varios tendones en las piernas me duelen bastante y decido que no acamparé más. No quiero llegar a Vladivostok en una ambulancia.
Las ciudades de esa zona son bastante grandes y desarrolladas, e igualmente soy bien recibido en los ayuntamientos, siempre me ofrecen un lugar donde dormir. Más allá de la hospitalidad, las dos últimas noches soy agasajado con comilonas y suites de lujo en hoteles decentes. Me tratan como si fuera un explorador ártico, una gente extremadamente amable, que me halagan y felicitan por este viaje, pero yo sigo pensando que ésto no es más que un fin de semana algo salido de madre, en el que me han sucedido peregrinas aventuras.
Tras tantos países estos años, donde la gente siempre pregunta, '¿por que?', sin entender vagamente el gusto occidental por la aventura, es un gran alivio recibir el apoyo y respeto de los rusos, cuya historia está llena de exploradores y aventureros; ellos entienden que algunas personas no puedan tener el culo en un sofá, existiendo una montaña que subir.
Y llego a Vladivostok. Al final de 'Okeaninsky prospekt' (Avenida del Océano) me encuentro con el mar de Japón, el extremo del continente Euro-asiático. El viento hiela la orilla y el mejor de los ánimos. Resisto frente a él, contemplo el mar tiritando, he llegado. Y hay tanto detrás… Tras recorrer medio mundo en bicicleta tendría bastante de lo que confesarme, pero nada de lo que arrepentirme. 90280 kilómetros en 60 lunas de viaje para llegar a una playa donde hace tanto frío que el mar siquiera huele a salitre. Fin de esta etapa. Garbancito puede estar contento. Mis lágrimas tampoco saben a sal, sino a lo que saben los sueños.
- ¡Salva! ¡Lo lograste! -me grita Vladimir, que viene a recogerme al puerto. Un mes antes, paró en la carretera para invitarme a café en su todo-terreno. Me lleva a su casa, donde me instala como a un amigo; es viernes. Cuando nos despedimos al miércoles siguiente, me abraza como a un hermano. Son varios días esperando al ferry que me llevará a Japón, casi una semana inolvidable con Vladimir y Nina; yendo y viniendo por toda la ciudad con Galina, con Alan, Julia, Sasha, Sergei, Natasha… sin parar y mi cuerpo deja de doler.
- ¿Y después de Japón? -me pregunta Vladimir, llenando los vasitos de vodka.
- No lo sé, amigo mío. Mi vida ahora mismo está abierta. En Japón quiero hacer una larga pausa, reordenar mis ideas, y tal vez escribir un libro. Necesito poner en claro esta experiencia que he vivido, compartirla, y preguntarme qué quiero hacer con los siguientes años de mi vida.
- Sería estupendo encontrarnos otra vez en algún lugar de América…
- Si, sería estupendo… - y sonrío, qué fácil es soñar.- Completar la vuelta al mundo en bicicleta…
- ¡Por la libertad, Salva!
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Llevo treinta y cinco kilómetros rusos, cuando entro en una granja a pedir agua. Los perros, cinco o seis, son muy agresivos, más de lo normal. Veo al dueño salir, y espero la habitual respuesta que tranquiliza a los animales, pero no. Demasiado tarde me doy cuenta que no va a controlar los perros sino que todo lo contrario, los azuza contra mí.
Por unos segundos me veo muerto entre esas fieras que en círculo me atacan con dentelladas. De alguna manera consigo un par de metros y salir corriendo como si me fuera la vida en ello, y bien que me va. Al alcanzar mi bici compruebo que los perros ya no me siguen. Jadeo, me echo un ojo, y bueno, no parece mucho. Voy a la carretera, saco el botiquín y empiezo a limpiarme. Tengo unas seis heridas y dos de ellas con sangre muy oscura. En este tipo de situaciones se piensa poco y se actúa mecánicamente. Me limpio, me vendo, y guardo todo otra vez; el botiquín está, por supuesto, en el maldito fondo de una alforja. Me incorporo y pienso si podré pedalear hasta un hospital.
Son situaciones en que se piensa poco, y lo poco que se piensa son estupideces, así que el resto de mi cuerpo se gira para detener al primer coche que pase. Resulta ser una furgoneta con un simpático ruso, Sergey, que me lleva al hospital de Osinoozersk, a unos sesenta kilómetros. En el pequeño hospital, tras la confusión por el problema del idioma, la enfermera jefe me dice enérgicamente que he de estar varios días en observación. Yo le pido que me limpien y me cosan, pero que me voy a dormir a una pensión que seguramente es más barata que el hospital.
- Relax, relax. 'Problem nyet, bisplanat' (Sin problemas, es gratis). Sé buen chico y déjanos hacer nuestro trabajo.
Tras mi respectiva parte de confusión, pues no es fácil hacerse entender con un pequeño diccionario en una situación de esta índole, por fin me relajo y de golpe todo empieza a doler horrores. Muy eficazmente, me limpian las heridas, me cosen en un par de mordiscos feos, me vacunan contra la rabia y me vendan con un ungüento cicatrizante que deja la piel azul por una semana larga. No puedo caminar siquiera, pero las enfermeras me traen comida y té sin cesar; finalmente me inyectan un calmante y me duermo.
Cuatro días de descanso imprevisto. Todos los pacientes pasan por mi habitación para darme ánimos, mirar mis fotos. Todos son muy amables y me traen comida. Al cuarto día, las heridas dejan de supurar, y me dejan sin vendajes. Aprovecho para tratar de caminar, y consigo dar ocho vueltas al hospital, con varios pacientes animándome. ¡Es como entrenar en un estadio! Aksuna, una encantadora abuela de pelo blanco y enormes ojos azules, me controla el tiempo de cada vuelta, y de la primera a la octava bajo un minuto. Compruebo que me hace bien moverme. Siento que mejoro y como pedalear es cosa de activar pocos músculos, decido continuar viaje. Los rusos son gente dura y pese a que me preguntan si no prefiero descansar unos días más, me dan el alta con deseos de buen viaje.
- ¡Shasliva! (Felicidad) - me despiden a la puerta del hospital. Es el primer idioma en el que escucho decir 'Felicidad' como palabra de despedida. Bonito.
- Os mando una foto desde Vladivostok -prometo, montándome en la bici con cuidado. Y salgo del hospital.
Con unos calmantes y pedaleando despacio, hago en dos días cien kilómetros casi planos hasta Ulan Ude, lo cual, pese a ciertos problemas cuando acampo, pues muchos movimientos son dolorosos, me viene muy bien. El movimiento activa la regeneración.
Llego a Chita en una linda mañana de sol a nueve grados bajo cero. Me detengo en un mercado, donde me invitan inmediatamente a té caliente, y Pavel se acerca a saludarme.
- Privet! (Hola) ¿Puedo ayudarte en algo? Trabajo en una tienda de bicicletas.
Todo es rodar. Vamos a la tienda y tengo una bienvenida entusiasta. Anastasya y su marido, Mihai, me invitan a su casa; un pequeño apartamento soviético de baño, cocina y una habitación. Su generosidad es extrema, pues no tienen una habitación de sobra para mí, y la única que tienen la comparten conmigo. Empiezo a conocer a los rusos, un pueblo de personalidad compleja, del que acabaré enamorado. Misha es un tipo extraordinario. Ha de ir tres veces por semana al hospital para recibir una hemodiálisis que no frena su vida; es un deportista extraordinario y lleno de vitalidad. Una de esas personas con un problema real que afronta con sobresaliente.
Salgo de Chita con más amigos en las alforjas y lleno de ilusión hacía el frío. También preocupado por la carretera a Skovordino y su mala fama. Tras unos días de sol y frío llega el segundo golpe ruso. Un tipo en moto me asalta saliendo desde su aldea y me rompe la rueda trasera chocando. En ese momento no sé que va a pasar.
El peregrino cansado nunca tiene futuro,
sus ojos arden por el sol del desierto.
La piel tirante, quemada, vendería sus sueños
por la sombra de una palmera.
Atrás quedan los días jóvenes,
cuando se despedía en la mañana
y el horizonte era una incertidumbre
(pájaros libres cantaban en las ramas).
Un día más es también un día menos,
una ciudad menos que descubrir,
un puerto menos al que arribar.
Y las pesadillas sobre un mundo finito
matan la luz, la alegría y traen la vejez.
Atrás quedan los días jóvenes,
tan atrás como las vidas que no se recuerdan.
Las alforjas pesan llenas de experiencias,
y los rincones del planeta que antes eran sorpresas,
son ahora variantes de algo que se vivió.
Camina porque ha olvidado el verbo descansar,
porque detenerse significa acumular,
y en la soledad no hay espacio para el amor,
ni el techo, ni el colchón. Sólo para la ceniza leve
que pueda levantar vuelo con un suspiro entre los dedos.
De batallas contra el mundo está hecho su cansancio,
batallas que nadie más que él ve,
cual Ulises clamando contra el infortunio de su navío.
De batallas, traiciones y motines.
De noches sin una luna que pueda tenderle una mano,
de amigos a los que su voz no alcanza.
En la derrota, las historias de un viaje largo
reaparecen con nombres, rostros y olores.
Es una carga viva contra el deseo de un mundo infinito.
El peregrino cansado nunca tiene futuro,
sólo un corazón desesperado por detenerse,
sólo unos pies de los que quisiera brotar raíces
y llenar la soledad de trinos y colores
(por más que detenerse sea también,
guardar bajo llave la ceniza de un viaje largo
y llenar sus días con pájaros cantores enjaulados).
Este segundo incidente me va a hacer descubrir hasta dónde llega el corazón de los rusos. Que llega muy lejos.
Un club de viajeros ofrece pagarme un billete de tren a Khabarovsk, a dos mil doscientos kilómetros, donde dicen que hay seguridad y todo irá bien. La tienda de Nastya y Misha me regala una rueda trasera para sustituir la rota. Mucha gente llama a Nastya y vienen a visitarnos, a mostrar su apoyo, y un conocido fotógrafo publica varias fotos mías en su página web, relatando la historia de mi viaje.
De Khabarovsk a Vladivostok son sólo ochocientos kilómetros, y tengo claro que no quiero llegar así al final de esta etapa. Decido comprar un billete de tren a Skovordino, el límite de Siberia y Zabailkaski. Cuando voy con mis amigos a la estación de tren, el móvil de Nastya suena. Un programa de televisión ha escuchado mi historia y quieren ayudar. Nos ofrecen encontrar transporte en uno de los camiones que van a Vladivostok. 'Puedes bajarte del camión en el lugar que quieras, pero te recomendamos que lo hagas en Khabarovsk, o al menos Blagovenchesk. No queremos que te pase nada, tu viaje no merece un mal final.'
En Dalnivostok, gradualmente, el paisaje empieza a cambiar; la monótona taiga se salpica de grandes ríos helados, blancas lenguas, y a veces pedaleo por valles abiertos. El color del alba, con los árboles y matorrales helados, es casi una foto en blanco y negro; después, si hay sol, se torna brillante todo. Alcanzo las planicies del Amur, doscientos kilómetros antes de Khabarovsk, y se acaba el subir y bajar de la taiga que me trae agotado. Todo plano, junto a la vía del tren. Llego a una cafetería y pregunta de rigor.
- ¿A cuánto está la siguiente cafetería?
- Ochenta kilómetros
- Vale, gracias… -pero me quedo un rato pensativo, ochenta y dieciocho se parecen mucho y creo que ha dicho dieciocho.
- Perdón, ¿ochenta o dieciocho?
- Dieciocho, uno y ocho.
- ¿Está usted segura? La anterior cafetería la he dejado ciento cincuenta kilómetros atrás.
La señora sonríe y asiente.
- '¡Suda sivilisatya! (¡Has llegado a la civilización!)
Me las prometo dichosas pero Rusia no perdona en noviembre, y si se acaba la taiga, las colinas y la soledad, también se acaba el sol y comienza el viento. A veces tengo dificultades para generar el calor suficiente, y el lado izquierdo, de donde viene el viento norte, lo pierdo irremisiblemente hasta la noche, congelado. A Khabarovsk llego nevando, comienzo de un temporal. En una tienda de bicicletas me reparan gratis el desviador roto, y al mirar el correo electrónico veo la invitación de Boris a su casa; todo sucede velozmente. En veinte minutos viene a recogerme, y con su estupenda familia paso cuatro días de museos y paseos. Boris supo de mí gracias a una entrevista en Chita que obtuvo mucha popularidad en internet. Los rusos tienen un gran sentido del romanticismo y les fascina la idea de recorrer el mundo en bicicleta desprendido del confort, en contacto con la naturaleza y las gentes. Y Boris es uno de ellos, como otra gente también me ha escrito desde Vladivostok ofreciéndome su ayuda. Son días de grandes emociones.
El temporal no cesa durante cuatro días; carretera y aeropuertos se bloquean. Boris insiste en que aproveche la pausa para descansar bien, disfrutar su deliciosa comida, compañía y paseos por la ciudad nevada. Khabarovsk ha resultado ser una ciudad bonita, en una curva del enorme río Amur que hace frontera con China y lleva ya más hielo que agua en la superficie.
Unos doscientos cincuenta kilómetros antes de Vladivostok me cae una gran nevada acampando, y en la mañana siguiente tengo trescientos metros para regresar a la carretera, empujando la bicicleta por mucha nieve. El frío me cala hasta los huesos y las botas, que tras dos meses ya están envejecidas, no impiden que entre nieve dentro, y primero se hace agua con el calor de mi piel pero al pedalear se vuelve a congelar. Ese día, varios tendones en las piernas me duelen bastante y decido que no acamparé más. No quiero llegar a Vladivostok en una ambulancia.
Las ciudades de esa zona son bastante grandes y desarrolladas, e igualmente soy bien recibido en los ayuntamientos, siempre me ofrecen un lugar donde dormir. Más allá de la hospitalidad, las dos últimas noches soy agasajado con comilonas y suites de lujo en hoteles decentes. Me tratan como si fuera un explorador ártico, una gente extremadamente amable, que me halagan y felicitan por este viaje, pero yo sigo pensando que ésto no es más que un fin de semana algo salido de madre, en el que me han sucedido peregrinas aventuras.
Tras tantos países estos años, donde la gente siempre pregunta, '¿por que?', sin entender vagamente el gusto occidental por la aventura, es un gran alivio recibir el apoyo y respeto de los rusos, cuya historia está llena de exploradores y aventureros; ellos entienden que algunas personas no puedan tener el culo en un sofá, existiendo una montaña que subir.
Y llego a Vladivostok. Al final de 'Okeaninsky prospekt' (Avenida del Océano) me encuentro con el mar de Japón, el extremo del continente Euro-asiático. El viento hiela la orilla y el mejor de los ánimos. Resisto frente a él, contemplo el mar tiritando, he llegado. Y hay tanto detrás… Tras recorrer medio mundo en bicicleta tendría bastante de lo que confesarme, pero nada de lo que arrepentirme. 90280 kilómetros en 60 lunas de viaje para llegar a una playa donde hace tanto frío que el mar siquiera huele a salitre. Fin de esta etapa. Garbancito puede estar contento. Mis lágrimas tampoco saben a sal, sino a lo que saben los sueños.
- ¡Salva! ¡Lo lograste! -me grita Vladimir, que viene a recogerme al puerto. Un mes antes, paró en la carretera para invitarme a café en su todo-terreno. Me lleva a su casa, donde me instala como a un amigo; es viernes. Cuando nos despedimos al miércoles siguiente, me abraza como a un hermano. Son varios días esperando al ferry que me llevará a Japón, casi una semana inolvidable con Vladimir y Nina; yendo y viniendo por toda la ciudad con Galina, con Alan, Julia, Sasha, Sergei, Natasha… sin parar y mi cuerpo deja de doler.
- ¿Y después de Japón? -me pregunta Vladimir, llenando los vasitos de vodka.
- No lo sé, amigo mío. Mi vida ahora mismo está abierta. En Japón quiero hacer una larga pausa, reordenar mis ideas, y tal vez escribir un libro. Necesito poner en claro esta experiencia que he vivido, compartirla, y preguntarme qué quiero hacer con los siguientes años de mi vida.
- Sería estupendo encontrarnos otra vez en algún lugar de América…
- Si, sería estupendo… - y sonrío, qué fácil es soñar.- Completar la vuelta al mundo en bicicleta…
- ¡Por la libertad, Salva!
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?