NAMIBIA.
Al cruzar a Namibia me advierten que la carretera que va de Ruacana a las cataratas de Epupa junto al Cunene es terrible.
A unos noventa kilómetros de las Epupa, paro junto a una tienda local a amarrar el eje con nuevas abrazaderas, por enésima vez y última. Me aconsejan que compre todo lo que necesite hasta Epupa, pues es la última. En la tienda no hay más que pan, pasta, tomate y galletas; en fin, 'todo lo que necesito'. Menos mal que compro de más.
La senda se estrecha, y cuando va junto al río es agradable: palmeras, acacias, aldeas himba y de tanto en tanto, un tramo de arena donde he de empujar la bici. Pero cuando se desvía hacia el sur, se convierte en un pedregal de colinas desérticas donde no hay nada de agua, y la temperatura sube a 48 grados. Ese primer día es genial, el Cunene es un río virgen, un río con cocodrilos. Los niños himba se meten en las orillas donde el agua no es más profunda de la rodilla y por si acaso tiran un par de piedras antes. Yo, pues, hago lo mismo para lavarme y filtrar agua.
Al día siguiente llega el final de la agonía. Metido en un tramo de las colinas pedregosas el eje se rompe en dos, y me quedo mirando la biela izquierda en el suelo. Suceden unos instantes de 'ahora qué hago' con cara de idiota, pero pronto me activo y despierto, 'mira el lado positivo, Garbancito, se acabó la tortura del eje, ¡a caminar!'. Tras dos horas a pleno sol llego otra vez al río, deshidratado, hablando como los locos, con un golpe de calor enorme. Ni me acuerdo de los cocodrilos, y me doy un chapuzón que me refresque la piel y las ideas.
Cuando al segundo día de caminata, estoy comiendo los últimos doscientos cincuenta gramos de espaguetti, con salsa de aire del Cunene, me pasa un todo-terreno que lleva dos turistas alemanes y me dicen que las Epupa están sólo a quince kilómetros.
- No te podemos llevar, ya ves que no hay espacio. ¿Crees que llegarás para la noche? -me pregunta Caesar, el guía.
- Seguro.
- Perfecto. Ánimo, 'Don Quixote', te esperamos en el campamento.
Entusiasmado, hago el último esfuerzo y llego al anochecer. Mel, la recepcionista, y los del safari me están esperando con un banquete. Caesar lleva una empresa de safaris de lujo, y en su mesa tienen incluso una botella de champagne francés. La riqueza en este caso no va reñida con la hospitalidad: increíble bufete de brochetas, ensaladas y varias delicatessen. Al caer la noche estoy rendido y feliz, riendo con mis nuevos amigos, contando historias.
A la mañana siguiente, me acerco a las cataratas. No importa si las había visto en fotos, es imposible captar con una cámara ese espectáculo. Son decenas y decenas de cascadas cayendo por las grietas de la falla, donde insólitos baobabs surgen de las rocas entre la violencia del agua. La imagen me deja sin palabras, una de las cataratas más hermosas del mundo.
Me recreo unos días mientras espero transporte. Mel me avisa que un todo-terreno sale para Opuwo y no le importa llevarnos a mi bici y a mí. Todo sale 'sobre ruedas' y en Opuwo conozco a Jimmy, que me lleva a la capital, Windhoek, donde puedo arreglar mi bicicleta. Durante el viaje en coche no salgo de mi asombro ante el desarrollo de Namibia, llena de centros comerciales iguales a los de cualquier ciudad europea, casas bonitas de construcción sólida, lujosa, y jardines cuidados, aceras limpias. Jimmy se parte de risa viéndome mirarlo todo con la boca abierta, como si estuviera en un museo.
- El pobre viene de África Central y se encuentra con esto… -le dice con sorna a una de las cajeras de un supermercado, mientras yo contemplo ¡todo un pasillo sólo para cereales y desayuno!
En fin, el agua es potable, puedo comer en un plato limpio que realmente merece el nombre de plato…, creo que necesitaba algo así.
Namibia es un gran país para viajar en bicicleta. Los tramos entre ciudades son muy duros y solitarios, pero al llegar a una ciudad se puede comprar comida nutritiva de calidad, y reponer fuerzas fácilmente. Salgo de Windhoek con comida para cinco días y cuatrocientos kilómetros por delante hasta Walvis Bay sin un solo poblado, solamente hay granjas, muy separadas unas de otras. La pista es a veces rocosa, a veces arenosa, y en pleno verano austral el sol da con dureza. Bebo entre doce y catorce litros de agua al día, que no son difíciles de conseguir entrando en las granjas, y con los granjeros que paran su coche para saludarme. Algunos turistas en todo-terreno también paran para hacerme una foto.
- ¿Que vienes de España en bicicleta? ¿Puedo hacerte una foto? - Y a cambio de la foto me dan agua o una chocolatina que llevan en sus neveras.
Llegando al océano cambia el clima y dejo atrás el sol. Duermo en las bonitas dunas de Walvis bay y es el comienzo del Atlántico namibio: un lugar frío, eternamente cubierto en bruma, donde parecen ser siempre las siete de la mañana. La carretera se dirige al norte, hacia la llamada Costa de los esqueletos, y realmente es una tierra donde encallar. Tras los días de calor, ahora hace un frío incómodo.
El frío es la excusa que le doy a los policías cuando me preguntan dónde está mi casco. Es obligatorio llevar casco en bicicleta en Namibia, y yo no tengo; me he puesto un gorro y les contesto que tengo frío, pero que compraré un casco en la primera tienda que vea. No hay ciudad en la que no me lleve una regañina... Y aguanto poco el frío. Decido seguir una ruta que me recomendó Tokkie, para cruzar Damaraland. En Hentiesbaai compro toda la comida que soy capaz de llevar, para unos seis días, y unos kilómetros más al norte tomo un sendero que cruza un área protegida, donde regreso al sol y al calor. Vaya días...
Acceder a artículos occidentales, tomar un capuccino, obtener información fidedigna..., bastantes cosas han cambiado al entrar en el sur del continente, y una de ellas es que me encuentro con mucha gente blanca, sean turistas, afrikaans o ex-patriados. A menudo hacemos buenas migas, y mis conversaciones se han hecho bastante más interesantes. En África hay mucha gente viviendo vidas fuera de lo común.
No Caprivi, que resulta ser el par de días más aburridos de este año, sin ver ningún elefante, aunque si veo cientos de cacas monstruosas y árboles destrozados.
- Buen día, ¿hacia dónde va usted? - me pregunta el ranger en el control de la Reserva Nacional de Caprivi.
- A Zambia -contesto nervioso, pues no sé si me autorizarán a pasar la Reserva en bicicleta.
- Bien. A mitad de camino, a unos cien kilómetros de aquí, hay una aldea, Omega-3, y tiene un cuartel de policía. Debe usted dormir allí, no es seguro acampar entre los animales.
- Perfecto. Muchas gracias. Adiós.
- No tan rápido, señor, ¿dónde está su casco?
Me quedo tan perplejo que no sé si echarme a reír.
- Pero bueno, ¿va usted a dejarme entrar en un parque lleno de búfalos y elefantes y se preocupa de si llevo casco? Hace mucho calor, hombre, necesito el sombrero.
El ranger parece divertido con mi respuesta y me despide indicándome que me dé prisa para llegar a Omega-3 antes antes de la noche.
No sería la última vez. Cruzando la frontera a Zambia, ya con el pasaporte sellado, casi me multa el policía que levanta la barrera, ¡por no llevar casco!
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?
Al cruzar a Namibia me advierten que la carretera que va de Ruacana a las cataratas de Epupa junto al Cunene es terrible.
A unos noventa kilómetros de las Epupa, paro junto a una tienda local a amarrar el eje con nuevas abrazaderas, por enésima vez y última. Me aconsejan que compre todo lo que necesite hasta Epupa, pues es la última. En la tienda no hay más que pan, pasta, tomate y galletas; en fin, 'todo lo que necesito'. Menos mal que compro de más.
La senda se estrecha, y cuando va junto al río es agradable: palmeras, acacias, aldeas himba y de tanto en tanto, un tramo de arena donde he de empujar la bici. Pero cuando se desvía hacia el sur, se convierte en un pedregal de colinas desérticas donde no hay nada de agua, y la temperatura sube a 48 grados. Ese primer día es genial, el Cunene es un río virgen, un río con cocodrilos. Los niños himba se meten en las orillas donde el agua no es más profunda de la rodilla y por si acaso tiran un par de piedras antes. Yo, pues, hago lo mismo para lavarme y filtrar agua.
Al día siguiente llega el final de la agonía. Metido en un tramo de las colinas pedregosas el eje se rompe en dos, y me quedo mirando la biela izquierda en el suelo. Suceden unos instantes de 'ahora qué hago' con cara de idiota, pero pronto me activo y despierto, 'mira el lado positivo, Garbancito, se acabó la tortura del eje, ¡a caminar!'. Tras dos horas a pleno sol llego otra vez al río, deshidratado, hablando como los locos, con un golpe de calor enorme. Ni me acuerdo de los cocodrilos, y me doy un chapuzón que me refresque la piel y las ideas.
Cuando al segundo día de caminata, estoy comiendo los últimos doscientos cincuenta gramos de espaguetti, con salsa de aire del Cunene, me pasa un todo-terreno que lleva dos turistas alemanes y me dicen que las Epupa están sólo a quince kilómetros.
- No te podemos llevar, ya ves que no hay espacio. ¿Crees que llegarás para la noche? -me pregunta Caesar, el guía.
- Seguro.
- Perfecto. Ánimo, 'Don Quixote', te esperamos en el campamento.
Entusiasmado, hago el último esfuerzo y llego al anochecer. Mel, la recepcionista, y los del safari me están esperando con un banquete. Caesar lleva una empresa de safaris de lujo, y en su mesa tienen incluso una botella de champagne francés. La riqueza en este caso no va reñida con la hospitalidad: increíble bufete de brochetas, ensaladas y varias delicatessen. Al caer la noche estoy rendido y feliz, riendo con mis nuevos amigos, contando historias.
A la mañana siguiente, me acerco a las cataratas. No importa si las había visto en fotos, es imposible captar con una cámara ese espectáculo. Son decenas y decenas de cascadas cayendo por las grietas de la falla, donde insólitos baobabs surgen de las rocas entre la violencia del agua. La imagen me deja sin palabras, una de las cataratas más hermosas del mundo.
Me recreo unos días mientras espero transporte. Mel me avisa que un todo-terreno sale para Opuwo y no le importa llevarnos a mi bici y a mí. Todo sale 'sobre ruedas' y en Opuwo conozco a Jimmy, que me lleva a la capital, Windhoek, donde puedo arreglar mi bicicleta. Durante el viaje en coche no salgo de mi asombro ante el desarrollo de Namibia, llena de centros comerciales iguales a los de cualquier ciudad europea, casas bonitas de construcción sólida, lujosa, y jardines cuidados, aceras limpias. Jimmy se parte de risa viéndome mirarlo todo con la boca abierta, como si estuviera en un museo.
- El pobre viene de África Central y se encuentra con esto… -le dice con sorna a una de las cajeras de un supermercado, mientras yo contemplo ¡todo un pasillo sólo para cereales y desayuno!
En fin, el agua es potable, puedo comer en un plato limpio que realmente merece el nombre de plato…, creo que necesitaba algo así.
Namibia es un gran país para viajar en bicicleta. Los tramos entre ciudades son muy duros y solitarios, pero al llegar a una ciudad se puede comprar comida nutritiva de calidad, y reponer fuerzas fácilmente. Salgo de Windhoek con comida para cinco días y cuatrocientos kilómetros por delante hasta Walvis Bay sin un solo poblado, solamente hay granjas, muy separadas unas de otras. La pista es a veces rocosa, a veces arenosa, y en pleno verano austral el sol da con dureza. Bebo entre doce y catorce litros de agua al día, que no son difíciles de conseguir entrando en las granjas, y con los granjeros que paran su coche para saludarme. Algunos turistas en todo-terreno también paran para hacerme una foto.
- ¿Que vienes de España en bicicleta? ¿Puedo hacerte una foto? - Y a cambio de la foto me dan agua o una chocolatina que llevan en sus neveras.
Llegando al océano cambia el clima y dejo atrás el sol. Duermo en las bonitas dunas de Walvis bay y es el comienzo del Atlántico namibio: un lugar frío, eternamente cubierto en bruma, donde parecen ser siempre las siete de la mañana. La carretera se dirige al norte, hacia la llamada Costa de los esqueletos, y realmente es una tierra donde encallar. Tras los días de calor, ahora hace un frío incómodo.
El frío es la excusa que le doy a los policías cuando me preguntan dónde está mi casco. Es obligatorio llevar casco en bicicleta en Namibia, y yo no tengo; me he puesto un gorro y les contesto que tengo frío, pero que compraré un casco en la primera tienda que vea. No hay ciudad en la que no me lleve una regañina... Y aguanto poco el frío. Decido seguir una ruta que me recomendó Tokkie, para cruzar Damaraland. En Hentiesbaai compro toda la comida que soy capaz de llevar, para unos seis días, y unos kilómetros más al norte tomo un sendero que cruza un área protegida, donde regreso al sol y al calor. Vaya días...
Acceder a artículos occidentales, tomar un capuccino, obtener información fidedigna..., bastantes cosas han cambiado al entrar en el sur del continente, y una de ellas es que me encuentro con mucha gente blanca, sean turistas, afrikaans o ex-patriados. A menudo hacemos buenas migas, y mis conversaciones se han hecho bastante más interesantes. En África hay mucha gente viviendo vidas fuera de lo común.
No Caprivi, que resulta ser el par de días más aburridos de este año, sin ver ningún elefante, aunque si veo cientos de cacas monstruosas y árboles destrozados.
- Buen día, ¿hacia dónde va usted? - me pregunta el ranger en el control de la Reserva Nacional de Caprivi.
- A Zambia -contesto nervioso, pues no sé si me autorizarán a pasar la Reserva en bicicleta.
- Bien. A mitad de camino, a unos cien kilómetros de aquí, hay una aldea, Omega-3, y tiene un cuartel de policía. Debe usted dormir allí, no es seguro acampar entre los animales.
- Perfecto. Muchas gracias. Adiós.
- No tan rápido, señor, ¿dónde está su casco?
Me quedo tan perplejo que no sé si echarme a reír.
- Pero bueno, ¿va usted a dejarme entrar en un parque lleno de búfalos y elefantes y se preocupa de si llevo casco? Hace mucho calor, hombre, necesito el sombrero.
El ranger parece divertido con mi respuesta y me despide indicándome que me dé prisa para llegar a Omega-3 antes antes de la noche.
No sería la última vez. Cruzando la frontera a Zambia, ya con el pasaporte sellado, casi me multa el policía que levanta la barrera, ¡por no llevar casco!
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?