Me pongo mustio en estos días que cruzo la selva rumbo a los Andes. Es la última. Escucho una vez más los cánticos acuáticos de las oropéndolas, respiro ese olor fuerte a vida, a humedad, a clorofila, los árboles enormes, las palmeras, todo lleno de hojas de diferente tamaño, y todo verde, sin espacio para una planta más, como así lo entienden tantas enredaderas y lianas que buscan su camino aupándose a los más altos.
De pronto, escucho un tucán. Me paro, lo busco, dónde diablos está este bicho raro que desafía a Darwin... el último lo vi en Colombia. Mi camisa vuelve a empaparse conforme empiezo a subir, de inmediato, en un par de kilómetros ya está pegada a mí cuerpo, mi rostro se llena de cosquillas mientras las gotas de sudor caen a mis labios... la última selva. Ya no habrá más en este viaje. Es la primera última vez de muchas por venir, y una amarga tristeza me invade: este año va a desgranar demasiadas últimas veces, como una margarita. Ayer, al salir de Colombia había un cardenalito parado en el puente, ¿le voy a preguntar a cada pájaro si es el último?… ‘Tal vez no, pero puede que esta sea la última...’ escribía tío Benedetti.
De inmediato, para empeorarlo, cruzo el ecuador, también por última vez en bicicleta, se me está acabando el mundo, otro pétalo fuera. Paro en el siguiente pueblo a tomar un segundo desayuno y no puedo evitar entristecerme, como si una separación amorosa... no puedo controlar un rictus de amargura que me hace una mueca y se estira hasta llegar al estómago quitándome el apetito. Garbancito, esto tienes que aprender a sobrellevarlo.
Tras veinte kilómetros subiendo y bajando junto al río Quijós llego al cruce de Baeza y veo el volcán Antisana a lo lejos. El día es excelente, cielo azul, precioso, y algunas nubes que lo adornan, nada más, un día realmente agradable y ni frío, ni calor, pero la carretera no sube demasiado y continuamente baja otra vez al nivel del río, avanzo y avanzo, pero no subo lo que quisiera, un gasto de energía que es fatal. La carretera sí es bonita, y con este día claro veo todas las cataratas que caen al río, alguna de ellas realmente desde arriba, altísimas.
Por fin, un fuerte tramo hacia arriba me pone en los 3000 para almorzar en el cruce de Papallacta. Para mi sorpresa monto en la bicicleta todavía con fuerzas… engañosas, mi fatiga pasa factura y ya estoy en una zona donde la pendiente es más fuerte. Subo piñones y comienzo a ir muy despacio, también la altitud me limita, no le puedo dar a mis piernas todo el oxígeno que necesitan.
Amanece y levemente entre las nube se ve la base del Antisana. Es todo lo que voy a ver. Tomo tres cafés (me deshidraté ayer con la altitud) con la esperanza de que levante la niebla, o desaparezcan las nubes... en vano. De golpe, el esfuerzo del día anterior carece de sentido, la apuesta de ayer está perdida y la sensación de que tuve que escuchar ese sexto sentido que aconsejaba acampar me abruma. No me gusta perder.
Salgo, hago una foto en la niebla, me disfrazo de astronauta y bajo la mala carretera hacia Quito. No me siento bien anímicamente, el esfuerzo fue mucho y para nada. Sin embargo, nada más entrar en la casa ciclista de Santiago siento que es el lugar donde recuperar fuerzas, y la alegría. Solo hay que reparar este galeón que hace aguas por doquier y encontrar la manera de disfrutar sin melancolías este fin de la vuelta al mundo, de otra manera, mejor parar.
Tras casi una semana entre nuevos amigos, dejé la casa ciclista antes de que Santiago cumpliera su amenaza de envenenarme por haberme reído de Perales… en Latinoamérica aman la música de nuestras abuelas, desde Dyango a Mocedades. Yo, al principio, me llevaba un respingo cuando tras una canción de Ricardo Arjona aparecía por ejemplo… Camilo Sexto. Ahora, recuperado del susto, me sirve para regresar a mi infancia, al cafelito con pan mojado junto a mi abuelo.
- Claro que sí, Salva, somos incondicionales de Perales, incluso fuimos a verlo hace unas semanas aquí en Quito…
- ¿No me digas que estuvo aquí Perales? ¿cómo lo trajeron? ¿embalsamado?
- ¡En concierto! Ahh… ¡Te matooo!
En fin… abandono el descanso con mi galeón (nada de 'velero llamado Libertad') y de inmediato entro en la subida al volcán Cotopaxi por una de esas famosas 'adoquinadas' del Ecuador, lo más cercano a una calzada romana que he visto tras la Jerasa de Jordania. Increíble, cientos y cientos de enormes adoquines puestos meticulosamente uno junto al otro, una tortura en la que avanzar a 5 kilómetros por hora, descoyuntado, brincando desde mis ruedas a mis cervicales.
Y claro, a los volcanes hay que subir… menos mal que tengo ahora un megapiñón de 34 dientes porque la subidita por esa 'adoquinada' me puso la respiración enloquecida, piedra a piedra, aliñada por la falta de aclimatamiento a la altura. Y el lugar lo merece, a unos 3400 metros doy con el páramo de volcanes, un altiplano abierto donde al fondo, al sur, asoma la base piramidal del Tocopaxi truncada por las nubes. Hay otros dos volcanes y varias montañitas, un escenario de tinte desértico, sin unos frailejones siquiera, nada más que flores de alta montaña agarradas al suelo volcánico, eso que se suele llamar 'paisaje lunar'.
Hay unas rocas muy altas que me esconden de la carretera, así que me salgo 300 metros de la pista, acampo frente a este monstruo cónico y me relamo. Al poco, mientras preparo un tardío almuerzo, se desvela casi todo el volcán mostrando su majestuosidad, la tarde es agradable para estar a casi 3900 metros y el lugar es de los que tienen buena aura.
La tarde me conmueve. Por una hora larga, el viento andino que habita en estas altitudes cesa. No se escucha nada más que la cascada de donde tomé el agua, las briznas del leve pasto que hay entre la roca volcánica apenas se mueven, todo es calma. El Cotopaxi se vela y desvela, como un monarca vanidoso mostrando sus ropajes. Él se quedará aquí mientras mi bici y yo nos iremos mañana. Pasará el tiempo y algún día desde otro continente recordaré esta acampada tremenda, sabiendo que aun está ahí el volcán, sabiendo exactamente donde está y donde podría volver a acampar. Tal vez, ahora mismo algún amigo se pregunta ‘¿dónde estará Salva?’... yo me muevo, el volcán se queda. El volcán y el nómada.
Contemplo el Cotopaxi, la extraña calma de este altiplano entre faldas de volcanes, y deseo atraparla, conservarla para refugiarme en ella cualquier día en el que me asfixie la sensación de ser yo también fácil de encontrar, el nómada volcanizado. Y antes de caer la noche, como una advertencia, se levanta un frío viento que trae también algo de lluvia. Mi tienda se zarandanea durante un rato... Salva, nada te puedes llevar de estos lugares, ni de la falda del Cotopaxi, ni del sakura japonés... el tesoro de un viajero, tras ver todo el mundo, es regresar con las manos vacías.
Bajo un poco a una carretera asfaltada que enlaza con la Panamericana, pero mi rumbo es otro, quiero ir a la madre de todos los volcanes, el Chimborazo, por unas pistas fuera del mapa que me han asegurado que existen, y los pasos son por encima de los 4000.
Me desvío pues, y subo efectivamente a unos 4100 metros, la pista es muy buena, sin apenas piedras, y estoy en el mismísimo filo de los Andes, a mi derecha tengo unas vistas que se abren al cielo azul de la costa occidental, todo es descenso por ese lado, montañas que pierden altura, una carretera descendiendo... casi puedo oler el calorcito. Y sin embargo, a mi izquierda, al otro lado del filo de los Andes, están las nubes oscuras, las montañas marrones, nubladas, y no hay un solo hueco de cielo azul. Voy por el páramo por un rato largo, con estas vistas al Occidente y sin querer mirar a los Andes, pues nada bueno aparece por ahí, que empiece a llover es cuestión de una hora o dos. Empiezo a bajar, la carretera se embarra y aparecen las piedras, ya me extrañaba a mí esta suavidad en Ecuador...
Llego a un segundo puerto, 4000 justitos donde la niebla se cierra completamente, y ya no voy a ver un carajo en dos días, una lástima porque me dijeron que desde aquí se veía el mar. Solo hay silencio, una vieja capilla cerrada… desde que tomé este desvío solo he visto dos buses y dos todoterrenos. A veces me pregunto si antes de este viaje yo conocía este silencio tremendo al veo de tanto en tanto, esta soledad tan acompañada… y no tengo respuesta, no lo puedo recordar.
En Simiatug, decido subir por el paso de Rumipata, pese a las advertencias de los locales que me recomiendan ir por Salinas, estoy encabezonado con subir cuatromiles y tengo por delante una ascensión de 1000 metros en 14 kilómetros para subir a los 4250.
Comienzan estupendamente, haciendo zetas, algo que a mí me gusta mucho, sin embargo, cuando paso de los 3700 metros unas fuertes ráfagas de viento comienzan a atizar mi navío. Sigo y ellas también, más fuertes, tengo que parar para abrigarme, chaqueta y guantes, ellas no paran. Al pasar de los 4000 metros el viento ya es desagradable y las ráfagas son tibetanas, las escucho venir y pongo los pies en la tierra para soportar el bofetón. Maldita sea, tenía que haber escuchado a la gente e ir por Salinas… Por fin veo el paso por el que la pista cruza a otra vertiente, pero el viento, que viene directo desde ahí, ya es inaguantable. No puedo más. Tengo que caminar los últimos dos kilómetros.
Agotado, algo enfadado contra esta mala fortuna que me clava una puntilla tras 6 días de duras jornadas, voy mascullando maldiciones, gritándole al viento, y al fin, un '¡Llegué!' cuando estoy a dos metros del paso, una curva a la derecha.
¡Zas! Bofetón. Lo tenía que haber previsto. Garbancito, si el viento es tan fuerte que no puedes pedalear, el paso va a ser el mismo infierno. Y claro, justo al pasar la curva un monstruo de mil brazos casi me tira la bici al otro lado al barranco, a mí con ella, y no contento con eso me lanza arena a la cara. El mismo demonio, carajo, ¿será que existe?
Aprieto los dientes, con algo de arena entre ellos, y un último esfuerzo para estos doscientos metros expuesto en pleno ventisquero hasta que la curva termina y doy con la otra cara de la montaña. No es que el viento cese, pero ya estoy a salvo de ser derribado y puedo pedalear. Vaya ratito…
Después… se acaba el espectacular norte del Ecuador. Bajo, bajo, hasta dar con la Panamericana. Ya no me encuentro gente en la carretera, ahora hay tráfico, autobuses, camiones, hay prisa, la gente va dentro de los coches... Tras esta semana de maravillas, viajar por la Panamericana se relega a un quinto plano, o décimoquinto, pese a que no deja de ser bonito. Además, llueve sin piedad, regalándome un par de jornadas en las que viajar en bicicleta muestra su lado más miserable, calado hasta los huesos, frío, mojado… una llegada a Cuenca gritando por un descanso. Sin embargo, reconozco cierto masoquismo, a veces, en las subidas bajo la lluvia, cuando el sudor calentaba el aguacero sobre mí, me sentía feliz, la lluvia no podía conmigo, no era tan jodida la situación... hace frío, capitán, pero no son 4 grados, y podemos seguir.
Un amigo, Gerard, tiene contactos en Cuenca y de inmediato Jorge me invita a su casa, el descanso del guerrero… una agradable ciudad para reponerse. Jorge es ciclista y me avisa, 'el tramo a la frontera por Zumba es durísimo, fuertes pendientes, sube y baja, una tras otra'… No sé para qué descanso si luego me voy a volver a cansar...
Cierto, nada más salir de Cuenca tengo una fortísima subida de unos 10-11 kilómetros al 9% que me pone en los 3500 metros, pero el día es agradable, no llueve hasta la tarde, y yo ahora estoy fresco, sin embargo, va a ser una semana implacable subiendo y bajando, fama merecida la de esta carretera al Perú, el perfil de la altimetría hasta la frontera parece un peine.
Voy pasando aldeas, subiendo, bajando, algunos hermosos tramos con vistas llenas de bosque, otros más aburridos… echo de menos los volcanes del norte… A veces tengo subidas tranquilas, como la de Zumba: en 8 kilómetros, 525 metros, un 6.5% de subida que en Ecuador es para ponerse a dar saltos de alegría. Otras veces, no quiero ni hacer el cálculo, subo al piñón más alto (¡un 34!), me pongo de pie, aprieto y paciencia...
Es un rincón remoto, tanto de las ciudades grandes ecuatorianas, como de las peruanas, muy lejos… las aldeas por las que paso me llenan de preguntas, ¿y esta gente qué hace aquí, tan alejada de todo, en estos tiempos de globalización? ¿por qué se quedan los jóvenes? ¿qué ofrece este lugar para fundar una vida cuando la golosina del confort aparece todos los días en la tele? No hay más que montañas, cordilleras andinas hacia la Amazonia, muy escarpadas, boscosas, casi selváticas. Tal vez sea por lo que no hay, hormigón, contaminación, ruido…
Dura ruta, desde Cuenca hasta aquí, un rumbo al sur directo que va cruzando incansablemente una ramal andino tras otro, arriba y abajo. Y aunque el paisaje no es tan espectacular como las pistas del Chimborazo o el Trampolín de la Muerte colombiano, sí es un reto. En un mundo tan asfaltado, Suramérica todavía ofrece rincones para la aventura, carreteras que retan al ciclista, que ponen a prueba paciencia, resistencia y las fuerzas, sobre todo las fuerzas. Si ganas, levantas el puño, si pierdes, pides un aventón en una camioneta.
Además, frontera remota, qué más se puede pedir, aunque llevo una serie última de fronteras... a ver si la próxima es de pavimento y con alguien para conversar en la fila de los pasaportes. Aquí, tengo que ir a la casa del oficial peruano para que me abra Migración. Estaba duchándose, me cuenta, a las dos de la tarde... En fin, tengo que ir también a que me selle la policía y a este lo saco de una siesta... lo bueno del rinconcillo es que cuando me pregunta cuánto tiempo quiero estar en Perú, le respondo que lo máximo, 6 meses, y sin problema ninguno el tipo me firma los 180 días...
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
De pronto, escucho un tucán. Me paro, lo busco, dónde diablos está este bicho raro que desafía a Darwin... el último lo vi en Colombia. Mi camisa vuelve a empaparse conforme empiezo a subir, de inmediato, en un par de kilómetros ya está pegada a mí cuerpo, mi rostro se llena de cosquillas mientras las gotas de sudor caen a mis labios... la última selva. Ya no habrá más en este viaje. Es la primera última vez de muchas por venir, y una amarga tristeza me invade: este año va a desgranar demasiadas últimas veces, como una margarita. Ayer, al salir de Colombia había un cardenalito parado en el puente, ¿le voy a preguntar a cada pájaro si es el último?… ‘Tal vez no, pero puede que esta sea la última...’ escribía tío Benedetti.
De inmediato, para empeorarlo, cruzo el ecuador, también por última vez en bicicleta, se me está acabando el mundo, otro pétalo fuera. Paro en el siguiente pueblo a tomar un segundo desayuno y no puedo evitar entristecerme, como si una separación amorosa... no puedo controlar un rictus de amargura que me hace una mueca y se estira hasta llegar al estómago quitándome el apetito. Garbancito, esto tienes que aprender a sobrellevarlo.
Tras veinte kilómetros subiendo y bajando junto al río Quijós llego al cruce de Baeza y veo el volcán Antisana a lo lejos. El día es excelente, cielo azul, precioso, y algunas nubes que lo adornan, nada más, un día realmente agradable y ni frío, ni calor, pero la carretera no sube demasiado y continuamente baja otra vez al nivel del río, avanzo y avanzo, pero no subo lo que quisiera, un gasto de energía que es fatal. La carretera sí es bonita, y con este día claro veo todas las cataratas que caen al río, alguna de ellas realmente desde arriba, altísimas.
Por fin, un fuerte tramo hacia arriba me pone en los 3000 para almorzar en el cruce de Papallacta. Para mi sorpresa monto en la bicicleta todavía con fuerzas… engañosas, mi fatiga pasa factura y ya estoy en una zona donde la pendiente es más fuerte. Subo piñones y comienzo a ir muy despacio, también la altitud me limita, no le puedo dar a mis piernas todo el oxígeno que necesitan.
Amanece y levemente entre las nube se ve la base del Antisana. Es todo lo que voy a ver. Tomo tres cafés (me deshidraté ayer con la altitud) con la esperanza de que levante la niebla, o desaparezcan las nubes... en vano. De golpe, el esfuerzo del día anterior carece de sentido, la apuesta de ayer está perdida y la sensación de que tuve que escuchar ese sexto sentido que aconsejaba acampar me abruma. No me gusta perder.
Salgo, hago una foto en la niebla, me disfrazo de astronauta y bajo la mala carretera hacia Quito. No me siento bien anímicamente, el esfuerzo fue mucho y para nada. Sin embargo, nada más entrar en la casa ciclista de Santiago siento que es el lugar donde recuperar fuerzas, y la alegría. Solo hay que reparar este galeón que hace aguas por doquier y encontrar la manera de disfrutar sin melancolías este fin de la vuelta al mundo, de otra manera, mejor parar.
Tras casi una semana entre nuevos amigos, dejé la casa ciclista antes de que Santiago cumpliera su amenaza de envenenarme por haberme reído de Perales… en Latinoamérica aman la música de nuestras abuelas, desde Dyango a Mocedades. Yo, al principio, me llevaba un respingo cuando tras una canción de Ricardo Arjona aparecía por ejemplo… Camilo Sexto. Ahora, recuperado del susto, me sirve para regresar a mi infancia, al cafelito con pan mojado junto a mi abuelo.
- Claro que sí, Salva, somos incondicionales de Perales, incluso fuimos a verlo hace unas semanas aquí en Quito…
- ¿No me digas que estuvo aquí Perales? ¿cómo lo trajeron? ¿embalsamado?
- ¡En concierto! Ahh… ¡Te matooo!
En fin… abandono el descanso con mi galeón (nada de 'velero llamado Libertad') y de inmediato entro en la subida al volcán Cotopaxi por una de esas famosas 'adoquinadas' del Ecuador, lo más cercano a una calzada romana que he visto tras la Jerasa de Jordania. Increíble, cientos y cientos de enormes adoquines puestos meticulosamente uno junto al otro, una tortura en la que avanzar a 5 kilómetros por hora, descoyuntado, brincando desde mis ruedas a mis cervicales.
Y claro, a los volcanes hay que subir… menos mal que tengo ahora un megapiñón de 34 dientes porque la subidita por esa 'adoquinada' me puso la respiración enloquecida, piedra a piedra, aliñada por la falta de aclimatamiento a la altura. Y el lugar lo merece, a unos 3400 metros doy con el páramo de volcanes, un altiplano abierto donde al fondo, al sur, asoma la base piramidal del Tocopaxi truncada por las nubes. Hay otros dos volcanes y varias montañitas, un escenario de tinte desértico, sin unos frailejones siquiera, nada más que flores de alta montaña agarradas al suelo volcánico, eso que se suele llamar 'paisaje lunar'.
Hay unas rocas muy altas que me esconden de la carretera, así que me salgo 300 metros de la pista, acampo frente a este monstruo cónico y me relamo. Al poco, mientras preparo un tardío almuerzo, se desvela casi todo el volcán mostrando su majestuosidad, la tarde es agradable para estar a casi 3900 metros y el lugar es de los que tienen buena aura.
La tarde me conmueve. Por una hora larga, el viento andino que habita en estas altitudes cesa. No se escucha nada más que la cascada de donde tomé el agua, las briznas del leve pasto que hay entre la roca volcánica apenas se mueven, todo es calma. El Cotopaxi se vela y desvela, como un monarca vanidoso mostrando sus ropajes. Él se quedará aquí mientras mi bici y yo nos iremos mañana. Pasará el tiempo y algún día desde otro continente recordaré esta acampada tremenda, sabiendo que aun está ahí el volcán, sabiendo exactamente donde está y donde podría volver a acampar. Tal vez, ahora mismo algún amigo se pregunta ‘¿dónde estará Salva?’... yo me muevo, el volcán se queda. El volcán y el nómada.
Contemplo el Cotopaxi, la extraña calma de este altiplano entre faldas de volcanes, y deseo atraparla, conservarla para refugiarme en ella cualquier día en el que me asfixie la sensación de ser yo también fácil de encontrar, el nómada volcanizado. Y antes de caer la noche, como una advertencia, se levanta un frío viento que trae también algo de lluvia. Mi tienda se zarandanea durante un rato... Salva, nada te puedes llevar de estos lugares, ni de la falda del Cotopaxi, ni del sakura japonés... el tesoro de un viajero, tras ver todo el mundo, es regresar con las manos vacías.
Bajo un poco a una carretera asfaltada que enlaza con la Panamericana, pero mi rumbo es otro, quiero ir a la madre de todos los volcanes, el Chimborazo, por unas pistas fuera del mapa que me han asegurado que existen, y los pasos son por encima de los 4000.
Me desvío pues, y subo efectivamente a unos 4100 metros, la pista es muy buena, sin apenas piedras, y estoy en el mismísimo filo de los Andes, a mi derecha tengo unas vistas que se abren al cielo azul de la costa occidental, todo es descenso por ese lado, montañas que pierden altura, una carretera descendiendo... casi puedo oler el calorcito. Y sin embargo, a mi izquierda, al otro lado del filo de los Andes, están las nubes oscuras, las montañas marrones, nubladas, y no hay un solo hueco de cielo azul. Voy por el páramo por un rato largo, con estas vistas al Occidente y sin querer mirar a los Andes, pues nada bueno aparece por ahí, que empiece a llover es cuestión de una hora o dos. Empiezo a bajar, la carretera se embarra y aparecen las piedras, ya me extrañaba a mí esta suavidad en Ecuador...
Llego a un segundo puerto, 4000 justitos donde la niebla se cierra completamente, y ya no voy a ver un carajo en dos días, una lástima porque me dijeron que desde aquí se veía el mar. Solo hay silencio, una vieja capilla cerrada… desde que tomé este desvío solo he visto dos buses y dos todoterrenos. A veces me pregunto si antes de este viaje yo conocía este silencio tremendo al veo de tanto en tanto, esta soledad tan acompañada… y no tengo respuesta, no lo puedo recordar.
En Simiatug, decido subir por el paso de Rumipata, pese a las advertencias de los locales que me recomiendan ir por Salinas, estoy encabezonado con subir cuatromiles y tengo por delante una ascensión de 1000 metros en 14 kilómetros para subir a los 4250.
Comienzan estupendamente, haciendo zetas, algo que a mí me gusta mucho, sin embargo, cuando paso de los 3700 metros unas fuertes ráfagas de viento comienzan a atizar mi navío. Sigo y ellas también, más fuertes, tengo que parar para abrigarme, chaqueta y guantes, ellas no paran. Al pasar de los 4000 metros el viento ya es desagradable y las ráfagas son tibetanas, las escucho venir y pongo los pies en la tierra para soportar el bofetón. Maldita sea, tenía que haber escuchado a la gente e ir por Salinas… Por fin veo el paso por el que la pista cruza a otra vertiente, pero el viento, que viene directo desde ahí, ya es inaguantable. No puedo más. Tengo que caminar los últimos dos kilómetros.
Agotado, algo enfadado contra esta mala fortuna que me clava una puntilla tras 6 días de duras jornadas, voy mascullando maldiciones, gritándole al viento, y al fin, un '¡Llegué!' cuando estoy a dos metros del paso, una curva a la derecha.
¡Zas! Bofetón. Lo tenía que haber previsto. Garbancito, si el viento es tan fuerte que no puedes pedalear, el paso va a ser el mismo infierno. Y claro, justo al pasar la curva un monstruo de mil brazos casi me tira la bici al otro lado al barranco, a mí con ella, y no contento con eso me lanza arena a la cara. El mismo demonio, carajo, ¿será que existe?
Aprieto los dientes, con algo de arena entre ellos, y un último esfuerzo para estos doscientos metros expuesto en pleno ventisquero hasta que la curva termina y doy con la otra cara de la montaña. No es que el viento cese, pero ya estoy a salvo de ser derribado y puedo pedalear. Vaya ratito…
Después… se acaba el espectacular norte del Ecuador. Bajo, bajo, hasta dar con la Panamericana. Ya no me encuentro gente en la carretera, ahora hay tráfico, autobuses, camiones, hay prisa, la gente va dentro de los coches... Tras esta semana de maravillas, viajar por la Panamericana se relega a un quinto plano, o décimoquinto, pese a que no deja de ser bonito. Además, llueve sin piedad, regalándome un par de jornadas en las que viajar en bicicleta muestra su lado más miserable, calado hasta los huesos, frío, mojado… una llegada a Cuenca gritando por un descanso. Sin embargo, reconozco cierto masoquismo, a veces, en las subidas bajo la lluvia, cuando el sudor calentaba el aguacero sobre mí, me sentía feliz, la lluvia no podía conmigo, no era tan jodida la situación... hace frío, capitán, pero no son 4 grados, y podemos seguir.
Un amigo, Gerard, tiene contactos en Cuenca y de inmediato Jorge me invita a su casa, el descanso del guerrero… una agradable ciudad para reponerse. Jorge es ciclista y me avisa, 'el tramo a la frontera por Zumba es durísimo, fuertes pendientes, sube y baja, una tras otra'… No sé para qué descanso si luego me voy a volver a cansar...
Cierto, nada más salir de Cuenca tengo una fortísima subida de unos 10-11 kilómetros al 9% que me pone en los 3500 metros, pero el día es agradable, no llueve hasta la tarde, y yo ahora estoy fresco, sin embargo, va a ser una semana implacable subiendo y bajando, fama merecida la de esta carretera al Perú, el perfil de la altimetría hasta la frontera parece un peine.
Voy pasando aldeas, subiendo, bajando, algunos hermosos tramos con vistas llenas de bosque, otros más aburridos… echo de menos los volcanes del norte… A veces tengo subidas tranquilas, como la de Zumba: en 8 kilómetros, 525 metros, un 6.5% de subida que en Ecuador es para ponerse a dar saltos de alegría. Otras veces, no quiero ni hacer el cálculo, subo al piñón más alto (¡un 34!), me pongo de pie, aprieto y paciencia...
Es un rincón remoto, tanto de las ciudades grandes ecuatorianas, como de las peruanas, muy lejos… las aldeas por las que paso me llenan de preguntas, ¿y esta gente qué hace aquí, tan alejada de todo, en estos tiempos de globalización? ¿por qué se quedan los jóvenes? ¿qué ofrece este lugar para fundar una vida cuando la golosina del confort aparece todos los días en la tele? No hay más que montañas, cordilleras andinas hacia la Amazonia, muy escarpadas, boscosas, casi selváticas. Tal vez sea por lo que no hay, hormigón, contaminación, ruido…
Dura ruta, desde Cuenca hasta aquí, un rumbo al sur directo que va cruzando incansablemente una ramal andino tras otro, arriba y abajo. Y aunque el paisaje no es tan espectacular como las pistas del Chimborazo o el Trampolín de la Muerte colombiano, sí es un reto. En un mundo tan asfaltado, Suramérica todavía ofrece rincones para la aventura, carreteras que retan al ciclista, que ponen a prueba paciencia, resistencia y las fuerzas, sobre todo las fuerzas. Si ganas, levantas el puño, si pierdes, pides un aventón en una camioneta.
Además, frontera remota, qué más se puede pedir, aunque llevo una serie última de fronteras... a ver si la próxima es de pavimento y con alguien para conversar en la fila de los pasaportes. Aquí, tengo que ir a la casa del oficial peruano para que me abra Migración. Estaba duchándose, me cuenta, a las dos de la tarde... En fin, tengo que ir también a que me selle la policía y a este lo saco de una siesta... lo bueno del rinconcillo es que cuando me pregunta cuánto tiempo quiero estar en Perú, le respondo que lo máximo, 6 meses, y sin problema ninguno el tipo me firma los 180 días...
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?