La espera de Huaraz, hasta que el tiempo mejorase, me permitió conocer en persona a Xavier Conesa, el duende que diseñó el libro de África y que ahorita está ya dando las últimas pinceladas al de Asia. Un mallorquín con una vida llena de historias, viajes, aventuras y desventuras, que hace del dinero el medio para ser libre, en lugar de haber caído prisionero en sus redes. 'Lo que me pagan por diseñar un proyecto, me permite dedicarme a otras cosas por gusto, como tu libro, por ejemplo' - me dijo una vez por email.
Cuando el tiempo mejoró, Xavier me acompañó en su todoterreno hasta la carretera de Punta Olímpica, y a eso de las cuatro de la tarde, comiendo unas galletas...
- Oye, Xavier, y ya que estás aquí ¿por qué no acampas conmigo en lugar de conducir de noche y dormir en un hotel?
Tardó tres segundos en decir sí y venirse a dormir a 4000 metros sin más equipamiento que tres mantas y un pan de molde. Este mundo se hace un poco mejor cada vez que un hombre niega en su boca esas horribles palabras: 'sí, bueno, me gustaría, pero…' Al infierno con los 'peros….'
Y al día siguiente, subidón a 4900 metros entre unos espectaculares glaciares y nevados. Ni me enteré de la altura, también ayudado porque la pendiente es muy suave y te plantas en los 4500 metros sin darte cuenta. A esa altura, los glaciares comienzan a estar realmente cerca y en alguno de estos picos junto a Punta Olímpica si llega a haber un escalador podría haberle visto la marca de la chaqueta. Los glaciares lo llenan todo curva tras curva, y al fondo, las cimas del majestuoso Huascarán cubriendo el horizonte. Semejante panorama te aísla de cansancios, pasado y futuro. Uno de esos lugares que te absorbe sin resquicios y te revela lo intenso que puede ser el presente cuando vives en la maravilla. Si en ese momento alguien me preguntara por lo que había cenado la noche anterior, me habría costado un buen rato salir de esa burbuja y recordar algo del ayer.
Y hubo más, quedaba el retorno, fueron 5 días de gloria. Tras bajar al otro valle y pedalear por un mal pedregal, estaba el otro paso que me devolvía a la carretera de Huaraz, más 'bajito', solo 4770 metros, pero sin pavimento, una horrible trocha de piedras implacables que extenuaría al mismísmo Perico Delgado.
Arriba, unas vistas que no voy a volver a encontrar en este planeta. El paso del Portachuelo cruza justo en medio del Huascarán y el Huandoy, ¿dónde en el mundo puedes estar con una bicicleta tan cerca de estos capirotes de nata?
Hay días inolvidables, qué vida ésta, a veces me parece injusto vivir lo que estoy viviendo. Sé que muchas veces alguien se acordará de mí mientras bebe un buen vino y dirá, 'Este pobre Salva, que estará bebiendo agua de río en cualquier lugar…', pero en otras ocasiones es al revés y yo me veo en estos lugares donde me faltan ojos y asombro, y al día siguiente, pedaleando con el recuerdo fresco pienso en tanta gente que ni tiene dos semanas de vacaciones, que no sale más allá de su provincia, o como ocurre aquí, en Perú, donde lo más lejos que van es al mercado de la ciudad… y solo puedo dar gracias por esta vida, tratar de quejarme lo menos posible, no tendría derecho...
Efectivamente, al llegar a Huaraz otra vez, el primer día no podía ni moverme en la mañana, casi me costaba mantenerme erguido, caminaba inclinado, pero en la tarde ya mejoré y al día siguiente estaba casi nuevo. Además, llegaron mis amigos James y Sarah, y los franceses Arthur y Caro, nada mejor que un par de días compartiendo entre amigos, charlas, algún exceso de pisco, antes de enfilar el último cruce de la Cordillera Blanca, el Pastoruri.
Mala suerte esta vez, me pilló un fuerte vendaval que volvía a traer tormentas. Dos días sufriendo este maldito aliento de iceberg en mi pecho, demasiado fuerte, y los últimos nevados no los disfruté con una sonrisa sino apretando los dientes, y tampoco salí indemne de ellos.
Así es, al bajar al calor de Huánuco, una incómoda infección con fiebre, que a fecha de hoy todavía no sé cómo llamar, me tumbó por dos días y me hizo atracarme de amoxicilina y tener que pedalear dopado con ibuprofeno por una semana.
Después, llegaron un par de semanas en este Perú central, alternando pampas por encima de los 4000 metros y bajadas a ríos calurosos a 2000, que sin estar completamente fuerte, a veces se me hacían penosas, algo que quita las ganas de viajar. Las pampas se hacen eternas, tras subir a los 4000 metros no tienes un descenso, sino curvas y curvas por estos pastizales de viento y nubes, donde solo viven las llamas y los pastores. Bajar a los ríos tampoco lo hace más divertido, Perú por debajo de los 3000 metros es caluroso y está infestado de jenjenes que salen en nubes para acribillar la piel a mordiscos… Pero lo cierto es que también sabía que era la parte menos interesante del país, y que en fin, podía apretar los dientes confiando en llegar al sur recuperado, donde el paisaje vuelve a ser espectacular.
Entre jornadas de una tierra de campesinos olvidados, sí me agradó mucho Ayacucho, el otrora bastión de Sendero Luminoso, la gran sorpresa del Perú para mí. Desde lejos parecía una horripilante ciudad de casas marrones, sin pintar, todas encima una de otras, y al llegar al casco histórico me encontré una ciudad bastante bonita, con dos calles peatonales, una enorme plaza, y montón de antiguas casas con patios agradables. Había papeleras, la gente era amable, parecía otro Perú, y Percy, un amigo peruano al que conocí un mes atrás, me invitó a probar la carne de alpaca, además de una charla interesante, algo que no es del día a día en un país donde la educación está a un nivel aterradoramente bajo.
Interesante, esta transición desde el paraíso de los nevados, de esos días brillantes llenos de acampadas para mis recuerdos, a unas semanas donde pedaleaba por tierras de miseria y vidas oscuras. Los niños, los hombres, las mujeres, gritan continuamente 'gringo' a mi paso… más allá del insulto o la grosería está la miseria, ese 'gringo' no es a veces más que la válvula de escape de una vida con pocas alegrías y mucho sufrimiento, que ve pasar de largo por la aldea a ese tipo afortunado que sí puede viajar, que no tiene que trabajar de sol a sol recogiendo papas o perdido en una pampa cuidando ganado.
Del paraíso al infierno. Niños que no han podido elegir sus vidas, a los que esperan haces de leña para cargar en la espalda, casas de adobe llenas de pulgas, oscuridad, sandalias hechas con tiras de neumáticos, y todo el planeta que ellos verán se reducirá a la distancia desde su casa al mercado más próximo.
Tal vez, este viaje me está inoculando la tierra en mis adentros, donde la vida es bella soy feliz, donde es miseria, me apago. Del gozo mirando frente a frente los nevados, con la respiración entrecortada por la altitud y la sonrisa cincelada por tanta belleza, he pasado a pedalear mustio, enfermo, con fiebre, por estas tierras donde la gente olvida cuantos años tiene, donde no tiene sentido festejar un cumpleaños con semejante vida de sufrimiento y dureza, sin esperanza de escapar de ella desde que se abandonan los juegos infantiles y comprendes lo que te ha tocado vivir. Las fiestas de cumpleaños son para lugares donde la vida es amable, donde se disfruta vivir.
No puedo estar alegre entre esta gente. A veces me irrita su necedad, su grosería, su absoluta ignorancia de todo, el no poder tener la mínima conversación, y sin embargo mi cuerpo enferma, no está alegre, no puede estarlo rodeado de estas gentes que no han podido elegir qué hacer con su vida, que nacen condenados al arado, al viento, y al alcohol.
Pasan los años y todavía no sé cómo llevar esta vida maravillosa que tengo cuando cruzo entre gentes para quienes vivir tiene poco de alegría. No lo sé, la verdad, y a veces me tumba. Ahora estoy descansando unos días aquí, quiero reponerme de todo completamente, de mi infección y de que me duela el mundo que veo, además, tengo algo que celebrar, ayer volví a nacer, tal cual.
El Perú está lleno de carreteras en construcción (están asfaltando), a lo largo y ancho del país, bien lo sabemos los ciclistas, a menudo nos toca esperar un rato, a veces una hora, hasta que reabren la carretera y hay paso. O peor, unos días atrás tuve que pasar casi 48 horas en una aburrida aldea, Ocros, porque en una de estas obras se había caído media montaña y las dos excavadoras disponibles tardaron día y medio en limpiar el desastre. Todo hace que nos impacientemos, no nos gusta esperar y siempre pedimos, 'Hombre, si yo puedo pasar por ese lado, caminando con la bici…', y los obreros a menudo contestan, 'No, están cayendo piedras, es por tu seguridad'. Tienen razón.
Bajando al río Pachachaca, rumbo a Abancay, me detengo en una 'tranquera'. Se ha caído un trozo de montaña y están terminando de limpiar las piedras. Tengo suerte y llego a su final, solo cinco minutos de espera. Aprovecho y en cuanto arranca el primer camión me deslizo y paso el primero para llegar a la zona del deslave, justo cuando vuelve a caer algo de arena.
- Un momento - me dice el obrero que ha dado el pase.
Un momento es lo que tarda la montaña en pasar de arenilla a resquebrajarse y abrirse en decenas de piedras que comienzan a caer desde unos 15 metros.
- ¡Sigueeee! - me grita el obrero mientras él también sale corriendo del meollo.
Ni tenía que haberlo dicho, doy las diez pedaladas más rápidas de mi vida (casi atropello al obrero) y salimos ambos como en una película de 007 con la nube de polvo detrás de nosotros. Yo estallo de alegría y doy un grito al cielo, ¡estoy vivo!... aunque los obreros no tienen ganas de fiesta, todos ellos conocen a algún compañero enterrado en un deslave.
- Te gustan las emociones… - dice uno de ellos, no sé si con sarna o regañándome.
Cuando la polvareda se disipa, la carretera otra vez está bloqueada con las piedras, lo bueno del asunto es que ningún coche va a venir detrás de mí durante un buen rato…
Si te gustan estos relatos, unviajedecuento tiene a tu disposición dos libros, África y Asia. El tercero, sobre América, estará disponible en 2015. ¿Cómo conseguirlos?